Sección XXXIX

El retorno de Rosa Burger a su país natal dentro del período en que era válido su pasaporte coincidió con dos acontecimientos que rivalizaban en importancia en los periódicos. Orde Greer estaba sometido a juicio por traición. Había tres acusaciones contra él: haber escrito una de las versiones (descartadas) del texto de una octavilla supuestamente incitadora, distribuida en Ciudad del Cabo por medio de una bomba-panfleto que se hizo estallar en la calle; poseer ciertos manuales referentes a la guerrilla urbana, incluidos Coup d’Etat de Edward Luttwak y los escritos del general Giap; y (la causa principal) haber intentado reclutar a un joven de una conocida familia liberal, que estaba cumpliendo su servicio militar obligatorio, para que proporcionara información y material fotográfico de instalaciones y equipos de defensa sudafricanos. El proceso estaba bastante avanzado. El Estado prácticamente había terminado con las declaraciones de los testigos cuando Rosa asistió a una sesión, El juicio se celebraba en Johanesburgo, pues no consideraban a Greer una personalidad lo bastante destacada como para que hubiera riesgo de que los blancos abarrotaran los tribunales, y con el creciente separatismo político entre radicales blancos y negros se pensaba que era improbable que se reunieran allí las multitudes negras que suelen hacerlo cuando se trata de juicios políticos a los de su raza. De hecho, se congregaron centenares de negros en las puertas del tribunal todos los días; trasladaron la prosecución del juicio a un remoto poblado de cultivos de maíz, en el Transvaal oriental, antes de oír a la defensa.

En la etapa que estuvo presente Rosa el tribunal todavía estaba asentado en Johanesburgo. Alguien le hizo lugar en el extremo de un banco en la última fila de la galería de visitantes; llevaba en el bolsillo del abrigo un pañuelo, pero se enteró que desde el juicio de su padre había caído en desuso la convención talmúdica según la cual las mujeres debían cubrirse la cabeza en presencia de un juez. Estaban haciendo repreguntas a Orde Greer sobre la prueba de la grabación de una llamada telefónica de larga distancia controlada por un artilugio que él ignoraba que había sido instalado en su piso por la oficina de telecomunicaciones siguiendo instrucciones de la Rama de Seguridad del BOSS. El tribunal escuchó el rechinar de la cinta y luego la voz de Orde Greer, nada sobria, en un momento dado llorona, preguntando qué había hecho. ¿Qué había dejado de hacer? Con pruebas documentales se estableció que la persona a quien iba dirigida la llamada y que había colgado el receptor de inmediato al reconocer (presumiblemente) la voz y oír las primeras frases, era un antiguo comunista sudafricano, experto en explosivos gracias a sus experiencias como Rata del Desierto durante la guerra y que ahora, según se creía, dirigía el terrorismo urbano en el país. El fiscal recordó a Greer que después de haber sido reclutado en algún momento de 1974, el Partido Comunista lo había dejado caer debido a que no era de fiar. Tenía problemas con el alcohol, ¿verdad? La falta de confianza de sus amos quedó en evidencia, más allá de toda duda, mediante esa ridícula llamada telefónica solicitando instrucciones para cumplir tareas clandestinas que le habían encomendado… Operando con un sentido de «destino decepcionado» se había sentido «diabólicamente inspirado» —¿verdad?— a ponerse a prueba ante sus amos, a rehabilitarse. Incluso controló la bebida, durante un tiempo. Consultó a un médico por sus problemas alcohólicos, el doctor A. J. Rodease, un psiquiatra de Durban, el 25 de febrero de 1975, mientras estuvo en esa ciudad en función de su trabajo de periodista. Había informado al doctor Rodertse que padecía tensiones debido a sus problemas conyugales. Pero no tenía ningún problema «conyugal»; no estaba y nunca había estado casado, tenía problemas con sus amos, los comunistas de Londres, que ya no confiaban en él debido a su ingestión de alcohol. Había decidido mostrarse digno de ellos y en consecuencia fue él mismo, actuando por propia iniciativa aunque estrictamente dentro de las metas y objetivos del Partido Comunista, quien había intentado obtener información militar convenciendo a un joven Soldado Nacional de que si era en realidad un liberal acérrimamente contrario a la política del apartheid, tenía que estar dispuesto a robar documentos, hacer planos y tomar fotos que pudieran conducir a la destrucción del ejército gracias a cuya fortaleza se mantenía dicha política… En resumen, que la obligación de un joven no consistía en defender a su país sino en traicionarlo.

Rosa Burger no pudo volver a insistir. Una semana después de su regreso aceptó un puesto en el departamento de fisioterapia de un hospital negro. Siguió el proceso, como cualquiera, en los periódicos. La defensa reconoció que Orde Greer había escrito un texto que apareció en forma modificada como octavilla distribuida mediante un inofensivo artefacto explosivo («no más revolucionario que un fuego de artificio disparado en Nochevieja»). La diferencia en el texto era decisiva: la versión de Greer (Documento A, retirado de su piso en una redada policial) no incluía exhortaciones a la violencia, en tanto el texto del panfleto divulgado contenía diversas afirmaciones —evidentemente agregadas con posterioridad por otra persona— que podía interpretarse como pertenecientes a esta naturaleza. La conocida frase utilizada por Greer —¿acaso no se la oía en todos los púlpitos, empleada para introducir el justo temor de Dios en toda comunidad cristiana?—, «día del juicio final» no era en modo alguno una amenaza de violencia ni un estímulo a la misma. Por el contrario, era un recordatorio de que en última instancia todos tendrían que responder ante su propia conciencia por sus convicciones y acciones.

Hubo un largo debate entre la defensa y el fiscal por la definición de «manual»: el clásico de Clausewitz sobre la estrategia, ¿era un «manual» o una obra histórica sobre el arte de la guerra, un tipo específico de memoria militar? Y en este último caso, ¿los escritos del general Giap no eran su contrapartida moderna? En cuanto al libro de Luttawak sobre el coup «hágalo usted mismo», ¿puede alguien tomarse en serio semejante obra? ¿No era con toda evidencia la clase de radicalismo distinguido con que se exalta la gente que vive en países políticamente estables, un entretenimiento en los cócteles? El juez solicitó una definición de la expresión «radicalismo distinguido», lo que dio intervención a un periodista cuya misión en el juicio eran las aclaraciones, preferentemente irónicas cuando no triviales. Y en el contexto del material de lectura de un hombre que era, demostrablemente, un excepcional lector de amplio alcance… Un hombre que ganaba un salario modesto y que debía de haber gastado un buen porcentaje del mismo en los más de tres mil libros, sobre todos los temas habidos y por haber, que eran el principal mobiliario de su pequeño piso… ¿tenía algún significado la presencia de los libros de Giap y Luttwak?

El acusado aseguró que esos libros se los habían enviado los editores para las correspondientes reseñas, durante el período en que trabajaba como director literario de un periódico.

Por último, la defensa proporcionó una noticia sensacional para el diario de la tarde guardando en secreto, hasta el momento apropiado, un descubrimiento: el «experto en explosivos» identificado por el Estado como el hombre con quien hablaba Greer en la incoherente conversación telefónica grabada se encontraba en Estocolmo cuando el artilugio incorporado al teléfono de Greer la grabó finalmente. El número era el que figuraba bajo el apellido de ese hombre en el listín telefónico de Londres, sí, pero el abonado no vivía en Inglaterra en ese momento. No había pruebas de que la persona que atendió el teléfono fuese miembro del Partido Comunista, de hecho no existía ninguna prueba para adjudicarle identidad a esa voz; fuera quien fuese, había colgado de inmediato el receptor, como hace normalmente cualquier persona que recibe una llamada fastidiosa. El acusado no negó la evidencia de que no estaba sobrio cuando se hizo esa llamada. De hecho, señaló que no recordaba haber llamado.

Pero fue la principal acusación —el presunto reclutamiento de un joven liberal que cumplía su servicio militar— la que despertó mordaces y soterrados antagonismos en los suburbios blancos. Cenas tranquilas entre personas inteligentes se volvían estridentes y explosivas cuando hombres y mujeres airearon sus pareceres secretos sobre la moral política y personal de los demás bajo el disfraz de desacuerdos acerca de la significación política y moral, no tanto de lo que había hecho Orde Greer, como de la conducta del joven que él había contactado. En principio ese joven había accedido a hacer lo que le solicitó Greer, y estaba en condiciones de hacerlo porque era una especie de asistente-conductor de un agregado de prensa militar que con frecuencia acompañaba a su superior, con los altos mandos, en inspecciones oficiales de instalaciones secretas de todo el país, de posición lo bastante humilde como para que lo tuvieran tan en cuenta como a un mueble, aunque de ojos y oídos abiertos, manos con acceso a archivos y fotografías de información reservada. Después de un breve período durante el que nada entregó a Greer excepto una guía confidencial de comportamiento entre negros rurales extranjeros —un folleto distribuido entre las tropas sudafricanas durante la invasión de Angola— aparentemente se asustó o decidió, por alguna razón, que no estaba dispuesto a seguir adelante en su compromiso con Greer. Con los puños cerrados en posición de descanso junto a un vaso de vino, o golpeándolos, alguien insistía en que la actitud correcta, si tanto repugnaba al joven la idea de servir en «ese ejército», si era algo tan contrario a sus principios, consistía en hacerse objetor de conciencia y no espía. La posición liberal era la de oponerse abiertamente al régimen, y no la de traicionar el derecho de los ciudadanos del país a defenderse de potencias extranjeras que querían aprovecharse de esta situación. Un joven rió enfurecido: ¿Cuándo aprenderá la gente que esta moral de campos de deporte evidencia un profundo equívoco de lo que es la represión?

—Dices que quieres liberar a los negros y liberarnos a nosotros mismos de este gobierno y al mismo tiempo esperas que la gente juegue a ser decente.

—¡Caray! El apartheid es el timo social más sucio que el mundo haya conocido… y tú quieres combatirlo según las reglas del patriotismo, la honradez y la decencia desarrolladas para sociedades donde todos tienen algo que vale la pena proteger de la traición. Estas virtudes, estas preciosas «pautas» tuyas… no son más que otro timo, ¿no te das cuenta? Jamás se permitió a los negros entrar en vuestras escuelas, vuestros clubes, vuestro ejército, entonces… ¿qué significan? ¿Las reglas de quiénes? Dices que estás en contra de la supremacía blanca… en cuyo caso no puedes limitar tu conciencia de la fineza moral que sólo pueden permitirse los blancos. Ese tío tenía todo el derecho del mundo a usar su servicio militar obligatorio para obtener cualquier información que pudiera contribuir a destruir a ese ejército y a todo lo que representa. Yo sólo quiero aplastar a esos hijos de puta de cualquier manera posible. ¿Quieres librarte de ellos o no? Esta es la única pregunta que me hago a mí mismo.

William Donaldson interrumpió la discusión haciendo elegir a sus invitados entre Grand Marnier y Williamine mientras Flora, su esposa, seguía sirviendo café.

Orde Greer fue declarado culpable del principal cargo de la acusación y condenado a siete años de cárcel. La única ocasión en que Rosa lo vio en los tribunales iba acicalado como un escolar desarrapado al que ponen presentable para una cita en el despacho del director. Llevaba la barba afeitada. Su pelo, todavía largo, había sido peinado con agua hasta quedar domado. Usaba un traje de pana color tabaco proporcionado por alguien que no quería llegar tan lejos como para ponerlo totalmente fuera de papel con un traje a rayas azul marino. Rosa pensaba que no la había visto en la galería. La cara rojiza y poco atractiva de Greer (durante largo tiempo los ojos en sus arcos profundos, la delgada boca inteligente y retorcida, la frente alta bifurcada, el pelo crespo detrás de las orejas sería la imagen con que compararía los rostros de todos los hombres) estaba serena y secretamente inquisitiva, como si él y sus acusadores atravesaran juntos el mismo proceso de escrutinio. Rosa tenía esta representación mental de Greer cuando leyó que en ocasión de dirigirse al tribunal afirmó (inevitablemente) que había actuado de acuerdo con su conciencia. A continuación se había interrumpido —diciendo no, no, no— para declarar que ésa sólo era una frase hecha, que lo que quería decir era de acuerdo con la «necesidad». Todos los días había detenidos por expresar, meramente, su convicción de que aquella era una sociedad injusta, hipócrita y cruel. «He pasado muchos años enorgulleciéndome de codearme con gente lo bastante valerosa para arriesgar su vida en actos. Pasé demasiados años observando, escribiendo sobre el tema; ahora prefiero ir a la cárcel por actuar contra el mal a haber esperado a que me detuvieran sin haber hecho nada».

La otra historia sólo se convirtió en un titular cuando se supo que estaba implicada una chica sudafricana. Antes era un asunto europeo, concerniente a los secuestros de industriales y asesinatos de funcionarios de embajada y políticos cuya responsabilidad era reivindicada por —y a veces imputada a— grupos terroristas internacionales. Se pensaba que un hombre conocido como García —al que se creía de origen boliviano y miembro de los Núcleos Armados para la Autonomía Popular, el Ejército Rojo Japonés, la banda Baader-Meinhof, o quizás algún nuevo agrupamiento que incluía a éstos y otros— era el cerebro gris de la serie más reciente de actividades terroristas urbanas. Seguía en libertad y había sido protegido por una serie de mujeres, cada una de ellas ignorante de la existencia de las otras, con las que mantenía relaciones amorosas en Londres, Amsterdam y París. La de París resultó ser una sudafricana empleada por la Junta de Cítricos para promocionar la venta de naranjas. La historia dominó los periódicos dominicales; se trataba de Marie Nel, hija de un destacado granjero de Springbok Flats, que junto con su esposa también regentaba el hotel de la aldea. Había fotos de la fachada en las que se veía el bar y la placa: C. J. S. NEL, «Venta autorizada de vino y bebidas alcohólicas». En otra aparecía Marie Nel tomada por sorpresa y con flash por un fotógrafo itinerante de los nightdubs; parecía ser navidad o año nuevo, y el lugar de reunión era probablemente una ciudad sudafricana; un camarero indio sonreía al fondo.

La historia cobró vida una semana más cuando uno de los periodistas, sin duda mientras husmeaba en la aldea, se enteró de que la señora Velma Nel era hermana de Lionel Burger. A los ojos de muchos lectores, ésta fue una especie de explicación. La diferencia entre el fenómeno anárquico de una banda Baader-Meinhof o algo llamado Ejército Rojo Japonés que tenía muy poco que ver con Japón, y las ideas de un Lionel Burger, que quería entregar su país a los negros, quedaron desdibujadas por la equidistancia de semejantes ideas en la comprensión de los lectores. La prima de Mariel Nel, hija de Lionel Burger y único miembro superviviente de su familia inmediata, trabajaba como fisioterapeuta en un hospital de Johanesburgo. La reproducción de una vieja fotografía en los archivos periodísticos mostraba a una chica muy joven saliendo del tribunal en el curso del juicio de su padre.