Sección XXXVII

El amor no exorciza los temores pero hace posible llorar, aullar al menos. Como Rosa Burger había llorado de alegría una vez, salió del cuarto de baño y se paseó por el piso, encendiendo todas las luces al pasar, sollozando y apretando su fea mandíbula, manchada, metiéndose el puño en la boca. Durmió hasta bien entrado el día siguiente: otro mediodía perfecto. La racha de buen tiempo continuó un poco más. Así, para Rosa Burger, Inglaterra siempre tendrá este aspecto; hileras de sombras por la calle soleada, los tímidos pies blancos de gente que se ha quitado los zapatos y los calcetines para sentir la hierba, el sol serpenteando a través de las sendas que marcan las embarcaciones de paseo en el antiguo río; un lugar donde la gente se sienta en bancos para beber al aire libre a la puerta de los pubs, las chicas arreglándose con los dedos sus brillantes cabelleras.