Después de un breve viaje de investigación a Córcega para su tesis, Bernard Chabalier dedicó sus pensamientos a encontrar una sólida razón para justificar su necesidad de ir también a Londres. Era bueno en estas cuestiones; sumamente experimentado y práctico, empezó convenciéndose a sí mismo. Una vez superada esta prueba —el rostro que habitualmente se arrugaba en irónico escepticismo y diversión ante proposiciones sospechosas, aceptó ésta como pasable—, confiaba en poder convencer a quien fuera necesario.
—Tendría que pasar unos días en Londres para hablar con un colega británico… sí, por supuesto, de la LSE… se dedica al mismo tipo de investigación que yo. La influencia de la contraemigración en Inglaterra. No está mal lo de «contraemigración». Creo que acabo de inventarla. Los colonizadores que regresaron de Kenya, los rodesianos que está volviendo desde la Declaración Unilateral de Independencia, los paquistaníes, huelga decirlo, los antillanos. A modo de comparación: un capítulo corto con fines comparativos. La mutación de los valores anglosajones post coloniales frente a… Esas cosas son estupendas para una tesis. Toques de erudición. Impresionan a los supervisores —apenas era necesario plantear estas cuestiones a su mujer (se llama Christine) y a su madre, para quienes las necesidades de la tesis eran prioritarias—. Si sentarme en lo alto de una columna en medio del desierto fuese la mejor manera de obtener el doctorado me enviarían, sin la menor compasión, una botella de Evian para asegurarse de que en caso de estar a punto de morir de sed no bebería agua con gérmenes. Son ambiciosas por mí, te lo aseguro. Ellas también hacen sacrificios, es verdad…
Cuatro días y tres noches juntos en Córcega habían permitido a Rosa Burger y Bernard Chabalier degustar la experiencia de estar solos, una pareja en estado puro, la incomparable experiencia de que no corrían peligro de perder en el intento de prolongación que es el matrimonio. Pero la alegría sin exigencias —porque la presencia constante del otro, la sensación y el ritmo de la respiración, el olor, el tacto, la voz, la vista, la interpretación mutua era la provisión total— se convierte en una única exigencia unificadora. De la pareja; sobre el mundo, sobre el tiempo: volver a experimentar ese equilibrio perfecto. Una resolución impetuosa, fuerte, bronca, de ojos entrecerrados, fundida en deseo, rozando los límites, derribando todo lo que vuelve improbable e incluso imposible el tránsito de la voluntad. Rosa Burger y Bernard Chabalier no tenían muchas oportunidades de vivir juntos días enteros con sus noches mientras sus cuerpos se velaban mutuamente en el sueño como las efigies de tumbas vecinas que representan cuerpos enamorados y desertados por la muerte. Si los días y las noches han de contarse con los dedos, la suma es importante. A Rosa le pareció brillante la idea de Londres porque en un contexto urgente las ideas sólo tienen que ser factibles para resultar brillantes. Estaba en condiciones de complementar la ocurrencia básica de Bernard, su razón para ir a Londres. Un hotel era peligroso; por retirado que fuese, alguien que conociera a alguno de los dos podía alojarse allí; al fin y al cabo siempre existen sobradas razones para buscar lugares recónditos. Ella disponía de un piso… tenía acceso a la llave de un piso en Holland Park, que nunca había usado. Jamás había estado en Inglaterra, en Londres. ¿Le parecía bien Holland Park? A Bernard le encantó la idea de mostrar Londres a la jeune anglaise (los franceses del pueblo donde la había conocido no sabían hacer distinciones de origen entre los extranjeros de lengua inglesa). ¡Holland Park era ideal! Un corto trayecto en metro hasta el West End.
¿Y a qué distancia de la London School of Economics?
Ataques de risa y parloteo.
—Lejos de nuestra ruta, nunca la encontraremos, no te preocupes. Pero mi colega sí que vive en Holland Park y me conseguirá una habitación en casa de unos amigos êh? Será más barato que un hotel… y si alguien llama por teléfono. —Rosa entiende la pausa, deduce, la anciana Madame Chabalier ha sufrido un infarto, de hecho dos, y siempre tiene que haber una manera de llegar a su hijo—, no tiene nada de particular que otra persona que vive en la misma casa atienda, ¿no?
Sí. Y otra vez sí. Sí a todo, a medida que empieza a alcanzarse lo que no se podía hacer, con el entusiasmo de las soluciones prácticas seguidas paso a paso y atentamente planeadas, porque la negligencia produce heridas y nadie debe resultar herido si Bernard Chabalier y Rosa Burger han de permanecer intactos e inalcanzables.
El 7 de septiembre Bernard Chabaiier reunió las páginas escritas a máquina y las notas manuscritas dispersas en ordenado desorden por toda la habitación donde había trabajado y hecho el amor, ambas cosas bien… tenía que admitirlo; testigo singular, esa habitación con la que no quería volver a enfrentarse bajo otras circunstancias, nunca… y volvió a París. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en la escuela donde era profesor. Una decisión razonable. Faltaba una semana para el comienzo de las clases en las escuelas de sus hijos; ésa era la razón. Podía volver un día y entrar en su aula al siguiente… había enseñado muchas veces lo que debía enseñar, pero a sus hijos les gustaba que los acompañara cuando había que comprar lápices y cuadernos y zapatos nuevos como preparativos para el nuevo curso. Había hablado con Rosa acerca de su conciencia de que no sabía, más allá de cierto nivel elemental, cómo debía comportarse para ser lo que él mismo etiquetaba como padre «constante», cómo satisfacer necesidades que debía adivinar; por el momento se limitaba a hacer lo que parecía complacer más obviamente a los niños. No le dijo que la fecha que habían acordado para su partida correspondía a un caso específico. Este era el tipo de cosas que ella adivinaba y tendría que adivinar en la clase de vida que vivían y vivirían; no era necesario plantear el supuesto de que un «profesor» necesita una semana para asumir esta identidad. Amando a la chica, en cualquier sitio ajeno al estado puro, el principio de que nadie debía resultar herido invertía su posición de posible perpetradora en posible víctima. Si nada se decía y no obstante ella comprendía por qué él estaba comprometido consigo mismo a marcharse ese día, éste sería otro de los sobreentendidos que unirían firmemente a Rosa Burger y Bernard Chabalier.
Se fue un día distinto al que especificaba el billete aéreo. Las muchedumbres de vacaciones ya se habían marchado, pero los antiguos huesos de piedra de la aldea contenían la médula estival. El azul del mar, triunfante a pesar de su contaminación, era sólido. Por contraste, las montañas se esfumaban en delicados halos de bruma solar, sin memoria de la nieve, que nunca retornaría. En el coche de Madame Bagnelli aroma a geranios a través de las ventanillas en lugar de vapores de gasolina, y los viejos jugando bajo los olivos en el aparcamiento vacío de coches, tal como Rosa lo vería jugar a él cuando envejeciera. Conducía ella y tal vez su concentración (todavía incapaz de confiar en sus reflejos para mantenerse del lado derecho del camino en vez del izquierdo… como era norma en su lugar de origen) mantuvo a raya la desesperación que acometió a Bernard, de modo que a su lado las manos le temblaban y respiraba con la boca abierta.
Pero dentro de unas semanas se encontraría con ella en Londres. Entretanto le buscaría el apartamento en París, en el quartier del lycée; ella se instalaría en Londres a esperarlo, en el piso que siempre estaba a su disposición. El pediría una semana de permiso —no había faltado por enfermedad ni por estudios un solo día en diez años, le importaba un rábano que el trimestre acabara de empezar— y volverían juntos a París el mismo día, si no en el mismo avión, o sea juntos. No era una separación sino el inicio del compromiso de estar precisamente así: juntos. Ya no eran una de las aventuras de la aldea. El le telefonearía todos los días; una vez más volvieron a hablar de la mejor hora para hacerlo… también ella era muy hábil en los tejes y manejes de la intimidad. Rosa no lloró, pero él estaba impresionado por todo lo que había tenido que pasar con el fin de aprender a no llorar, algo que no podía desaprender. Todo eso cayó de nuevo sobre ella, pero de pronto volvió su pequeño perfil a la manera que se modifica el ángulo de un espejo para mostrar el rostro pleno, los grandes labios serenos, los ojos del color de las conchas de mejillones negros (Bernard tardó semanas enteras, muy influido por el entorno en el que se movía con ella e incluso —¡por fin!— reconociéndose a sí mismo como un ejemplo de la preocupación francesa: las cosas que comían, decidir el color).
—Tú eres el único hombre que he amado entre aquellos con los que he hecho el amor. Por eso siento que tú puedes hacer que todo sea posible para mí.
—¿Qué cosas?
Rosa cogió la lengüeta del billete que sobresalía del contador en la barrera del aparcamiento del aeropuerto y no reaccionó en seguida cuando aquélla se levantó. El le observó la boca con la apasionada atención de los placeres que allí encontraba. La mandíbula era casi fea; ella se empeñaba tan poco en ocultar algo nada bello como en fomentar las hermosuras de su semblante. Sus labios se movieron en busca de formas para la plenitud: el placer de sí misma, la inocente y jactanciosa confianza de ser, la certeza de dar lo que seria recibido, aceptado sin cuestionamientos. Antes de arrancar lo intentó.
—No sé. Cosas que no conocía. Que he descubierto. A través de ti.
—¡A través de mí! Querida mía, debo decirte… que a veces contigo me siento como un niño al que echan de la sala mientras los adultos hablan, y que ahora he crecido… que he vivido toda mi vida… allí…
¡Cuánto le encantaban los giros de su fraseo! Rieron juntos de él, en el viejo coche de Madame Bagnelli que los llevaba a una parada, al destino de aquel día. Las risas se tornaron abrazos y en el estado de descarada borrachera recíproca, totalmente confiada, se separaron por un rato. Menos de dos horas más tarde, desde el aeropuerto Charles de Gaulle donde acababa de aterrizar, Bernard Chabalier —encontrando una excusa para alejarse unos minutos de quienquiera fuese (Christine con o sin los niños, la madre anciana) que había ido a su encuentro— telefoneó a Rosa Burger. Esta vez le dijo con tono de contundente maravilla: Eres para mí la criatura más querida de este mundo. Ella lloró con una emoción desconocida, un nuevo aspecto de la alegría, una extraña experiencia.
Partió a Londres diez días después, en tren, porque era el medio más barato. Había ganado algo de dinero ejerciendo su profesión con gente a la que había sido recomendada, en los puertos para yates, pero la libreta de traveller’s checks que había llevado a Europa estaba casi vacía. No se sentía especialmente inquieta. Había telefoneado a Flora Donaldson a Johanesburgo y le explicó que después de pasar el verano en Francia quería visitar Londres. Un tipo de itinerario normal para unas vacaciones en el extranjero; Flora —como Rosa sabía muy bien que podía esperar de cualquiera de los amigos y/o conocidos de su padre— no le hizo preguntas susceptibles de sugerir otra cosa ni expresó ninguna sorpresa o reproche por el hecho de que la hija de Burger hubiera viajado sin hablarle de su intención a nadie, sin explicar cómo había sido posible, sin despedirse de quien se consideraba, justificadamente, la amiga más íntima de la familia, que había permanecido a las puertas de la cárcel con la chica cuando ésta tenía catorce años y padecía los retortijones de la primera regla. No informó a Flora con quién ni dónde estaba en Francia. Flora le dijo a quién debía pedir la llave del piso de Holland Park y encontró la forma de hacerle saber que si necesitaba dinero también era una cuestión que podía arreglarse. La voz del pasado sonaba muy cercana y con timbre de soprano a causa de la excitación que siempre la embargaba ante la perspectiva de mezclarse en problemas de evasión e intriga. Rosa también encontró el modo de agradecérselo, aunque supo explicarle que no necesitaba dinero. De repente Flora Donaldson dio la impresión de hablar como si no se la oyera claramente:
—¿Pero cómo estás tú? ¿Cómo estás? ¿Realmente bien? ¿Cómo estás?
La pequeña Rôse dejó atrás los vestidos de verano que le había hecho Gaby Grosbois porque se sabía, en el sur de Francia, que los otoños ingleses eran como el invierno de cualquier otro sitio, y el verano siguiente volvería a hospedarse con Madame Bagnelli.
—Oh, mucho antes. Volverás para navidad o para Paques, en esas fechas Bernard… las cosas pueden ser difíciles para ti en París. En cualquier momento, ésta será siempre tu casa. Aquí las mimosas brotan la semana de navidad —los besos cálidos en las mejillas, el fuerte olor a deliciosa sopa de verduras y a barniz para madera. ¿Y los ruiseñores?—. ¡Por supuesto! En mayo, ven en mayo y te estarán esperando.
La calle londinense no era un túnel atravesado por una lluvia sucia y por la niebla, tal como decían. Los árboles eran de un fuerte verde sereno. Alfombras soleadas junto a las ventanas alargadas, frente a la estera española de Flora Donaldson. Una planta baja con una franja de jardín compartido que descendía desde los plátanos. Pájaros negros (¿urracas? Pájaros de tarjetas de navidad del hemisferio norte) soltaban dulces exclamaciones desde una silvestre domesticidad de hierbas sin cortar y margaritas.
¡Parece una casa! Sonaba emocionada, por teléfono. Una especie de esfera de reloj de madera con un rabo de vaca móvil para indicar cuántas botellas debía dejar el lechero en la puerta. Una pared llena de libros y un congelador lleno de alimentos, suficiente para aguantar un sitio. Pero los franceses no sabían cómo era Inglaterra… Inglaterra era el sol, los pájaros, los amantes ocultos en el césped. Apenas paraba en casa. Paseaba por los parques y tomó el barco a Greenwich. No conocía a nadie y hablaba con todo el mundo. Bernard Chabalier se vio obligado a postergar su llegada otras dos semanas porque uno de sus colegas había contraído oreillons y el lycée estaba escaso de personal. (¿Qué demonios…? No conocía el nombre de esa enfermedad en inglés pero describió los síntomas: paperas, de eso se trataba, paperas). No sólo la llamaba todos los días excepto los domingos, sino que le escribía largas cartas; la demora sirvió meramente para darle más tiempo en el goce de la anticipación del momento en que estarían juntos, solos, entre tantos placeres. Seguía un curso audiovisual de francés en el centro estudiantil… costaba muy poco y era excelente. Se había presentado en el Consulado Francés y estaba a la espera de información acerca de la validez de su título de fisioterapeuta en Francia. El había hablado confidencialmente con el presidente del Comité Antiapartheid en París con el fin de conseguirle residencia permanente y un permiso de trabajo, con toda probabilidad usando expresiones como «un miembro anónimo de una familia blanca cuyos miembros son víctimas destacadas del apartheid». Incluso entre París y Londres, por teléfono o en las cartas, él no fue más allá de hacerle saber que había «hablado con unos amigos», como si —otro amante adoptaba los tics de su amada en el deseo de identificarse con la forma de vida que la había conformado antes de conocerla— asumiera las costumbres de un país que desconocía.
Aparte de la precaución de inscribirse en el centro estudiantil bajo un apellido que no era el suyo —aunque por motivos privados más que políticos—, Rosa Burger se mostraba relajadamente comunicativa y no participaba en conversaciones cuyo tema exigiera discreción: intercambios de palabras con madres jóvenes acerca del ingenio de los hijos que construían casas con palos y hojas; discusiones con barqueros sobre los peces que habían vuelto a poblar el Támesis; debates entre condiscípulos acerca del significado de tal o cual escena en una película japonesa que todos habían visto. Sus respuestas rápidas no llegaban al punto de permitirle verse envuelta en ligues de bares: poseía la sonriente e invencible habilidad para desviar tales intentos, habilidad sólo posible en una mujer que ya está enamorada. Pero asistió a una fiesta con una joven pareja de indios que estudiaba francés con ella. La chica era originaria de la India, pero el hombre hablaba inglés con un acento que Rosa reconoció, así como él reconoció el suyo. En la reunión había otros indios sudafricanos; había dicho a la pareja su verdadero nombre pero les pidió que por el momento callaran su identidad; el resto de los invitados sólo vio en ella a una estudiante de su tierra. Volvió a encontrarlos en el piso de la joven pareja. Esos encuentros casuales ejercieron el curioso e imprevisto efecto de hacerle pensar, o soñar despierta, en buscar a la gente que se había ocupado de evitar, porque no podía imaginarse a sí misma deseando lo contrario. Ahora se veía hablando con ellos, acompañada por Bernard Chabalier. La siguiente vez que una de las fieles en el exilio telefoneó al piso con la esperanza de encontrar a Flora, Rosa no respondió como una ocupante anónima; aceptó el entusiasta supuesto de que aquella se presentaría; un sábado por la tarde estuvo en el Swiss Cottage, una refugiada política entre otros, hablando de los viejos tiempos. Se suponía que al igual que ellos seguiría en la lucha de un modo u otro; alguien dijo que había mencionado Francia como su base de operaciones. Fue a otra reunión; en esta ocasión resultó ser en honor de una delegación del Frelimo de paso por Londres para pedir ayuda al gobierno británico. Algunos hombres de Samora Machel habían asistido a la escuela o a la universidad en Sudáfrica. En la causa revolucionaria común al África meridional entre los negros de Mozambique, Angola, Rodesia y Sudáfrica, el gobierno del Frelimo formaba parte de la autorrealización de los negros sudafricanos, era una prueba de su existencia. Mozambiqueños negros que eran jornaleros migratorios todavía trabajaban mano a mano con los negros sudafricanos en las minas de oro y como sirvientes de hoteles y casas a todo lo largo y lo ancho de Sudáfrica. Los exiliados de ambos países habían estado juntos en campo de refugiados, juntos habían sido entrenados como guerrilleros en recónditos lugares del mundo, tomando partido en las luchas internas por el poder, las divisiones y los nuevos alineamientos; los unos hablaban el idioma de los otros, y el inglés del blanco que había industrializado culturalmente el extremo de su continente aun allí donde la lengua del poder colonial era el portugués. No era fácil saber cuáles de entre los negros de la ruidosa y atestada sala eran de Mozambique y cuáles de Sudáfrica. Al menos entre los que llevaban el uniforme del liderazgo: los trajes bien cortados y las chaquetas estilo Mao contaban con el favor indiscriminado del mismo sujeto de rostro autoritario y esclarecedor, tanto si pertenecía al CNA o al Frelimo, y pasaban de grupo en grupo. Alguien pronunció un discurso sobre el Frelimo y el principio del fin del imperialismo colonialista en el África austral. Otro pronunció un discurso acerca del Congreso Nacional Africano y la lucha contra el racismo y el fascismo mundial, vinculando a Vorster con Pinochet. «Unas pocas palabras» fueron dichas espontáneamente —y desarrolladas en una elegía con la elocuencia de uno (de los files) que habían bebido lo suficiente para calibrar su gran momento— sobre los grandes hombres que no habían vivido para ver las fisuras de la opresión en el África meridional… Xuma, Luthuli, Mondlane, Fischer, y por supuesto Lionel Burger, que esa noche ocupaba especialmente los pensamientos de mucha gente porque «alguien muy cercano a él» y su esposa, Cathy Jansen, otra estupenda camarada… se encontraban entre ellos. El papel de Lionel Burger en la lucha; la callosidad y la cobardía del gobierno de Vorster al mantener en la cárcel a un hombre anciano y agonizante, en contraste con la valentía de ese mismo hombre, invicto hasta su último aliento, que rechazó la concesión de compasivas apelaciones en su nombre, que nada pidió a Vorster salvo justicia para el pueblo. El gobierno racista blanco había robado su cadáver pero su espíritu estaba en todas partes… en Mozambique, en esta sala, esta noche. Una anciana inglesa blanca se acercó a la chica y la besó. Se la llevaron de allí para presentarla al contingente del Frelimo. Un maduro miembro del CNA recordó las campañas de los años sesenta, trabajando con Burger. Ella sonreía y agradecía, como una novia durante la boda o una actriz entre bastidores. En su intimidad estaba a su lado Bernard Chabalier, manteniéndola a buen resguardo en otro orden de realidades.
Un periodista del «Guardian» le preguntó si existía la posibilidad de hacerle una entrevista. Un productor de la televisión independiente quiso acordar una charla con ella para incluir a Lionel Burger como tema en una serie de televisión que llevaba el título provisional de «A hombros de la historia». ¿Tendría acceso a fotos, cartas, además de (afortunadamente) el testimonio de muchos exiliados que se encontraban en Inglaterra y podían hablar de él? Rosa mencionó una fuente en Suecia. El hombre la guió solícitamente hasta la mesa donde se pescaban salchichas calientes en una enorme olla. Unos cuantos jóvenes negros comían con espíritu de clan, de espaldas a la sala. El hombre irrumpió entre ellos, hablando sobre su proyecto, presentándole a uno o dos que conocía, murmurando el civilizado borboteo inglés que ocultaba su desconocimiento de los nombres de los demás. Los agrupados dieron la lacónica respuesta de gente que se siente invadida. Rosa miró a uno que, con sus altos hombros hundidos hacia el plato, mientras masticaba la contemplaba como si de alguna manera lo estuviera amenazando. Le había tendido por un segundo su mano delgada, caliente y seca, y luego apuñaló una salchicha de piel dura con el tenedor. Rosa cogió su plato; el grupo que ahora incluía al hombre de la televisión y a ella fue nuevamente invadido por otro, Rosa pasó a formar parte de un nuevo alejamiento, de un nuevo núcleo. Pero no participó de la conversación de este último. Comió lentamente y bebió su vaso a sorbos regulares. Poco después dejó de lado el plato y el vaso, como ante un llamamiento; la persona que hablaba a su lado pensó que había sido llamada por alguien que estaba fuera de todo ángulo de visión salvo el de ella. Volvió junto a la camarilla de jóvenes negros. Rechinando palabras y bocados él hablaba bajo, en xosa, con su vecino, pero el toque que él le había dado antes se interpretó a sí mismo y ella lo interrumpió:
—Bassie —la respuesta a una pregunta.
Un trozo de piel o de cartílago que se negaba a bajar por la garganta. Tragó notoriamente. Los tendones que unían la boca con la mandíbula tironearon hacia el lado izquierdo mientras intentaba, con los músculos de la mejilla, desalojar algo encajado entre dos dientes. El movimiento se transformó en dispersión; en una sonrisa resucitada, desenterrada, una vieja prenda de vestir todavía adecuada.
—Sí. Rosa.
Ella avanzó torpemente (él dejó de lado su plato).
Ella recurrió al saludo de los extranjeros aprendido en todo encuentro en cafeterías, bares y esquinas, se estiró para rozarle ambas mejillas. El se secó la boca como si la de ella se hubiese posado allí.
—Sí, Rosa. Te vi cuando entraste.
La conversación parecía seguir alguna fórmula, como una carta tipo copiada de un manual que trata de saludos de cumpleaños, nacimientos y defunciones.
—Entonces vives aquí; ¿llevas fuera mucho tiempo?
—Un par de años, por aquí y por allí.
—¿Y antes?
El arrugó la frente para restar importancia a toda cronología, o para establecer una constante en su vaguedad.
—Alemania, Suecia. Estuve dando vueltas.
—¿Estudiando algo? ¿Cómo es Suecia? Me han invitado a ir pero nunca hice nada por llevarlo a la práctica. Parece gente muy servicial.
El soltó una risotada triste y amarga.
—Están muy bien.
—¿Estuviste trabajando o…?
—Se supone que estudiaba económicas. Pero el idioma… tienes que pasarte dos años aprendiendo el idioma antes de seguir un curso en la universidad. De lo contrario no entiendes lo que dicen en clase.
—¡No me lo imaginaba! Tiene que ser espantosamente difícil.
—Oh, simplemente renuncias, abandonas.
—¿Y Alemania?
—Está muy bien. Quiero decir que sabiendo afrikaans no es tan difícil captar un poco de alemán.
—¿Aquí sigues algún curso o ya te has graduado?
El parecía dudar entre responder o no; dio la impresión de no saber la respuesta.
—Bien, aquí, una vez que vives en este lugar —una carcajada, por primera vez toda su cara tembló—. En realidad aún no he vuelto, como debería, a los estudios. Antes tengo que aprobar algunos exámenes…
—Sí… me pregunto si a mí me permitirían trabajar aquí. Si reconocerían mi título.
—Pero tú has asistido a una universidad, ¿no? —como muchos negros de su país natal (de él y de ella) para quienes el inglés y el afrikaans son tingue francbe, no lenguas madres, utilizó la frase traducida literalmente del afrikaans, en lugar del equivalente inglés.
—Sí, pero no todos los títulos son internacionales. De hecho, muy pocos lo son. Hice uno que tenía que ver con la medicina. No era lo que realmente quería… pero… —las razones, para él, estaban implícitas.
—Pensé que serías médico, como tu padre.
El hombre de la televisión había vuelto con una joven pareja que esperaba serle presentada a Rosa, escuchando con amables movimientos de los ojos de una cara a la otra, con el propósito de no perderse nada.
—Es increíble la forma en que prosiguió con su trabajo en el interior de la cárcel. ¿Es verdad que los carceleros solían consultarle sus dolencias y lo preferían a los médicos de la prisión? ¿No tenían miedo de que los envenenara o algo semejante? —rió con Rosa, se volvió hacia la pareja—. Un hombre fantástico. Estoy inspirado para hacer la serie. Esta es su hija, Rosa Burger… Polly Kelly, Vernon Stern. Dirigen la AAA de las universidades, que no tiene nada que ver con el RAC; es la Acción Antiapartheid.
No había necesidad de presentarles a nadie más; la pareja saludó con un gesto a su alrededor, era conocida de todos los presentes.
En medio de la conversación, Rosa se puso apremiante.
—¿Cuándo nos vemos? —sin que mediara respuesta agregó—: Ven a verme. O yo iré a verte a ti. Podemos encontrarnos en algún sitio… donde tú digas. No conozco Londres. ¿Estás muy ocupado?
—No estoy ocupado.
Rosa pidió prestado un bolígrafo a alguien, que lo sacó del bolsillo de la chaqueta, sin interrumpir la conversación con Kelly y Stern sobre la mano de obra migratoria. Escribió su domicilio y el número de teléfono, le metió el trozo de papel en la mano. El lo estaba observando cuando alguien le habló a Rosa y reclamó su atención. Estuvo por allí toda la velada, no lejos de ella, que una a dos veces le sonrió, aunque Bassie debió de sentir sus ojos en él, pero no volvieron a estar juntos entre el gentío. El siempre había sido esbelto, del tipo que se volverá alto y delgado. Un chiquillo de ojos estrechos, casi orientales, y las diminutas orejas de su raza… las del hermano de Rosa eran el doble de grandes cuando hicieron las comparaciones anatómicas que suelen hacer en secreto todos los niños por curiosidad sexual y asombro científico. Ahora había una irregularidad en su mirada cuando la paseaba por la sala; cuando estuvieron juntos ella había notado que su ojo derecho sobresalía un poco y vacilaba, desenfocándose. Una cicatriz le atravesaba la frente; una vieja cicatriz con pequeños puntitos donde habían estado las suturas… pero en aquellos tiempos nada tenía. La pareja de universitarios la siguió de grupo en grupo; se convirtió en el centro de unas mujeres que querían saber de qué manera el movimiento feminista podía tener una función explícita en la situación sudafricana (tendría que habérselas remitido a Flora), y volvió —por intermedio de diversas personas que la reclamaban— con sus amigos indios, que explicaban al periodista del «Guardian» la asociación de su padre con los líderes Dadoo, Naiker, Kathrada. Muy tarde, habló a solas con uno de los hombres del Frelimo cuya pasión por su país era un revelación, vista desde la distancia de los europeos que la habían aceptado como a una de ellos y que sólo entendían el nacionalismo en términos de chauvinismo o asqueada apatía. La acometió agradablemente un anhelo sensual, la oleada de relajación después de un bostezo; ansia de Bernard, de exhibir a ese hombre ante Bernard Chabalier.
—Cuando tu delegación vaya a Francia, me gustaría que conocieras a alguien.
El hombre se mostró entusiasmado.
—Estoy interesado en todo el que esté interesado en Mozambique… ¿Comprendes? Cualquiera que pueda ayudarnos. Necesitamos apoyo de la izquierda francesa. Y lo tenemos, sí. Pero lo que más necesitamos es dinero del gobierno francés.
La blanca bonita dijo que no podía prometerle eso… pero comerían juntos los tres, beberían algo de vino. Sus fechas de llegada a París, en la medida en que podían predecirlas a partir de sus intenciones presentes, coincidían. Rosa prometió confirmárselo tras la habitual llamada desde París al día siguiente.