En las reuniones se perdían entre el gentío y luego tomaban conciencia, cerca, de una nuca o una voz: ella oía una versión ligeramente distinta de Bernard Chabalier ofreciendo una versión ligeramente distinta de lo que había dicho acerca del pintor.
—… cincuenta años, fauvismo, futurismo, cubismo, arte abstracto… para él todo pasa como si nada. Para él 1945 es 1895. Quizá lo que está concluido sea intemporal… pero los acontecimientos modifican la conciencia del mundo, ésta se sacude y las sacudidas se registran sismográficamente en movimientos artísticos.
Donna estaba obligada a entretener a un amigo inglés que era propiedad de su familia: el tipo de ejemplo único, escogido en los círculos político-intelectuales cuya existencia ignoran y que es el orgullo de una familia rica. El hombre se tomaba a sí mismo como una tasación de su propia distinción. Esperaba que dieran una fiesta en su honor; Donna había tenido que reunir, entre los asiduos que conocía, a algunos que él considerara en un nivel capaz de apreciarle. Su explicación de lo que era o hacía fue poco certera; había sido miembro del parlamento, tenía algo que ver con el jaleo de la entrada de Inglaterra en el Mercado Común, y también algo que ver con la publicación de un periódico. Ella no recordaba si se manejaba bien en francés; los Grosbois, las lesbianas de la brocanterie y otros de su contingente local francés congregados en una parte de la terraza, contentos de todos modos con su propia fiesta; Didier, con un exquisito traje italiano de color blanco (sólo Manolis supo reconocer la pura seda natural) afirmaba su propio estilo de distinción mientras iba de una lado a otro rápidamente, sirviendo bebidas con el absorto desparpajo de alguien contratado para la ocasión. Su contribución a la correcta apreciación del invitado de honor consistió en asumir instintivamente el papel de sustentar la posición de Donna como anfitriona de James Chelmsford. Este se presentó en mangas de camisa, pantalones de hilo azul, alpargatas que mostraban sus gruesos tobillos pálidos cruzados por venas azules, pañuelo Liberty amarillo bajo una cara encarnada y pulcramente afeitada. Bebía pastis, dejando bien sentado que no era ningún recién llegado a esa parte del mundo. Donna lo llevó hasta un pequeño grupo que incluía a Rosa y que atrajo a uno o dos más que solicitaban opiniones para tener la oportunidad de manifestar las suyas… un periodista parisino que era huésped en la casa de alguien, un ingeniero de la construcción, miembro de la Société des Grands Travaux de Marsella.
—¿Por qué fue necesario Soljenitzin para que la gente se desilusionara con Marx? Otros han salido de la Unión Soviética con el mismo tipo de testimonio. Su Gulag no es algo que desconociéramos.
Chelmsford escuchaba al periodista con aire de atención profesional.
—Bien, en este sentido podríamos preguntarnos cómo es posible, desde los juicios de Moscú…
—No, no, porque pertenecen al período stalinista y la izquierda hace una clara distinción entre lo que murió con Stalin, los malos tiempos viejos… Pero a partir de la nueva era, la posterior a Jruschov, el deshielo y otra vez el hielo, todos saben que se repitieron los horrores, que los hospitales son el último modelo de cárcel, nombres nuevos para el viejo terror. ¿Por qué tuvo que ser Soljenitzin el que sacudió a la gente?
—¿Lo fue?
El periodista dedicó al ingeniero la sonrisa destinada a alguien que carece de opinión. Dirigió su reacción a los demás.
—Sin la menor duda; después de ver a una criatura tan torturada, tan dañada, ¿quién podía mirarlo a los ojos en la pantalla del televisor, cómodamente sentado en un sillón Roche-Bobois con un whisky en la mano? Sé que yo… esa cara que da la impresión de haber sido golpeada, abofeteada, de manera tal que las mejillas ya no experimentan sensación… y esa boca que se vuelve —levantó los hombros, agitó las manos cerradas y apretó la boca hasta que los labios se pusieron blancos—, esa boca que se vuelve tan pequeña por la costumbre de no poder hablar libremente. La izquierda occidental ya no sabe cómo seguir creyendo. No sabe cómo defender a Marx después de él.
—No es fácil responder —el ingeniero habló amistosamente a Rosa, como si sólo lo hiciera para ambos; poseía los modales escrupulosamente tolerantes de algún nuevo tipo de misionero, los pies calzados con prácticas sandalias, la cabeza rubia casi afeitada para recibir un poco de fresco en los terrenos pantanosos de las desembocaduras de los ríos de Brasil y África donde (parloteó) preparaba estudios de eventuales emplazamientos portuarios—. Tal vez sea su enfoque, algo en su estilo. Me refiero a los escritos. Hay en él algo de Victor Hugo que apela a un amplio público, mucho más amplio…
—El público. El público en general siempre estuvo dispuesto, de todos modos, a tragarse que los comunistas sólo son bestias y monstruos… pero la que ahora rechaza el marxismo es la izquierda intelectual.
—Dudo que lo mismo pueda decirse de Inglaterra… claro que también dudo de que pueda decirse que mi país tenga una izquierda intelectual en el mismo sentido. No podríamos proponer a Tony Crosland como candidato entre los filósofos de café… —los franceses no entendieron el chiste.
—E incluso rechazar a Mao… no se puede «institucionalizar la felicidad». ¡Precisamente los mismos que en el 68 fueron los estudiantes que salieron a la calle!
El periodista y el ingeniero se singularizaron, constantemente interrumpidos, por encima de las cabezas de los demás.
—No, no es del todo cierto; Glucksmann ataca a Soljenitzin por decir que Stalin ya estaba contenido en Marx.
—B-bien, montaron una especie de espectáculo poco entusiasta… quiero decir que, por supuesto, uno no se presenta y grita me equivoqué, nosotros, los jóvenes brillantes, los nuevos Sartre y Foucault, nuestras teorías, nuestras premisas básicas… sangre y mierda, eso es todo lo que queda de ellos en el Gulag, êh?
—Claro que no debemos pasar por alto que el pesimismo básico de Soljenitzin siempre ha hecho de él un escritor plebeyo más que socialista…
—¿Pero cómo cambiaremos el mundo sin Marx? —el ingeniero admitió, como si confesara sonriente haber sido futbolista de primera división, aunque no se le reconociera en la estructura física: «Yo estuve en las calles en el 68»—. Todavía están de acuerdo en que debe cambiarse.
—Lo dudo. Apenas. Incluso eso. No sé qué tienen entre las piernas, para no hablar de lo que tienen en la cabeza. Filósofos políticos. Capitularán por entero ante el individualismo. O se volcarán en la religión. En cualquier caso, terminarán en la derecha.
—Bien, en principio, debemos repudiar a la primogénita de Marx. La filie aínée. Tenemos que declarar a la Unión Soviética hereje del socialismo. —Bernard Chabalier se unió al grupo; Rosa oyó la interjección entre otras. El hacía los gestos elípticos de quien ha vuelto a deslizarse en el montón.
—No, no, seamos claros: existe una diferencia entre el antisovietismo de la derecha y el nuevo antisovietismo de los intelectuales izquierdistas. Quizás ahora la izquierda parece definir los males del socialismo soviético tal como lo ha hecho siempre el pensamiento reaccionario: dictadura implacable en los trabajos forzados. Pero lo que condenan no es la diferencia entre el socialismo soviético y el liberalismo occidental… que es más o menos la tesis del liberalismo occidental e incluso de la derecha ilustrada… ¿Esto se aplica a Inglaterra?
—Mmm, sí, supongo que podríamos decir que creemos saber qué derechos humanos defenderemos, pero no deseamos la nacionalización ni la migración ilimitada de los negros. Por esta razón el Partido Laborista se irá al traste —esta vez los franceses rieron con el invitado de honor, que fue apagándose en un vago asentimiento, simulador, desdeñoso en murmullos que lo disociaban de esa específica locura política.
—Tampoco se trata de la ortodoxa tesis apologista según la cual lo ocurrido al socialismo en la Unión Soviética tiene algo que ver con el legado del atraso ruso. La vieja historia: su estado de subdesarrollo cuando llegó la revolución, el revés económico de la guerra, la tradición autocrática del pueblo ruso y así sucesivamente. La teoría de izquierdas dice que si Stalin estaba contenido en Marx se debe a que el culto del estado y la rationalité sociale ya estaban contenidos en el pensamiento occidental… esto es lo que se originó en la Unión Soviética, pero su doctrina nace en Maquiavelo y Descartes.
La frente definida con la pelusa detrás de cada oreja se inclinó hacia atrás, los párpados cayeron intensificando la mirada.
—De modo que todo lo que anda mal en el socialismo es lo que anda mal en Occidente. Otra vez la culpa del capitalismo.
—Permíteme terminar… por ende el antisovietismo de los izquierdistas occidentales es un antisovietismo de la izquierda, totalmente distinto.
—Y permíteme decirte —saltó Bernard a través de la elipse de su propia ironía— que la tragedia de la izquierda consiste en que aún está convencida de que todo lo que tiene de malo el socialismo está en Occidente. Nuestra tragedia como izquierdistas, la tragedia de nuestra época. El socialismo es el horizonte del mundo, Sartre lo ha dicho de una vez por todas; pero es una evasión… cierra los ojos, apriétate la nariz, antes de reconocer de dónde viene el hedor.
—Sin duda alguna lo importante es…
La voz del ingeniero se paseó por temas que lo complacían:
—Ojalá pudiera acomodar mis convicciones al genio de un nuevo philosophe… y hablaban de maniqueísmo… acusan a Giscard…
—Sin ningún género de dudas el factor importante reside en que —el inglés había metido la panza y sacado el pecho, manteniendo sus opiniones por encima de la discusión—,…al menos estos tipos pueden tener la cordura de haber acabado con las ideas totalitarias y la represión total inseparable de dichas ideas. Cuando encuentras a alguien que dice que el gran invento del siglo veinte puede resultar ser el campo de concentración… cuando apareces con ideas semejantes, es posible que por fin nos estemos alejando del señuelo de la maligna utopía. ¡Si la gente se olvidara de la utopía! Cuando el racionalismo destruyó el paraíso y decidió instalarlo aquí, en la tierra, la meta más terrible penetró la ambición humana. Era evidente que no tenía fin lo que se haría sufrir a la gente para alcanzarla.
Bernard vio que Rosa los miraba a todos, a él mismo como uno de ellos. Sus pómulos estaban tensos de asombro; su presencia entre ellos era como un brazo que los hace retroceder de algo perdido y pisoteado.
—¿«No puedes institucionalizar la felicidad»? ¿En serio? ¿Como un descubrimiento…? Es una de esas máximas que aparecen en las sorpresas del árbol de navidad…
El ingeniero se mostró encantadoramente perspicaz.
—Quizá se referían a la libertad, de alguna manera están… no sé, algo trastornados en estos tiempos para usar esa palabra. Sea como fuere, según la visión izquierdista de la vida, ambas significan más o menos lo mismo, siempre insisten en que su «libertad» es condición de la felicidad.
Ella sopesó por un instante sus manos vacías. Bernard vio que se levantaba y se mostraba allí aquello que había sido pisoteado. Enseguida Rosa ocultó los puños detrás de los muslos.
—¿No lo sabes? No existe ninguna posibilidad de felicidad sin instituciones que la protejan.
El inglés sonrió desde una ventana de minúsculos dientes que sujetaban el cigarro.
—¡Qué Dios nos proteja! Entonces levantan la alambrada de púas y quién sabe en qué momento descubres cuál es el lado erróneo…
—No estoy postulando una teoría. Me refiero a gente que necesita tener derechos (allá) en un código para poder moverse en su propio país, decidir qué trabajo harán y qué aprenderán sus hijos en la escuela. Para poder montar en un autobús o entrar en un sitio y pedir una taza de café.
—Ah, sí, los derechos civiles ordinarios. No puedo decirte que sea una utopía. Pero para ello no es necesario una revolución.
—En algunos países sí. La gente muere por cosas como ésas —dijo Bernard en voz alta, para sí mismo.
Rosa no dio muestras de haberle oído.
—Pero la lucha por el cambio se basa en la idea de que la libertad existe, ¿verdad? La libertad, esa idea estrafalaria. La gente tiene que estar en condiciones de crear instituciones… y es necesario desarrollar instituciones que la vuelvan posible en la práctica. Esa utopía es interna… sin ella, ¿cómo puedes… actuar? —la última palabra sonó como si hubiera dicho «vivir», aquella por la que la había sustituido incoscientemente; hubo modificaciones comprensivas, incómodas, apreciativas en esos rostros que aceptaban, amablemente o como un reproche, una verdad ingenua por todos modos admitida.
El inglés colocó su perfil como si lo situara para un retrato, en actitud resuelta.
—Los embustes. La crueldad. Demasiado dolor emana de todo ello.
—Pero no hay indemnidad. No puedes tener miedo de hacer el bien por si acaso el resultado es el mal.
Mientras Rosa hablaba, Katya se detuvo al pasar y la rodeó con un brazo; miró a todos un momento, disfrutando del reflejo de un desafío pretérito, como un viejo veterano que todavía se muestra capaz de recuperar la atención. Prosiguió su camino para limpiar una mancha de vino derramado en la pechera de su vestido:
—Mi enorme balcón recoge hasta la última gota de lo que se cae.
La autoridad del inglés se inclinó y rodó. Cogió otro pastis de la bandeja de Didier sin enterarse del cambio de su vaso vacío por uno lleno.
—No es una cuestión de justificación moral, tenemos que apartarnos de eso. La maligna utopía… el estado monolítico, que es todo lo que es susceptible de producir el sueño utópico, ha asumido la justificación moral y la ha convertido en el mayor embuste.
—Sí, sí, exactamente lo que están diciendo… ya se trate del Partido Comunista como de una gigantesca empresa multinacional, la gente se vuelve contra las estructuras descomunales y limitadoras…
—Nuestra única esperanza reposa en un desapasionado precepto tecnológico, nuestro credo tiene que ser, hablando en un sentido general, ecológico… admitiendo siempre la premisa de que el lugar del hombre es fundamental.
Bernard encontró a Rosa en el matorral del ensimismamiento de los derechos:
—Para ellos ésta es la forma de animar una fiesta.
Ella se encogió de hombros e imitó su gesto de levantar el labio inferior: para todos nosotros. Le sonrió fugazmente.
Se apartaron como si no tuvieran un destino común, como si estuvieran a punto de separarse para ir a la barra de Didier o unirse a la facción Grosbois, donde incitaban a Darby a refunfuñar alguna historia que hizo caer sobre ella tal bombardeo de carcajadas que Donna los observó, fastidiada. Se movieron mesuradamente, como dos que se encuentran para intercambiar un mensaje bajo la cobertura de la multitud. De improviso él empezó a hablar.
—Es mucho lo que puedes hacer, Rosa. En París, en Londres… Lo suficiente para abarcar toda una vida. Si creemos que debes hacerlo. Aunque empiezo a pensar… —se interrumpió; siguieron andando lentamente—. Oye, mis motivos no son los de ellos —no podría haber dicho lo que dijo en ningún otro sitio, ni a solas con ella; lo facilitó la presencia de la muchedumbre, salvadora de cualquier muestra de emociones liberadas—. Debo decirte que no puedes inscribirte en la causa ni en la salvación de los demás. Fíjate en los idiotas que hace unos años cantaban en las calles con las cabezas afeitadas. Nunca alcanzarán el nirvana hindú —ella tenía la cabeza baja, inclinada hacia él para oírlo mejor. Daban la impresión de estar cotilleando acerca del grupo que acababan de dejar—. Lo sé, no puedo comparar… —se detuvo en espera de una rápida mirada que no llegó— el mismo caso que tu padre y los negros… su libertad. Disculpa que te lo diga… lo mismo ocurre contigo y los negros. No es accesible a ti.
—Sigue —lo fijó al tema sabiendo que él no encontraría el momento ni el lugar para atreverse a retomarlo: una reunión ajena a los amantes Bernard y Rosa.
—Ni siquiera a ti.
Pero tenía miedo. Se perdió en pensamientos en su idioma y la marea de seres humanos estalló a su alrededor. En la visión del mar desde la terraza de Donna desfilaban velas rojas, azules y amarillas de las pequeñas embarcaciones de paseo de los lugareños en una tarde de sábado, que viraban antes las boyas demarcadoras del límite de las aguas protegidas. Vio tambalearse Córcega a través de la distorsión de la distancia.
—Tengo ganas de que vayamos a Ajaccio. Tendríamos que experimentar personalmente la sensación de lo que allí ocurre. El sótano que ocuparon los autonomistas cuando mataron a los dos gendarmes, pertenece a uno de mis pieds noirs. Los francoargelinos están amasando una fortuna en Córcega. Me gustaría hablar con ellos.
—¿La rebelión fue realmente contra ellos o también contra el dominio francés? Dicho de otra manera, ¿fue deliberada la elección del sótano de ese hombre?
Bernard gozó explicándole lo que le interesaba, disfrutó de su experta comprensión acerca de la forma en que ocurren las cosas en acontecimientos de esa categoría.
—Las dos cuestiones están íntimamente relacionadas, el traslado de los colonos desde Argelia es visto, por el movimiento independentista, como parte de la explotación colonialista de Francia; cuando los echaron de Argelia, se trasladaron a otra de las «colonias» francesas pobres, aunque se supone que Córcega forma parte de la Francia metropolitana… De modo que es lo mismo. Para los corsos, los francoargelinos representan a París. Hasta rechazan a Napoleón como a una especie de traidor: el gran héroe de los franceses, el asimilador. Los hermanos Simeone, que lideran el movimiento independentista, han adoptado como héroe a Paoli. ¿Has oído hablar de Pascal Paoli? En el siglo dieciocho luchó contra los franceses por una Córcega independiente… sería fascinante para nosotros, ahora… y para mi libro. Una revuelta popular que realmente está dentro de su alcance… los disturbios constituyen los problemas más serios de Córcega. El tema daría para un buen capítulo.
—Sería suficiente con que apartaras tu mente del estómago —cuando los amantes no pueden tocarse, se toman el pelo.
—Iremos en avión. Al cuerno con el transbordador.
—Yo querría viajar en ese hermoso barco blanco…
—Santo cielo, no quiero que me veas vomitar. Y no es un hermoso barco blanco. Rosa, sólo es una panza flotante llena de coches.
—¿Cuándo? Espero no tener ningún problema con la visa. ¿Me dejarán entrar?
—Ya estás dentro. Como te he dicho está colonizada, es Francia…
Le apretó la muñeca, lleno de alegría.
Georges y Manolis se reunieron con ellos. Didier había puesto un viejo disco de Marlene Dietrich e hizo levantar a Tatsu de los cojines apilados en el suelo como en un harén escenificado. Ella no sonreía ni emitía risillas entre dientes mientras bailaba: la expresión de su rostro era otra. Manolis seguía con la mirada los pasos de Didier:
—Le estaba diciendo a Georges… beati, mais tres ordinaire.