Fue fácil para Rosa Burger rechazar los calculados placeres propuestos por Didier: nunca había tenido la edad de Tatsu, que jugaba con su perro en el jardín del anciano. En una de las reuniones veraniegas le contó a un hombre al que nunca había visto y al que probablemente nunca volvería a ver, su versión del incidente ocurrido en París cuando alguien intentó robarle dinero del bolso.
—Me pescó,
—¿En qué?
—Creía que alguien estaba vigilando mis movimientos.
—Un carterista. Un pobre diablo.
—Sí.
—Un negro.
—Sí.
El francés con el que mantuvo esta conversación en inglés seguía en la aldea el Día de la Bastilla. Algunos amigos de amigos sólo iban allí a pasar un fin de semana, eran nombres y rostros presentados con entusiasmo como un cuñado, un primo, un colega de París o Lyon; su estar de paso daba al visitante una dimensión de relaciones con sedes gubernamentales, negocios y opiniones de moda. El estaba en la place bailando como todo el mundo, viendo bailar a los demás, aplaudiendo e intercambiando besos cuando los fuegos artificiales se elevaron desde lo alto del castillo. Katya y Manolis, Manolis y Rosa, Katya y Pierre, Gaby y el alcalde, Rosa y el vendedor de coches que era hijo del pastelero, saltaban y giraban cerca de Georges, que hacía sonar castañuelas con sus dedos; una bellas modelos de Cannes permanecían de pie siguiendo el ritmo con la cabeza, como niñas buenas a las que han dicho que no deben retozar para no estropear sus mejores galas; él era uno de los franceses de ciudad con las nalgas bien proporcionadas, camisas entalladas y jerseys anudados por la mangas alrededor del cuello, cuya presencia cosmopolita reforzaba la fiesta familiar contra el elemento turístico. Bailó con ella, más mal que bien, crispando las mejillas por la deplorable música que salía de un estrado decorado con guirnaldas. Estaba al otro lado de la mesa cuando ocho o diez de los amigos comieron en un restaurante después de audibles y serias discusiones acerca de los platos y los precios.
Gaby Grosbois se había hecho cargo de la situación.
—Arreglaré un buen precio con Marcelle. Moules marinieres, ensalada… ¿Qué bebemos, Blanc de Blancs? —se alejó a majestuosas zancadas, silbando la Marsellesa, contoneando la espalda en un burlón pavoneo militar.
El pequeño restaurante era un unánime alboroto íntimo. El camarero de Marcelle cantaba en argot y durante una de las canciones arrebató de la panera una ficelle curva y pasó por las mesas a saltitos, manteniéndola levantada entre las piernas en jubilosa erección. Blandía la barra de pan delante de las mujeres, que empezaban a chillar. Katya, Gaby… Mesdames, se mira y no se toca. Con un floreo y el aire de quien pone una flor en un ojal, la introdujo en la ingle de Pierre Grosbois, desde donde éste, entre aplausos y risas, apretando los músculos de las nalgas, logró hacerla dar golpes sobre la mesa.
En medio del desorden de sillas echadas para atrás y los abrazos de despedida con balanceos de la cabeza, el desconocido se detuvo apenas delante de Rosa.
—Iremos a tomar un copa.
Perdieron a los demás en el tumulto de la place.
—¿Dónde? —se detuvo para encender un cigarrillo en una arcada oscura; para él, era la lugareña.
Fueron al bar de Arnys, quien no dio muestras de reconocer a la chica extranjera separada del contexto de sus compañeros habituales. La vieja cantante siguió jugando al solitario con el vestido de gasa que cubría unas piernas enormes brotadas de pequeños escarpines ceñidos parecidos a cascos de raso. Su perro maltés ciego y de pelaje enmarañado, se acercó y babeó un poco el asiento del hombre: Chabalier, estaba escribiendo para Rosa en el margen de un periódico olvidado sobre la barra, Bernard Chabalier.
—¿Dónde vives cuando estás en París?
—Nunca voy a París.
—Fue allí donde creíste que te seguían.
—Ah, eso. Fueron dos noches; venía hacia aquí. La primera y única vez.
Con la cara entre las manos, él aceptó que no le respondiera.
—¿Quieres más vino? ¿O café? —se dirigió al barman sencilla y severamente, anticipándose a cualquier objeción irritante—. Ya sé que es verano. También sé que es Catorce de Julio. Pero ¿tenéis limones? Quiero zumo de limón… caliente.
—No quiero más vino. Tomaré lo mismo.
—¿Estás segura de que te gustará? No se trata de una exótica bebida francesa, es puro zumo de limón agrio.
—Eso es lo que entendí.
—Cuando yo estudiaba en Londres solía pedir que me orientaran hacia algún lado en el autobús. Diez personas amables me respondían al instante… Sí, sí, les sonreía, muchas gracias… pero estaba perdido. Es una cuestión de orgullo, nadie se resiste al chauvinismo del idioma extranjero. En las conferencias de prensa oyes a un estadista que visita París hablar con gran elocuencia en su idioma; de pronto intenta decir unas pocas palabras en francés y se transforma en un idiota que habla, un analfabeto de algún caserío miserable que aprende a leer a los setenta años.
La chica no se sintió intimidada.
—Estoy acostumbrada. He hablado dos lenguas maternas toda mi vida y siempre estuve rodeada de otros idiomas que no comprendo.
—Yo hablo inglés.
Ella expresó con un gesto que lo hacía con toda competencia, pero él no se dejó impresionar por un triunfo.
—Trabajé seis años en Londres… pero no sé si tú y yo nos entenderemos.
—¿Por qué no? —ella siguió la fórmula de un hombre y una mujer que se entretienen durante media hora.
—Si hablas así, sí. Yo diré lo que creo que te halagará y me volveré interesante. Me gusta esto. ¿No opinas que…? Cada uno hace su ostentación… pero no pasaré por eso. No es eso lo que… está bien, no tienes por qué responderme, es perturbador no coquetear, no abrir las plumas de pavo real y cacarear.
Uno de los jóvenes de Arnys puso dos vasos con sus platillos delante de ellos. El hombre vació el sobre de azúcar en el líquido turbio y lo agitó como si fuera una medicina; Rosa lo imitó. El se sirvió más azúcar.
—¿Qué habías hecho?
Volvió a sentir el apretón con que sujetaba una mano en la calle que se llamaba Rué de la Harpe. Esperó su respuesta mientras ella probaba el zumo de limón y lo tomaba a sorbos porque estaba muy caliente.
—Nada —se volvió a la espera de un veredicto, una prueba de sus propias palabras… algo que él no entendería—. No he hecho nada.
—¿Qué podías haber hecho?
—Ah, no lo sé —paseó indulgentemente la mirada por la barra, observando a los jóvenes que se tocaban el pelo y la ropa como si fueran coristas en espera de entrar en escena, a la vieja cantante que satisfacía su sentido del control sobre todo lo que había vivido mediante la resolución de que saliera el naipe acertado.
—Son muchas las cosas que yo sé que podrías haber hecho. En las tardes parisinas hay chicas que parecen turistas con los pies fatigados y la Guide bleu en la mano que son asaltantes fugadas. Estudiantes menudas con bucles art nouveau que en la cartera llevan cocaína para vender. Diputados que cenan en Matignon, de pelo plateado y manicurados donde Anne-Aymone habla con ellos de jardinería… y que venden armas a ambos bandos del Oriente Medio, a América Latina, a África, a cualquier parte.
—No hice ninguna de esas cosas —él no llevaba un jersey anudado alrededor del cuello (había dejado una gastada chaqueta de cuero en el taburete de al lado); se separó de la conciencia en la que unas pocas características en común desembocan en una sola. La frente alta, con el lóbulo derecho y el izquierdo bien definidos, era casi una coronilla; el pelo ondulado raleante la ribeteaba contra la luz y se extraviaba en alas por encima y detrás de sus orejas. La boca amplia y delgada, con movimientos musculares que modulaban en la carne firme una expresión normalmente transmitida por los labios.
—B-bien. También existen quienes imaginan que cometieron algo y sienten que los siguen. Vale —las cejas espesas que compensan a los hombres la pérdida del cabello, levantadas con tolerancia. Los ojos tenían una fijeza de trance, mostrando el arco del párpado más bien bajo encima del globo del ojo en un hueso hundido.
—No me dejo llevar por la imaginación. No hay nada neurótico ni misterioso —sentía la necesidad de ser natural; como había dicho él, no era aceptable «hacer ostentación»—. Si la policía te sigue te acostumbras, lo mismo que ellos. Sabes si se quedan dormidos esperándote y si se escabullen a horarios regulares para tomar una cerveza. Los conozco desde que era una cría. Pero en una ciudad extranjera no me habría resultado tan fácil reconocerlos. No sé qué clase de persona hace ese trabajo aquí, la ropa que usan, el corte de pelo… —se dio por vencida, sonriente—. Si no vives así, si no has hecho… Y aquí, incluso yo, aunque no viva así…
El la miraba con desenvuelto respeto.
—Has estado en dificultades. Vale. Te digo que es imposible… Sé lo que es eso aunque nunca estuve metido.
—En primer lugar yo no pienso en eso como si fueran «dificultades».
—No, por supuesto. ¿Ves? Lo veo cada vez menos posible. Cuando te dije que no nos entenderíamos no pensaba que sería algo así. Sólo estaba pensando que no reconoceríamos por qué te pedí que me acompañaras y tú viniste. Pensaba únicamente en las cosas que ocurren entre hombres y mujeres. Me atraes muchísimo… lo sabes, y respondiste dejando a los demás y acompañándome. ¿Nunca encontraste a un hombre al que desearas entre los que se mostraron interesados? Ah, sí, pero no puedes decírmelo… y tú no podrías entender nada de mí. Como la comida y bebo el vino de unos amigos a quienes no tengo en buen concepto, vivo de ellos… y tal vez yo también pienso que una chica nueva forma parte de mis pequeñas vacaciones… Soy maestro. «Profesor», sí, así nos presentaron, pero los títulos… Todo francés que da clases en un lycée es un profesor, todo alemán es Herr Doktor. La gente con la que vivo te dirá que estoy escribiendo un libro… en su casa, para ellos es un proceso maravilloso. Debo decirte que se trata de mi vieja tesis del doctorado para el que me presenté en la Sorbona hace tres años y que abrigo la esperanza de que… alguien la publique si alguna vez se termina.
—¡Y que tú lo digas! —logró reír espontáneamente. Estiró una mano, los tendones extendidos en el dorso, y palpó la espiral de la columna de prensa aceitunera que había seguido con la mirada cuando iba allí con otra gente.
Una voz de mujer grabada treinta años atrás cantaba a la isla donde habían nacido ella y la Josefina de Napoleón. El había cogido la rodaja de limón del fondo de su vaso y engullía la piel con glotonería.
—Un cerdo. Disculpa. Me encanta. ¿Sabes qué es eso? La voz de Arnys… inconfundible. Era la mejor de todas. Como una voz que te llega desde la calle cuanto te estás quedando dormida o aún no estás del todo despierta.
Rosa se inclinó para hablarle al oído y sintió el tacto del pelo de atrás de la oreja, lo olió por vez primera.
—La que está allí es Arnys. Este bar es de ella.
—¡Ah, no!
—Siempre me lo repiten. Pero para mí no significa demasiado.
El miró a la vieja cantante en una especie de orgullo de seguidor, de reconocimiento de su resistencia.
—Elegiste el bar de Arnys. Son cosas que ocurren… —bajó de su taburete y se acercó a la anciana. Ella levantó la vista, con la boca ligeramente abierta, casi de niña, como la que se veía en las fotos de las paredes. Le habló bajo y rápido en francés. Ella gruñó un incierto Monsieur!, una nota de contrabajo con las cuerdas rotas. Después, estalló una de esas extraordinarias oleadas de animación francesa. Discutieron, hablaron los dos al mismo tiempo, levantaron sus rostros como picos de aves que se desafían, Arnys con los ojos entrecerrados, tocándose las manos, el profesor Bernar Chabalier repitiendo con reverente formalidad chere madame, Jossette Arnys, Josette Arnys. El perro forcejeó bajo su brazo para llegar a él o por haber sido desplazado.
Volvió a la barra riendo íntimamente bajo la mirada amistosa de los demás; podría haber estado mostrando su valoración apreciativa de cualquier otro hito local.
—Muy modesta. ¿Sabes lo que dice? Me ha dicho que jamás habrá otra como ella. Que «toda esta cuestión feminista» significa que las mujeres ya no podrán cantar al amor, pues les dará vergüenza. Entonces le dije que la canción de la isla no trataba del amor, al menos de ese tipo de amor, sino sobre los orígenes, que incluso era románticamente política, adelantada a su época (eso no se lo dije a ella), las Antillas, la añoranza de Europa por un humanismo que se supone florecerá en un mundo criollo. Pero ella insiste en que la verdadera fuente de la canción sigue siendo la misma… mira a los pájaros, que sólo cantan para llamar a la pareja.
—¿Nunca la habías visto?
—¿Dónde podría haberla visto? ¿En los nighclubs de París cuando era niño? Tenemos algunos discos viejos en casa; la familia de mi mujer es de las que nunca tiran nada. Los ponemos una o dos veces al año, cuando hay una fiesta, como esta noche… todos beben mucho vino y brincan… ¿Trabajas mañana?
—No estoy trabajando.
—Cielos, tendré que reprimirme a mí mismo. Me paso el año diciendo: si pudiera alejarme del piso, de los niños, de los comités, de los almuerzos domingueros, de todo el mundo, si pudiera tener tres semanas para mí, sería suficiente. Y ahora estoy solo con mi tesis, de la que siempre hablo por los codos. Todo el verano se ha adaptado a mis necesidades, mi mujer y mis hijos renunciaron a sus vacaciones, hasta mi madre me escribe pidiéndome que no le conteste, estás demasiado ocupado —dejó de girar alrededor de sí mismo—. ¿La gente como tú tiene vacaciones? ¿Puedes decir arrêté? ¿Fijar una fecha para la rentrée?
—Lo prometí —se sintió profundamente tentada, pues este hombre no había demostrado que volverían a verse, a ponerle algo delante como había hecho con aquellos minutos en la Rué de la Harpe—. Me comprometí a tomarme vacaciones. Como cualquiera —el tono era burlón.
—Vendremos mañana —dijo él como si hubieran acordado dar carpetazo a alguna decisión—. ¿Abren a mediodía? Alrededor de las doce —antes de salir volvió a acercarse a la vieja cantante y le besó la mano. Hubo otro intercambio entre ambos—. Quiere abrir una botella de champagne. Sus muchachos se pondrán celosos, êh?, obviamente no les ofreció una celebración del Catorce de Julio. Le dije que mañana —mientras la chica lo precedía hacia la calle, se mostró al mismo tiempo implorante y estricto—: Te estaré esperando aquí.
Algunas veces ella llegaba antes. Él comenzó a ceñirse a la regla de levantarse lo bastante temprano como para haber trabajado tres horas antes de aparecer a través de las puertas en forma de tabernáculo, con los paneles de cristal ampollado color ámbar almibarado. Se abrían hacia adentro y en general sólo para él; apenas iba nadie por las mañanas. Pepe o Toni o Jacques —quien casualmente cogiera las llaves de Arnys cuando cerraba el bar a las cuatro o a las cinco de la madrugada— rondaba apático entre el hueco de la cocina, el nicho del restaurante que olía a corchos hinchados por el vino y los rincones donde el perro maltes había meado en el serrín, la máquina de café exprés que hacía gárgaras y escupía taza tras taza levantada con manos manchadas, delicadas, temblorosas. El ensimismaniento del joven homosexual era extrañamente reposado. Bebía el café como si fuera la fuente de la existencia, fumaba como si lo que aspiraban y expelían elaboradamente sus pulmones a través de la boca y la nariz fuese oxígeno puro; revivía mentalmente y su cara marcada por el sueño y las caricias —como las de un niño por lágrimas olvidadas y una almohada arrugada— cambiaba y vibraba con lo que pasaba por su mente. De vez en cuando limpiaba la barra de un golpetazo en forma de medialuna. En presencia de una criatura tan contenida, Rosa cobraba conciencia de su pobre ser como si fuera el creciente tictac de un reloj en un habitación vacía. Tenía un periódico, o un libro que intercambiaría con Bernard, pero no leía. Las enormes clavijas de madera de la prensa olivarera, la pared del espejo detrás de la barra, las fotos cuyas firmas eran un tesoro en sí mismas, el satén verde que cubría los muros del hueco, inmovilizado donde intentaba soltarse por medio de una tarjeta sujeta con chinchetas, Ouvert jusqu’a l’aube; el pescado de porcelana con lápices en la boca, las botellas de Suze, Teacher’s, Richard, Red Heart, alineadas en posición invertida como los tubos en un órgano, el televisor en la vieja mesa de junco de Indias de cara a la cocina por capricho de quien en ese momento cocinaba, de modo que lo veía por las noches, cortando o picando o golpeando mientras miraba la pantalla; las cintas de cajas de bombones o ramos de flores ensortijadas como virutas entre los pinchos para cuentas de encima del escritorio de tapa corrediza de Arnys: en estado exactamente inverso al del joven homosexual, todos ellos objetos definidos del presente de Rosa, habitados por ella como todo lo que la rodeaba en ese momento. En el bar donde se sentaba a mirar las vidas de otros en el espejo, no había umbral entre sus reflejos y ella misma. Las columnas que sólo había notado como una curiosidad, ahora eran interpretadas como señales; cada muesca, cada ranura y cada nudo sustentando la armonía y el equilibrio del espacio-tiempo antes de que la puerta se abriese hacia adentro.
—Eliges algo que esperas nadie esté escribiendo ya. Ese es el alcance de la originalidad —la ironía no era impacable consigo mismo ni con los demás. La mantenía inocente de la mezquindad de Europa. Le tomó un momento la mano que ella había dejado sobre su regazo—. También quería darme tiempo —puso una expresión cómica, culpable—. Si eres demasiado tópico, el interés habrá pasado a otro tema antes de haberlo terminado. Y si se trata de algo puramente erudito, a menos que seas un gran sabio… ¿cuál sería su contribución? Nadie se enteraría. Pero la influencia de los antiguos colonos franceses que han vuelto a Francia desde que terminó el imperio colonial… aún no le he puesto título… eso es algo que continuará años enteros. No tengo por qué preocuparme. Al principio pensaba hacer algo acerca de la declinación de la latinidad, de hecho he dado algunos charlas por la radio…
—¿Tiene que ver con la lingüística?
—No, no… la declinación de la fuente latina en las ideas y el temperamento francés, y así sucesivamente. No sé si suena como una montaña de mierda. Tú sabes que es verdad que la vida de los franceses está cada vez más dirigida por los conceptos anglosajones y norteamericanos… Vinculada al Mercado Común, a la OTAN… y sabe Dios a qué más. Si quieres ser extravagante puedes compararlo a la destrucción de la antigua cultura que floreció en el sur de Francia y Cataluña en la Edad Media, la civilisation occitane: instintiva, imaginativa, cualidades de autorrenovación que derivan en estériles cualidades tecnológicas militares. Pero no me gusta mucho. ¿Tú qué opinas? Es demasiado nacionalista. Y excluye a Descartes, Voltaire… ¿Dónde termina una cosa así? Aunque yo armo tanto jaleo como el que más cuando veo desaparecer los viejos bistrots y ser reemplazados por drugstores, los mercados derribados y los supermercados que levantan en su lugar… a ese nivel… Enfin, cuando jugaba con la idea de la latinidad pasé un tiempo en los alrededores de Montpellier, en la Languedoc (la región lleva el nombre de la lengua de esa civilización, el idioma que hablaban se llamaba langue d’oc y «oc» significaba sencillamente «sí», eso es todo…). Y desde luego también estuve en Provenza. El provenzal no es un dialecto, sino una de las Zangues d’oc. No es mucho más que un remanente; todavía se hacen intentos por publicar obras en su idioma, pero el gran resurgimiento provenzal tuvo lugar el siglo pasado: Frédéric Mistral, el poeta… ¿has oído hablar de él? Sí. Bien, entonces descubrí que comenzaba a pensar en algo distinto, aunque en cierto modo relacionado, porque las migraciones, el cambio social… empecé a pensar acerca de los pieds noirs concentrados en Provenza, especialmente aquí en las costas, y qué efecto ejerce su mentalidad en la cultura francesa moderna. Parte de las consecuencias del colonialismo y todo esto. Ajjj —tenía gestos indicativos de lo poco que valía todo esto en el mercado intelectual pero era un hombre práctico—. Han vuelto… después de algunas generaciones en Argelia, Túnez, Marruecos, lo que da a la idea un matiz interesante es que la mayoría de ellos provenían de esa parte del mundo… sus familias, originalmente; el sur de Francia, Córcega, España. Incluso tiene cierta relación con la vieja cuestión de la latinidad: poseen en su sangre las cualidades de las culturas antiguas, el temperamento, pero ahora devuelven a Francia, después de su período imperialista, los valores y costumbres particulares que desarrollaron los colonizadores. Personas-langostas. Descienden a tierra, comen las cosechas y huyen volando cuando la población esclavizada los persigue… Sea como fuere, han vuelto cientos de miles y les va muy bien. ¿Sigue viva en sus venas la antigua espontaneidad, la capacidad de improvisación? Es posible. Un millón de parados en Francia este verano, pero no creo que encuentres a uno solo entre ellos. Muchos tienen su dinero en Mónaco por razones impositivas. He hablado con alguna gente. ¿Sabes que el dos por ciento de su población es pied noirt No es un mal tema, êh? Bastante polémico.
—¿Por qué tiene que ser una tesis? De eso saldría un buen libro.
—Rosa. Rosa Burger —se reclinó en el asiento, con el codo apoyado en la barra, levantó el pescado de porcelana y volvió a dejarlo.
—Me refiero al estilo de una tesis, a las largas y prolijas notas al pie. Lo que quieres decir queda enterrado.
—Soy maestro. Si no obtengo un doctorado, jamás me darán trabajo en una universidad. Lo tenemos todo calculado… tantos francos en comparación con tantos otros en el lycée. Podemos comprar un terreno en Limousin o en Bretaña. En equis años levantaré una pequeña casa de campo. Para correr el riesgo de escribir un libro tienes que ser pobre y estar solo, no puedes tener niveles de clase media —la cogió de la muñeca persuasivamente, sonriente, como si quisiera hacer caer un arma que imaginaba en su puño—. No te imaginas lo cautelosos que somos los izquierdistas franceses burgueses. Separamos tantos francos cada mes, no tenemos la menor posibilidad de vivir peligrosamente.
Rosa lo observó, atenta y curiosa.
—¿Quién necesita vivir peligrosamente en Europa?
—Algunos. Pero no los eurocomunistas; no la izquierda que vota. Los terroristas que exigen rescates en un país por los horrores que ocurren en otros. Los secuestradores. Los que pasan drogas. Nadie más.
—Uno de los que tú creías que yo era.
—Sé quién eres.
La tercera vez que se encontraron lo manifestó. No indicó que alguien se lo hubiera dicho, como sin duda lo habían hecho alguno de los amigos de Madame Bagnelli: su padre estaba del lado de los negros, lo habían encarcelado, matado o algo parecido… una historia terrible. Bernard Chabalier se encontraba entre los signatarios académicos y periodistas que habían llenado páginas enteras encabezadas por Sartre, Simone de Bauvoir e Ivés Montand con peticiones para la liberación de presos políticos en España, Chile, Irán, y con manifiestos en protesta por el abuso de la psiquiatría en la Unión Soviética y la represión en Argentina. Una vez había firmado una petición de Amnesty International para la liberación de un líder revolucionario sudafricano, viejo y enfermo, Lionel Burger. «En una oportunidad» (una expresión que empleaba a menudo, no del todo correcta en lengua inglesa, y por lo tanto más ambigua que la acertada) le sugirieron que debía formar parte del comité parisino contra el apartheid. Había pronunciado una breve introducción a una película filmada clandestinamente por los negros, en la que se veía cómo arrasaban sus casas durante los traslados masivos, los datos provenían de los exiliados negros que divulgaron la película en Europa; su principal virtud era la capacidad de comunicarse con ellos en inglés.
—Y la pronuncié como conferencia en «France Culture»; a veces me piden que haga cosas, por lo general sobre las consecuencias sociológicas de cuestiones políticas. Ese tipo de programas…
—Me gustaría ir a escucharte. Si pudiera comprender.
—A partir de ahora te hablaré únicamente en francés; mejorarás rápidamente. Pero nunca me digas nada real excepto en inglés. No quiero renunciar a eso —sin darle tiempo a que interpretara estas palabras, se volvió práctico y entretenido—. Si tuviera un magnetófono te haría una entrevista para la radio. Estoy seguro de que la comprarían. Nos dividiríamos los honorarios. Una buena cifra. ¿Qué haríamos con ese dinero? ¿Cambiar nuestra marca de champagne? —bebían todos los días, sin hacer comentarios, la copa de la amistad del primer encuentro, el mismo citrón pressé. Pépé/Toni/Jacques lo preparaba cada vez como si no supiera cuál sería el pedido: una señal de desdén por la cita heterosexual—. Podríamos comprar dos billetes baratos a Córcega. En el transbordador. Yo vomitaría todo el trayecto… me mareo terriblemente en los viajes por mar. Sé que a ti no te ocurriría —un instante de tenebrosa envidia.
—Nunca viajé en barco.
—Sería estupendo… la gente oiría tu voz y yo traduciría lo que dijeras —las yemas de los dedos juntas en la manifestación de un gesto, enseguida separadas— impecablemente.
—Lo prometí. No puedo hablar.
Arnys se sentó ante su escritorio en cuanto llegó; pasaba la primera hora del día en reflexivo retiro detrás de tres paredes de diminutos armarios y cubículos: sus gafas empañadas colgaban de la pequeña nariz que aparecía en las fotos y sus manos traspasaban facturas en pinchos con la ordenada ansiedad por el dinero de arterias cerebrales endurecidas. Sus voces llegaban a ella como las de tantos que eran o serían amantes, cuyos intensos y abruptos interrogatorios y monólogos de banalidades dichas en tono demasiado bajo para ser detectadas, sonaban como si estuvieran en discusión cuestiones secretas e irrevocables.
Bernard dejó de lado lo que había dicho como si se tratara de una baratija con la que estaba jugando.
—¿A quién se lo prometiste?
Rosa captó el espionaje abstracto por encima de las gafas de la vieja cantante, diplomáticamente caída como forma de respeto por la intimidad sexual que todos conocen a partir de experiencias y desenfrenos comunes. La protección de la inimaginable vida de Arnys y la vida a la cual el llamado Pépé estaba en ese momento conectado por teléfono, las columnas, la encerrada realidad del espejo, todo lo contenía a buen resguardo.
—Así es como llegué aquí. Como me dejaron salir.
—¿La policía? —rendido el torpe tono respetuoso de iniciativa.
—No directamente, pero en realidad sí. Oh, no te inquietes… —sus ojos sonrieron, extendió la mano hacia él—. No hablé. Me cercioré de no tener de qué hablar antes de apelar a ellos. Pero hice un trato. Con ellos.
—Muy sensato —la defendió.
Ella repitió:
—Con ellos, Bernard.
—No traicionaste a nadie.
«Opresión». «Rebelión». «Traición». Usaba grandes palabras como suele hacer la gente, sin saber lo que pueden representar.
—Lo solicité. Nadie que conozco lo haría. Hice lo que ninguno de los demás ha hecho.
—¿Qué dijeron?
—No se lo conté a nadie. Me mantuve apartada.
El trabajaba bien; la regulación de sus días había ocupado su lugar alrededor de los encuentros cotidianos en el bar de Arnys por razones comerciales apenas abierto pero tolerando ciertas necesidades. Rosa vio en el borde de espuma de afeitar todavía húmeda en el lóbulo de la oreja que él había perdido la concentración en el último minuto, sobresaltado en el logro de prepararse para ella. Era supersticioso en cuanto a reconocer el progreso, pero el sereno regocijo con que se deslizaba en el taburete a su lado, o la alegría de sus intercambios con Arnys eran una forma de reconocimiento.
—Me gustaría tenerte en la habitación. Siempre me ha sabido mal tener a alguien en el cuarto mientras trabajo —era una declaración, el ensueño de una nueva relación. Pero se retractó—. El problema consiste en que te haría el amor.
Después del primer domingo, en que cada uno de ellos estaba comprometido a hacer excursiones con otros, el martes fueron directamente desde el bar de Arnys hasta la habitación donde vivía él.
—Pensé en un hotel. Desde el Catorce de Julio he estado pensando adonde podíamos ir —sus anfitriones estaban fuera, pero esta situación no se repetiría con frecuencia—. ¿Conoces el hotelito que está en la calle cercana al gran garaje? Detrás del Crédit Lyonnais.
—¿Te refieres al que está frente al aparcamiento donde juegan a la boule?
—Me encanta el aspecto de las dos pequeñas ventanas de arriba.
—En una de ellas hay una gran jaula con pájaros.
—Tú también la viste…
—Es el pequeño restaurante donde Katya y yo comemos cus-cús, lo hacen todos los miércoles. Catorce francos.
La maleta nunca deshecha, estaba abierta sobre una silla, donde él hurgaba; calcetines y camisas usadas entre camisas limpias cuidadosamente dobladas a imitación del formato de una caja y calcetines limpios arrollados en pulcros puños. Alguien había incluido hormas para zapatos que ahora usaba para sujetar pilas de recortes y papeles clasificados encima de la cama.
Era exactamente la hora del día en que Rosa había llegado y se había presentado al pueblo en la terraza de Madame Bagnelli. El trasladó sus papeles al suelo, ordenadamente, ya desnudo, con los testículos asomando entre sus nalgas, el trasero inclinado, equino y hermoso. Surgieron el uno ante el otro de repente: nunca se habían visto en una playa, acostumbramiento público a todo salvo a un triángulo genital. Era como si nunca le hubieran ofrecido a una mujer, ni un hombre a ella. Extraordinarias y dulces posibilidades de renovación brotaron entre ambos hasta estallar en la tierna explosión de todo lo que ha definido a la sexualidad, desde la castidad hasta el tabú, la ilícita licencia para la libertad erótica. En una gota de saliva se manifestaba todo un mundo. El hizo girar la punta húmeda de su lengua alrededor de la espiral del ombligo que Didier había adjudicado a una naranja.
En el calor que habían dejado afuera, la gente comía con suave estrépito, risas y olores de comidas que habían sido guisadas de la misma manera durante tanto tiempo que su aroma era el aliento de las cosas de piedra. Detrás de otros postigos otras gentes también hacían el amor.