Sección XXVI

Puede llenarse una mañana entera haciendo compras en el mercado. No en el sentido de pasar el tiempo, sino de llenarse con el aroma picante del apio, el perfume dulce y débil de flores y fresas, las frescas secreciones saladas de escurridizos pescados, el olor a quesos, contrayendo las membranas nasales; llenarse con los colores, formas, brillos, densidades, diseños, texturas y tactos de frutas y verduras; llenarse con los encuentros y las voces de la gente. Cuando Madame Bagnelli y su huésped pasaron por los puestos —tropezaron con amigos, admiraron perros o niños enredados a sus piernas—, comparando precios entre un vendedor y otro, habían comprado una planta con su tiesto que no figuraba en la lista de Madame Bagnelli y comido una porción de tarta de espinacas. Necesitaban un café exprés en el bar de la esquina, donde los obreros jóvenes que llegaban y se marchaban en sus velocípedos, y los viejos con gorra que decidían sus apuestas triples ya estaban bebiendo sus pequeños vasos de vino tinto. Cuando las mujeres iban cuesta arriba hasta la casa, Madame Bagnelli tocaba el claxon a alguien que las invitaba a tomar un aperitivo, o Gaby Grosbois y su marido Pierre se dejaban caer para tomarlo en la terraza de Katya. Pierre y la pequeña Rôse bebían pastis y las dos mujeres mayores, siguiendo el régime de Gaby, les decían que el zumo de vegetales era ideal para librar al cuerpo de toxinas.

Madame Bagnelli llevaba lo que tuviera que hacer a la terraza. En cuclillas sobre una banqueta con sus alpargatas raídas, seleccionaba hierbas que había juntado con su invitada en el Col de Vence, y que pondría a secar. Lijaba una mesa vieja que había comprado barata cuando fueron al mercado al aire libre cercano al viejo puerto de Antibes y que esperaba vender a unos alemanes que habían tomado una casa al lado de la de Poliakoff, con la barbilla hundida en la carne de su cuello y partículas doradas atrapadas en el rímel cuajado de sus pestañas. En la misma posición, aparentemente incómoda para una mujer de sus dimensiones, con su máquina de coser en una mesa baja entre las piernas, cosía las ropas de mucho vuelo que cortaba Gaby Grosbois.

—Siempre le repito, Rose, que todavía es una mujer, que los hombres la miran… tiene que saber lo que debe usar. Este año nadie usa cosas ceñidas y cortas; a ella le sienta bien un estilo muy suelto, décolleté… no, no, Katya, conservas tu belleza, te lo digo yo —las dos mujeres rieron, abrazadas—. Si Pierre todavía funcionara —más risas, su boca jugando a la tragedia—, me preocuparía.

Por las tardes, mientras leía en la habitación que la había estado esperando, Rosa Burger tenía conciencia de las actividades de Madame Bagnelli allá abajo, y de las tijeras mordiendo hilos como perros que muerden moscas, del brochazo y el deslizamiento de un pincel al ritmo del disco que había dejado puesto adentro. Las Variaciones Goldberg, la cara uno del Oratorio de Navidad, algunas canciones puntuadas por chasquidos cuando la aguja pasaba por una raya, acompañadas de vez en cuando por una voz: Katya, siguiendo y anticipando frases tan conocidas que la grabación se había convertido en una especie de conversación. En algún momento la conversación era real: aquél era el croar masculino de Darby y el otro el ronco charloteo de uno de sus amigotes. Sus voces cambiaban con la edad como las de los chicos en la adolescencia, como la de quien en París había sido tan famoso como Baker y Piaf —la gente de la aldea siempre le repetía a Rosa: ¿Sabes que Arnys vive aquí?— que no podía distinguirse de la de las lesbianas que probablemente habían cultivado el registro más bajo, o la de los norteamericanos viejos, expatriados durante treinta o cuarenta años, a quienes se les habían «granulado las cuerdas vocales» (intento de Madame Bagnelli por traducir una expresión local: la voix enrouée par la vinasse) con los depósitos del alcohol que habían consumido.

—A una tasa fija del treinta y tres por ciento le iría mejor, sin duda… pero si tienes ingresos flotantes de una docena de fuentes distintas… Sólo tiene sentido si te cercioras de no desparramar tanto tus ingresos como para entrar en otra categoría impositiva —las palabras en inglés son de Donna y la serpenteante risilla cosquillosa significa que está la chica japonesa con el perro.

La chica parloteaba con su hermoso perro en una especie de juego antropomórfico. Rosa bajó la vista de su azotea privada y la vio, tan bonita con sus pantalones franceses ceñidos y los zuecos altos que usaba con el femenino vestido exótico sujeto en los codos y en las rodillas, levantando su rostro sonriente de mandíbulas anchas sobre su frágil tronco. Vivía con un inglés al que la invitada de Madame Bagnelli todavía no conocía. El pasó por abajo en una caminata matinal, con un bastón, la japonesita y el perro; un hombre canoso con la majestuosidad de un árbol de crecimiento lento llevaba con indiferencia, en el igualitarismo que dan los téejanos primero adoptados por los estudiantes a imitación de campesinos y trabajadores, y luego tomados de los jóvenes por los ricos. Era propietario de un astillero en Lancashire —había sido, todos habían sido algo antes de instalarse allí para vivir como querían— para quien trabajó Ugo Bagnelli, cuyo apellido usaba Katya aunque nunca había estado casada con nadie salvo con Lionel Burger.

—Si Tatsu te invita, debes ir… aunque sólo sea para ver lo que hacía Ugo. En esa embarcación todo es idea suya. El armó… debieron ser tres o cuatro, toda una serie de yates de regatas y de paseo para Henry Torren. Oh, a Henry le caía bien… y no son muchos los que le caen bien. Es un solitario. Al margen de la joven con quien se case o viva. Nunca se mezcla aquí. Le gusta creer que no es como nosotros… hay tantos fracasados. Pero aquí la gente que no tiene dinero también hace lo que quiere. Creo que eso es lo que no aprueba, es como si eso le echara a perder las cosas a él. Le encantaría creer que no disfruta de las mismas cosas que nosotros. No es un snob, no, nada de eso, hay que llegar a conocerlo… nos llevamos muy bien. Un puritano. Ugo nunca le cobró… o le cobró tan poco que era lo mismo que nada. Amaba las cosas lujosas, vivía con ellas… con estilo… en su imaginación, mientras lo único que comíamos eran espaguetis. Sabía diseñarlas y hacerlas, pero al mismo tiempo sabía que nunca las tendría. En cierto sentido era lo mismo… No sé por qué me chifla ese tipo de hombre. Mejor dicho por qué me chiflaba… y ahora —el gesto, la expresión de burlona abdicación aprendida de Gaby Grosbois cuando habla de Pierre, su marido.

Madame Bagnelli y Rosa Burger no hablaban deliberadamente de Lionel Burger pero tampoco eludían hacerlo: era una realidad entre ambas. Su existencia las volvía intercambiables en diferentes momentos y en distintos contextos. No se habían reconocido antes de llegar a ser una mujer de edad madura y su joven huésped, con la suerte de encontrarse en un estado que no podían haber anticipado, acordado ni explicado. Compatibles: eso era suficiente en sí mismo; cómodamente, sólo empezaron a existir en el instante en que cada una buscaba con la mirada a la otra en el aeropuerto. Ese hecho —la realidad de Lionel—, cuando el paso de la vida cotidiana se estrechaba o viraba hasta ponerlo de relieve, como un cambio de luz transforma el aspecto de un paisaje, hacía algo más de la relación entre ambas mujeres.

Mientras Madame Bagnelli hablaba, la chica veía a la mujer que se había enamorado de Lionel Burger. La mujer percibió cómo era vista y se transformó en Katya.

—Éramos jóvenes y todas las ideas maravillosas. Sé que lo has oído todo antes, pero así era. «Cambiaremos el mundo». Incluso mientras te lo digo ahora… podría empezar a temblar, mis manos… ¡Yo pensaba que ocurriría! Nunca más hambre, nunca más dolor. Pero ése es el mayor lujo, ¿verdad? Supongo que yo era una criatura estúpida. Lo era. Un objetivo inaccesible. Algo que no lograríamos en toda nuestra vida, en la de Lionel. El lo comprendía. Estaba preparado para que así fuera, no me preguntes cómo. ¿Pero si nunca…? ¿Entonces qué? Yo no podía esperar, no puedo esperar, no quiero esperar. Siempre tuve que vivir… no podía renunciar a la vida. Cuando vi a tu madre… ¿recuerdas que te dije que pensé: éste es mi fin?

La chica la corrigió.

—No, dijiste… que ella era una «auténtica revolucionaria» —una pausa impuesta con toda precisión. Sonrientes. Estaban pelando grandes pimientos morrones que habían asado a la parrilla.

—Sí, eso es lo que quiero decir. De modo que ése fue mi fin. No tenía la menor posibilidad contra ella. Mi fin con él —la piel de los pimientos era transparente cuando se levantaba en remilgados bucles y la pulpa caliente era suculenta, color escarlata; les ardían las yemas de los dedos—. Así, poco más de un centímetro, no te preocupes si no son regulares. —Rosa observaba mientras acomodaba tiras de pulpa en un cuenco—. Pero también me libré de ellos, lo cual es bastante. Unos cabrones. Una vez me puse un par de zapatos de verano, muy bonitos. En aquellos tiempos todos usaban zapatos blancos en verano. Con toda inocencia debió escapárseme que me los había limpiado la sirvienta. En seguida hubo una queja en una reunión: la camarada Katya evidenciaba tendencias burguesas indignas de un miembro del Partido. No quisieron ser específicos. Nadie lo reconoció. Perdí los estribos y chillé en la reunión. Yo sabía que era por los zapatos, por un estúpido y condenado par de zapatos… Ahora unas gotas de aceite entre cada capa —los dedos manchados, seguidos por los de la chica que, chorreantes hasta las muñecas, acomodaban un enrejado colorado. La chica la miró y ella sugirió—: Una pizca de sal.

En el bar jóvenes suecos y alemanes, hombres y chicas ingleses apretujados para beber algo cuya etiqueta decía La Veuve Joyeuse y al atardecer los amigos de Madame Bagnelli preferían reunirse en el bar de Josette Arnys durante la temporada de verano. La vieja cantante estaba rodeada de jóvenes homosexuales que de alguna manera componían una familia numerosa a su alrededor, afectuosos, aburridos y dependientes. Algunos servían detrás de la barra o eran servidos como clientes, indiscriminadamente; Madame Bagnelli los trataba de la manera laxa, mandona, bromista y espontánea que adoptaban hacia los hombres jóvenes todas las mujeres de la aldea que por diversas razones se habían desprendido de sus propios hijos.

—Oh pardon! Je m’excuse, je suis desolée, bien sur… Je vous avais pris pour le gargon…

Rosa Burger comenzaba a captar fragmentos enteros de conversaciones en francés, pero la comprensión flaqueaba cuando empezaban a volar insultos y chistes entre Madame Bagnelli y algún joven de expresión distante que cogía su bolso sujeto a la muñeca con una correa, sus cigarrillos y el encendedor dorado. Uno de ellos guisaba para Arnys en la cocina del sótano, a la altura de la bovedilla de diminutas mesas que había junto a la barra. Los manteles individuales de papel, pintados por otro, aconsejaban las spécialités antillaises (entre las viejas grabaciones que sonaban sin cesar aparecía la voz de Arnys en los años treinta, cantando «La isla donde nacimos Joséphine Beauharnais y yo»). Con la toca blanca usada al modo en que un travestí se pone una peluca y cadenas de oro enredadas en el vello rubio de su pecho, el chef de Arnys pasaba casi todo el tiempo jugando a las cartas con ella en su rincón, debajo de fotos en las que aparecía con Maurice Chevalier, Jean Cocteau y otros cuyos nombres no eran tan conocidos para una extranjera.

La barra era central y majestuosa como un fino altar erguido en una iglesia. Cuando Rosa Burger perdía el rastro de la conversación seguía una y otra vez con la mirada la espiral formada por magníficas columnas de caracol color roble oscuro que flanqueaban el espejo donde todos se reflejaban: la gorra de capitán de Darby; los pechos de Madame Bagnelli inclinados sobre la superficie de caoba; los ojos de Tatsu opacos como melaza; la mirada de uno de los homosexuales coqueteando consigo mismo; la disociación de una pareja francesa aturdida de tanto tomar el sol y tanto hacer el amor; el exaltado cuerpo doblado de Pierre Grosbois mientras daba sus opiniones sinceras, sus advertencias sobre tal o cual tema a Marthe y Françoise; la apergaminada pareja de labios brillantes con boquillas largas cuyo patio florido que bordeaba la place era una tienda donde las boas emplumadas, las antiguas bañeras con patas de dragón, los rostros quebrados de ángeles románicos llevaban tarjetas con el precio como si fueran árboles en un jardín botánico. Las columnas de roble —cuando Pierre explicaba algo a Rosa empleaba con toda consideración un francés especial, didácticamente articulado— eran clavijas de antiguas prensas aceituneras que abundaban en los campos de los alrededores, desde tiempos de los romanos (¡Qué estás diciendo! ¡Mucho antes! Su mujer asomó la cara por encima de su hombro) hasta finales de siglo diecinueve (¡Hasta la guerra del catorce, Pierre!).

Madame Bagnelli aún no había mostrado a su huésped la fábrica de aceite de oliva de Alzieri, última de las antiguas que seguían, pero ella y Rosa había llevado panbagnat y vino, y pasaron las horas del mediodía en el olivar que había sido jardín de Renoir. El valle que había sido su panorama al mar alcanzó un nuevo nivel con edificios chatos alegremente feos.

—La gente no quiere jardines en los que haya que trabajar, prefieren tener balcones donde tostarse para ser iguales a los turistas que pueden darse el lujo de venir aquí sólo para bronzer. Esa es la democracia en Francia —las carnes de Madame Bagnelli, que dormitaba de espaldas en la hierba, temblaron con su risa—. Pero mira, la luz que cae sobre nosotras es la luz que él pintó.

El cuidador se acerca para describirle los ruidos que siente en su cabeza; ella debía de tener la costumbre de ir allí a menudo. Rosa se quedó dormida y despertó bajo un árbol del que colgaba una malla de follaje plateado y deslustrado sobre su tronco negro y el cuerpo de ella.

—¿Crecían aquí antes de que se construyera la casa?

—Probablemente antes de la revolución. Si vives en Europa… las cosas cambian —un movimiento de la cabeza desgreñada hacia el destello de cemento en el valle— pero la continuidad jamás se quebranta. No tienes que desechar el pasado. Si me hubiera quedado… allá, ¿cómo encajarían los blancos? Su continuidad deriva de la experiencia colonial, la blanca. Cuando pierdan el poder será cercenada. ¡Así de sencillo! Lo único que tienen es su horrible poder. Los africanos recuperarán su propio pasado, al que los blancos nunca pertenecieron. Incluso los Terblanche y las Alettas: nuestra rebelión contra los blancos también fue una forma de ser blancos… lo fue, lo fue. Pero aquí nunca tienes que partir de cero… No, hay mucho que asumir. Eso es lo que me encanta; nadie espera que seas más de lo que eres. Yo ni siquiera sabía que existía este tipo de tolerancia. Allá, quiero decir: si no estás a la altura de enfrentarlo todo… eres un traidor. A la causa humana, a la justicia, la humanidad, la totalidad, no hay medias tintas allá.

—¿Ya lo pensabas cuanto te fuiste?

La mujer se incorporó lentamente, gozando del apalancamiento de sus músculos, frotándose los brazos marcados por la hierba, como un gato que se acicala después de un baño de arena.

—No lo sé. Lo acepto. Pero está el mundo entero… he olvidado que alguna vez pensé así de mí misma —la chica podía sentir curiosidad por alguna vieja aventura amorosa—. Vivir con un hombre como Ugo… no sé cómo explicártelo. Vivía su vida como un pez en el agua, con él dejabas de asombrarte y de dar vueltas… en Europa ahora no saben lo que es un conflicto, Dios los bendiga.

En el bar la voz de Grosbois era siempre inconfundible; mientras hablaba mantenía la mano derecha ligeramente levantada y dispuesta a impedir las interrupciones de su esposa.

—¿Treinta años? ¿Qué son treinta años? ¿Estamos todos muertos? ¿No tenemos memoria? ¿De qué tenemos que avergonzarnos los franceses que ya no celebramos aquello por lo que luchamos? Si a Giscard le preocupaba ofender a los alemanes, es una pena. A mí no me preocupa. El abuelo francés no está preocupado, êh? Se llevaron nuestros alimentos, ocuparon nuestras casas. Nos ocultábamos en sótanos y montañas y de noche salíamos a la calle para matarlos. ¿Debemos olvidar todo eso? En la casa de enfrente tomaron como rehén a un chico de diecinueve años y lo mataron… su madre vive allí. Caminé por París y vi las placas conmemorativas donde fusilaban a la gente en el cuarenta y cuatro.

—Tiene razón, él tiene razón.

—Sí, ¿pero qué significa la celebración anual del Ocho de Mayo? Apenas otro demonio en las calles…

Exactamente… no un reconocimiento público a la gloria de la nación francesa, todo eso es desechado. El presidente de la república lo considera vulgar, êh? Hace treinta años libramos a nuestro país de los nazis y eso es algo que hoy no merece una marcha callejera. Pero los estudiantes… los empleados de la Banque de France, de Correos, Telégrafos y Teléfonos… todos los alfeñiques que quieren ganar unos francos más por mes son un espectáculo para París.

—En Vincennes muestran películas fascistas a los estudiantes.

—Ah, no, Françoise. Eso es distinto. Significa advertirles…

—¿Sí? Ella tiene razón. ¿Cuál es la diferencia entre el tipo de películas que verán y la forma en que ya se comportan? Estropean y destruyen sus propias universidades. Ellos… disculpa, se cagan en los escritorios de sus profesores. Las películas sólo pueden estimularlos.

—¿A qué? Aparecen nazis pateando a los judíos y arrastrando mujeres hasta los campos…

—La gente ya no ve nada malo en la violencia. Desde mayo del 68, es la forma generalizada de obtener lo que se quiere. ¿Me equivoco? Ya lo viste anoche en la tele… Esa banda de Alemania. El juicio que ha empezado. Los lunáticos de la Baader-Meinhof son el resultado de lo que ocurrió en el 68. Hoy en día cada uno sólo desaprueba los objetivos de los demás, quizá. Todos emplean los mismos métodos, secuestros, raptos.

—¿Cómo se llama aquel chico, el pelirrojo? Tendríais que ver cómo ha engordado y madurado —las mejillas hinchadas de Gaby en el espejo—. De veras. Publicaron una entrevista en «Elle».

—Se refiere a Cohn-Bendit.

—¿En esa revista de mujeres? ¿Para qué lo desentierran?

—Es natural. Ponia ha levantado la interrupción que pesaba sobre él y ahora está en París firmando autógrafos en un libro que escribió.

—Pierre, te mostrará el artículo. Está en el cuarto de baño. Lo leí mientras daba tiempo a que me tomara el tinte. ¿Nadie se ha dado cuenta de mi pelo… no es un color muy sexy?

Un joven se aproximó para mirarla de cerca.

—¿Qué usas?, quiero hacerme mechitas.

—Me queda medio frasco, Gérard. Ven mañana por la mañana y te lo daré encantada.

—En Niza cobran sesenta francos. Y parece que tendré que mudarme de mi habitación.

—¿Sí? ¿Por qué?

—La patrona puede sacar el doble en verano y ella también necesita dinero. Su marido vive de una pensión y la nieta quedó embarazada. Una estúpida, vi cómo se lo buscaba.

Un hombre al que Rosa Burger saludaba como a mucha gente con la que se cruzaba a menudo en la aldea, finalmente se dirigió a ella en el bar, con la formalidad con que los franceses abordan a las mujeres como preludio de sus expectativas de intimidad. ¿Querría tomar un café o una copa con él?

—¿Eres inglesa? ¿Sí? Tuve un amigo del ramo de la construcción, como yo, que se instaló en esas tierras. Está ganando montones de dinero. Doce mil francos al mes… me refiero a francos nuevos. Pero por allí hay muchos problemas, êh? Yo no quiero tener problemas. ¿Te gusta Francia? La costa es hermosa. Por supuesto. Hay unos cuantos sitios muy buenos para ir a bailar. ¿Has estado en Les Palmiers bleus? Cerca de Cap Ferrat. ¿Tus amigos no te llevan a bailar?

Había visto a un hombre y a una chica en una cafetería arrojándose mutuamente flores; esa conversación, en cualquier idioma, era igualmente sencilla de manejar.

—Vivo con Madame Bagnelli.

—¿La casa que está justo encima de la vieja Maison Commune? Pero esa señora es inglesa.

—Sólo el apellido es italiano.

—No, no, es de Niza, por aquí hay montones de franceses con esos apellidos. Yo me llamo Pistacchi, Michel Pistacchi. ¿Podrías haberlo adivinado? Te llevaré a Les Palmiers Bleus, te gustará. ¿De qué te ríes? ¿Me encuentras divertido?

—No podremos hablar… como ves no sé francés.

—Iré a pedirle permiso a Madame para llevarte a bailar.

—¿Pedirle permiso? ¿Para qué?

Como a casi todos los hombres gregarios, le atraían las chicas que parecían apartadas de la compañía en que las encontraba. Como confirmando su intuición para estas cuestiones, la cara de la extranjera se abrió con vivida luminosidad, generalmente prometedora al reír.

Le llevó rosas a Madame Bagnelli. Fue a buscar a Rosa Burger con un elegante brazer azul marino, en un coche deportivo.

—No es mío pero prácticamente da lo mismo, ya me entiendes… cuando mi amigo encuentre una ganga con algún modelo nuevo, me dejará éste.

Pidió una cena copiosa y se empeñó en que cada uno probara los platos del otro.

—Esto es lo que me gusta, estar con una chica que sabe apreciar la buena comida, una atmósfera… no salgo si no es para ir a lugares de primera. Nada de discotecas.

Bailaba expertamente y sus intentos de caricias durante el baile también estaban expertamente calculados para no exceder el límite en el que de momento podían ser pasadas por alto. Ella entendía casi todo lo que decía; cuando no seguía sus palabras captaba la dinámica de sus movimientos, las actitudes y los conceptos que siempre derivaban en sus necesidades, temores y deseos personales. Se jactó ingenuamente de su familiaridad con el patrón —Todos los días voy a su casa para el casse-croüte— al tiempo que se quejaba de las responsabilidades que se esperaba asumiera en comparación con lo que ganaba, los impuestos que pagaba.

—¿Pero vuestro sindicato no es fuerte en Francia?

No lo había entendido bien; él estaba ansioso por adivinarla más allá de sus errores. Hubo risas y por un instante la abrazó.

—Eres muy inteligente, sabes lo que ocurre en el mundo, me doy cuenta. Qué placer estar con una chica con la que se puede hablar… ¡y me dijiste que no sabes francés! Permíteme explicarte que los sindicatos… esos tíos no trabajan para nosotros, somos nosotros los que trabajamos y ellos engordan con nuestros esfuerzos.

El tema lo distrajo de la conciencia que tenía del cuerpo de Rosa y de su determinación a que ella tomara conciencia del suyo; la chica notó en su rostro que no quería quedar atrapado en una conversación de ese tipo, pero tampoco podía resistirse a ser escuchado.

—¿Y si los socialistas acceden al poder? —ella tenía que construir las oraciones mentalmente antes de hablar.

—¿Mitterrand? Se vendería a los comunistas.

—Entonces los trabajadores serán fuertes, no los patrons.

El dejó de bailar, interrumpió el ritmo. La alejó de su cuerpo.

—Yo quiero lo que es mío, êh? Para eso trabajaron mis padres. Cuando mi padre muera, su casa será mía, êh? Los comunistas no lo permitirían. Me robarían la propiedad de mi padre, lo sabes, ¿no?

Katya lo llamaba «el albañil de Rosa»:

—Apuesto a que es la primera vez que sales con un albañil —las dos mujeres se divirtieron con este ejemplo de infancia protegida.

—Quiero ver la casa que vas a heredar.

Comment?

Una vez más, ella no se había aclarado; finalmente él comprendió, pero siguió sorprendido.

—Nada que valga la pena ver. Es la casa de unos viejos sin dinero y necesita muchas reformas.

Era una pequeña granja-casa-villa, con la tierra de sombra chamuscada, las baldosas rosas que siempre ha utilizado la gente de la región, y una lavadora automática en la cocina. Su madre sacó unos vasos estrafalarios y el padre llevó una botella de vino hecho por él mismo; intercambiaron sonrisas con esa chica extraña pero no intentaron hablar con ella, que a su vez no lograba descifrar el dialecto en el que hablaban con su hijo, aunque percibió que era ese tipo de conversación que todos los padres aprovechan para plantear diversos temas cuando tienen la oportunidad de consultar a sus hijos o hijas adultos. Fugazmente los tres se convirtieron en una familia, mientras ella bajaba a su lado por el jardín en pendiente: el hijo saltando acequias con sus botas elegantes, los padres andando con sus zapatillas embarradas; todos hablaban, escuchaban, ponían reparos. Padre e hijo se sumieron en un desacuerdo sobre la forma de tratar un árbol que amenazaba caerse. La madre llevó a Rosa a ver los surcos de verduras tiernas que se agachaba para levantar, aquí y allá, ajando el suelo gris; a través de frondosos refugios y desvencijados cobertizos donde los semilleros eran verdes y transparentes, canastas con nueces almacenadas y un cubo —vivo como un queso con gusanos— rebosante de caracoles que habían juntado para comer. Bajo algunos olivos y cerezos había una mesa larga cubierta con plástico floreado, encima de la cual colgaba una lámpara conectada en las ramas: había una oveja doméstica amarrada para que cortara la hierba dentro del radio de su cuerda y un columpio para los nietos. Rosa se sentó a comer las cerezas con que el padre había llenado su regazo y el hijo arremetió hacia ella con la cabeza baja, para hacerlos reír a todos; la levantó en el aire hasta que finalmente ella logró ponerse de pie riendo, sujetándose la garganta como si algo estuviera a punto de echar a volar desde el interior.

—Me gusta tu herencia.

—Cuando empiece a soplar el mistral ese árbol aplastará los cables de la electricidad. ¡Nos costará un dineral! Ya se lo he dicho a mi padre. En Francia es un delito obstruir las instalaciones.

Madame Banelli invitó a Georges y Manolis a compartir los espárragos de cosecha propia que le regalaron a Rosa. Una de las íntimas «los olió mientras se cocinaban», como dijo Madame Bagnelli, y llamó a la puerta precisamente cuando Rosa llevaba las cosas para poner la mesa en la terraza. Bobby era la altísima inglesa de hermosas piernas que a los sesenta todavía usaba, sin parecer ridícula, pantalones de torero hasta las rodillas, las uñas de los pies pintadas y cortadas como las de las manos. Si en le place Rosa la encontraba sentada en su banco acostumbrado, daba la sensación de creer que se habían citado; se levantaba de un salto, movía la boca acogedoramente, besaba a la chica e insistía en invitarla a tomar un café, reanudando alguna habladuría local sobre una disputa o una crisis en la aldea, como si ambas la hubieran presenciado.

—Al fin y al cabo ese gran acontecimiento no se produjo ayer. Esperaban una llamada telefónica, pero sólo cuando apareció el cuñado… ya sabes, el gordito de Pegomas, poco apetitoso si quieres que te diga la verdad…

En el cesto de paja llevaba guantes de goma y con frecuencia un periódico, revistas (ésa era la fuente de los números de «Vogue» y «Plaisirs de France» que Katya dejaba en la habitación de su huésped) o una rama florida de la casona cerrada, con una virgen de mayólica en la fachada, que cuidaba en ausencia de los dueños. Por lo que Madame Bagnelli sabía, la había hecho entrar clandestinamente en Francia un oficial francés que se había enamorado de ella cuando la conoció en la marina femenina británica durante la guerra. Las arpías de la aldea se mofaban de su pretensión de haber participado en la Resistencia.

—Ya estaba en la aldea cuando llegué. El tenía una casa y solía venir cada tantos meses… me dijeron que alguna vez vivió realmente allí con ella. Desde que estoy aquí sé que venía cuando podía, lo mismo que Ugo. Esperábamos que su mujer muriera. Estaba tan enferma… Nos interesábamos por la salud de esa mujer, parecía un caso desesperado, tenía todas las enfermedades imaginables. El murió antes. Entonces yo no pensaba… Bobby nunca esperó… lleva viviendo aquí tanto tiempo que tiene sus manías. A veces, si le mencionan a su coronel, te responderá como si supiera de quien hablas, pero es una forma de disimular que no ha caído en la cuenta de quién se trata.

La voz de Manolis precedió a la pareja invitada, dando instrucciones en su francés-griego como si aconsejara la forma de guiar un bulto poco manejable a través de la casa pequeña y oscura de Madame Bagnelli. La frágil carga era Georges maniobrando su propio cuerpo.

—Se ha hecho daño en la pierna. Ya le he dicho que no debería subir escaleras. —Manolis pasó al inglés que había aprendido de Georges, de modo que ahora hablaba con acento francés y griego. Su delicada y estrecha cara amarillenta, con sus lunares oscuros y los brillantes ojos negros apesadumbrados, se veía dramática por la arrogante desaprobación y angustia. Georges apareció en escena apoyado en un bastón—. Tuve que preguntar en todas partes hasta conseguírselo… por fin me lo prestó el viejo Seroin, aunque me planteó todo tipo de dificultades: es de su papá, de cuando era gouverneur en lndockine, si se estropeara bla… bla… bla…

Georges sonrió y extendió el brazo libre para que las mujeres se acercaran a besarlo.

—Manolis tenía listas las cortinas nuevas, yo estaba de pie arriba del armario, ese tesoro que Katya descubrió para nosotros en Roquefort-les-Pins… debí de caer dos metros —olía a ante (la camisa flexible que llevaba) y a colonia de limón; sus ojos azules y el pelo blanco cortado a la Napoleón estuvieron cerca de Rosa, una presencia segura de su vitalidad andrógina, mientras hablaba junto a su oído y la abrazaba.

Bobby los miró con la cabeza libre de las preocupaciones que arrastraba cómodamente por doquier como si de una labor de aguja se tratara.

—En la puerta de mi casa las cosas están así desde hace un mes. Podrías romperte el cuello. No hay una sola luz. Todo está oscuro como boca de lobo. La cuadrilla de árabes deja los picos y las palas a las cinco en punto… no les importa nada.

—Pues aquí tienes exactamente a la persona que necesitas. Deja que te vea Rosa, Georges. Ve despacito a mi dormitorio, métele en la cama y deja que te examine una fisioterapeuta titulada… ¡gratis! —Madame Bagnelli presentó otro aspecto de su huésped, para los demás tan digno de credibilidad como las historias de salvajes de su país de origen.

—¿Eres enfermera? —Manolis era estricto.

—El único que lo puede tocar es un médico —dijo Bobby con tono confidencial a Madame Bagnelli, frunciendo la nariz. Cuando creía susurrar su voz sonaba más fuerte que nunca.

—Al dormitorio no… no debo moverme ahora que llegué aquí. Manolis, pon los cojines en el suelo.

Madame Bagnelli, agachándose una y otra vez pesaba sobre sus delgados tobillos, dispuso todo en un santiamén.

—Le quito los zapatos, ¿no?

La chica tomó todo a su cargo, sonriente, la barbilla levantada:

—Arremángate los pantalones. Así no, más arriba. No… llevas los pantalones demasiado ceñidos alrededor de los muslos, quítatelos.

—No es lenta, êh? Bueno, si tú lo dices.

Rieron de él mientras tironeaba hábilmente de su cintura, se desabrochaba el cinturón y bajaba la cremallera. Manolis le quitó los pantalones con el aire de quien prepara un cadáver, provocando nuevas risas. Georges apretó el mentón contra el pecho en una mueca que mostraba sus dientes gastados lateralmente hasta el hueso, poniendo de relieve una vulnerabilidad más personal que el cuerpo que lucía como si fuera una indumentaria que, sabía, causaría buena impresión. El pelo de Rosa Burger había crecido lo suficiente como para caerle por la cara; sólo veían su boca firme en actitud de concentración profesional. Sus manos se movían con el dominio y la sensibilidad de siempre a pesar del largo tiempo en desuso. ¿El médico dijo que la rótula no cruje? ¿Te hicieron radiografías? ¿No había dislocación?

Manolis apeló a todos:

—¡No encontró nada! Pero fijaos cómo está Georges, ni siquiera puede volverse en la cama.

—Quizá pueda aliviarlo un poco. Dadme media hora.

Se sometieron a ella; Manolis fue a terminar de poner la mesa y Madame Bagnelli arrastró a Bobby a la cocina, donde dio los últimos toques a la salsa.

Varios vasos de vino liberaron la inquietud educadamente contenida que Georges había ocultado a su amante. El tono destinado exclusivamente a él llegaba a Manolis mientras mojaba un trozo de pan en la vinagreta; instantáneamente fijó la atención en su mirada pesarosa (cuando Manolis reía esos ojos brillaban como si estuviera llorando) y apretó los labios para evitar que temblaran.

—Ya está mejor. Quiero decir: creo que está decididamente mejor. Me pondré bien. Puedo mover la rodilla… bien, no lo haré pero siento que podría.

—Pensábamos ir a la Algarve la semana que viene. Un día fabuloso, para poder pasar a Portugal. Hemos esperado tanto tiempo para hacerlo.

Los dos tortolitos llenaron sus vasos en actitud ceremonial.

Madame Bagnelli los tranquilizó:

—Y lo haréis, por supuesto. Rosa irá todas las mañanas para darle masajes a Georges, ¿verdad que sí? Nunca pensé que fuera algo tan maravilloso. Mucha gente que conozco ha ido allí de vacaciones todos los años y siempre han dicho que era tan barato, incluso más que España.

—Jamás se nos habría ocurrido ir en vida de Salazar, ni siquiera gratis.

Bobby eran tan inconsciente de los reproches como de que hacían caso omiso de su presencia.

—Dicen que eso se ha acabado… los comunistas han echado a la gente de sus casas… los ingleses que se habían retirado allí, poniendo hasta el último penique…

Georges se sirvió más salsa y a modo de alabanza arrojó a Madame Bagnelli un beso por el aire.

—Si no pudimos darnos el lujo de visitar Chile con Allende, al menos podemos ir al Portugal de Gomes. No me lo perdería por nada del mundo. ¡Pero la gente de este pueblo! ¿Habéis oído lo que dijo Grosbois? Si ahora todo está tan bien en Portugal, ¿por qué no se han vuelto todos los portugueses que pican calles aquí junto con los árabes? Quieren la prosperidad de la noche a la mañana y si no la consiguen dicen que la izquierda lo embarulla todo. Un año, sólo ha pasado un año.

Era cierto que Madame Bagnelli aún podía adoptar, como un desafío a todos, algo así como el blasón del atractivo y la sexualidad; una especie de cabriola interior al estilo de la pirueta de un boxeador —fornida, ligera sobre sus pies— a veces lucía en su terraza.

—¡Qué maravilla cuando todos bailamos en la place el año pasado! ¿Verdad, Georges?

Georges señaló a Katya y dijo a Rosa:

—Tendrías que haberla visto con un clavel rojo en la oreja.

—¿Y tú? Todos delirábamos. Algunos creían que sólo se trataba de la batalla de flores en Niza… —Manolis y Georges habían llevado un vino blanco especial; Katya sacó del cubo la tercera botella chorreante y dio vueltas con ella en alto—. ¿Y qué decir de Arnys? Rosa… Arnys no conocía ninguna canción revolucionaria portuguesa, de modo que cantó una que recordaba sobre La Pasionaria, de la guerra civil del 36… después lloró conmigo, contándome que había tenido un gran amor en la Brigada Internacional. —Madame Bagnelli permaneció con el vaso en la mano, como si estuviera a punto de pronunciar un discurso o de ponerse a cantar—. En la tierra de esta chica, abril significó el fin de los blancos en Mozambique, justamente al lado… ¿comprendéis lo que debió de ser eso?

Manolis observó a Rosa a la manera en que la había mirado cuando se hizo cargo de Georges profesionalmente.

—¡Qué experiencia! Estar en África en ese momento… êh?

La chica también se levantó y apoyó las palmas en la mesa. Veía el castillo iluminado detrás del brochazo negro de los cipreses; la música y la voces eran el único coro de insectos de la noche estival. Paseó la mirada por todos los que estaban alrededor de la mesa, en impulsos expansivos, incluso cariñosos, incluso conmovedores.

—Allá no hubo claveles rojos.

Pero Georges y Manolis se enorgullecían de estar plenamente informados. La miraron, reflexivos. Amablemente, quisquillosamente, Bobby dijo que quería más pan.

—Los negros estaban estáticos. El Frelimo combatió durante once años… pero si salías a la calle, eso es imposible allá. No te atreverías a celebrarlo. Hubo una reunión de masas y la gente fue a parar a la cárcel.

—No de la noche a la mañana, agitando estandartes y con titulares sobre los héroes en los periódicos del día siguiente, como ocurre aquí cuando hay algún jaleo político. —Madame Bagnelli mantenía un contrapunto de enfáticas interrupciones.

Manolis hizo un ademán destinado a acallarla en beneficio de su aprendizaje; llevaba la experiencia de los coroneles griegos en la sangre, aunque no había estado en el país durante su mandato.

—¿Y los blancos? Supongo que tenían miedo de que ocurriera lo mismo allí, ¿no?

—Los refugiados seguían llegando, gente con el mismo aspecto que nosotros, que podía mirarse a sí misma y mirarlos a ellos… arrastrando a sus abuelas y sus lavadoras, gente blanca —los ojos claros de Rosa eran indiscretos, confiados. Ella era su propio público, alineada con los demás.

—¿Qué pueden esperar? Se lo buscaron. Permitieron que les lavaran el cerebro hasta creer que son una raza superior. ¡Huyendo con la nevera al hombro! Ya ocurrirá. ¡Trescientos años es suficiente! Te proscriben… te arrojan a una celda hasta la muerte si intentas cambiarlos. —Madame Bagnelli tenía el aire de quien se deja llevar por las opiniones de aquellos con quienes se encuentra. Con los Grosbois, participaba igualmente animada en su decisión de comer verduras de cultivo orgánico, o en el interés de Gaby por las reformas que según «Nice-Matin» estaban haciendo en la villa de la hermana del sha de Irán.

—Esta chica podría vivir muy bien aquí. Se ganaría la vida. Lo digo en serio. —Georges se inclinó para atraer a todos a la repentina idea de sustentar a su propia refugiada política local—. La gente de los yates siempre siente dolores y malestares de tanto ejercicio… se lesionan practicando el esquí acuático y no sé cuántas cosas más. De verdad, es sorprendente lo bien que está mi pierna, ahora, relajada, los músculos… —la convincente sagacidad de sus ojos azules sondeó a los demás.

—¡E incluso en la aldea!

—No hay nadie que haga ese tipo de trabajo.

—Un momento, un momento, ¿qué me decís de los documentos? —Madame Bagnelli miró a Rosa alegremente por el entusiasmo de Georges y Manolis—. Tiene que tener permiso de trabajo, un…

Georges descartó toda divagación sobre la despreciable burocracia.

—¡Bobadas! No pide permiso. Nadie se entera. Le pagan en efectivo y se mete el dinero en el bolsillo —los dedos melindrosamente extendidos, con el anillo de sello del reinado de Alejandro Magno, usado a modo de alianza con Manolis, secándose la palma de una mano con la otra.

Katya llevó a Rosa a escuchar los ruiseñores. Cerraron el portal pero las habitaciones quedaron abiertas a sus espaldas, las velas ahumaban la mesa desordenada. Podían estar todavía en la terraza, las voces flotaban bajo la noche tibia y serena.

Bajaron las empinadas calles suavemente empujadas por la fuerza de gravedad, bajo farolas donde diminutos murciélagos aleteaban como gallardetes, abriéndose paso junto a las paredes de las casas de sus amigos, a través de melodiosas voces entrecortadas por la música de la place, ráfagas de olor a caca de perro y a pis humanos en arcadas sarracenas, risueños arpegios en el tintineo de cuchillos y platos desde el restaurante donde un grupo de franceses tardíos ocupaban una mesa bajo el soto de un parral con hojas tiernas y translúcidas a las saltarinas sombras de sus gestos. (Nunca entendiste qué los vuelve tan eufóricos en el ritual de las celebraciones… ni siquiera cuando llegaste a entender perfectamente su idioma; Katya experimentaba una orgullosa fascinación por la impenetrabilidad tribal de la gente entre la cual vivía). Más allá de las pequeñas villas de los muertos con las urnas de sus jardines marmóreos que difundían el perfume de claveles cortados, como si estuvieran en el florero de cualquier salón familiar; la algarabía de parejas abrazadas que se acercaban y se alejaban trotando, los estertores de las motos, los gorjeos de los mayores que deambulaban por la aldea como si estuvieran ante una exposición de piedra, luces, puertas orladas con cortinas de plástico a rayas, las caras talladas de los leones fundidos por siglos que retrocedían hasta marcar los contornos de un feto. En el vestigio de barranco forestal este elemento conocido desapareció de pronto como un papel que se hace humo azotado por el lengüetazo de las llamas. Se había disipado por encima de las almenas iluminadas del castillo suizo como un dragón domesticado. Katya se precipitó entre matorrales sucios como un raposa o un tejón, que coexiste ingeniosamente con caravanas aparcadas y carreteras. Rosa paseó por la inofensiva jungla europea.

—Espera. Espera.

La respiración de Katya la rozaba como las agujas de pino. Alrededor de las dos mujeres estaba a punto de ser audible un penetrante y dulce tintineo. Una nueva percepción recogía la suprema oleada cuyo centro debe ser un éxtasis inalcanzable. Los temblores de la oscuridad se intensificaban sin acercarse. Ella se movió, inquisitiva; Katya volvió la cara para aquietarla. El vibrante cristal en el que estaban retenidas se hizo añicos en cantares. La sensación de recibir la canción era cambiante; ahora una cuesta celestial en la que planeaban, se ladeaban, navegaban, caían sinuosamente hacia la tierra; después un aliento detenido hasta el desmayo que pasó a ser, más allá, un golpe arrebatador, otra vez, otra vez, otra vez.

Katya tomó a la chica del brazo cuando la senda se ensanchó. Sus pies las llevaban hacia la aldea.

—Así toda la noche. Todos los veranos. Si no puedo dormir, salgo a las dos o las tres de la madrugada… Los tengo conmigo todos los años.