Sección XXV

Fui vía París para no implicarte: la primera esposa de mi padre. Brandt Vermeulen no pensaba en ella cuando se cercioró de que entendía de quiénes debía mantenerme alejada. Sin embargo, nadie que haya estado alguna vez relacionado con mi padre será borrado de la lista de sospechosos que nunca se anula. Si a alguien se le ocurría que suya era la aldea, la casa, la persona a quien yo me dirigía cuando me dejaran salir… ¿Pero quién la recuerda?

Me siento como un asno entre ellos: pensando cómo di con esta gente que sólo conoce esas tácticas a través de sus policien de televisión (las viejas lesbianas son adictas); para quienes bajar a la panadería es un acto social mediante el cual todos los demás saben a qué hora se levantaron a desayunar, y cuyo contacto con la policía es un intercambio de habladurías acerca de la verdadera historia del atraco a mano armada a un banco de Niza, mientras charlan con sus pernods de mediodía en la barra de Jean-Paul. Fuera de lugar: no yo, yo misma, han asumido mi vida como propia, me han aceptado. Fuera de lugar mi forma de llegar, que aquí apenas se ajusta a la necesidad ni a la realidad. La primera esposa de Lionel Burger. No te encontrarán en Madame Bagnelli, en su Katya. Noté que la particular forma de bautismo mediante la cual recibió ese nombre volvía a ella cuando le pregunté, el primer día ante el portal (antes de haber visto mi encantadora habitación, este fresco campanario de casa donde sus voces repican), cómo debía llamarla. Para ellos eres Katya porque en una pequeña comunidad de diferentes y a veces oscuros orígenes europeos mezclados con los nativos, los diminutivos y adaptaciones de nombres son una cariñosa lingua franca.

Supongo que para ellos el nombre te sitúa vagamente entre los rusos blancos. Como el viejo Ivan Poliakoff, cuyos cuentos de amor dactilografías a cuatro francos la página. Cuando lo conocí, estando contigo en la aldea, me besó la mano levantada en una de las suyas, tan frágil que sentí bombear la sangre lentamente a través de las venas. Pregunto de qué tratan sus relatos. Es tan anciano que resulta inimaginable que recuerde cómo era… el amor, el sexo. Me dices que le has sugerido que escriba historias románticas acerca de las aventuras de condes y condesas, aristócratas rusos, utilizando el escenario de las grandes propiedades campestres donde pasó su infancia.

—Al menos el ambiente sería algo que conoce. Pero no, sus personajes son hinchas a las que ligan actores del cine norteamericano en el Festival de Cannes, o adolescentes heroinómanos que son salvados por devotos cantantes pop. El cree haber aprendido el vocabulario en la tele… es inútil, así salen sus manuscritos. ¡Después espera que yo baje mi tarifa a tres francos!

Aquí la gente ignora que estoy tan alejada de la vida joven que pulula alrededor del Festival de Cannes como del anciano conde ruso que no quiere confesar su edad.

—¿Qué es un hincha?

Las quejas de Katya sobre Poliakoff se transforman en una representación que improvisa en medio de nuestras risas.

—Mira qué letra. Se necesita un experto en códigos para desentrañar y diferenciar sus G de sus E… un cortaalambres y una lupa. ¿Podéis creerme? Sus B son como esas anticuadas paletas para alfombras… y para colmo escribe en la cama, de noche, después de ponerse emplastos en la cara. ¡Tendríais que verlo! Todas las páginas con manchas de leche de pepinos o yogur y yema de huevo o lo que se le ocurra inventar. A veces yo misma agrego una oración de relleno, «Delphine esnifa cocaína en el viril sobaco de Marcel», y él no nota la diferencia… aunque con toda probabilidad ve que he mejorado la cosa y es demasiado celoso para reconocerlo.

—Sea como fuere, ¿qué es un hincha?

—Una de esas chicas que siguen a los cantantes y actores. Que les arrancan la camisa. O que se limitan a idolatrarlos con la mirada fija… el elenco de Ivan.

Río con su Katya como las adolescentes en la escuela, que estaban en esa etapa mientras Sipho Mokoena nos mostraba a Tony y a mí el agujero de bala en la pernera de sus pantalones y yo corría de un lado a otro para visitar la cárcel, la primera cárcel, donde estaba mi madre. La cabeza de Cristo con aspecto oriental que está a medias pintada y a medias estampada en cuero es un regalo de Ivan Poliakoff: el primer icono que he visto en mi vida. Me llevaste a una exposición de Cristos famosos prestados por el Hermitage de Leningrado; transmitían cantos gregorianos mientras pasamos toda la mañana contemplando la cara del pálido y atezado proscrito. Me dijiste que era tan hermoso que hasta podrías creer en él. En algunos ejemplares su corona de espinas estaba salpicada de gemas rojas que, supongo, representaban la sangre. Una pareja ataviada de beige y blanco, cuyas ropas de seda sugerían que eran usadas una vez y después tiradas, examinaban de cerca los rubíes y granates, en silencio, ella con un par de gafas de media luna, pasándose el catálogo entre sus manos suaves y pulcras como guantes nuevos de cabritilla, cargadas de oro. Detrás de nosotras venía un joven americano con un brazo en la nuca de su mujer, un bebé en un asiento que cargaba en la espalda y un niño de cinco o seis años tomado de la otra mano. Mostró al chiquillo la máscara cristiana que representaba el sufrimiento del mundo, de igual manera que las máscaras japonesas representaban diversos estados del ser en el teatro.

—Mira Kimmie, ése es nuestro Señor, probablemente mucho más parecido al verdadero que el hombre rubio y de ojos azules que te muestran en la escuela.

Después fuimos a nadar a una de las calas entre Antibes y Juan les Pins que los amigos de Katya consideran una reserva de su propiedad, guardando en secreto las dificultades y la forma insólita de bajar, pasando por lugares prohibidos y entre cubos de basura de restaurantes. Ahora yo podría guiar a cualquiera. Sumamos nuestro almuerzo al de Donna y Didier. Era la última vez, ese verano, que iríamos allí, dijo ella, los suecos y los alemanes llegan después de mediados de junio, habrá que ir a nadar mar adentro, desde el yate. Tiene una mente muy ordenada: los impulsos no dominan a esa mujer que puede hacer lo que le venga en gana. Deduzco de las conversaciones que navega hasta las Bahamas en noviembre, va a esquiar en enero y le gusta viajar a sitios donde no ha estado antes… Oriente o África, digamos, durante un mes a finales del verano europeo. Le sorprende que yo no conozca los países africanos donde ella ha ido para ver cacerías y visitar puntos de interés turístico. Me habla de ello y yo escucho con los otros europeos como Gaby Grosbois, para quienes África es una vocación que no pueden permitirse. No es posible saber qué edad tiene Donna… también es algo que ella ha determinado con todos sus recursos como bisnieta de un canadiense millonario gracias a la instalación de ferrocarriles, me dices: esta mujer de largo y ondulado pelo rojo claro estirado hacia atrás a partir de un rostro elegante y sin afeites, con un brillo alrededor de la boca y las mejillas bajas al sol, tiene el mismo tipo de antecedentes fronterizos que yo. Los Burger emigraban al Transvaal cuando su bisabuelo tendía vías férreas a través de territorio indio. Corresponde a un accidente de nacimiento, eso es todo, que una tenga un abuelo que ha elegido un país donde sus descendientes pueden volverse ricos sin dudar de sus derechos, o donde el patrimonio consiste en descubrir por una misma mediante qué estilo de vida debe ganarse el derecho de pertenencia cada generación sucesiva, si es que puede ganárselo. Supongo que se le ha decolorado el pelo. Incluso puede tener mechones blancos mezclados en su espesura y nadie lo notaría. Probablemente cuarenta y cinco o más, en otros tiempos una chica grandota y de cara sonrosada que aún conserva los hoyuelos en el paréntesis que rodea su sonrisa. A veces, cuando sigue lo que alguien le dice, descubre sus dientes sin sonreír, un amaneramiento semejante a un gruñido complaciente. Noto esta costumbre porque es la única señal de la intensa sexualidad que esperaría encontrar en una mujer que siente la necesidad de pagarse un amante joven. Tú y Gaby —Madame Bagnelli y Madame Grosbois— coincidís en que éste es el mejor que ha tenido; no es ningún «putito» (utilizas las inversiones despectivas de las amigas lesbianas) como Vaki el Griego, su predecesor.

¿Qué ocurrió con Vaki el Griego?

Yo hago preguntas inesperadamente, como un niño que aprende de la tradición oral. Estoy empezando a entender que existe cierto espectro de posibilidades dentro de la órbita de un orden de vida específico; se reproduce en habladurías, en conversaciones íntimas ante mesas donde sólo caben los codos en el fondo del bar de Jean-Paul, en bulliciosas discusiones en las terrazas de la casa de éste o del otro. Vaki el Griego se fugó a América del Sur con el director de una empresa electrónica alemana al que ligó aquí mismo, en la aldea, en la place; Darby fue testigo de todo y se lo contó a Donna después que el putito desapareció con el Alfa Romeo que estaba a nombre de él, por cuestiones impositivas de ella. Didier es derecho (no sé si eso significa que no es bisexual) y aunque con toda razón espera ser tratado generosamente, no parece un ladrón… ¡jamás!

—Cuando se vaya, se irá, eso es todo —aprueba Gaby, avalando las palabras de Katya.

Didier conoce su trabajo. Sabe cómo complacerlas, a todas vosotras. Cómo complacer a Donna, aunque esto puede requerir cierta habilidad: a veces prescinde de su compañía instalándose en la torre de marfil de su juventud, para recordarle su confinamiento, y en otras ocasiones es un asistente personal astuto y altanero que discute en el garaje los precios que le cobran por las reparaciones, que la acompaña a hablar con sus abogados. Sea cual sea la relación entre ellos, percibo que nunca están tan unidos como cuando los encontramos antes o después de una de sus sesiones con los abogados, compartiendo la misma preocupación a la manera en que otros amantes se acarician por debajo de la mesa. Y hay ocasiones, perfectamente cronometradas, en que lo veo volver sobre sus pasos hasta la habitación que estaba abandonando, como con cierta premonición del significado del momento, para besarla una vez, en la boca, sujetándola de los brazos con expresión grave. Ella nunca inicia el movimiento de acariciarlo en público. Este debe ser uno de los acuerdos tácitos entre ambos, quizá para salvar las apariencias delante de las demás mujeres. Por medio de algún instinto sano, él sabe cuándo debe hacer hacia ella el movimiento que ella no puede darse el lujo de hacer hacia él.

Su profesionalidad se extiende a mí. El y Donna intercambian conmigo el saludo en la mejilla izquierda y derecha, como hacen todos los demás desde que llegué a tu casa, pero no coquetea conmigo del mismo modo que con las mujeres mayores que Donna. Heterosexuales o lesbianas, todas pertenecéis a una categoría que no la pone a prueba. Ese es el código. Un día especialmente caluroso en que estaban pintando el yate de Donna, Didier decidió venir con nosotras a nadar en una de las playas demasiado contaminadas para ella. Katya, Madame Grosbois, Solvig: entre ellas tan a salvo de demandas como ellas mismas. Si intento describírmelo a mí misma en una sola palabra, es para etiquetarlo de precoz: un chico cómodo con preocupaciones que van más allá de una prueba y de un esfuerzo sostenido. Que te hagan rico es envejecerte, si eres joven. En la playa, ni la sexualidad de su cuerpo —el bulto de los genitales convirtiendo en un escudo el bañador blanco— era agresiva. La noruega se quitó la parte de arriba del bikini, Madame Grosbois exhibió una barriga arrugada y floja por los partos de años atrás. La presencia del cuerpo de Didier no os avergonzó. Empiezo a ver que en realidad el pudor es una función de vanidad. Cuando el cuerpo ya no es atractivo, una expresión de deseo, destapar los pechos y la tripa es sencillo; os tumbáis como perros o gatos viejos y agradecidos por el sol. Sin intención de escandalizar.

Nadamos por un mar sin olas, con matices azul eléctrico: Rosa, Didier, Katya. Tú hablabas, llamabas y te quitabas fragmentos de plástico flotando como si creyeras, al igual que uno de los primeros navegantes, que por allí hay un borde del mundo sobre el cual serán transportados, interrumpiendo el ciclo global mediante el cual te liberas de los remanentes. Te cansaste y empezaste a flotar; Didier y yo nadamos alrededor de un pequeño cabo internándonos en una franja de aguas profundas y tocamos tierra entre rocas, donde me corté el dedo gordo del pie con una lata de sardinas. Hilillos de mi sangre caían al agua; cuando saqué el pie, desde abajo de un párpado de piel chorreaba un dolor rojo. Salté sobre los guijarros. No me había dolido después de la primera punzada, en el agua, pero al aire me ardía. Examinamos juntos mi dedo gordo; sangre; el recordatorio de la vulnerabilidad, la vida siempre bajo la amenaza de derramarse. Una pequeña ceremonia de hermandad carnal, cada vez.

—Necesitamos algo para vendarlo —dijo muy serio.

Dos personas con un bikini y un bañador: no podíamos. Sonreí… sanaría en seguida, el agua lavaría la herida cuando volviéramos nadando.

Debo mantener el pie en alto para invertir la circulación. Dije que no, no, estaba bien, el frío del agua restañaría la sangre.

—Pero te duele, ¿no? —cayó agua sobre él cuando se agachó con mi pie entre sus rodillas. La rociada en su cara se secó inmediatamente bajo el sol que atravesaba mis cabellos y gritó—: ¡Eh! —me dirigió una mirada de reojo.

Mi dedo desapareció de la exposición al dolor; lo sentí rodeado de una suave calidez. Como él tenía la cabeza inclinada, sentí antes de ver que se había llevado mi dedo a la boca. Ridículo… ridículo y al mismo tiempo sensual, como son tantos movimientos sensuales si los miras desde afuera. Pero fue hecho con tal confianza que lo comprendí exactamente como debía comprenderlo.

Al agacharse delante de mí, vi y sentí su cabeza, su lengua por así decirlo entre mis pies: lo sabía.

—¡Tengo el pie sucio! Di toda la vuelta al valle a primera hora de la mañana.

—Tu pie no puede estar sucio… acabas de salir del mar, Rose, dime… —lo tenía entre sus palmas como si fuera un conejo o un pájaro y sabía que lo sostenía así a modo de sugerencia.

—Venga, Didier. Debemos volver.

Me imitó con tono burlón:

—Venga, Didier, debemos irnos… Rose, es verdad que tus pies son un poco anchos, pies de campesina, pero tienes un ombligo hermoso como los que se ven en las naranjas… ¿por qué pones cara de circunstancias, por qué no podemos reír juntos? Rose…

—Conmigo, no, Didier.

—¿Contigo?

—No tienes por qué hacerlo.

—¿Qué quieres decir con eso? Yo no tengo por qué hacer nada. Hago lo que siento.

—Lo expliqué mal.

—Rose, estás hablando… ¿de qué estás hablando?

—Lo sabes. Si aparece una nueva mujer… una chica, entre las amistades, tú… Es lo mismo que ser amable con las mujeres mayores, es lo que corresponde.

—Pero nosotros somos jóvenes, Rôse —a veces parece copiar diálogos de los seriales de televisión—. ¿No es cierto? Es natural, êh? ¡Nosotros somos los únicos jóvenes! ¿Qué te ocurre?

Dije a este ser desconocido, como si lo conociera:

—Entonces crees que está mal, con Donna, que no es natural hacer el amor, vivir con ella.

Frunció el entrecejo con aire escéptico.

—¿Porque es mucho mayor? ¿Un sacrificio? ¿Te debe algo?

—¿Qué dices? Donna es una mujer generosa.

—A mí. Es como si creyeras que ella me debe entregar a ti.

Puso una boca semejante a las bocas de los querubines que soplan los cuatro vientos en los cuadros italianos de la colección de Solvig. Me han dicho que esta parte de Francia era italiana un siglo atrás; veo rostros que creía pertenecientes al siglo dieciocho o diecinueve.

—Ella no espera que no me gusten las chicas. Tiene que entender, êh? A ella le gustan jóvenes.

Si muestro curiosidad por ellos, por esta gente, tengo la impresión de que me lo permiten porque soy extranjera. Pero comprendo que se trata de que no tienen miedo a ser descubiertos, la naturaleza de sus motivos es compartida y discutida, porque todos aceptan la misma premisa: vivir donde hace calor, comprar, vender o tomar el placer sinceramente… de acuerdo con sus circunstancias. Reconocen como únicos imperativos la dependencia de una enmarañada red de amistades y la consagración a evadir impuestos siempre que sea posible, aprovechando al mismo tiempo todos los beneficios sociales que sea posible conseguir: descuentos, asignaciones, concesiones y pensiones sobre las que siempre discuten, ya sean ricos o pobres.

—¿Entonces todo va bien?

El seguía jugando con mi pie, pero uno de los guijarros grises de la playa le habría dado igual.

—Está bien. Nos llevamos muy bien. Como sabrás ella es una buena comerciante. Cuida su dinero. —¿No sabe nada de Vaki el Griego? Claro que lo sabe; lo que ocurrió es un riesgo calculado en relaciones de la categoría que entabla con Vaki y él mismo: estoy aprendiendo—. Sabe cómo disfrutarlo. He dado la vuelta al mundo. Vamos donde queremos.

—¿Y eso llena toda tu vida?

—Haré otras cosas. Tengo algunas ideas.

Sus enfurruñamientos son una estratagema, entonces, un truco para llevar a Donna hasta un límite de recelo en sus previsiones para retenerlo. Este mantenido se siente libre: libre de serlo.

—Cosas que estarías haciendo si no estuvieses con ella.

—No necesariamente. Tengo un buen amigo en Estados Unidos… queremos montar en París lo mismo que tiene él en el Metropolitan Museum —meneé la cabeza: nunca había estado allí—, conseguir una franquicia para hacer reproducciones de arte con el fin de venderlas en los museos franceses. Gatos egipcios, imitaciones de joyas y esas cosas. Es un buen negocio. En Francia todavía no se le ha ocurrido a nadie. Lo importante es ser el primero… como en todas las cosas. Donna y yo estamos analizando la posibilidad de traer trufas por vía aérea desde un desierto cercano a donde tú… he olvidado el nombre. Nos reuniremos con un hombre en Milán por esta cuestión.

—Pero aquí no trabajas. ¿Sientes que ésta es tu vida?

—¿Por qué no? Tú también encontrarás a alguien. No puedes volver, êh?

—Katya debió decirte esto.

—Donna lo mencionó… supongo que hablan. Botswana, ése es el nombre del lugar. El hombre de Milán dijo que los nativos del desierto a veces no tienen qué comer salvo trufas, pobrecillos… ¡seiscientos francos el kilo! —empezó otra vez a entrelazar sus dedos en mis pies, dispuesto a darse a sí mismo la segunda oportunidad de excitarme—. Sé muchísimo… bueno, muchísimo no, acerca de tu lugar de origen. Yo soy de Mauricio, ¿lo sabías? ¡Casi África! Cielos… —estaba riendo—. Para mí no significa nada. Mugre. Pobreza. A veces me gusta alterar a Donna cuando le cuento que los perros, algunos perros de Port Louis tienen hernias aquí —contuvo el aliento para hundir su estrecho estómago— que les cuelgan hasta el suelo.

Volvió a reír mirándome, pero no vio al burro que todavía existe en algún lado.

—Donna se vuelve loca.

—No sé por qué Katya habrá dicho eso.

—África ya no es un buen sitio para los blancos. Lo mismo ocurre en las islas. Eso estaba muy bien cuando yo era un crío.

—Nací allí, es mi patria.

—¿Y eso qué importa? Lo que cuenta es el sitio donde puedes vivir como te gusta. Tenemos que olvidar aquello.

—Allí murió mi padre en la cárcel.

—¿Sabes por qué fuimos a Mauricio? Mi padre había colaborado con los alemanes y lo encarcelaron después de la guerra. La gente sólo habla de su familia si ésta estuvo en la Resistencia. Sí. Nadie pensó que tal vez los alemanes ganarían… no. ¡Donna me ha hecho jurar que no se lo contaré a nadie! Ella es canadiense y no entiende nada de esto. Conozco algunos a cuyas madres les afeitaron la cabeza por acostarse con alemanes. Tenemos que olvidar todo esto. No es asunto nuestro. Yo no soy mi padre, êh?

Me ayudó a entrar en el agua haciéndome apoyar el brazo en su cuello. No había nada sexual en esta proximidad; era la cercanía de las confidencias común a todos vosotros, los amigos de la aldea… las mujeres divorciadas y las que habían enviudado —como Madame Bagnelli— de sus amantes, las viejas lesbianas y los jóvenes homosexuales. Cuando llegamos hasta ti en la playa él debió de recordar mi estupidez por no haber aprovechado tan fácil oportunidad de hacer el amor; se mostró frío conmigo y arisco con Donna cada vez que nos encontramos en los días siguientes. A veces hace un amago de caricia cuando paso a su lado, pero sólo lo hace para ver si reacciono. Es un ademán guasón e incluso despreciativo.