De haber sido negra, al menos mi color habría indicado que provenía de África. Incluso a trescientos años de distancia, que era una negra norteamericana, pero allí nadie podía saber de dónde vengo, Nadie en París… excepto mi prima, naturalmente. La hija de tía Velma y tío Coen con quien comparto el nombre de nuestra abuela. Ella estaba en París vendiendo naranjas sudafricanas en alguno de esos edificios que se ensanchan como una proa desde las estrechas perspectivas donde se unen dos calles en forma de «V», la única noche que di un paseo. Podría haber buscado la dirección de la junta de Frutos Cítricos en el listín. La boerevrou[15] con el broche que indicaba cuál era su grupo turístico y que iba a mi lado en el avión, observó mientras charlábamos en nuestro idioma que es lamentable que los afrikaners no viajemos más. Pegados a la tierra, dijo. Es cierto, por una razón u otra. Ella a los cuarenta y tres (me confesó) y yo a los veintisiete (me lo preguntó) íbamos a Europa por primera vez.
Sabía a través de los libros y de conversaciones con gente como Flora y William que me encontraba en el barrio donde iban los turistas porque allí habían vivido pintores y escritores del siglo diecinueve cuyas vidas y obras se popularizaron románticamente. Ahora miles de estudiantes parecen ocupar sus cuartuchos de hotel y guaridas; rubios y gitanos en un alarde de pobreza que los pobres se empeñan en ocultar, van con sus botas de pescadores o descalzos entre la multitud, mientras en la granja de tío Coen la gente guarda los zapatos para los domingos. Chicas y muchachos cuya época es la mía, discuten a fondo sus vidas con la misma naturalidad que los relojes hacen tictac, pagando diminutas tazas de café al precio de una bolsa de harina de maíz, bebiendo vino ataviados como guerrilleros que sobreviven en el monte con un vaso de agua por día. Sombrías escaleras, pequeñísimos balcones inclinados, infinitos palomares de buhardillas casi todas a oscuras: todos están en la calle. Caminé por donde ellos caminaban, giré donde ellos giraban, acompañando a éstos o a aquéllos durante unos metros o una manzana. Se encontraban y besaban, se besaban y se separaban, comían delgadas crepés hechas en un puesto resplandeciente como una fragua, compraban periódicos, se pavoneaban para ligar. Si bien los estudiantes no siempre son reconocibles, sin duda había otros que se vestían como si lo fueran, e incluso otros que deseaban que los tomaran por la idea que tenían de cómo eran los modelos, actores, pintores, escritores, directores de cine. ¿Cuáles eran empleados y cuáles camareros en sus horas libres? No podía saberlo. Sólo los putos profesionales, maquillados y lo bastante altivos para estremecer e intimidar a los clientes en perspectiva, son lisa y llanamente lo que son: hombres que conservan la insignia sexual de lo femenino, criatura extinta en las preferencias de los suyos. Uno se paseaba arriba y abajo delante del café donde yo estaba sentada con la bebida que había pedido. Usaba un abrigo largo de ante color verde suave, abierto en su diagrama desnudo y rodeado por un cinturón plateado, con su rostro de una belleza inhumanamente estilizada en la expresión de un ser mitológico. Si yo hubiera sido hombre me habría acercado sólo para ver si de su boca salían palabras como las de cualquier ser común y corriente.
El Boulevard Saint-Michel era mi mojón para volver al hotel con su vestíbulo adornado de dorados y cristales y la habitación del tamaño de un armario para ropa vieja con el bidet que olía a orina. Seguí deambulando por calles laterales hasta ver gente arremolinada en las suaves luces de colores de pequeños restaurantes y casetas con brillantes dulces pegajosos y brochetas de carne lívida. Debajo de los caídos edificios abultados de este país de calles entremezcladas había una especie de bazar oriental, más parecido a la idea que yo tenía de un zoco, donde tampoco había estado nunca. Música de bouzouki entretejida por encima de las cabezas de gente que formaba sociales colas ante pequeñas salas cinematográficas cavadas en edificios ya existentes. Las calles adoquinadas y de nombres hermosos estaban cerradas al tráfico; desde el empinado extremo de una que se llamaba Rué de la Harpe, una multitud retrocedió para formar un círculo abierto en el que vi a un hombre de cuya boca saltaban llamas que se enrollaban en una feroz proliferación de lengua. Me vi llevada hacia la multitud, lentamente masajeada por movimientos de hombros. Todavía había cabezas delante pero logré ver al hombre con sus ansiosos ojos de circense evaluando al público mientras se convertía en un dragón con un trago de gasolina y un leño encendido. Brincaba en mi fragmento de visión entre collares, cuellos y cabelleras. Estaba encerrada en este afable apretón de desconocidos que no eran una turba pues no les unía la hostilidad o el entusiasmo, sino una leve curiosidad y la disposición a ser entretenidos. No pude seguir avanzando fácilmente hasta que decayó su interés, pero el enclaustramiento no era claustrofóbico. Nuestras cabezas estaban al aire libre de una noche de color melón verdoso; sostenida por esta gente que murmuraba y reía en su rápido, despectivo y coqueto idioma, miré los tejados y cañones de chimeneas y antenas de televisión tan negras y afiladas y unidimensionales que parecían tocar las notas de un compás metálico y ser tragadas por los cielos parisinos. Cercana a estos cuerpos me sentía cómodamente ignorante de la individualidad, y sabedora de que no me conocían individualmente al instante experimenté la ligera y veloz intimidad de un movimiento sólo a mí dedicado. Con la misma rapidez mi mano bajó hacia esa especie de caricia; apreté —mientras se deslizaba entre la aleta de mi bolsa en bandolera y mi cadera— una mano.
La aferré con firmeza.
Los dedos apretados se extendieron en vano y los nudillos se inclinaron hacia adentro a través de la palma hasta la curva de mi sujeción, imposibilitados de cerrarse en un puño. El brazo de encima de la mano no podía liberarse de un tirón porque estaba apretado hombro a hombro con el mío, el cuerpo al que pertenecía el brazo estaba contra el mío.
Todavía unida a esa mano que no veía, me volví para enfrentar el rostro de aquel a quien debía pertenecer. Entre esa muchedumbre de desconocidos en esta ciudad de Europa, entre franceses y escandinavos y alemanes y japoneses y norteamericanos, ojos azules y rizos rubios, palidez latina, libaneses letárgicos y fogosos griegos, el viejo vietnamita de cutis terso y cráneo delicado que pasó a mi lado inadvertido, los árabes con cascos de flexible pelo oscuro, labios pardo claro y un color rosa casi escocés en los pómulos a quienes había identificado escuchando su farfulleo de oráculo en las calles por donde anduve… entre todos ellos un negro había sido codeado, empujado, hasta situarse a mi lado. La cara era joven y tan negra que los ojos, separados en aberturas tensas, eran todo lo que podía distinguirse en él. Globos oculares de ágatas en los que se rastrean diluvios y cataclismos volcánicos; los pequeñísimos vasos sanguíneos se adherían al blanco en la forma fosilizada de un helecho. De no haber sido negro habría tenido el mismo aspecto que todos los demás: escéptica o aburridamente absorto en el espectáculo del tragafuegos. Pero esa cara no podía negar la mano en anónima confesión con rostros similares. Era lo que era. Y yo era lo que era, y nos habíamos encontrado. Al menos así se me apareció esta consabida cuestión del carterista y su víctima, eso es todo, nada salvo una estúpida turista con una bolsa, que merecía ser descubierta.
Una punzada movió un músculo junto a la nariz recta y ancha. Fingí ser inocente de contemplar la cara de un desconocido. El llevaba alrededor de su cuello negro y delgado una cadena con granos semejantes a guijarros, de la que colgaba un diente de animal latiendo al ritmo de su corazón, una de las baratijas de mi tierra que durante el día había visto vender a negros como él, collares de granos, toscas máscaras y billeteros de víbora, produciendo tamborileos del África Occidental en las Tullerías, para atraer clientes. Oí o sentí caer algo. Le dije… no sé qué le dije y fue en inglés, por supuesto, o tal vez en afrikaans (porque ése era el idioma que había hablado en el avión y mi lengua seguía acoplada a ese centro del habla). De todos modos no me habría comprendido, aunque no hubiese estado ensordecido por el miedo, porque no le hablé en francés ni en fulani o lo que fuera que tenía significado para él. Y si hubiese apelado a la gente que nos rodeaba… tampoco habrían comprendido. Yo no conocía el francés, no tenía las palabras necesarias para explicar esa mano en la mía.
Lo solté. Lo dejé ir. No podía correr.
De algún modo logré agacharme y palpar en busca de mi monedero o mi cartera con traveller’s cheches o mi pasaporte. Entre una multitud de pies encontré una pequeña libreta negra; él había tocado cuero e intentó robarme la libreta de direcciones en la que, de cualquier manera, estaba adiestrada para no apuntar nada más valioso que direcciones de hoteles y de oficinas del American Express. Seguíamos cerca. El miedo que me tenía se combinó con una presencia de confabulación y desdén; porque si no lo había denunciado mientras lo tenía sujeto, ahora que lo había soltado nadie me creería. Era un secreto entre nosotros en medio de los demás; nos encontrábamos en una posición ridícula, hasta que muy despacio —no podía darse prisa como un ladrón— dio la impresión de que volvían a empujarlo, a llevarlo a la deriva, en un movimiento de hombros que se mecían en una aspiración de décima mano, alguien con una chaqueta que alguna vez fue color ciruela, con el corte que aquel día había visto en un joven francés vestido como creía que vestían los ricos y prósperos.