El toldo de seda del mar matinal se inclinaba, sujeto a puertos donde las embarcaciones husmeaban hogareñas como animales en un pesebre; el antiguo fuerte de Vauban se agazapaba hacia las aguas; dos edificios en forma de S descollaban en escorzo a éste y al otro lado del ala, y volvían a elevarse. Montañas azul lavanda con un rostro de espuma caracoleado, secuela de la nieve del último invierno, bosquejaban un horizonte diagonal a través de las ventanillas semejantes a peceras. Prosaico, el avión se posó en la pista mientras las gaviotas (a través del cristal convexo bajo una artillería de gotitas) arrostraban resueltamente el mar.
Los pasajeros que se dispersaron desde el último peldaño de la escalerilla del avión iban deprisa, pero su andar parecía lento, las piernas no los llevaban, eran vistos a través de la irresolución horizontal de una lente telescópica. El último momento prolongado anterior a que alguien sea reconocido: una mujer dejó caer en su boca la gota de azúcar disuelta asentada en el fondo de un dedal de café exprés y permaneció de pie ante la cristalera. Sus ojos contenían a las figuras en movimiento, su expresión se convirtió en una ofrenda igual a un ramo de flores, la cabeza adelantada a una postura de tensa curiosidad.
Salió del bar y caminó a paso vivo hacia el reducido gentío reunido al otro lado de la barrera de las cabinas de control de pasaportes. Entre los elegantes homosexuales con cuerpos de veinte años y rostros idénticos a estatuas de cuyo original sólo se perpetuaban las cabezas, la rubia con los pezones llamativos a través de la camisa, el joven con un gato siamés sujeto con una cadena, las mujeres bien conservadas con collares de oro y pantalones de piel de tiburón acompañadas por maridos y caniches, los exigentes niños norteamericanos con el pelo dorado y húmedo, las abuelas vestidas de negro asistidas emocionalmente por las hijas, y los bebés llenos de volantes en brazos de padres jóvenes con chaqueta de piel, tenía que ser ella: pómulos redondeados, toques de azul brillante bajo las pestañas cuajadas, párpados arrugados y maquillados, cabellos tornasolados. La del cuello que ascendía con elegancia a pesar del pecho grande aunque era baja en medio de la acogedora multitud… robusta, y cuando se le veían las piernas tenía las duras pantorrillas abultadas y los tobillos descarnados de una ex bailarina.
Su mirada recorrió la cola apiñada detrás de las cabinas de inmigración, descartando a algunas, pasando por encima una vez y retornando, singularizándola. Estaba observando la llegada de una chica cetrina, serena, fatigada. La chica tenía el pelo rizado —era morena—, dio un vistazo a la mandíbula, a la forma de la boca (eso era: la expresión de la mujer se profundizó), aunque de ojos claros y luminosos, no era la que buscaba.
Se habían visto. La compenetración entretejió una hebra por la que se atrajeron mutuamente mientras la chica esperaba su turno; casi en la cabina de inmigración, ahora en la cabina, ahora poniendo el pasaporte verde sobre el mostrador para que un funcionario lo cogiera por debajo del tabique de cristal, de repente inclinada para hundir la mano en la hinchada bolsa de bandolera (¿alguna dificultad?, ¿faltaba algún documento?… la mujer estiró el cuello, de puntillas). La cara con los ojos bajos de alguien que es vigilado. Una sonrisa lateral casi imperceptible a la mujer que observaba. (Ningún impedimento; sólo el habitual sobresalto del viajero que cree recordar algo demasiado tarde). La chica estaba metiendo el pasaporte verde en un bolsillo de la parte exterior de la bolsa. Cerró con firmeza la cremallera. Siguió adelante, estaba dentro: admitida. En los pocos metros que las separaban, a través de la barrera, la vio de pies a cabeza, ahora libre de la multitud: una chica menuda con un cuerpo sexy no reconocido (la madre nunca había hecho caso de su propia belleza, la consideraba poco importante), cubierto por el inevitable conjunto de tejanos aunque nunca, ni en mil años, habría pasado por una de las jóvenes que se ven en los yates, en los hoteles y las villas con la misma vestimenta. Bonita. Pero no juvenil. El rostro de una chica que parece una mujer.
Las comisuras blandas pero los labios apretados, los ojos extrañamente luminosos fijos en la mujer con expresión de asombro, como si la chica dudara de su propia existencia en ese momento, en ese lugar.
Nunca se habían visto con anterioridad. Las gastadas alpargatas color lila de la mujer avanzaron resueltamente para darle la bienvenida. Ella abrió los brazos en un placaje amplio y sus labios se abrieron: sonriente, sonriente.
El avión en que embarcó Rosa Burger iba rumbo a Francia. El destino de su billete era París, pero después de dos noches en un pequeño hotel donde deshizo la maleta volvió a embarcar en la dirección de donde había llegado, el Sur, Niza. Allí la recibió, una hermosa mañana de mayo, Madame Bagnelli, que de muy joven había asistido al Sexto Congreso de Moscú, había sido o intentado ser bailarina y había estado casada con Lionel Burger. Tenía un hijo de él que vivía en Tanzania, al que no veía desde sus tiempos de estudiante; ahora llevaría a la hija de Burger a su casa, en una aldea medieval conservada para ganar dinero con los turistas, donde —había oído decir a la gente que la conoció en Sudáfrica— llevaba viviendo muchos años.
Habló todo el camino por encima del ruido del viejo Citroen en el que se había instalado como una gallina sentada. El coche daba una impresión de velocidad superior a su capacidad, debido a su estilo de conducción y a la vibración de ventanillas que se abrían como alerones. Había experimentado la terrible sensación de que no era el día que correspondía, de que debía haber ido ayer al aeropuerto… había revuelto toda la casa para verificar la fecha en la carta, guardada con tanto cuidado que no logró encontrarla. Por eso estaba tan excitada, aunque aliviada al verla…
—Me había dado el número de teléfono.
—Sí, pero temía que si llegabas y no me veías allí… volverías a marcharte. Estaba tan preocupada.
Cambiando de carril en carril junto a un paseo marítimo, ráfagas de conversaciones en otro idioma, escenas de vidas inimaginables en el espacio de una ventanilla y la pausa ante un semáforo, palmeras, olorcillos a turrón de almendras que contrarrestaban el del monóxido de carbono, adelfas rosadas, pescados relucientes en una tienda abierta a la calle, banderines ondeando alrededor de un mercado de coches usados, viejos con gorras con borlas agachados para coger una pelota, carteles pronunciados mudamente…
—Ah, eso… fuerte, chateau, la misma cosa, todos los castillos eran fortificaciones. Eso es Antibes. Iremos algún día… allí está el museo Picasso. Santo Cielo, ¿qué está haciendo ese tipo?, quel con, Dios mío, ça va pas la tête, êh? Estos chicos de las motocicletas atacan como avispas, son las doce, por eso el centro está hecho un infierno, todos corren a sus casas para almorzar… no te preocupes, llegaremos, sólo tengo que parar a comprar pan. ¿Tienes hambre? Espero que tengas mucho apetito. ¿Prefieres lechuga o berros? Decídelo tú. Nos queda de camino… no pienso tratarte como si fueras una visita.
Salió de la panadería y pasó una barra de pan a través de la ventanilla. Al llegar a la verdulería de al lado se volvió para sonreír a su pasajera. En el ínfimo papel de seda que lo envolvía, el pan crujió bajo la presión de la mano de Rosa Burger; lo olió como si fuera una flor; la mujer sonrió de oreja a oreja y por medio de gestos le indicó que podía darle un mordisco. Chicos en guardapolvo eran arrastrados por bruscas jóvenes o viejas en zapatillas, que obstruían la acera mientras comadreaban. En algunos balcones los hombres almorzaban en camiseta. Las mesas de afuera de un bar eran diminutas islas alrededor de las que se saludaba la gente con un beso en cada mejilla. Rosa Burger iba en el coche como una efigie a la que llevan en procesión. Fuera de la ciudad, más allá de los viveros de plantas y las fábricas de cemento, la claridad sobre las nuevas hojas de las vides encogidas como inválidos, olivos de copa gris sobrevivían entre las villas, el mar aparecía y desaparecía de curva en curva.
—Me lo dijeron por teléfono, un avión directo esta noche, de modo que pensé, Dios mío, tengo que… después me dije a mí misma: deja de liarte… Me alegro de que hayas llegado antes de que se acaben las peras y las manzanas… mira… allí, ¿sabes de quién es esa casa? Allí vivió Renoir.
Una frágil espuma teñida de verde hormigueó sobre árboles ahuecados como copas de vino. ¿Dónde, dónde? La chica contemplaba un día sin mojones. En cuanto algo era señalado quedaba atrás; para la conductora todo era tan conocido que veía lo que ya no era visible. El coche empezó a corcovear por una empinada cuesta de grava entre los discretos parques de bosques ribereños europeos, los costados del camino tapizados de flores cenicientas por el polvo. Como el mar, un castillo aparecía y desaparecía a cada curva.
—Pobrecillos, más latas que peces en nuestro río en estos tiempos, pero siguen intentándolo. En realidad, a veces ves a alguno con un par de pececillos…
De pronto surgió un castillo de libro infantil ilustrado en la cumbre de casas y muros grises y amarillo yema, elevándose desde los bloques de apartamentos que cubrían el valle como inmensos transatlánticos blancos atracados en mares distantes. Toldos pandeados; gente inclinada en actitud ensoñadora dejando pasar el coche a través de sus ojos, una imagen como la del espejo convexo instalado en el cruce sin visivilidad. Las persianas estaban cerradas: desconocidos imposibles de conocer al otro lado. Una mujer en un velocípedo con un chico al que le colgaban las piernas a través del enrejado del portaequipajes se puso a la altura del coche, saludó tambaleante y aceleró, adelantándolas.
—Es la que me limpia la casa. La conocerás el martes, vaya infierno con ese crío, de bebé se meó en mi cama. ¡Para no hablar de cuando empezó a gatear! Se metía en todas partes, mis papeles y mis libros siempre tenían migas de galletas… ¿Tú que opinas? De los niños, quiero decir. Supongo que soy abuela, pero hace tanto tiempo que no trato con… ¿Cuántos años tienes tú, Rosa? Anoche estaba pensando… ¿cuántos años puede tener esta chica? ¿Veintitrés? ¿No? ¿Cerca de los veinticinco? Siete… Dios mío.
Una mujer con su cabellera de oropel al sol se apoyó en un bastón para dejarlas pasar. Un hombre maduro con la barriga desparramada sobre los tejanos hizo un gesto con la pipa; la chica, con una sonrisa de persistencia oriental, mantuvo alejado del coche a un perro de aguas que retozaba a su alrededor sujeto de la trailla: la conductora saludó a todos con la mano sin mirarlos.
—Tu habitación está en lo alto y te advierto que tendrás que subir muchos escalones… pero tiene terraza, en realidad es la azotea de la casa vecina pero me autorizaron a restaurarla. Pensé que te gustaría salir al despertar por las mañanas. A tomar el sol, lo que quieras. Lejos de mí o de cualquiera, un lugar personal. Aunque si lo prefieres puedo dejarte el cuarto más pequeño del primer piso. Bien, ya verás… un embrollo de casa como las demás, toda la aldea es una conejera, cada una está construida contra la siguiente, si mis cañerías no funcionan tengo que ir a la casa vecina para descubrir la fuga… Debes decirme si prefieres instalarte abajo. Pero la habitación que te ofrezco es contigua a la mía; a mi no me importa, pero quizá tu… claro que podríamos cerrar la puerta de comunicación, por supuesto. La de arriba es la que usaba Bagnelli cuando estaba en casa… Debo decirte que murió hace cuatro años. Fueron quince años. En realidad nunca nos casamos, pero todo el mundo…
El coche frenó bruscamente, un antebrazo bronceado con manchas color té se estiró para impedir que Rosa cayera hacia adelante.
—¿No te lo dije? ¡Ya estás aquí! El día y la hora que corresponde. ¡Puros nervios! ¡En qué estado se encontraba Madame Bagnelli por tu llegada! Tuve que correr tras ella con los huevos que se dejó esta mañana en la épicerie. A mí no me pareces tan impresionante —una voz de hombre con la precisión de un vicario de teatro inglés, y una larga cara imberbe bajo una visera con galones de capitán inclinada hacia la ventanilla.
—Sí, sana y salva… Rosa Burger, Constance Darby-Littleton. ¿Piensas subir la colina a pie?
—Por supuesto que iré andando. Es mi paseo higiénico. Creí que ya todos conocían perfectamente mis costumbres —hendiduras azul noche entre párpados hinchados, sin blancos ni pestañas, que pasaban de la conductora a la pasajera como los ojos mecánicos empotrados en esos relojes antropomórfícos. El coche pasó al nivel de sus pechos de matrona caídos bajo la camisa a cuadros.
En un aparcamiento cavado debajo de los árboles, un Baco joven y gordo, con botas camperas manchadas de cemento, saltó de una furgoneta cargada con tejas y marcos de ventana rotos.
—Madame Bagnelli —voces altas e indignadas, risas; no era necesario dominar el idioma para deducir que eran un trabajador y una clienta que reanudaban una larga disputa.
—¡Vino y no pudo entrar! ¡Qué le vamos a hacer! He pensado tantos días para nada… Ahora no lo veré en seis semanas y después de una docena de llamadas telefónicas. Tiene que poner un suelo en mi cave, mejor dicho en el hoyo de basura que con un poco de suerte llegará a ser una cave. Se llevará todo lo que encuentre allí.
Retuvo el coche con el embrague en lo alto de la espiral donde el camino se bifurcaba ante una muralla. El castillo mostraba ondulantes gallardetes de naciones no identificadas. El coche se anunció con un alegré bocinazo de advertencia al doblar a la derecha. Se aproximaron unas mechas grasicntas y un bello rostro de enamorado.
—Madame Bagnelli —el hombre separó tres cartas de la saca de correspondencia y se las entregó; se dieron las gracias mutuamente, como si lo hicieran por el placer de hablar su idioma.
Rosa Burger fue presentada por un nuevo nombre, con el acento en la última sílaba: la amiga —¡llegada desde África!— que recibiría su correspondencia en este domicilio.
El coche giró después de dejar atrás al cartero, hacia un pequeño callejón con pendiente que subía hasta terminar en dobles puertas tachonadas que bloqueaban el paso; estuvo a punto de apearse para abrirlas por primera vez hacia la casa donde le dijeron que dormiría, escaleras arriba, en una habitación con terraza: por el momento no había nada detrás de ese portal con su botón del timbre y la tarjeta debajo de una ranura de plástico, Bagnelli.
—¿Cómo la llamo?
—¿Que cómo me llamas?
—¿Debo llamarla Madame Bagnelli o…? —se llamaba Colette, «Colette Swan». «Colette Burger».
La mujer apoyó los brazos en el volante y de repente se relajó, volvió la cabeza con una expresión de astuta complicidad voluptuosa, encerrándose en la pregunta tímida e intrascendente como una forma inerte pero electrizada que podía cobrar vida con un contacto.
—Katya. Llámame Katya y de tú.
En la puerta había un enorme girasol seco en forma de estrella fugaz y una nota pegada con celo. MADAME BAGNELLI URGENTE y signos de admiración, todo subrayado. La puerta se arrastró chirriando sobre el patio empedrado, un olor a humedad fría y un perfume jamás olido. Cuando la puerta se abrió de par en par y entró la maleta, rozó la cara de Rosa Burger: lilas, auténticas lilas europeas.
—Bla-bla-bla; bla… esto puede esperar. ¿Por qué demonios debo telefonear?, nada más llegaré —la nota voló hasta un cesto de paja—. ¿Quieres subir directamente? No… Entonces dejemos todo por aquí. Tengo un poco —atmósfera multicolor, frondas fuera de foco y un horizonte marino que se balanceaba en los paneles de cristal irregulares—, sólo un poquitín de algo preparado —la puerta de cristales se abrió de golpe, la recién llegada salió a una frondosa repisa de sol, ofrecida al mar de mediodía entre el cielo y terraplenes de pequeños árboles oscuros decorados con naranjas. Olió a gatos y a geranios. Las primorosas villas de juguete de los muertos en un escarpado cementerio atraían sobre sus fachadas la luz que despedía el mar. La sintió en las mejillas y en los párpados. Vi… vio una grieta en un recipiente blanco, que en realidad era una fila de hormigas, un diminuto bote que hacía una muesca del tamaño de una uña en las aguas, vio la vena varicosa serpenteando en la corva de la ex bailarina cuando dejó sobre la mesa la bandeja con la botella de champagne en un cubo.
Bebieron apoyadas en la balaustrada, grandes espacios de mar abierto que absorbían el ventoso tartamudeo de las motos y el zumbido de los engranajes de camiones, música y voces entremezcladas, desde otras terrazas y balcones. De vez en cuando llegaba un tintinear a Rosa Burger: una vez la repentina carcajada burlona de un hombre, el ladrido de un perro que tiene a un gato acorralado, el grito de una mujer llamando a alguien que se alejaba en coche. Todo chocaba suavemente contra ella; la palma de su mano sintió el frío inane de la copa y su lengua el frío vivo del vino. Se sentaron en sillas inclinadas, con los pies en la balaustrada, entre cascadas de geranios y adormiladas plantas crasas con grandes abejas europeas a rayas. La mujer bajó el talón de las alpargatas y pasó el arco de su pie descalzo sobre la cabeza y el lomo de un gato de la isla de Man. (No es mío pero le gusto más que su dueña). Una vez fuera de las botas, los pies de Rosa se sintieron libres de opresiones y marcas; se arremangó los tejanos hasta la rodilla. La mujer le estaba contando la historia de la aldea, con la satisfacción de quien se proyecta a sí mismo en la impresión que debe causar a quien nunca ha visto nada parecido.
—Una nobleza de señores que vivían del robo, desde las cruzadas hasta los casinos, un señorío feudal, digo soberanía… éstos no eran reyes —rieron al unísono, como mujeres en el serrallo—, la explotación feudal —los términos salían a la manera en que un antiguo soldado usaría las pocas frases que recuerda de una campaña en el extranjero, cuando encuentra a un nativo de ese país— hasta los tiempos de la revolución francesa. Ese inmenso jardín con cipreses e higueras, a nuestras espaldas, debajo del castillo, tienes que haberlo visto desde el coche… era un monasterio. La casa de mi amiga Gaby Grosbois forma parte de las pocilgas de los monjes. Pero después de la revolución los nuevos empresarios industriales y hombres de negocios compraron estas propiedades de la iglesia por nada y las usaban como casas de campo, vivían como aristócratas. En estas latitudes, durante nuestra guerra la Resistencia tenía sus cuarteles generales en los sótanos. Oirás todo tipo de relatos, les encanta que aparezca alguien que nunca los ha oído… todos fueron héroes de la Resistencia, si les crees… pero hace pocos años, todavía vivía Bagnelli, no, fue poco después… iban a convertirla en hotel, un actor estaba interesado en hacer la inversión. La operación no prosperó. Ahora pertenece a un traficante de armas, aunque nunca aparecen por aquí, nadie los ve… el viejo matrimonio Fenouil cuida el jardín. Los señoríos cambian de nacionalidad… ahora son los japoneses quienes compran grandes propiedades por aquí; los norafricanos son los siervos que hacen los caminos y viven en sus bidonvüles… ilegales. Y la gente como yo —riendo— logra sobrevivir en una situación intermedia —el gato seguía deslizándose bajo el pie arqueado—. Imagino cómo te habrán criado —los ojos cerrados y sonriente, echó la cabeza atrás un momento para que el sol le diera en la cara—, pero aquí te olvidas de las categorías de utilidad social… Dios mío, nadie entendería de qué demonios estoy hablando. Aunque por otro lado supongo que te sorprenderá ver que cualquiera hace cualquier cosa; nada se considera indigno —en un movimiento de vaivén el gato se dejaba rastrillar por las uñas de los pies pintadas de castaño—. A veces cocino para los norteamericanos, en verano, conozco la clase de comida francesa que les gusta. Solvig me paga para que le pase la aspiradora a los libros y para que guarde en cajas su ropa de invierno una vez al año. Es amiga, pero como viuda de un importante editor noruego, tiene mucho dinero y por lo tanto… Atiendo la ferretería local las dos semanas de enero que todos los años se toma la propietaria para ir a esquiar. Un agujero pequeño y frío donde se venden rollos de papel higiénico y platos de plástico… cuando los franceses se concentran en ganar dinero ni se les ocurre proporcionarse comodidades. Otros amigos, un pintor griego y su novio, trabajan en el hipódromo cuando empieza la temporada. Pero allí no contratan mujeres. También remiendo muebles viejos… «restauración de antigüedades» suena más elegante, ¿no? A veces tengo la oportunidad de dar clases de inglés… y enseñé danza en el Hogar de Juventud hasta que me puse tan gorda que las tablas del suelo crujían.
—¿Y tu marido? ¿Qué hacía?
—¿Bagnelli? —un largo a-a-a-a-ah, divertido, en lo tocante a cuestiones que ni siquiera podían explicarse en la fácil lucidez del vino y el buen tiempo en una comprensión mutua de media hora—. ¿Sabes qué era cuando lo conocí? ¡Capitán de la marina francesa! En Toulon. Pero aquí hizo montones de cosas costa arriba y costa abajo: comerciante en vinos, en una ocasión carreras de automóviles, una mina de estaño en Brasil… ¡cielos!, y siempre yates, yates. Tenía participación en los beneficios o eso le prometían. Los botaba para otros, incluso los diseñaba…
—Yo compartí una casita con alguien que pensaba dar la vuelta al mundo. Pero ver cómo construyen un yate en un patio, a seiscientos cincuenta kilómetros del mar…
—¿Tú? —la mujer sonriente se permitió mirar a la chica tal como deseaba desde que la conoció en el aeropuerto.
Disolviéndose en el vino y en el placer de los aromas, paisaje y sonidos que existían por su cuenta, sin relación con nada ni con nadie, la sensación que Rosa Burger tenía de sí misma era ociosamente objetiva. El mar, la sangre que palpitaba suavemente en sus manos colgadas de los brazos de la silla, el tiempo únicamente como el reloj de sol de las sombras que avanzaban por las paredes, todo imbricado sin bajamar ni pleamar, sin distinción de lo interno y lo externo.
—… es como alguien encarcelado. Todo lo que podría ser o hacer… pero no funcionó. Encerrado. Sin acceso al mar.
—¿No viste su botadura? Cuando se deslizan en el mar… sí, es maravilloso, como si cobraran vida… yo solía llorar —la mujer adquirió una brillantez líquida en los ojos, un atractivo del pasado. La carne perfectamente lubricada y bronceada entre sus pechos se arrugó brillante bajo la presión de los brazos cruzados, como una piel que forma un líquido refrescante y graso—. Dime… ¿me conocías? O —una sonrisa considerada de la chica—, o… te diste cuenta de que yo reconocí quién eras tú y entonces… Quiero decir si alguna vez viste una foto…
—Cuando revisé las cosas de Lionel. Había una o dos tomadas en Inglaterra y en Rusia. Maldición, tendría que haberlas traído. Las de la Unión Soviética se reconocen de inmediato, aunque el fondo no dé ninguna pista. Lo mismo ocurría con las de mi madre. ¿Conoces a Ivy Terblanche? ¿A Aletta?
—Las conocí a todas, a todos ellos. ¡Hace tanto tiempo!
—Mi madre con Aletta en una estación ferroviaria, con ramos de flores. Enseguida notas cuáles son las rusas… Todos vosotros parecíais tan exaltados.
—Sí, sí —una risilla que fue un lamento—. Como admiradores de una estrella pop. Venga, nos repartiremos la última gota. Aunque ya está tibio y el champagne tibio emborracha —se sentó con las rodillas separadas, olvidada de su barriga—. ¡Moscú, Moscú, Moscú! Hice una prueba con el Maryinsky. Eran unos tiempos maravillosos. Demasiado tarde, demasiado vieja, diecinueve o veinte y ya perezosa… pero se encapricharon con nosotros y lo pasamos muy bien. Sus fiestas duraban toda la noche; después exhalabas vodka como un dragón. Tuve que pedirle a la criada del hotel que cambiara las fundas de las almohadas… despedían vapores de vodka a causa de nuestra respiración. Nos perdimos sesiones enteras del maldito Congreso… bueno, una sesión entera. Lionel, ese padre tuyo —una pausa, auténtica o fingida, de incredulidad, mirando a la chica tendida en la silla—, les despachó un cuento convincente, explicó que habíamos estado levantados toda la noche preparando notas para un comité, en bien de la reputación del Partido. Te pareces a él. A pesar de los ojos. Tú no puedes darte cuenta porque piensas en él tal como es… como era. Pero en Moscú… lo veo cuando te miro. Cuando una ha vivido con diferentes hombres, vivido mucho tiempo, como yo, olvida pronto cómo eran realmente. Cuando te escribí después de su muerte, yo veía una figura pública… Mirándote a ti lo veo a él porque aquí está como realmente era en Moscú. Igual a tu padre… pero creo, diría, después de estar contigo exactamente… ¿cuánto? Una hora y media, después de tan larga relación, mi querida Rosa, yo diría que eres más tu madre. Sí. No la conocí bien… aunque en el Partido «todos dormíamos en el mismo colchón» (nunca lo olvidaré: una vez alguien nos escandalizó diciéndonos eso, alguien que había sido expulsado, naturalmente… Jamás olvidaré semejante blasfemia contra los camaradas). No podía conocerla bien… ella era muy joven. Debió de ser alrededor de 1941. Tu madre era, a simple vista, mi idea de una auténtica revolucionaria.
Estaba observando a la hija de Cathy, la chica sonreía rechazando con lánguida fascinación el juego de una atención que enseguida se desplazó.
—¿Yo con sombrero de campaña? ¿Calado hasta las cejas? Dios mío… —en cuclillas, las rodillas separadas como si estuviera sentada en el inodoro; nada en esta mujer revelaba la cara de mono tití que asomaba entre un sombrero de piel y un cuello de piel, los zapatos pequeños y puntiagudos junto a los de Lionel Burger al otro lado de la puerta del dormitorio del hotel. Risas y chácharas de espaldas o de frente, la figura sólida y ampulosa entraba y salía, preparando comida, entre habitaciones imprecisas y oscuras con objetos aún no vistos más que como formas, y el resplandor, el dulce murmullo de la aldea, en la terraza.
La inocencia y la seguridad de estar abierta a vidas cercanas era la emoción a la que se agregaba el champagne y más vino, bebido durante la comida. Todo el entorno de Rosa Burger, sólo tamizado por tracerías de verdor y ángulos de casas, gente comiendo o charlando, acariciándose, cumpliendo tareas… un hombre cepillaba madera y una pareja discutía, el susurro de voces tan poco amenazadas por la revelación como el crujido de las virutas al arrollarse. Gente que no tenía nada que ocultar, nadie a quien eludir, despreocupados de la intimidad por su abundancia: dejándose estar. La comida era deliciosa y despertó un nuevo placer: el de la gula. Rosa Burger no sabía que era capaz de comer tanto, pero el gato de Man olisqueó las espinas de pescado fragantes de hierbas como una oferta cotidiana. Llegó una inglesa con el sombrerito ceñido, el pañuelo de gasa y los guantes de quien se mantiene a la altura de un nivel pasado. Se anticipó a la posibilidad de no ser bien recibida adoptando el aire de quien tiene en mente cuestiones más importantes que la invitada de su amiga, y mostrándose demasiado atareada como para que esperasen que se quedara.
—Tengo una cita en el banco.
—Ya sabes que el banco no abre hasta las tres. Venga, Alice…
—No se trata únicamente del banco. Tengo montones de ocupaciones.
—¿Por ejemplo?
—No te entrometas en mis asuntos, Katya.
Madame Bagnelli rió mientras servía el café.
—Si tuvieras alguno me moriría de curiosidad. Aquí tienes, Alice, tal como te gusta, fuerte y en una taza fina. Vimos a Darby camino de su almuerzo líquido.
—¿En el bar que venden tabaco?
—No, en la colina.
—Ah, sí. Debió de bajar a la aide sociale por la cuestión de su renta.
—Imposible en martes. Las entrevistas son los jueves.
—¿Qué día es hoy? ¿Estás segura? Entonces es probable que haya ido a la clínica. Nunca dice nada cuando algo anda mal. Le gusta pensar que no es de carne y hueso como los demás. Pero sé muy bien que se queda sin aliento en las escaleras. La oigo cuando pasa por mi puerta para ir al segundo piso.
—¿Y a quién más vi antes de ir al aeropuerto? A Francoise. Sí a Francoise sin Marthe, tratando de decidir si compraba sardinas a cinco francos el kilo. No me vio.
—Marthe está en Marsella. ¿No lo sabías? Se ha ido por tres días. Vino a averiguar si queríamos que nos trajera algo. Darby pidió esos granos de pimienta verde que probamos la última vez.
—Probablemente me telefoneó. He estado entrando y saliendo… por la llegada de Rosa. Pero aquí se consiguen, ¿para qué molestarla?
—No de Madagascar.
—Sí, de Madagascar. En la tienda de atrás de correos. Sí, allí mismo, la tiene Monsieur Harbulot. Exactamente la misma, te lo aseguro.
—No estoy tan segura, ¿has visto a Georges?
—Han ido a Vintimille a comprar zapatos. Y a un lugar donde consiguen su aceite de oliva. A Manolis no le gusta ningún otro.
—Pues es afortunado si Georges puede darse el lujo de satisfacer sus caprichos, eso es todo lo que te digo.
—Donna y Didier fueron con ellos.
—¿Para qué?
Madame Bagnelli recurrió a su invitada para confirmar lo absurdo de la pregunta.
—Para pasear. Para divertirse.
—Está estropeando a ese muchacho como hizo con los demás. Ya verás.
Una voz francesa vibró en la casa como un cuco atrapado. Entró otra mujer y prosiguió en francés el mismo tipo de conversación. La primera se detuvo en la puerta para hablar cinco minutos más.
—Bien, espero que disfrutes de tus vacaciones o lo que sea. ¿Darby la conoció esta mañana?
—Por supuesto, la vio un momento. ¿Por qué?
Con la inglesa apenas fuera del alcance del oído, Madame Bagnelli empezó a explicar:
—Quería ser ella la que le dijera a Darby que había conocido a la chica en casa de Katya. ¡Habráse visto!
Lo repitió en francés; ella y la francesa rieron tanto que sus risas taparon todos los comentarios. De vez en cuando la francesa intentaba conversar en inglés.
—Pero tú también tienes un hermoso sol, êh…? El tuyo es un país maravilloso. Lo sé. Me gustaría ir, pero… —la francesa puso la expresión encantadora de una mujer veinte años más joven y se frotó el índice con el pulgar.
Las dos mujeres desembocaron en una charla acerca del dinero, serias y con contracciones nerviosas alrededor de la boca, haciendo cálculos en los que Rosa sólo entendió milles y cents separados por guiones que formaban eslabones tal como hacían las abejas embriagadas alrededor de los posos de vino. Había aparecido un joven; Rosa alejó la silla del sol y descubrió las almenas del castillo allá atrás, contra el cielo, las banderas luminosas como vidrios de colores, y en el interior de la casa, en la quietud sombreada, notó que uno de los objetos se separaba y adquiría forma humana. Lo vio escuchando a hurtadillas antes de ponerse en evidencia. Afuera, a la luz de la terraza, cayó sobre ellas descalzo, ceñido en unos pantalones blancos que le llegaban debajo del ombligo, el pecho desnudo. Dos manos morenas pulidas por el agua taparon los ojos de Madame Bagnelli; ella pareció reconocerlo al instante.
—¡Pero tú estás en Vintimille! ¿Qué ha ocurrido?
El se inclinó y la besó; luego, ceremoniosa y pausadamente, se inclinó ante la cara de la francesa. Después que la besara, ella le cogió la cara con ambas manos y dijo algo cuya cadencia era de idolatría y admiración, libidinosamente maternal.
—¿Qué haces aquí? ¡Didier!
Se apoyó en la balaustrada, delante de su público.
—No fui —en el rostro muy bronceado, las ventanillas de la nariz tenían la crudeza rosada de quien ha estado buceando.
—¿Y Donna?
—Ella fue.
—¿Por qué, Didier?
La francesa habló de la oportunidad perdida, dijo que las cosas eran mucho más baratas al otro lado del límite de Vintimille. ¿No había visto la chaqueta de cuero que Manolis compró el invierno pasado?
—¡Didier! ¿Qué has hecho a solas todo el día?
—Pescar —comentó—. Con arpón. No se necesita a nadie más para hacerlo.
Fueron presentados pero él no se dirigió personalmente a Rosa Burger. Las preguntas y comentarios de las mujeres lo adulaban; de hecho, no se dirigía personalmente a nadie, viéndose a sí mismo en la división de los demás, como si se mirara en un espejo. Recorrió decididamente la mesa entoldada, encontrando bocados que comió deprisa, y después se lamió los dedos. No aceptó las ofertas de ir a buscarle algo más para que comiera; limpió la ensaladera mojando pan en el aceite, se sirvió queso envuelto en paja, con cierta destreza profesional. Sus empañados ojos azul oscuro debajo de unas pestañas tan largas que parecían arrastrarse sobre sus mejillas, masticando, siguió el retorno de la conversación de las mujeres al tema de los impuestos. De vez en cuando aportaba una objeción, alguna corrección; ellas protestaban. Eructó, se golpeteó los músculos del chato vientre, pasó sus finas manos por los suaves pectorales. Ellas rieron.
—Igual que ese gato, Didier. Viene a buscar golosinas y se larga con paso majestuoso.
Volvió a abrazar a las mujeres, meciéndose graciosamente de una a otra. Se despidió de la chica en un inglés empleado a la manera indiferente de un idioma habitual, aunque con marcado acento francés y ligero acento norteamericano.
—¿Cuándo volverán?
La voz llegó antes del portazo:
—¿Cómo puedo saberlo?
—¡Qué travieso! ¿Por qué estás enfurruñado? —gritó Madame Bagnelli descaradamente, riendo fuera del alcance de su oído.
Hizo piruetas y brincó, se abalanzó sobre la mesa y recogió los platos vaciando abejas y restos de vino entre las jardineras. La francesa se fue. Limpiaron los restos de comida, rezagándose en el fresco salón para hablar, la voz de Madame Bagnelli revoloteando sin cesar desde la nevera, en la cocina o repentinamente sentada en un pequeño sofá, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, en una postura de ballet. Su huésped había abierto la maleta para sacar los regalos que forman parte del ritual de los viajeros. La chica los observó con gran cuidado ahora que habían encontrado a su destinataria. Elecciones impersonales para una desconocida, podían dar la impresión de ser para cualquiera, regalos de aeropuerto intercambiables que ella misma había recibido todos los años que permaneció en el país. Sólo uno sugería a un ser imaginado, la afirmación de una relación que podía no existir o no ser bien acogida: un collar de dos vueltas, de carretes de madera hexagonales, finamente tallados, separados por abalorios baratos, comunes y corrientes.
La mujer lo observó, arrollado en sus manos; miró rápidamente a Rosa Burger, otra vez al collar, separó un abalorio de un carrete.
—Veremos con qué están ensartados. Cómo se llama… esa palmera… Hala. Hebras de hala torneadas haciendo rodar las fibras arriba y abajo en el muslo desnudo. He visto cómo los hacen, ¡mira, no es algodón! Hala —se enorgulleció al verificarlo, se identificó a sí misma—. Y la madera… no me lo digas, espera… —la hija de él estaba allí, delante de ella—. Tambuti. ¿Sí? ¡Esa fragancia! Es Tambuti.
—Creo que sí. Son las cosas que usan las mujeres hereras. Hay una tienda… muy rara vez se encuentra algo.
—Nomihi. Ya ni siquiera los afrikaners la llaman Sudoeste, ¿no? —se paseó por el salón estudiando la disposición de una extraña cabeza de Cristo sobre cuero repujado con dorados escamosos, con ojos rasgados de mirada fija; un cuadro en el que se veía a una chica desnuda con una anguila u otro monstruo marino mutilado a su lado; una enorme llave de hierro; mellado por la edad y un antiguo fervor que lo había separado del todo, un fragmento de un rígido santo de madera que levantaba su mano plegada y con un dedo en posición vertical sobre la chimenea. Colgó el collar del brazo de un portavelas ahora marmóreo con su lava de cera—. Mientras no lo use quiero gozar comtemplándolo.
—Fue anteayer. Pensé que te gustaría… —Rosa Burger vaciló antes de deshacerse del periódico sudafricano junto con las envolturas arrugadas, el mismo que asomaba de su bolsa cuando la mujer la divisó.
—Dios mío. Tantos años… —Madame Bagnalli se hundió en el asiento, dejando el diario al alcance de la mano—. La misma cabecera… En la cocina encontrarás un par de gafas. Probablemente en el estante donde está el molinillo de café… encima de la nevera o dentro de la nevera. A veces saco algo y las guardo sin… —se burló de sí misma llevándose un dedo a la sien—. Todavía estabas allá. Apenas anteayer —miró a Rosa Burger como a alguien en cuya existencia no podía creer. La hija de él inclinó lentamente la cabeza: estaban juntas—. ¿Es la primera vez que sales?
La cabeza floja, abriéndose camino, apartándose en la suave confusión del vino que había originado todo eso.
—Nunca.
—Por supuesto. Nunca.
—Y tú nunca volviste.
La mujer apretó los codos contra el cuerpo, se meció amorosamente, los puños juntos bajo el mentón, el periódico caído.
—No me habrían admitido. Nunca.
Se levantó de un salto sobre sus pies de planta ancha; su equilibrio y su agilidad contradecían su corpulencia.
—¿Podemos hacer diabluras? Tendremos que subir la escalera colgadas del rabo, como los monos.
Apenas había lugar para que pasara entre pared y pared, con una gruesa cuerda sedosa, un accesorio teatral, bordeando una de ellas en vez de un pasamanos. Mientras la guiaba iba explicándole cómo extraer alguna excentricidad al grifo de agua caliente del cuarto de baño; resollaba alegremente.
En lo alto había una habitación con diferentes matices de luz. La claridad rebosaba contra el techo; más abajo, diseños y formas apenas definidos. Un gran jarrón con lilas, aroma a melocotones vellosos en un cuenco, un espejo sin brillo, baratijas femeninas en frascos, cepillos, una pequeña pantalla de tafetán con encajes para las intimidades sociales, una silla larga de mimbre para leer poesía y revistas elegantes, una cama baja y amplia para recibir a un amante. Era una habitación preparada para una persona imaginada. Una chica, una criatura cuyo sentido de la existencia se centraría en su nariz enterrada en flores, zumo de melocotones chorreando por la barbilla, la cara cuidada en espejos, la mente ensoñadoramente dispersa, el cuerpo buscando placer. Rosa Burger entró, yendo hacia la posesión de esa imagen. Madame Bagnelli, sonriente, halagadora, notó que su invitada estaba un poco achispada, como ella.