Sección XXII

Un burro. La verdadera razón por la que me fui es algo que sólo tú creerías. De hecho, sólo si tú lo crees se volverá creíble para mí. Lo reconozco como parte de la forma en que mi vida ha sido codificada desde que tú me forzaste a interpretar estas cosas en la casita; pero el código es mío, ni tuyo ni de ellos. Un burro. Un burro. Un asunto para la Sociedad protectora de animales. Lionel amaba a las bestias casi sentimentalmente; curó la pata de una gaviota con cinta adhesiva cuando acampamos, de niños, en la desembocadura del Quagga; mi madre opinaba que mucha gente que mimaba animales en nuestro país no tenía el menor cuidado por los seres humanos; ella no tenía ninguno por las bestias. Un borracho muerto en un banco del parque. Un asunto para el departamento de Asistencia Social. Estas son las cosas que me conmueven ahora… y cuando digo «conmueven» no me refiero a lágrimas ni a indignaciones. Hablo de un giro repentino, una agitación tumultuosa, un desplazamiento incontrolable, conceptos cuya superficie ha sido insignificante y ahora empujan, patas arriba, elevados como enormes rocas que huelen a la tierra aún pegada a ellas. Un giro que me acomete físicamente, como los intestinos violentamente revueltos y contraídos cuando algo irritante golpea el tracto digestivo. Tierra, tripas: no sé qué metáforas emplear para describir el proceso mediante el cual plasmo mis propias metáforas del sufrimiento.

Tenía el pasaporte en un estante del ropero. En la caja de cuero para cuellos duros con las serpientes del cuerpo médico y el reloj de mi padre. Había regalado todo lo que era suyo y podía seguir siendo útil, incluso su biblioteca médica, pero la única persona que me habría gustado que tuviera el reloj era Baasie y no sé dónde encontrarlo. El pasaporte estaba allí el día que fui a almorzar a casa de Flora Donaldson. Pensé en ello mientras Flora trinchaba la pata de cordero, la voz agudizada para penetrar las diversas conversaciones que tenían lugar en la mesa.

—¿Muy hecho? ¿Rosado? ¿Alguien prefiere membrillo a salsa de menta?

Experimenté una pueril satisfacción imaginando cómo reaccionaría (la punta del cuchillo en el aire con un trozo de carne colgando, el semblante atrozmente móvil entre la sorpresa, la curiosidad y la indecisión en cuanto a si debía mostrarse encantada o impresionada) si lo supiera. Probablemente habría decidido que la reacción correcta era una celebración: ¡Eh, todos! Tenemos noticias… Wiliam era el que se había ofendido por la sugerencia, cuando ella se ocupaba de manipular mi vida después de la muerte de Lionel, de que se me ocurriera siquiera sopesar la idea de abandonar el país. En realidad, no es de los nuestros pero comprende lo que significa serlo, mientras la buena Flora es una aficionada tanto en sus percepciones como en sus actos. Talentosa y valiente en ocasiones; los leales tienen que cuidarse del aventurerismo en sus filas, pero puede usarse este aventurerismo cuando se encuentra en el temperamento de otros: fue Flora quien ocultó con éxito a Nelson Mandela en su bodega cuando él entraba y salía del país ilegalmente antes del juicio de Rivonia. Lo que ve en mí su marido mientras estoy sentada (a Flora le gusta pensar en mí como en una hija de la casa: la hija de Lionel Burger) a su derecha en la mesa, es a una profesional como mi padre.

Flora no dijo que sería un almuerzo con invitados. Había insinuado con tono nostálgico que ella, William y yo no habíamos conversado en paz ni comido juntos, los tres solos, desde hacía mucho tiempo. Había otras tres personas; un abogado indio de Durban, de muy buen ver y con reminiscencias semíticas (¿para mí? Lo habían puesto a mi derecha), una abogada blanca tan perfectamente acicalada que parecía barnizada, y Mrs. Daphne Mkhonza, una vasta expansión de tela encrespada azul marino, zapatos de charol y bisutería dorada, como la esposa de un miembro del consejo de ministros afrikaner en la ceremonia de apertura del parlamento. Flora todavía logra hacer estos almuerzos mixtos de los años sesenta, aunque ahora debe de ser difícil encontrar negros que asistan a ellos.

Mrs. Mkhonza suele «aparecer» en las páginas femeninas de los periódicos blancos como un ejemplo de lo que pueden lograr los negros a pesar de sus desventajas. Es una de los raros negros que son pequeños capitalistas… lo que el primo de Marisa, Fats, denominaría magnates, que de alguna manera consigue burlar algunas leyes que impiden a los negros comerciar a la escala que produce magnates blancos. Tiene concesiones de estaciones de servicio a todo lo largo de las zonas negras del Transvaal, grandes almacenes y —agrega Marisa a la sarta de éxitos e iniciativas— es una socaliñera de alquileres que obtiene arrendamientos de viviendas en barrios negros sobornando a funcionarios, y luego alquilando lucrativamente habitaciones en sus tugurios a gente a quien los controles de afluencia imposibilitan de encontrar un sitio donde vivir legalmente. A veces la propia Marisa apela a Mama Mkhonza cuando es urgente encontrar «algo donde alojarse» para alguien cuya presencia en Soweto no es manifiesta; Mrs. Daphne Mkhonza puede ser una explotadora de negros —siguiendo el ejemplo de los blancos que admiran sus iniciativas de progreso— pero también es una negra: la aceptan, como a los policías negros.

Cuando nos sentamos a almorzar, la abogada blanca recalcaba los aspectos sociológicos de los casos que llegaban a sus manos. Es consultora de una asesoría jurídica que se ocupa principalmente de mujeres mestizas, ocupantes ilegales de viviendas e indigentes… Las acciones judiciales por incesto, violación y abandono como acusación de las condiciones de vida más que de tendencias delictivas individuales. ¿A quién castigar, a quién hacer justicia? Lo que decía había sido concisamente analizado, es verdad; los labios rozados por la servilleta dieron forma, y las manos con las cutículas empujadas hacia atrás, resumieron, la destrucción humana. Su aparente suficiencia era con toda probabilidad una defensa de la naturaleza contraproducente de las buenas obras que hacía. Entre esa gente nadie tuvo el mal gusto de señalar esta característica común al «trabajo dentro del sistema». Todos escuchamos respetuosamente bajo la mirada atenta de Flora; William con una amabilidad que espera pase por admiración o lo que sea preciso. El abogado indio intercambió unas cuantas anécdotas profesionales en el mismo contexto, con un ligero cambio de énfasis. Había leyes —¿lo sabíamos?—, leyes todavía en vigor en Natal, según las claves un marido indio podía hacer encarcelar a su esposa por adulterio. Una reliquia de los tiempos en que los jornaleros importados de Gujerat eran contratados para trabajar en los campos de caña de azúcar, una perpetuación de la imagen del indio sudafricano como eterno extranjero en su país natal, viviendo de acuerdo con costumbres que diferenciaban su conducta. El tema general de conversación coincidía con la actual preocupación de Flora. Mrs. Eunice Harwood quería, para empezar, que las mujeres blancas y negras conocieran los derechos que tenían sobre sus hijos, su propiedad y su persona; Mrs. Daphne Mkhonza no sólo era una negra económicamente emancipada, sino una mujer negra que derrotaba a los hombres de negocios blancos con sus propios naipes marcados. Con su inclinación por el ecumenismo político, sin duda Flora veía la implicación en la lucha por los derechos negros como una prolongación natural de los límites del compromiso escrupulosamente constitucional de la abogada, y el reclutamiento de Mama Mkhonza por el sistema —Orde Greer esperaría que yo lo expresara así— como un asalto al mismo. El terreno actual de causa común era la liberación de la mujer, el cordero asado abastecería a Flora de vituallas para una reunión que tendría lugar esa tarde.

—¿Dónde? —si es verdad que William había decretado que Flora debía atenerse a inofensivas actividades liberales, se sentía obligado a mostrar algún interés por ellas.

Ella dejó el cuchillo y el tenedor, lo miró con los ojos muy abiertos y sonrió a su alrededor para atraer a todos al espectáculo:

—Aquí, querido mío, aquí. En tu casa.

La coquetona franqueza de casada era la de una mujer que ya no tiene que ocultar el adulterio y disfruta exhibiendo un inocente flirteo. El debía agradecer que fuera una reunión que se celebraría allí, en su casa, inofensiva, demasiado inocua, tal vez, para dar algo interesante a ojos del BOSS, en la que el hombre de la casa —mejor dicho la mujer, en esta ocasión— estaría presente como cuestión rutinaria para observar cualquier reivindicación de propósitos comunes entre blancos y negros.

Y naturalmente yo también sería atraída… por eso me había hecho aparecer en el almuerzo, aunque Flora sabe perfectamente que, en mi condición de persona «nombrada», mi posición en las reuniones es muy delicada. Alguien como yo puede asistir en tanto el propósito de la reunión no tenga ningún contenido político. Una persona «nombrada» puede participar en la discusión, sí, pero su aporte es susceptible de constar en las actas o ser informado a la prensa. Entretanto Vigilancia ha tomado nota de lo que una dijo. Y si el tema alude a derechos políticos, por ejemplo a los derechos de la mujer tal como los interpretan los nuestros (los leales y sus leales acólitos, las Floras de este mundo): la opresión de las negras en primer lugar por la raza y sólo secundariamente por la discriminación sexista… mi asistencia podía llevarme a los tribunales como contraventora; Flora dijo lo suyo, preparada para mi resistencia:

—Has venido a visitar a William y no a mí. ¿No es así? ¿Por qué no? Sencillamente apareciste para verlo mientras yo celebraba una reunión en nuestro salón.

Es cierto que sus amistades —las de nuestro estilo— son veteranas en superar las trabas menores de las restricciones que pesan sobre sus vidas. Yo tenía que saber tan bien como cualquiera cómo ponerme pesada usando los tribunales como única plataforma política a la que tendría acceso, haciendo aparecer mi nombre en los periódicos, severamente elocuente de la mordaza que había heredado siguiendo la tradición familiar, puesto que sólo mi nombre —la hija de Lionel Burger, última de ese linaje— podía anunciarse, y no mis «declaraciones». Así es como lo percibe la gente que lee el nombre. Soy una presencia. En este país, entre ellos. No hablo. Excepto contigo y según un hábito que adquirí en la oscuridad de tu casita, y que llegó tarde.

William planteó objeciones, naturalmente. Rosa no correría el riesgo de que la detuvieran sólo en virtud de una condenada reunión. Reí para que no riñeran por mí. Mrs. Eunice Harwood, la cara forzada como si fuera un retrato en lugar de un rostro, para ver cómo era una persona «nombrada». Mama Mkhonza se ofendió por mí.

—¡Terrible! ¡Francamente! ¡Qué gente! Realmente terrible. ¿Por qué se meten con una jovencita? ¿Por qué no te dejan vivir en paz?

Como cualquiera: me había comprometido con Brandt Vermeulen. Y comprendí —con el pasaporte en el ropero—, yo sola comprendí que la reunión de Flora era lo que podía interponerse en mi camino. Bastaba con mofarme afablemente de los remilgos de William, satisfacer las expectativas de Flora y permanecer en silencio entre las mujeres que asistían a los debates; a continuación incorporarme y dar mi opinión. Confío en el BOSS; uno de los rostros, no tan fácil de discernir como el de los hombres, pero sin duda alguna presente, tomaría nota de la presencia… de mi presencia. Incógnito para todos, el pasaporte que guardaba en el ropero sería invalidado por el departamento del Interior. La policía exigiría su entrega inmediata. Podría devolverlo sin haberlo usado. Probablemente no habría ninguna acusación ni comparecencia en los tribunales; la retirada del pasaporte, sencillamente, su parte en el pacto.

—Habrá una muchedumbre mixta compuesta por mujeres. Sabe Dios quiénes. De todas clases, espero. Pero interesadas. Más o menos lo hemos restringido a representantes de diversas organizaciones, con unas pocas individualidades sobresalientes, Daphne Mkhonza, sí… no queremos tener únicamente a un grupo de bienintencionadas y beatas, tenemos que dejar caer los valores urbanos blancos y conseguir la participación de algunas duras con agallas, las más ardientes. Ojalá vinieran las reinas de tabernas ilícitas y algunas prostitutas blancas. ¿Por qué no? No me forjo la ilusión de llegar a las negras radicales de los movimientos estudiantiles, aunque tengo un par de contactos prometedores en Turfloop y el oeste del Cabo. No importa. Aunque sólo logremos animarnos un poco… salvar la brecha entre las jóvenes políticamente conscientes, esas extraordinarias chicas negras con peinado afro… ¿No te encanta su aspecto? Las de tipo provocativo… y la mujer negra común y corriente. Lograr que se consideren como alguien que puede volver a hacer algo, tú eres demasiado joven para acordarte, pero el sector femenino del CNA fue una auténtica fuerza… y al mismo tiempo atraer a las buenas almas suburbanas blancas (básicamente están interesadas) para lograr que aborden los derechos humanos como mujeres… todas juntas… creo que es posible aprovechar nuevos recursos… Eunice Harwood es espantosamente profesional, ¿no te parece? —Flora me tuvo a solas para una fugaz información mientras untábamos bollos con mantequilla.

Me mantuve apartada mientras llegaban las asistentes; William y yo nos sentamos con las tazas de café frías del almuerzo, en el pequeño patio empedrado que Flora había hecho construir a continuación del comedor, oyendo golpear portezuelas de coches y el vehemente parloteo de bienvenida, las risas veladas y el murmullo africano con registro de órgano en las amables respuestas, la entonación enumerativa mediante la cual podían reconocerse las presentaciones sin que llegaran los nombres a nuestros oídos. Ambos demasiado cómodos —demasiado marginales— para levantarnos —él para mostrar, yo para ver con mis propios ojos— hablamos señalando desde nuestros asientos cómo había decidido qué retoños debía guiar y en qué lugar de las plantas que había emparrado contra las paredes.

—¿Qué opinas de las granadas colgantes, ese rojo contra el encalado…? Quiero hacer un intento con un granado. Ya habrás visto kilómetros y kilómetros de melocotoneros y perales emparrados en armazones a la vera de los caminos del valle del Po —el considerado William hizo variar rápidamente su falta de tacto en la referencia a la facilidad con que él podía moverse por el mundo, transformando la cuestión en una inocente broma conyugal—. ¿Comprendes que no es más artificial guiar un granado para que crezca con un diseño regular? Flora siempre me acusa, pero en caso de tener razón resulta igualmente «artificial» podar cualquier árbol —ahora los recibimientos parecían hacerse a puertas cerradas; intercambiamos una mirada y reímos disimuladamente—. ¡Una verdadera multitud! —William imagina en mí una tolerancia afectuosa como la suya con respecto a las actividades de Flora, que según se supone él mismo ha circunscrito.

Cuando dejé mi parte del «Guardian Weekly» que compartíamos y entré, me miró por encima de las páginas que tenía en la mano pero no abrió la boca. El momento en que podría haberme preguntado adonde iba fue gestado, en realidad, por mí; me vi, un instante casi vergonzoso, en la interpretación errónea de que podía ser víctima de su inquietud. Pero yo siempre me había movido libremente en su casa; muy bien podría estar subiendo para dormir la siesta en la cama de «mi» habitación o dirigirme abajo, al lavabo con el cartel de Amnesty International al otro lado de la puerta.

Rodeé a las asistentes a la reunión de Flora y me senté en el fondo. La reunión acababa de empezar. Después del cuadrado de sol en el patio, oscuros soplos de aliento cubiertos de luz nublaron el inmenso salón. Todas —empecé a verlas correctamente— agrupadas en los asientos del medio y de atrás, las negras por la costumbre de que les asignaran una posición secundaria y las blancas en su ansiedad por no acaparar las primeras filas. Las alegres objeciones de Flora dieron lugar a un crujido de las sillas, un arrastrar de pies hacia adelante y las alocuciones; yo me encontraba muy bien donde estaba: su rápida atención me abarcó, como un pájaro alerta en las alturas de un poste telefónico. Después de los discursos de la abogada blanca y de una funcionaria negra de la asistencia social, una bonita india de ojos almendrados, con un suave rollo de carne a la vista en su seductora versión de la vestimenta correspondiente al sojuzgamiento oriental femenino, se refirió a la rebelión y a la hermandad de las mujeres. Flora seguía llamando a las mujeres —magistral en la pronunciación de los nombres africanos— para que tomaran la palabra. Algunas eran liebres paralizadas bajo unos faros pero otras avanzaron sentándose en las sillas alquiladas de delante, esforzándose por llamar la atención. Una dama canosa, con la parca y majestuosa paciencia de una anciana presidenta de sociedad benéfica, sostenía en alto un bolígrafo dorado. En la hilera semivacía donde estaba yo, una negra apremiada por los susurros de dos amigas no se decidió a hablar.

En respetuoso silencio por la debilidad de nuestro sexo, la carne que como mujeres podría tocarnos a cualquiera de nosotros, las matronas negras pasaban lentamente, trasero y barriga, entre rodillas, hasta la mesa donde Flora había instalado un micrófono. Otras charlaban desde donde estaban, sentadas o de pie, repentinamente separadas por el don de las lenguas, mientras todos los rostros giraban para verlas. La cruzada de la anciana blanca resultó ser la seguridad en carretera, campaña en la que «nuestras mujeres bantúes deben aunar sus esfuerzos con los nuestros»; tembló con la voz dulce y cloqueante de una inglesa sorda de las clases altas mientras Flora intentaba poner fin al discurso con floridos movimientos de cabeza. Una pelirroja cuya expresión se perdía entre pecas tan encarnadas como su vestido, solicitó apasionadamente que la reunión lanzara el proyecto «Año de la cortesía» para fomentar la comprensión multirracial. Hasta había preparado la consigna: SONRÍE Y AGRADECE. Hubo un farfullar de risillas entre dientes atravesado por un gruñido de aprobación semejante a las respuestas poco entusiastas que se dan en la iglesia, pero una joven blanca se levantó de un salto con los puños en las caderas:

—¿Agradecer qué? Quizás esa señora tiene mucho que agradecer. Pero ¿es un objetivo de la acción femenina hacer que las negras se muestren «agradecidas» por las chabolas donde viven, los trabajos inferiores que se ven obligados a realizar sus hombres, la pésima educación que reciben sus hijos? ¿Deberían dar las gracias por la humillación que les brindaban las blancas que vivían protegidas y en situación de privilegio, que votaban y hacían las leyes? —y así sucesivamente.

La vi vacilar, perder la concentración cuando tres chicas negras en tejanos, que acababan de aparecer, se levantaron y salieron como si se hubieran equivocado de lugar. Una blanca levantó el brazo pidiendo permiso para hablar.

—No tenemos por qué trasladar la política a la fraternidad de mujeres —aplausos del grupo que la rodeaba.

Las matronas negras hicieron caso omiso de la chica blanca y de las chicas negras, informándose entre ellas, afanosamente, con sus susurros y sonidos guturales, los chasquidos y las sordas exclamaciones de sus lenguas nativas. Ellas sólo se adherían al tipo de liga de amas de casa blancas que se ceñían a los servicios de sanidad y «el aumento de precios en el presupuesto familiar» como problemas prácticos que eran el destino de la mujer —al igual que la menstruación— y no los relacionaban con ninguna otra circunstancia. El temor de las negras a llamar la atención como «agitadoras» y la determinación de las blancas a «no tener nada que ver» con la política que planteaban los problemas a los que se referían, produjeron un ardor que duraría hasta que se enfriaron las tazas de té. Vestidas con sus mejores galas, una tras otra, las negras con peluca y trajes de dos piezas, se quejaron, abogaron por una oportunidad para las guarderías, los huérfanos, los ciegos, los tullidos o los ancianos de su «lugar». Pedían cunas «viejas», cartillas escolares «viejas», juguetes y muebles «viejos», máquinas de escribir «viejas» con sistema Braille, materiales de construcción «viejos». Habían entrado por la puerta principal pero seguían aplicando la lógica correspondiente a la puerta de servicio. Estaban convencidas de que lo único que podían conseguir eran desechos; ninguna de ellas creía en la posibilidad de obtener otra cosa de las blancas, pues sólo servían para eso.

Y en ningún momento las negras como la anciana que estaba cerca de mí —con su doek en el que llevaba prendidos con alfileres distintivos de la Iglesia de los Jueves, un recorte en el zapato izquierdo para aliviar las molestias de un juanete, una rebeca que olía a humo de carbón y una bolsa de la compra llena de paquetes de periódicos— escucharon a nadie; estaban allí y sólo ofrecían su presencia como reconocimiento a las oradoras, a las oyentes y al significado de la reunión. Era suficiente. Ignoraban por qué estaban allí, pero a medida que los fines opuestos y las inimaginables disgresiones aumentaban de tono con cada discurso a medias audible, incoherente o digno o incoscientemente divertido, quedó más clara cada locuaz divagación, cada torpe, patética o pomposa formulación de necesidades en una vida que ninguna de las blancas (cuidándose de no sonreír ante el inglés chapurreado) vivíamos o sabíamos cómo vivir, por mucho que Flora insista en la común posesión de vaginas, úteros y pechos, el alumbramiento de los hijos y un amor enormemente compulsivo por ellos… las calladas negras viejas vestidas como respetables sirvientas en su día de salida supieron, aunque estaban sentadas en el salón de Flora, que de ellas no se trataba la reunión. El aroma a cosméticos de la clase media blanca y de las señoras negras y los olores a humo de carbón y vaginales de las pobres negras viejas. Me moví en la silla dura y respiré hondo: al aspirar en el salón de Flora inhalé todas estas esencias.

Flora me tocó la mano al pasar mientras nos conducía a la sala donde estaba servido el té, pero no cayó en la tentación de presentarme a nadie y ni siquiera se dirigió a mí por mi nombre. Entre las negras había algunas que me conocían o a las que yo conocía por haber trabajado con mi madre en la época de la cooperativa. No me reconocieron, no reconocieron a la pequeña de Cathy Burger, ahora una mujer blanca. Entre las blancas sólo percibí reconocimiento en la mirada de la chica que había saltado para atacar a las componentes blancas de la reunión: una periodista free lance, mencionó Flora. Había hecho un montón de garabatos en una libreta. Tal vez fuese ella quien podía poner en evidencia mi presencia ante el BOSS; una joven atractiva con expresión irreverente, chaqueta de cuero negro, pulseras de marfil y pelo de elefante; si su discurso «provocativo» tenía la intención de estimular a otras a poner de relieve tendencias subversivas, no lo había logrado. Estaba comiendo bollos y bebiendo té como las demás, de la misma manera que otra gente contratada había disfrutado de sus boerewors entre los compañeros y amigos de mi padre junto a la piscina. Cuando las asistentes empezaron a marcharse se planteó el habitual problema de quién, entre las pocas negras que tenían coche, podía llevar a alguien. Hubo confusiones; algunas se habían ido sin el complemento de las pasajeras que habían traído. William tuvo que bajar y salir con el coche cargado en dirección a Soweto. Le pregunté a Flora si podía acercar a alguna. Paseó la mirada a su alrededor.

—¿Adónde? —supongo que moví una mano o encogí los hombros—. Quizá si pudieras acercar a un par de mujeres hasta la entrada de las poblaciones o incluso sólo hasta una estación que les venga bien… si te queda de camino… —apoyó un brazo en el mío, seducida, y me habló al oído, como hablan los amantes—. Pero Rosa… no entres, no te dejes convencer por nadie de llevarla hasta su casa, te lo ruego, por favor, ¿me oyes…?

¿Adónde creía que iba que me quedara «de camino» a un distrito negro, ahora que tenía un pasaporte en el ropero? Premonitoria de lo que ignoraba, se preocupó, inquieta por la tentación que se me presentaba. De improviso parecía estar sola entre el círculo de mujeres sonrientes que le estrechaban la mano; me siguió con la mirada intensamente atenta, una mirada reservada sólo para mí.

Durante aquellos días, todo ese tiempo, muchos meses, desde que de repente había empezado a ir a Pretoria aunque no a la cárcel, hice cosas inconexas que no se basaban en la intención ni en la decisión. Cuando tres mujeres se acomodaron con todos sus avíos para que pudiera cerrar las dos puertas de mi viejo coche, pensaba dejarlas en algún sitio porque iba camino de la casa de Marisa. Hasta ahora la había evitado sin necesidad de que Brandt Vermeulen me recomendara precaución. Flora tenía razón. Iba a algún lado. No había hablado —no «me había manifestado»— en la reunión pero me sentía liberada, no sé cómo explicarlo, de la responsabilidad de mí misma, de mis actos, a la manera que imagino siente un jugador cuando intercambia el último contenido de su cartera, vaciando incluso el forro de sus bolsillos, por una pila de fichas y las empuja sobre el tapete verde. Lo único que se perderá es dinero; lo único que se perderá es un pasaporte. Cosas externas, que no tenían nada que ver, que no encajaban en ninguna categoría de lo que me ha ocurrido realmente en la vida. Marisa era la única de quien debería haber ido a despedirme, si no hubiera estado yendo a que me detuvieran. Ahora intento darle cierto orden de presente y futuro, de lógica; entonces no lo tenía ni lo necesitaba. Tú lo comprenderás, tú lo aprobarás: uno sabe mejor lo que está haciendo cuando no sabe de qué se trata.

Flora tenía razón, naturalmente. Una vieja mamá que había mentido confiadamente acerca del lugar donde vivía y se montó en el asiento, a mi lado, en el entendimiento de que su destino era el mismo que el de las demás, anunció cuando ellas se apearon en una parada de autobús que de nada le servía, pues necesitaba llegar a la estación Faraday, agregando que tampoco eso le venía bien pues tenía miedo de los tsotsis que viajan en los trenes los sábados. Absolutamente segura de que la dejaría en la puerta de su casa ahora que estaba en el coche, le pareció natural que yo lo hiciera.

No vivía en un distrito oficial sino en una de esas áreas indefinidas entre albergues para negros y poblachos mineros en las afueras de la ciudad. Pequeñas industrias han ocupado las tierras de minas de oro agotadas, las hondonadas son fosas para coches destrozados y piezas de maquinaria, los viejos pimenteros dan sombra a las tabernas, las prostitutas esperan a sus clientes en la arena de los vertederos. Allí aún había mulas de vendedores ambulantes atadas en circunferencias de pastoreo llenas de latas; una pequeña iglesia de hierro ondulado con las ventanas rotas, un melocotonero a medias macheteado para hacer leña; en chozas abandonadas que en otros tiempos habían pertenecido a mineros blancos y en patios levantados con cobertizos de materiales recogidos en las instalaciones mineras por las que había pasado la aplanadora, y en los armazones de ladrillo de tiendas concesionarias vivía esa gente, rodeada de todo lo que había sido condenado y abandonado por la ciudad blanca. Ese era el «lugar»; me aseguró que era suficiente con que la dejara en cualquier sitio del camino zigzagueante por el que conducía entre barrancos y cantos rodados de los senderos que unían ladrillos, latas y humos. Que Dios me bendiga: después de estas palabras se alejó con su impasible contoneo en el andar, a través de bicicletas y taxis autorizados cuyos conductores hicieron sonar la bocina a su paso. Tal vez no viviera realmente allí… parecía demasiado respetable para ese antro de venta de sexo y bebidas a los obreros de las fábricas y peones ferroviarios. Imposible saberlo; imposible imaginar para las mujeres blancas de Flora de dónde demonios vienen estas pulcras señoras negras que se reúnen en su casa. Con toda probabilidad la anciana pensó en aprovechar el coche y la conductora para ir a visitar a una amiga que vivía en un lugar apartado… ¿por qué no?

Estaba a kilómetros de la casa de Marisa, del sitio donde podía ir a casa de su primo Fats y enviar a alguien para que averiguara si podía escabullirme hasta su casa cruzando patios. Ni siquiera sabía cómo llegar al distrito sin volver a cruzar la ciudad. Había una mujer con una lata de carbones encendidos, vendiendo maíz asado; bajé del coche para acercarme y pedirle que me orientara. No lo sabía. Orlando podía haber estado en las antípodas. Las envolturas parecidas a papel, arrancadas de las mazorcas, componían un espeso felpudo a su alrededor; bajo las suelas de mis zapatos era como bajo mis pies descalzos cuando Tony, la otra Marie y yo hacíamos cabriolas con los chicos negros alrededor de la trilladora de la granja de tío Coen. Me encaminé hacia una pandilla de chicos y jóvenes negros, los pequeños danzaban y saltaban entre perros excitados para tocar una bicicleta con los manillares de carrera en forma de cuernos de carnero, un jovencito montado en ella en medio de otros adolescentes que compartían un pitillo y un botellín de algo envuelto en papel marrón. Los llamé, pero se limitaron a silbar y a reír en un falsete lobuno. Me estaba acercando —sonriente, no, sed serios un momento, decidme— cuando oí un fuerte sonido metálico y vi caer una piedra que golpeó mi destartalado coche. Me alejé al volante mientras seguían riendo y chillando como si yo fuera una víctima digna de tormento. Seguí rodadas, lo bastante profundas como para evidenciar su uso, que parecían conducir más allá del veld hasta un camino sobre la cuesta, en la dirección acertada. El montículo de hierbas marchitas del medio crujía contra la panza del coche y de vez en cuado el cárter raspaba la dura tierra. La huella seguía y seguía. Me encontraba atrapada en el contrasistema de comunicaciones que no aparece en los mapas de carreteras y da acceso a «lugares» de los alrededores de la ciudad que no figuran en ningún plano. Me obstiné, segura de que la huella sería atravesada por una senda que conducía a algún punto de la carretera general; medio kilómetro a campo través había un cementerio, con los microbuses alquilados tan prominentes como edificios altos, y la masa de gente negra y paraguas negros semejantes a montones de alguna cosecha oscura, destacados en el descampado: la celebración de un funeral en sábado. Llegué a un combado camino de tierra sin letreros indicadores en el preciso instante en que uno de esos carros tirados por burros, que sobreviven en las rutas de comunicación entre estos lugares que no existen, se aproximaba por la huella en dirección contraria. Los reflejos me hicieron aminorar la marcha previendo que el carro podía aparecer más arriba sin calcular la velocidad de mi coche. Pero había algo extraño en la silueta formada por el burro, el carro y el conductor; todo se convulsionaba y sin embargo el carro no estaba más cerca. Al aproximarme, vi a una mujer y a un niño acurrucados bajo unos sacos, zarandeando la cabeza; a un conductor incorporado en el carro con las piernas precariamente extendidas debajo de sus harapientos pantalones. Súbitamente su cuerpo se arqueó hacia atrás, con un brazo levantado al cielo, y trastabilló como si le hubiesen disparado; en ese mismo instante el burro se dobló en un paroxismo que pareció atraer sus cuatro patas y la cabeza hacia el centro del cuerpo en una especie de nudo; después volvió a levantar las extremidades y la cabeza; una vez más el hombre se inclinó y arremetió violentamente, una vez más la bestia se encogió y volvió a alzarse en cuatro patas.

No vi el látigo. Vi el sufrimiento. Un sufrimiento que llegaba desde un terrible centro agarrotado entre el grupo formado por burro, carro y conductor, y la gente que iba detrás. Componían un único objeto que se contraía contra sí mismo en la desesperación de una monstruosa energía final. Aunque no vi el látigo, vi la imposición del dolor separada de la voluntad que la crea; desencadenada, una fuerza que existe por sí misma, violación sin violador, tortura sin torturador, destrozo, pura crueldad que escapa al control de los humanos que han pasado miles de años concibiéndola. Todo el ingenio aplicado desde las espulgueras y el potro hasta el electroshock, la infinita variedad y gradación del sufrimiento por flagelación, por miedo, por hambre, por confinamiento incomunicado… los campos de concentración, de trabajo, de recolonización, las Siberias de nieve o sol, las vidas de Mandela, Sisulu, Mbeki, Kathrada, Kgosana, gaviotas recogidas en la Isla, Lionel con la calavera apuntalada entre dos carceleros, las muertes en interrogatorios, cadáveres caídos desde las alturas de la plaza John Vorster, las muertes por deshidratación, los bebés destripados por la enteritis en «lugares» de destierro, las luces recorriendo toda la noche los rostros de los ocupantes de las celdas. Conrad —te conjuro, te saco a rastras de dondequiera estés para que me escuches—, tú no sabes lo que yo vi, lo que hay que ver, lo que no verás, anclado en un océano desierto.

Sólo cuando estuve al mismo nivel que el carro, al otro lado del veld, distinguí el látigo. El burro no clamaba. ¿Por qué no soltaba el bestial rugido y la protesta animal del suplicio que según he oído decir no produce el dolor sino el estado de celo? No clamaba.

Había sido golpeado y vuelto a golpear. Su dolor no le era extraño: no había modo de escapar al varal. El negro andrajoso era viejo, desde la postura de sus piernas hasta la barba rala y desaseada que aparecía debajo de un sombrero gastado que era un cono informe encima de su cara. Rodé hasta frenar más allá de lo que veía; el coche se desprendió, sencillamente, de la presión de mi pie y no me permitió avanzar. Permanecí sentada, con la cabeza hundida entre los hombros alrededor del cuello, apretado contra las orejas para protegerme de los golpes. Luego bajé el pie y conduje vacilante, en una especie de embriaguez, deteniéndome para mirar hacia atrás mientras la azotaina continuaba, el coche, la mujer y el niño aterrados, el burro y el hombre convulsos y abandonados al látigo. Era suficiente con que diera la vuelta al coche en el camino vacío y condujera hasta ese delirante friso cubriendo mis ojos con una mano para no recibir de frente la luz del ocaso. Cuando miré hacia allí todo lo que vi fue la retorcida forma negra a través de cuyos intersticios asomaban los reflectores de un deslumbrante polvo cegador. El panorama era semejante a una explosión. Bastaba con que me acercara a toda velocidad con mi coche y mi autoridad blanca. Podría haber gritado sin siquiera apearme, haber gritado que pusiera punto final… y luego habría estado allí de pie, ineludible, la furia y el derecho, el poder ante sus ojos, la mujer y el niño asustados y el borracho brutal, con mi sabiduría del modo de entregarlos a la policía, de hacerlo procesar como se merecía, de quitarle la pobre posesión sufriente a la que maltrataba. Estaba en condiciones de formular todo lo que eran a partir de la escena que presencié; sus vidas serían oficialmente recapituladas por mí, la mujer blanca… significado último de un día que habían vivido no sé cómo, un día con otros acontecimientos espantosos, violencia, desastres, urgencias, privaciones que les sobrevendrían y que eran el origen de lo que había ocurrido: el hombre castigando al burro. Podía haber puesto punto final a tanta miseria allí mismo. ¿Qué más puede hacer una? Esa clase de viejo, esa gente, campesinos que exigen de la única manera que saben hacerlo, en el «lugar» que no figura en el mapa, me habrían tenido miedo. Podría haberle puesto punto final sin correr ningún riesgo. Nadie habría cogido una piedra. Yo estaba a salvo del látigo. Podría haberme interpuesto entre ellos y el sufrimiento… el sufrimiento del burro.

En cuanto me plantara delante de ellos, otra vez se habría convertido en eso: el dolor del burro.

Seguí mi camino. No sé en qué momento tiene sentido, para mí, interceder. Todas las semanas la mujer que viene a limpiar mi piso y lavar mi ropa lleva una niña que juega a lustrar suelos y hacer la colada. Seguí mi camino porque el borracho era negro, pobre y estaba embrutecido. Si alguien ha de pedir cuentas que me las pidan a mí. Soy tan responsable de él como él del burro. No obstante el sufrimiento… mientras lo miraba aquella era la síntesis del sufrimiento para mí. No hice nada. Dejé que golpeara al burro. El hombre era negro. En consecuencia, una especie de vanidad valía más que el sentimiento; no soporté verme a mí misma —a ella, a Rosa Burger— como una de las blancas que se interesan más por los animales que por los seres humanos. Dado que soy libre, tengo la libertad de llegar a ser una de ellas.

Me fui sin despedirme de Marisa.

Alguien arrojó una piedra, sí. Tal vez uno de los chicos con un hermano o hermana bebé acarreado en la espalda, mientras gritaba voetsak a los perros, tiró una piedra que no me estaba destinada. Si alguien informó que había estado en una reunión pública con posibles implicaciones políticas, no sufrí las consecuencias. Nada ni nadie me impidieron usar el pasaporte. Después de lo del burro ni yo misma pude impedírmelo: no sé cómo vivir en el país de Lionel.

Conrad. No te lo dije antes. Nunca encontraron el yate. Quizás estuve hablando con un muerto: sólo para mis adentros.