Ni siquiera sé si estás vivo. Leí que un yate ha desaparecido entre Durban y Mauricio. Hay fotos de las chicas en bikini, en cubierta, «recordando la animación con que zarpó la embarcación de fabricación casera» pocas semanas atrás. Restos del naufragio a la deriva, corrientes aparte, sugieren imprevisión con respecto a lo que pudiera ocurrir: la boya a rayas que marcaba la posición de un pescador submarino, flotando desde una cuerda rota, una cubierta de plástico para hielo todavía decorada con etiquetas de bebidas barnizadas, arrojado entre algas podridas y peces voladores. En el mar, en el mar; circunnavegar significa no llegar más lejos del punto de partida. El mundo es redondo como tu ombligo. Tu contemplación del mismo en la casita ya no me sirve de nada. Soy como mi padre… como dicen que era mi padre. Descubro que puedo tomar de la gente lo que necesito. Pero tengo conciencia de que no cuento con su justificación; mi herencia sólo es la facilidad; mi dote, si a algún hombre le interesa.
Hasta el último minuto esperaba que me lo impidieran. Cuando hicieron la llamada de embarque dejé el periódico: ahora; ahora mientras me incorporo el joven policía que parpadea en la puerta con el revólver, el cordaje y el crepitante walkie-talkie me pedirá que me aparte. Yo misma podría haber parado antes, antes de empezar por así decirlo. Las primeras personas que contacté se asustaron de mí; sentí que no veían la hora de que me fuera para borrar mis huellas de la galería delantera. Quienes no tenían poder. Podría haberme dado por vencida. Es imposible decidir por adelantado si un hombre como él tiene suficiente influencia. Imposible descubrir si está o no en la cofradía. ¡Tal vez tendría que habérselo preguntado! ¿Soy la persona a quien habría respondido?
Lo extraño es que mi padre abrigaba acerca de Brandt Vermeulen el mismo tipo de ilusión que éste por mi padre. Excepto que mi padre lo citaba como algo del pasado, una oportunidad perdida, no como algo que podría producirse en una u otra de sus respectivas utopías. Lionel meneaba la cabeza asombrado ante la exégesis del apartheid con que Brandt Vermeulen ilustraba reuniones de los Rotary Clubs y seminarios políticos: ¡Hombre! No vacilará en mencionar Esto o lo Otro de Kierkegaard contra la dialéctica hegeliana para demostrar la justicia de los retretes segregados… Pero al mismo tiempo Lionel consideraba a Brandt Vermeulen una víctima de su situación histórica; con su inteligencia tendría que haber optado por el Futuro y no por el volk. Tendría que haberme acordado de todo esto cuando acudía a él. Sea como fuere, descubrí que no tenía miedo.
No tenía miedo: estaba fascinado. El estado de fascinación puede ser una función de la vanidad. Incluso la tímida mujer que traicionó a mi padre se vio arrastrada a la fascinación por una idea de sí misma tan fogosa como le habría gustado ser, idea que le transmitió él. Brandt —con qué rapidez se convirtió en «Brandt» y cuánta satisfacción le dio— se mostró cauteloso, por astucia, por evitar una chapuza derivada de la prisa y la falta de estrategia, pero esta actitud siempre estuvo contrapesada por la fascinación… no con mi ser femenino, sino con lo que él mismo estaba haciendo. Allí estaba yo, prueba definitiva de su electicismo, sentada —por fin— en su casa junto al torso con la vagina transversal, la hija de Burger que llevaba el nombre de Rosa Luxemburg y de la Ouma Marie Burger. Comprendí, mientras seguía presentándome ante él, que un pasaporte para mí lo liberaría de sus últimas dudas. Me ofrecí a proporcionarle la oportunidad de demostrar que el volk, convertido en un estado poderoso a pesar de mi padre y sus correligionarios, no necesitaba temer a aquello que no ha muerto con mi padre y que él decidió ver en mí; para demostrar que un individualista como Brandt Vermeulen podía seguir comprometido con el volk sin sacrificar «amplias simpatías» y «amplios entendimientos», que «la mezquindad y las estrechas restricciones punitivas» habían caído al sótano del museo estatal junto con los carteles de los bancos de parques con la inscripción «Sólo para blancos», que solían dar tan mala imagen del país en la prensa extranjera.
Esperaba que me detuvieran. La detente (mal pronunciado y mal aplicado) hizo posible mi pasaporte. Brandt Vermeulen quería creer en la «nueva dinámica», como él prefería llamarla; me sentaba en su encantadora casa vieja como un objeto expuesto entre los demás; si lograba conseguir un pasaporte para que la hija de Burger viajara como cualquiera —si la hija de Burger estaba dispuesta a viajar como cualquiera—, ¿quién se atrevería a decir que el régimen no daba señales de avanzar en la dirección del cambio?
Cuando llegó el 24 de abril (sé que te disgusta mi costumbre de señalar acontecimientos privados con fechas públicas, pero los acontecimientos públicos suelen ser decisivos en mi vida) pensé que me interceptarían el camino. Ese sería el punto final. La mitad del muro blanco se había desplomado sobre sí mismo; los portugueses estaban perdidos. Dick no se había proyectado demasiado lejos en el Futuro cuando me habló a través de la ventanilla del coche muchos meses atrás. Pero esta vez Brandt estaba profundamente comprometido con su clase de libertad. Me ha contado cuánta importancia adjudica a la escala humana de la acción política (las frases sucintas son suyas); eso significa que cuando uno ha descubierto la idea kierkegaardiana por la que debe vivir o morir, tiene que sustentar su política apasionadamente en teoría y al mismo tiempo emprender la tarea de la responsabilidad cotidiana, personal y práctica, de su interpretación y promoción. Me soltó un discurso tipo almuerzo informal sobre la honrosa evolución del Diálogo, empezando por Platón, el diálogo con el yo, y culminando con «la iniciativa Vorster», el diálogo de pueblos y naciones. Conmigo había asumido esa responsabilidad en la escala humana; para él, sus tardes con Rosa eran «el Dialogo» en la práctica.
Otros de mente menos delicada que la de él ejercen la escala humana en las salas provistas únicamente del mobiliario básico de los interrogatorios, convenciendo a enemigos sacados de la incomunicación que permanecen de pie hasta que caen, pateados, golpeados, sumergidos en agua y sobrecogidos por el terror hasta la resignación. Cada vez que observaba la delicada adherencia del avispero durante unos segundos, antes de que me abrieran la puerta, ingresaba en un lugar que no existía para mi padre y en el que jamás él me habría introducido aunque me haya condenado a la cárcel; un lugar en el que jamás habría puesto un pie, aunque haya heredado de él y de mi madre la necesidad de una dosis suficiente de tortuosidad taimada para permitirme ir allí… un lugar donde era posible un punto de encuentro entre aquellos para quienes la piel es un valor absoluto y aquellos para los que la piel no vale nada; un lugar cuya vergonzosa existencia reconoce la posibilidad de que haya algo que decir entre mineros temporeros, obreros fabriles, sirvientes sin hogar, campesinos sin tierras, y la clase y el color que mora en ellos. Paz. Tierra. Pan. Pero Brandt sólo conoce las expresiones largas: progreso étnico, libertades separadas, desarrollo multilateral, democracia plural. Para mostrarle al mundo cómo Sudáfrica «asediada por estados hostiles en sus propias fronteras», sólo encarcela y detiene a aquellos que amenazan activamente su seguridad desde el interior, y era más necesario que nunca, para demostrar la buena fe del país, repetir los gestos correctos de concesión. Brandt tuvo que mantenerse firme, con sus amigos de las altas esferas, en el pacto con la hija de Burger. Ella había aceptado que no se pondría en contacto con nadie que contara en el extranjero; ni siquiera iría a Holanda o los Países Escandinavos, donde los grupos antiapartheid y los Combatientes por la Libertad eran más activos, y sus antecedentes comunistas la excluían de Estados Unidos, donde las camilleras de negros norteamericanos habrían buscado su apoyo en los boicots económicos.
Nada me detuvo. Hasta la última semana todavía pensaba que me detendría yo misma. Es difícil creer que el hecho de ser lo bastante objetiva como para verme a mí misma poco interesante para los periódicos pudiera transformarse en la garantía de que no sería entrevistada por la prensa extranjera hostil. Y es muy fácil mostrarse fría ante la perspectiva de reuniones en Londres con los viejos compañeros de mi padre en el exilio, que me recibirían tan cargados de expectativas como los Terblanche y su hija, tanto que apenas parecía constituir una promesa. Y todo lo que tuve que decir acerca de mi hermano, el otro hijo de mi padre, fue que un pasaporte sudafricano no tiene validez en Tanzania. La observación lo alejó tanto de mí como si se hubiera ahogado de niño o como a Baasie, mi kaffertjie, desaparecido en algún cuartucho, en algún distrito negro, en alguna prisión, tal vez donde yo no podía alcanzarlo.
Después de haber cogido el pasaporte, una vez que me hubiera ido… no sé qué dirían los leales. Sin duda, nunca lo habrían creído de mí. Quizá llegaron a creerlo explicándose a sí mismos que me había ido obedeciendo instrucciones tan audaces y secretas que ni siquiera ellos conocían. Así, mi inactividad durante tanto tiempo se les aparecería como un propósito que siempre habían esperado por mi propio bien. Y por qué medio había conseguido documentos… eso era, sencillamente, un tributo a los extremos a que debe llegar un revolucionario. Pienso en lo que deben estar pensando. Oye… Conrad, al margen de cualquier cosa que te haya dicho sobre ellos, cualquier cosa que me hayan parecido desde que me he librado de ellos, son ellos los que importan.