La última vez que pasó por allí la autopista estaba sin terminar, pero ahora habían concluido las obras; los diversos tramos —incluyendo aquel en el que habían derribado la casita de hierro acanalado e incorporado añosos nísperos del Japón al paisaje— estaban empalmados, acortando las distancias. Las curvas acechaban en un suave apartadero del río color café con leche que se transformaba en una zanja pedregosa en invierno y ahogaba animales en verano; fincas donde habían instalado obstáculos para que saltaran los caballos; senderos interrumpidos donde el viejo negro remolcaba lo que quedaba del chasis de un coche hacia una comunidad ndebele, semejante a un fuerte de adobe sobre un horizonte de espesas malezas. Rosa Burger vio todas estas estaciones e incidentes pasados y presentes; en los otros viajes no había en ella espacio para nada entre un punto de partida y un punto de llegada. El camino la deslizó hacia la ciudad en medio de colinas brillantes con el verdor de los matorrales de espinos. El monumental altar al mito del volk, con la forma de una caja de música gigantesca a la izquierda, un letrero con publicidad del parque de atracciones del kloof silvestre a la derecha. Y al pasar por la casa del funcionario en el primoroso jardín, el tronco de enormes palmeras sustentando su nave de persianas, las casas de los carceleros en soleado orden doméstico, la cárcel de ladrillos rojo oscuro con la fachada ciega a la calle… los estrechos resquicios oscurecidos por las rejas y la gruesa tela metálica romboidal, imposible saber, nunca, cuál corresponde a qué categoría de habitación y con qué propósito, y en qué pasillo, a izquierda o derecha, aguardaba un escenario específico con una mesa y dos sillas; el coche celular y el patrullero aparcados afuera, un carcelero en su día libre coqueteando con una chica de pelo amarillento y un fox-terrier en los brazos; el portal, la enorme puerta gastada con los tachones de menos y las estanterías definitivamente marcadas. La puerta quedó atrás y llegaron los cuarteles militares, enclavados en el fondo de un jardín de guijarros, con otra palmera inmensa de la época de la vieja república, como el edificio vecino, un ejemplo encantador (le contó su padre, que había estado en Holanda) de adaptación colonial boer de las mansiones urbanas del siglo diecisiete a lo largo de la Heerengracht en Amsterdam, edificadas con ladrillo de casa de muñecas resaltando en blanco junto a la chapucera proporción de aguilones demasiado pequeños para su altura. La oficina de correos suburbana, donde hacían cola los carceleros y los visitantes de los presos… la calle Potgieter franqueaba lo suficiente para sugerir en un sobre el sello de la cárcel.
Rosa Burger atravesó el centro comercial de la ciudad a la hora de mayor tráfico, las cuatro de la tarde, mirando de reojo un papel que no la orientaba más allá de la Corte Suprema ni de la vieja sinagoga convertida en tribunal, camino que conocía. Conduciendo al ritmo de quien debe descifrar las señales, encontró el suburbio y la calle. Uno de los viejos suburbios: Straat Loop Dood, un callejón sin salida en forma de túnel hasta la barrera de una colina empinada, bajo enormes jacarandas que no estaban en flor en esa temporada. Eran casas de boers que accedieron a la burguesía setenta u ochenta años atrás; fincas de una sola planta con galenas donde los viejos que las construyeron debieron de sentarse hasta su muerte. La casa era como todas las demás; un par de cuernos encima de la puerta de entrada, un naranjo leñoso con diminutas frutas seniles, una balaustrada de madera que llevaba a la galería encerada en rojo, un bidón de petróleo de Elephant Ear y otra desde la que un cactus floreciente se agarraba a la pared y colgaba en tentáculos semejantes a patas de moscas. Una avispa había adherido su avispero a la puerta. La fachada era equiparable a las declaraciones de Brandt Vermeulen con las que le gustaba sorprender, desconcertar alegremente en los simposios: no, no vivo de acuerdo con la imagen que da mi periódico del hombre de mundo afrikaner, divorciado, en un ático con saunas y un patio de squash en el subsuelo, remedando el lujo advenedizo de Johanesburgo. Tenía suficiente confianza en sí mismo como para hacer hincapié en lo que él mismo definiría como sensibilidad indígena; la apreciación de la intimidad, la paz y una «solución ambiental» acertadamente sencilla, protegida en esta encantadora callejuela, con —por supuesto— otra sorpresa en reserva. Cuando abrió personalmente la humilde puerta, algo despeinado, esperando a Rosa Burger en cumplimiento de la cita telefónica, pero informal por naturaleza, un rostro sonriente levantado al sol, indicó el camino hasta una inmensa sala que descendía en dos niveles hasta una pared de cristales corrida que daba a otro jardín, esta vez un auténtico jardín. El interior de la casa había sido derribado y vaciado para dar lugar al espacio ocupado por un buen estilo de vida moderno. Iba descalzo, con vaqueros de lona blanca y una camisa a cuadros que olía a recién planchada, tenía el pelo húmedo porque —señaló el jardín cercado con una tapia— acababa de nadar un rato. Una tarde tan bochornosa… si quería darse un chapuzón, la piscina era del tamaño de una pila para pájaros, no podía ofrecerle dimensiones olímpicas, pero había unos cuantos bikinis olvidados por diversas invitadas… Hablaba en inglés y no parecía sentir la menor curiosidad acerca de los motivos de su visita. ¿Se sentarían afuera, bajo la parra, o dentro? Chaises-longues de madera blanca con ruedas, salpicadas con excrementos morados por los zorzales del Cabo que alimentaban a sus crías sobre los racimos colgantes.
—Es un asco… pero las uvas tienen buen aspecto aunque son esas pequeñitas y agrias de Catawba y… ¿no te parece delicioso el canto de los zorzales? Tan suave y curioso. Y ya habrás visto el tamaño de los bebés que alimentan… Rechonchos bultos con el pecho moteado todavía, pero tan grandes como la pobre mamá. Pasan volando y se posan allí con los picos abiertos, mira… Ella les mete las uvas en la boca como si fueran buzones —los pájaros volaban a ras del suelo entre él y la invitada—. Pero hace calor. Adentro estaremos más frescos; pasa, sentémonos aquí.
La disposición de los muebles dividía informalmente el espacio, dotándolo de una confortable intimidad. Rosa Burger, que nunca había estado en una vivienda de ese hombre con anterioridad, fue instalada en uno de los sillones de ante y cromo, junto a una mesa baja de cristal en la que él había estado trabajando… debajo de un cuenco con rosas amarillas apartado, textos mecanografiados y pruebas de diseños de sobrecubiertas de libros entre periódicos con algunas columnas rodeadas por un círculo rojo. Las sandalias chatas del monje que llevaba Rosa dejaban pasar la larga piel blanca de una alfombra que daba la sensación de suave césped.
Su arrugado vestido de algodón indio se retorcía alrededor de su cuerpo, flojo; para él, una evidencia de que la visita no era algo para lo que ella se hubiera preparado en modo alguno. No había el menor indicativo de qué impresión quería dar esa chica; pero ésa era, en realidad, la impresión que él se había formado las pocas veces —desde que era una adolescente— que la había encontrado e incluso a partir de fotos en los periódicos: o era tan vulnerablemente abierta que su presencia en el mundo impresionaba como una ridícula demanda, o tan inviolable que su franqueza resultaba una pretensión arrogante… lo que venía a ser la misma cosa. No comprendía la vergüenza de la necesidad de agradar e imitaba el estilo de la realeza, que nunca lleva dinero. El rosa culi (era proclive a estos viejos términos descriptivos tan inocentes y candorosamente insultantes), el rosa púrpura del vestido contrastaba de forma atractiva, casi pictórica, con su cutis: luces verde bronceado resbalaban por sus clavículas cetrinas y el declive de la respiración serena en el escote sujeto con bramantes donde nacían los senos. El vestido era meramente poco interesante y no poco convencional al modo llamativo en que a él le gustaba las ropas sueltas en los cuerpos altos de las actrices de teatro en afrikaans y de las profesoras de la escuela de arte, que eran las mujeres que solía tener a su alrededor. Era a pesar de su vestimenta que Rosa conservaba ese potente atractivo físico; sin maquillaje, los labios llenos suavemente acolchados en posición de descanso después de una convincente sonrisa amable, la claridad acuosa de los ojos y el acento brillante de las cejas en la tersura ahumada de su tez. La vitalidad quedaba sugerida por el rizado pelo oscuro, sin inclinar coquetamente la cabeza cuando hablaba o escuchaba, serenamente de pie más allá de las banquetas cuando la dejó para ir a buscar el refrigerio.
En una de las paredes un óleo de heroicas proporciones: el ojo de la visitante lo comparó a otros colgados en la misma sala. Todos estaban compuestos en forma radial desde figuras que parecían descender hacia el centro del lienzo desde cierta altura, extendidas como un suicida en el pavimento, o apoyadas contra un paredón visto desde las perspectiva del pelotón de fusilamiento. Brandt Vermeulen era, evidentemente, mecenas del autor. También había un dibujo de Kandinsky y un litografía de Georgia O’Keeffe que no reconoció hasta que, mucho después, el anfitrión le explicó sus gustos y preferencias ya que ella era bastante ignorante respecto a los movimientos artísticos; un sátiro de Picasso inconfundible incluso para ella, y un grupo de pequeños paisajes del Cabo y Karoo, intensamente atmosféricos, que tenían que ser de Pierneef. Un grabado de la tienda de uno de los herbolarios africanos que mostraba la línea real zulú desde Shaka hasta el contemporáneo Zwelithini, Dios de la Buena Voluntad, agrupados en retratos de camafeo alrededor de una choza en forma de colmena, y enmarcados en plástico de rayas rosas, exactamente como si estuviera en una pieza de servicio, representaba pintorescamente la ingenua tradición local, en la misma línea (se enteró más tarde por boca de un anfitrión) que Rousseau o la Abuela Moses. Sobre un antiguo arcón del Cabo, de madera amarilla, junto al asiento de la visitante, una presencia de la que se percató mientras estuvo sola, un torso femenino de tamaño natural, en plástico, dividido por la mitad en un costado azul y uno rojo, con los labios vaginales horizontales a través de la parte exterior del pubis, como los labios de una boca. La punta del clítoris sacaba la lengua. Los pezones eran de plexiglás y sugerían simultáneamente la dureza de la tumescencia y lo gélido de la frigidez.
Brandt Vermeulen llevó zumo de naranja. Le pidió que apartara las rosas y dejó la bandeja entre los pétalos caídos. Había un bizcocho tibio en forma de pan.
—Tienes que probar como mínimo media rebanada, el pan de jengibre de mi Nina es toda una experiencia y se ofende… —era delicioso, auténtico, disfrutó del placer de la mutua experiencia del zumo natural y puro y la delicada picantez, sirviéndose más bizcocho y expresando con gestos que ella hiciera lo mismo—. Es una antigua receta familiar de mi abuela que Nina aprendió cuando era una negrita que no levantaba un palmo del suelo y ayudaba en la cocina… eso dice, pero mi madre asegura que es ella quien la recibió de manos de su madre y se la enseñó a Nina. Probablemente también se la transmitieron a tu madre.
Podía existir cierta relación familiar lejana entra Brandt Vermeulen y Rosa Burger. No figuraba en los archivos del departamento de Seguridad del Estado. La madre de ella había sido poco precisa al respecto. La madre de Brandt Vermeulen y la de Rosa podían haber sido primas terceras o cuartas por rama materna; él no necesitaba reconocer la posibilidad ni Rosa tener motivos para reivindicar ningún parentesco en la condición colateral de afrikaner donde, si retrocedías trescientos años, todos los Cloete y Smit y Van Heerden resultarían tener vínculos sanguíneos con todos los demás. No, nunca había probado un pan de jengibre tan bueno.
¿Le gustaba la calabaza en conserva? ¿Sabía lo que era calabaza en conserva? ¡El sospechaba que no! Se jactó juguetonamente de su huertecillo que estaba por allí, cerca de la piscina… la gente no se daba cuenta, sencillamente, de lo maravillosas que eran las verduras, tenía que mostrarles sus berenjenas de color caoba y los chiles granates, y las calabazas parecidas a esos cojines rellenos con un botón en el centro. Su jardín, sus pinturas, esta especie de aventura delirante —sopló pétalos de rosa para alejarlos de las pruebas de sobrecubiertas—, ahora que estaba a punto de perder hasta la camisa publicando un libro de grabados en madera y poesía que en realidad era erótico pero que no le crearía problemas con las tannies[13] porque los grabados eran demasiado abstractos y los poemas demasiado esotéricos para tener la esperanza de vender algún ejemplar…
Podría haber seguido entreteniéndola con su entusiasmo y su capacidad de no tomarse en serio a sí mismo, ella podría haberse levantado para marcharse después de una hora sin haber descubierto el propósito de su visita. Esas magníficas calabazas… Nina las preparaba agridulces, le daría un tarro para que se lo llevara a casa.
—¿Todavía vives en la casa… la casa de tu padre? —rió, no quería fisgonear—. ¿Estás casada o algo así?
Respondió que había vivido en varios sitios y ahora estaba en un piso pequeño.
—Entonces renunciaste a esa casa… naturalmente. Estuve allí una vez, más o menos a los quince años… no creo que tú hubieras nacido.
Rosa sonrió, cerró los ojos momentáneamente en un esfuerzo inconsciente para recordar o negar.
—Sí, yo había nacido.
—Bien, eras demasiado pequeña para ponerte en evidencia…
Me fastidié una rodilla jugando al rugby y el tío que me tenía a su cargo mientras yo estaba en la escuela, lejos de casa, quiso conocer la opinión de tu padre antes de asumir la responsabilidad de la habitual operación de cartílago. Para él no había nadie como Lionel Burger: ¡Será un rojo pero es el mejor médico del país! Mi padre no tuvo más remedio que ceder… —pasó al afrikaans sin darse cuenta—. Yo estaba un poco nervioso, no sabía cómo era un rojo, lo imaginaba como una especie de anticristo, de Frankenstein, al que los chicos veíamos en el biógrafo, pero tu padre resultó estupendo, hablamos de rugby, él había sido zaguero de un equipo de primera cuando estudiaba medicina. Pensé en qué demonios habían querido decir tachándolo de rojo.
—Vendí la casa y renuncié a mi trabajo en el hospital. Hace ya más de un año —también ella empezó a hablar en afrikaans.
Su rostro sonriente, limpio de sol y cloro, se compuso para reflexionar en que tal vez su visitante había renunciado a algo más que una casa y un trabajo. El ingenio y la frivolidad se vinieron abajo como cometas que se posan en tierra graciosamente.
—He estado trabajando para un asesor de grandes inversionistas. La organización de Barry Eckhard.
—Comprendo —la miraba, esperando la revelación.
Ella no dio señales de nervios o perturbación, aunque tampoco adoptó la actitud defensiva que él solía encontrar si alguien lo presionaba. Ella era dueña y señora de sus propios silencios, como si fuera él quien debía esperar a que hablara en lugar de ser ella quien tenía que encontrar la oportunidad. Brandt se cruzó de brazos.
Habló con el tono y la cadencia que había empleado para decir que a su madre no le habían dado, por lo que ella sabía, la receta del pan de jengibre.
—No es muy interesante. De hecho, mucho menos de lo que yo pensaba.
El hizo aletear sus pestañas rubias en dirección a la preocupación que le aguardaba sobre la mesa.
—Las formas de perder dinero son más divertidas, lamentablemente.
—No puedo decir que esté harta de eso… todavía. Más bien parece que no he hecho… cómo diría… que no he tomado contacto con ellos.
El se vio llevado a una de esas preguntas que sugieren la respuesta.
—¿No es lo que tú quieres…?
Rosa dejó que la pregunta se convirtiera en conclusión. Después habló, no como si reflexionara, sino directamente para él, en una serena manifestación que llegaba hasta él y lo rodeaba.
—Quiero ir a otro sitio.
El se tomó tiempo:
—¿Otro trabajo?
—Me gustaría conocer Europa.
Dicho así parecía razonable; él había ido y vuelto con frecuencia; ella, una chica como cualquier otra, una chica en la veintena, de una inteligencia, educación y clase que daban por sentada la experiencia del mundo exterior, ¿no era perfectamente razonable que tuviera conciencia de la posibilidad de los placeres que también existían para ella? No pudo menos que ser serio y comprensivo.
—¿Y por qué no lo haces? ¿Por qué no podrías hacerlo?
—Nunca he viajado.
—¿Ni de niña? —empezó a sonar el teléfono.
—Nunca pude. —Rosa Burger no dio la impresión de darle permiso para ir a atender.
—Creía que una o dos veces tu padre… —el teléfono seguía descargando sus impulsos eléctricos sobre ellos, comprimiendo el aislamiento de su charla hacia la complicidad. Se levantó, para no compartirla—. Maldición, nadie atenderá —los criados viejos tienen la desventaja de ser sordos.
Desde otra habitación llegó su voz, vivaz, halagadora, alegre; al volver todo se esfumó rápidamente de su expresión.
—Disculpa —en un gesto simiesco su mano se disparó sola y le metió un trozo de bizcocho en la boca.
—Mis padres fueron varias veces a la Unión Soviética, pero eso fue antes de que yo naciera. La última vez que mi padre estuvo en el exterior fue en 1950, yo tenía dos años, también visitó Inglaterra y Checoslovaquia. Por todo el… a Estados Unidos no, los norteamericanos no le permitieron la entrada. Fue la última vez que él o mi madre estuvieron autorizados a salir. Y cuando yo crecí, eso se me aplicó automáticamente.
Sonaba como algo meramente transmitido: otra receta familiar.
—¿Nunca lo intentaste?
—Una vez —le sonrió—. Aunque no muy seriamente. Quiero decir que no en una forma que tenga sentido. Sencillamente me presenté en la oficina de pasaportes y rellené un formulario… Pero entonces mi madre vivía, y también mi padre.
—¿Y ahora? —por primera vez, su voz la tomó para sí.
Ella se limitó a reiterar:
—Quiero conocer otros sitios.
Pero siguiendo la referencia a Lionel Burger y su mujer, Brandt notó que la afirmación tenía otro carácter; además, oyó «conocer» y no «ir»: Quiero conocer otros sitios. La madre, el padre; su destino, aquí o en cualquier parte, no tenía por qué ser el de ella. Adoptó el tono tranquilizador y estimulante de alguien que puede estar totalmente de acuerdo con un movimiento que no tiene nada que ver con él:
—Bien, ¿por qué no? Naturalmente… por supuesto.
—¿Crees que puedes ayudarme?
No eludió su mirada; su sonrisa se profundizó y la piel del costado de su ojo izquierdo fue tironeada por algún nervio; repentinamente se levantó y permaneció inmóvil como si hubiera olvidado para qué. Se debatió contra agudezas y gracias que a ella de nada servirían; no sabía cómo volver al plano de la simpatía sin responsabilidad. Ella ni siquiera había pronunciado el condicional «podrías»; había dicho «puedes». Más, viniendo de ella: Estoy dispuesta a permitírtelo.
Se pasó ambas manos por el pelo corto, estiró los dedos y dejó caer las manos. Sonrió con la mirada fija en ella, demostrándole que mantenía el buen humor, el encanto… casi como un caballero británico, desconcertando a los propios liberales ingleses en el debate. Cuando habló se dirigió a Rosa con un diminutivo en su idioma para que notara —¿comprendía?— que no repudiaba vínculos sin necesidad de consanguineidad. Ella y su padre y su madre compartían algo con él aunque ellos renegaran del volk nada podía cambiar eso, Lionel Burger había muerto en la cárcel como un comunista impenitente, pero con él también había muerto un afrikaner. Brandt Vermeulen no necesitaba decirle que su padre podría haber sido primer ministro si no hubiese sido un traidor. Era algo que se había dicho muchas veces. Para el pueblo afrikaner, Lionel Burger era una tragedia más que un paria; de ese modo seguía perteneciéndoles. No podrían permitir que la tierra de la madre patria fuese profanada por su cadáver y sin embargo así ellos mismos quedaban absueltos de su destrucción.
—Kleintjie[14] no eres un problema fácil… —le sonrió con dulzura—. No se trata de quién ayudará… lo sabes muy bien… no tengo que decírtelo… la mejor voluntad del mundo…
—Estoy dispuesta a intentarlo. Te lo pido porque a nadie se le ocurriría dudar de ti… quiero decir que no puedo perjudicarte de ninguna manera.
—Oye… no debes sobrestimar lo que soy, mi posición. No le hablo al oído al primer ministro… y si lo hiciera, si pudiera… es un hombre de principios, nadie… ni sus enemigos lo niegan. Si quieres decir exactamente lo que dices… y das la impresión de decir siempre exactamente lo que quieres decir.
—Quiero salir.
—Créeme, lo entiendo… no lo pongo en tela de juicio, yo mismo he vivido lejos, en el extranjero. Es necesario, te ayuda a saber de dónde eres. Te convence… ya verás.
—Espero tener la oportunidad de verlo —rieron, acortándose rápidamente el tempo entre ambos, a pesar de él.
—Lo verás… espero. Lo que estamos haciendo aquí puede asustar al mundo, pero todo lo que es salvaje y maravilloso siempre resulta un tanto terrible para alguien. Tu padre encontraba la misma reacción ante sus ideas, ¿no? Desde luego: los que somos diametralmente opuestos nos entendemos mejor. Si las cosas hubieran sido distintas… si tu padre hubiese vivido más tiempo, creo que hubiera superado su desesperación. A mi juicio el hecho de que viviera como un comunista era una expresión de desesperación. No creía que su pueblo pudiera resolver el problema de su situación histórica. Entonces se inclinó por la noción de la solución históricamente inmutable. Y, sí, no confiaba en nosotros: su propio pueblo; él mismo… así es como yo veo las cosas. Pero si hubiera vivido un poco más, sinceramente creo que un hombre con sus cualidades… un gran hombre…
Brandt Vermeulen forzó la pausa para que los dos pudieran reflexionar.
—Un hombre como Lionel Burger habría estado preparado para reconocer un descubrimiento: nosotros hemos llegado más lejos… estoy convencido. A menudo he pensado que quería hablarte de esto, pero en realidad no te conocía. La dinámica del afrikaner no se agotó como la dinámica social en Europa y probablemente en Estados Unidos. Ha adquirido diversas formas desde la época de la conquista a saco, muchas. La de tu padre fue una de esas formas. He oído decir que alguien está escribiendo un libro acerca de él… con frecuencia he pensado que soy yo quien… me gustaría desarrollar esta idea de que se ha desviado de su destino y por qué.
Rosa mantuvo la expresión considerada de quien respeta un enfoque erudito. Por supuesto, el sentimiento era una emoción demasiado poco profunda para alguien de sus antecedentes.
—Es terrible… murió prematuramente. Pero en otro sentido —buscó la forma de decirlo sin parecer brutal— no ha pasado el tiempo suficiente. ¿Me sigues? Aunque para ti… —contuvo la respiración y se inclinó hacia adelante.
—Otra vida —no se explicó… estaba separando el contexto de su padre del propio o en cierto modo era tan directa que Brandt Vermeulen no podía dar crédito a su demanda: Quiero conocer otros sitios.
—Claro… no hay que vivir en el pasado, el presente es tan emocionante. Sí, alarmante ¡y sin embargo! —no tuvo necesidad de mencionar Angola, Mozambique, Rodesia, Namibia, las guerras fronterizas que libraba su país, cuestiones en las que él y ella podían no estar del mismo lado—. Y eso es todo —su mano en el aire abarcó la atención de Rosa, su rostro, su existencia, con el gesto de su bolígrafo rojo seleccionando párrafos en los periódicos—. ¿Sencillamente, quieres irte? ¿De vacaciones?
—La gente lo hace todos los días.
—De vacaciones.
—Sí.
—Como cualquiera.
Intercaló movimientos afirmativos de la cabeza y sonrisas, como si ella fuera una cría que daba las respuestas correctas.
—Si tú eres como cualquiera… suponiendo que uno formulara algún tipo de petición en tu nombre, sólo suponiendo… en principio… es demasiado esperar que te consideren como a cualquiera.
—Lo comprendo.
—Lo comprendes —las uñas muy limpias después de nadar; con ellas palpó la línea que agrietaba la almohadilla rosada de su mentón—. Lo comprendes.
Ella no se intimidó.
De momento, súbitamente frívolo, Brandt se protegió congratulándose a sí mismo por incluirla entre quienes no se toman demasiado en serio.
—Tendrás que conformarte con un tarro de las calabazas en conserva que prepara Nina. No sé qué puedo hacer, si es que hay algo… si algo…
—Cualquier cosa que ofrezcas.
—No se trata de lo que yo ofrezca… sino de lo que se pide, chiquitina —rió, rieron, la mano de él estabilizó el hombro de Rosa.
Sin duda volvieron a investigarla, si eso era lo que él quería decir. Al menos Brandt Vermeulen llegó tan lejos como para conseguir que su íntimo amigo del Ministerio del Interior consintiera en considerar la necesidad de investigarla, en lugar de rechazar la cuestión lisa y llanamente. Eso fue un logro en sí mismo; ella dedujo que lo había conseguido, en posteriores visitas a su recluida y encantadora casa con cuya existencia uno no habría soñado cuando sólo conocía el camino del tribunal y de la cárcel. Aparentemente, siempre se alegraba de verla, o mantenía, a su manera, una tradición de hospitalidad que sustentaría cualesquiera fuesen las circunstancias.
—Nada alentador para decirte. Tienes que saberlo desde el principio… tendrás que armarte de la paciencia de un santo —seguían hablando en afrikaans, pero la frase salió en inglés.
Nunca mencionaban nada por teléfono, observando cada uno por sus propias razones las cautelas necesarias en el país. Fue en marzo y abril para escuchar este consejo personalmente; era posible, incluso probable, que en algún lugar de la sala, detrás de uno de los cuadros de su colección o en las grandes vasijas de «arreglos» florales que proveía su jardín… hubiese otro «arreglo» que registraba la conversación como parte de la investigación. Era lo que ella debía suponer; para ser justa con él, para salvaguardar su posición. El no sólo usaba su nombre a menudo, sino que ella empleaba el de él, llamándolo Brandt, tranquila y abiertamente: para cualquier servicio de escucha ella estaba apelando a una autoridad. El le contó la divertida historia de la forma en que había llegado a adquirir el torso de plástico con las fantasías anatómicas —las denominó así recurriendo una vez más al inglés y volvió una y otra vez al tema de la biografía de su padre—. Ella le habló del joven que la estaba escribiendo, o al menos reuniendo material, y cuál era el enfoque. Coincidieron en que probablemente el resultado no sería gran cosa; un inglés —sintetizó Brandt Vermeulen—, ¿cómo esperaba un inglés desentrañar la personalidad de Lionel Burger? Ella siempre se olvidaba de llevar el bañador, aunque a finales de abril hacía bastante calor como para que en una ocasión (Nina la hizo pasar y la acompañó hasta el jardín) lo encontrara en la piscina, arrojando una pelota a un pequeñajo negro muy alborotador que chapoteaba envuelto en la cámara de un viejo neumático.
—Ah, ¿nunca habías visto a mi kaffertjie? —salió para saludarla, habló afectuosamente mientras el chico salpicaba y gritaba demasiado para oírlos. Era el nieto de su Nina, que pasaba las vacaciones escolares consentido en el jardín.
Sólo en mayo se volvió operativo el otro significado de la observación de Brandt: Es lo que se pide, chiquitina.
—Imagino que lo último que tienes ganas de hacer es sumarte a la madriguera de exiliados. En Londres y demás. —¿Brandt Vermeulen hizo una mueca de respetuoso aburrimiento?—. La vieja pandilla.
Rosa Burger sonrió lentamente; meramente tolerante, pensó él, y retomó la palabra.
—No, claro que no. Vacaciones. Eso es lo que he asegurado… —la miró por un momento que nunca se repetiría. Ella no dijo nada pero comprimió las comisuras de sus labios suaves y adelantó la barbilla señalando que asimilaba el convenio tácito—. Bien. Y ya que hablamos de ello… tal vez husmeen tus documentos en el extranjero.
—No lo creo —no se consideraba tan interesante.
—Sí, en Inglaterra… hija de víctima del apartheid visita Torre de Londres, ya conoces el estilo…
Ella estaba meneando la cabeza, la barbilla todavía adelantada; un gesto tranquilizador para él, un tic peculiarmente afrikaner, típico como el encogimiento de hombros de un francés.
—Queda entendido que no concederás ninguna entrevista a la prensa. Tú no quieres publicidad, no es tu estilo. ¿De acuerdo? Ahora bien, no tomaré ningún compromiso… no haré ninguna promesa sobre nada que tú no tengas claro o con lo que no estés conforme. Entonces de acuerdo, yo estoy satisfecho. Espero que a otros les ocurra lo mismo —esbozó su sonrisa juguetona y estimulante.
—¿Algo más?
La escrupulosidad de Rosa lo volvió optimista.
—No. Creo que las cosas se están moviendo. Es algo sensato por ambas partes… —estaba citando un argumento que había expuesto en algún lado—. Nosotros no carecemos de confianza en nosotros mismos, no tenemos por qué ser vengativos, ¿verdad? No tienen que tenerte prisionera como hacen los rusos con las familias de sus disidentes de generación en generación. Si hay algo más, te lo haré saber, seré sincero. Ah… un pequeño detalle… tu hermano… ¿tienes un hermanastro, no?
—Sí.
—¿No lo verás?
—Con un pasaporte sudafricano no me permitirán entrar en Tanzania.
—No, no, pero él podría estar en Europa.
—No había pensado ponerme en contacto con él.
—Entonces no hay ningún problema, ningún problema.
Brandt no quería alentar demasiado sus esperanzas pero a veces, hablando de otras cosas (seguía al tanto del pensamiento de los movimientos en boga de Europa y Estados Unidos, en una ocasión le explicó la teoría de Monod sobre azar y necesidad, en otra algo sobre Piaget y el estructuralismo —es fascinante— o las obras de Galbraith y B. F. Skinner), mencionó domicilios que le daría, gente a la que debía visitar, sus buenos amigos.
Más de un año después de su primera visita a Brandt Vermeulen, Rosa Burger recibió su pasaporte. El documento tenía un año de validez y sólo servía para el Reino Unido, Francia, Alemania e Italia, pero no para los países escandinavos, Holanda o Estados Unidos. No comunicó a nadie que lo poseía. Renunció a su trabajo en la empresa de Barry Eckhard sin dar ninguna explicación. No se despidió de nadie con excepción, quizá, de Marisa. Vigilancia no podía estar segura. No dijo una palabra a Flora ni a William Donaldson y no había visto a Aletta ni a los Terblanche desde hacía muchas semanas (las dos Terblanche fueron puestas en libertad, aunque ambas bajo proscripción). En ese momento no mantenía una relación lo bastante permanente con un hombre para necesitar una ruptura. Ni siquiera los periódicos dominicales descubrieron que se iba; nadie salvo el Ministerio del Interior, el departamento de Seguridad del Estado (BOSS) y Brandt Vermeulen (tampoco se despidió de él; habían acordado tácitamente que él no tendría ninguna relación personal con su partida una vez que ésta estuviera asegurada), supieron que ahora tenía pasaporte.
El documento fue expedido contrariando el consejo y las instrucciones expresas del BOSS. que no podía entender cómo se lo concedían y en consecuencia se desmarcó de toda responsabilidad ulterior por el riesgo que implicaba. El caso se convirtió en uno de ésos que crean hostilidades y rivalidades interdepartamentales. Pero nada pudo hacerse para retenerla. Rosa Burger se sentó sin ser reconocida en el salón de salidas del aeropuerto a primera hora de la mañana del domingo. Sus piernas en téjanos y sus botas se veían debajo del periódico abierto que tapaba su cara pero no la ocultaba; cuando hicieron la llamada de embarque, la chica bajó el diario y la escuchó como si fuera una cita privada, sólo a ella destinada. Recorrió a paso lento la pista de despegue, desapareció bajo la sombra del ala del avión y —allí estaba— reapareció otra vez a la luz del sol. Subió la escalerilla de metal hasta la sombra más oscura de la puerta, sin volver la mirada. Vigilancia la vio partir.