Sección XVII

Supongo que tenía la intención de ir al territorio para permanecer un poco más en la órbita de Marisa, como la gente que toma la segunda copa para prolongar el efecto placentero de la primera antes de que se disipe. No sé, no lo había decidido. El hombre que escribía acerca de Lionel estaba conmigo en el piso a primera hora de la tarde cuando llegó alguien. Hasta la sorpresa es algo que no puedo dejar de ocultar. No se lo presenté al biógrafo. Orde Greer es un reportero gráfico que me conocía de vista, como tú, y a quien yo conocía como a ti antes de que tomáramos café en Pretoria aquel día, ambas cosas durante la época del juicio de Lionel, un rostro entre muchos en los que descifraba quién era yo. En los últimos años lo he visto una o dos veces en una fiesta, acariciando a una chica poco dispuesta a la manera indiscriminada de un hombre que al día siguiente no recordará nada. Estuvo en el homenaje póstumo a Lionel. Su nombre es conocido como una firma en el periódico; yo identificaba su persona con una cojera resultante de la polio, como él identificaba a la mía por mi relación con mi padre. Me saluda por la calle y yo respondo inclinando la cabeza.

Un hombre que usa veldskoen, calcetines rojos arrollados, pantalones cortos y, a pesar del calor estival, un jersey negro ceniciento de pescador… si no lo hubiera reconocido al instante por su condición de lisiado, habría creído que era un deportista en período de entrenamiento.

—He venido a recogerte. Para llevarte al lugar de Fats…

Dado que el biógrafo estaba a mis espaldas, respondí como si hubiéramos concertado este acuerdo.

—Tardaré unos minutos. Pasa.

No mencionamos el nombre de Marisa delante de un tercero; este mero hecho estableció una zona en la que Orde Greer y yo nos conocíamos más que de vista. El biógrafo de mi padre paseaba la mirada a su alrededor con la frustración, oculta bajo su afectación de buenos modales, de quien descubre que no reconoce a alguien cuya significación debería tener clara. Reunió sus notas para retirarse; me disculpé vehementemente por poner punto final a la sesión, pero fue él quien se deshizo en excusas. Se marchó; no le dije a Orde Greer quién era él ni qué estaba haciendo.

Ignoraba si Greer era o no de los nuestros; tal vez lo fuera. Su carta de presentación era que lo había enviado Marisa. Le ofrecí un trago para que me diera tiempo de arreglarme un poco antes de salir.

—Está bien. He llegado temprano… ¿ocurría algo?

Sentado en mi sillón (el viejo de cuero verde del color del acebo que estaba en el estudio de mi padre y en el que a los chicos nos gustaba deslizamos porque la fricción de los muslos desnudos producía electricidad estática) tenía el aire de ocupar un sitio al que tenía derecho, asumido con una agresividad ligeramente nerviosa antes del desafío. Ahora el conjunto sugería naturalidad en la compañía a la que estaba destinado.

Claro que los periodistas tienen que ser así… están acostumbrados a asumir situaciones, lo sé. Temeroso de mí y al mismo tiempo familiarizado; adquirí mucha experiencia en estas cuestiones durante el juicio. Sólo había cerveza; hizo una pausa para señalar que lamentaba la ausencia de la botella de whisky con la que esperaba arreglarse:

—Está bien, cerveza —cabellera espesa que se enmarañaba con la barba y lo dotaba de una cabeza conscientemente noble, de frente, dejándolo vulnerable cuando se inclinó para recuperar la argolla de metal caída de la lata, que dejó a la vista el pelo que faltaba en el cuero cabelludo, como un bebé tonsurado por la almohada en la que reposa indefenso.

Supongo que mi experiencia con los periodistas me endureció en su presencia, a pesar del tiempo transcurrido desde el proceso de Lionel. Me transformo en las imágenes congeladas de las fotos de prensa, la chica regordeta con el pañuelo de cachemira en la mano, el pelo desgreñado a su aire, los tendones desafiantes en el alarde del cuello, la cabeza vuelta hacia la cámara porque no tiene que ocultar el rostro como los parientes de un estafador, la mirada desagradecida porque no necesita comprensión ni piedad como los parientes de un asesino. ¿Y quiénes son ellos para haber decidido —la ley no les permitió fotografiarlo a él—, con sus descripciones de Lionel en el banquillo, la forma en que escuchaba las pruebas en su contra, la expresión con que enfrentaba a la galería pública o saludaba a los amigos, que sabían quién era, cuando yo ignoro si lo sé?

Este me miraba desde mi sillón con la jarra de cerveza como un cetro, señalando que notaba que me había puesto un par de pantalones bien ceñidos, no como el hombre que se adjudica ser el destinatario por el que una chica se ha puesto más atractiva sexualmente (no se habría atrevido a tanto), sino a la manera en que un intruso percibe un comportamiento íntimo que no se le escapa y del que extraerá conclusiones que le darán categoría de persona enterada. Me miró de arriba abajo… casi. Esbozó una semisonrisa para sí mismo.

Era una de esas personas a las que les resulta más fácil hablar mientras conducen y se dirigen a su interlocutor únicamente con la voz, pues el cuerpo y la atención están concentrados en otra cosa. En un tono indiferente con el que me dio a entender que tenía planeado plantear el tema, me preguntó si había leído un libro recién publicado en Inglaterra por un antiguo preso político en el exilio.

Uno de los nuestros.

—Todavía no lo he leído.

Se ofreció a prestarme su ejemplar. Le di las gracias pero no acepté… no lo necesitaba. Sabía que Flora, que disfruta tanto haciendo correr riesgos insignificantes a la gente «común» sin que se enteren, había dispuesto que un socio de William pasara de contrabando algunos ejemplares traídos de Londres.

—Habla bastante de ti, por supuesto. De tu padre y su familia.

—Estuvieron juntos en la cárcel el último año de vida de mi padre.

—También hay mucho sobre eso… conversaciones con tu padre. Cómo dirigía su pequeña clínica, más o menos, hasta los carceleros le consultaban sus achaques. Tuvieron que decidir si le permitían dar recetas y finalmente le entregaron unos blocs que los políticos usaban para hacer circular su propio boletín… es interesante. Pero también hablan de los días en que… los tiempos en esa casa. Los domingos. Esa famosa casa —estaba siguiendo una ruta que me era desconocida—. Me pregunto qué te parecerá, cómo te caerá.

Quería que le preguntara por qué; comprendí que en el libro debía de haber cosas que yo podía confirmar o negar, cosas que en su opinión me disgustarían. Si es uno de los nuestros eso significaba simpatía partidista, pero si es uno de ellos —un periodista liberal que observa las «reacciones» de la hija de Burger, que disfruta por «estar al tanto»— no era nada más que el renacimiento de un antiguo sensacionalismo periodístico.

—¿Estás seguro de saber adónde vas?

Lo tomó como un cambio de tema deliberado, se interrumpió y soltó una risilla.

—¿Por qué no lo iba a estar?

—Es que nunca he ido a Orlando por este camino. ¿Sabes dónde vive el primo de Marisa?

—Sí —su sequedad me sonó como un reproche; no era un turista en los distritos negros ni un sueco que necesitara cicerone. Se atusó la barba entre los dedos mientras esperaba para girar a la derecha—. Nunca vi el interior de esa casa.

Extraño que dijera esto. A mí. Y a la manera de alguien que habla consigo mismo con la certeza de que será oído. ¿Rodaba como tú, Conrad? ¿Qué quería de nosotros? ¿Qué absolución creías que encontrarías en lo que hacía mi padre?

El periodista y yo perdimos contacto en cuanto nos encontramos en el «lugar» del primo de Marisa. Esta todavía no había llegado; pero «caería en cualquier momento». Fats fue imparcialmente acogedor como un presentador de televisión. Allí estaban la cerveza, el whisky y los vasos; tres o cuatro negros con chaqueta de algodón a cuadros y corbata estampada, sentados muslo a muslo en sillas, entre ellos algún enano con los tejanos embolsados en las rodillas, zapatillas sin cordones, las cabezas grandes y tristes de los jockeys o los intermediarios entre el dinero y el deporte. Había un chico insolentemente guapo amoldado en sus tejanos azul cielo, al igual que las chicas de la época victoriana quedaban definidas por sus encajes ceñidos. Un hombre de edad madura, con el traje oscuro de un director de escuela negro y un elegante alfiler de corbata, dormitaba aparentando participar de la animación. Algunos hombres conversaban y discutían; Orde Greer tenía un vaso de whisky en la mano, interrumpía (Escucha, hombre, escucha), inclinaba la cabeza para beber un trago, el leve arrastrar de la cojera hacía de él un mendicante.

Una cría se acercó a mí con una taza de té con leche que repicaba contra su platillo.

—¿Cómo lo ha pasado? ¡Cuánto me alegro! —la mujer de Fats bajó a otro chico de una silla del comedor con un reproche en su lengua, sin abandonar la sonrisa convencional—. Pensé que se habría ido o algo así… después que su padre pasó a mejor vida… qué pena —se instaló a mi lado—. Pruebe una pasta, Miss Burger, las hace mi cuñada, que es una pastelera maravillosa y hasta prepara pasteles de boda. Lamento no ser tan inteligente como para eso —nunca se decide a llamarme Rosa ni a tutearme. Formo parte del ambiente de su famosa y valiente prima política, Marisa Kgosana; de la distinción transferida a su familia por su parentesco con Joe Kgosana, que está en la Isla con Nelson Mandela.

Cogió la mano de una muchacha que había estado entrando y saliendo del dormitorio contiguo, para acomodarse la blusa atada debajo del pecho y apretar el sello de un labio pintado de morado contra el otro:

—¿Sabes quién es ésta? La hija de Lionel Burger —pero la muchacha no supo reconocer mi identidad. Durante un segundo estrechó la mano de una chica blanca. No dijo nada—. Miss Burger, le presento a mi sobrina Tandi, probablemente habrá visto el anuncio de Fanta en el tablón publicitario que hay al girar hacia Soweto. Está allí.

La muchacha ya se había alejado, superior al elogio de una tía que se dejaba impresionar por los blancos. Se reunió con una amiga, las dos apoyadas en una pared desde la base de los zapatos con plataformas el doble de gruesas que los pies que sustentaban, las cabezas geométricamente diseñadas más que peinadas, con el pelo separado en pequeños cuadrados cada uno de éstos estrictamente orientado hacia su centro en una trenza de rollo de tabaco tirante para conectarse con el siguiente. Un bebé con el culito al aire entró gateando desde donde se olía a cocina, perseguido por una vieja pesada que lo dejó reír y patalear mientras, sonriendo con su boca vacía de dientes, hablaba con las dos muchachas. Margaret Fats seguía hablándome de su sobrina con el vocabulario inglés de los periódicos negros.

—Una modelo famosa y actriz de primera —balbució incómoda por la presencia del bebé desnudo, viéndolo con ojos que no eran los suyos y lo alzó, también riendo, con su cara bonita y sexualmente contenida bajo la peluca y su torpe cuerpo voluptuoso, por un instante al lado de la vieja, conjuro de lo que en otros tiempos fue la anciana y ésta claramente lo que llegaría a ser la joven—. ¿Sabe quién es…?

La abuela me trató a la antigua usanza. Su inglés era el que los blancos suelen imitar. Me sujetó por la muñeca:

—El Señor recompensará a tu papá. Sí, él tiene su recompensa con Dios. Sí, oye, te lo prometo. El pueblo africano damos gracias al Señor por lo que tu papá hacía por nosotros, sabemos que era también nuestro papá. —Margaret no se turbó por ella. Paseaba la mirada desde la anciana hasta mi y sonreía mostrando su acuerdo.

Podría haberme conmovido. La tarde del aniversario de la muerte de Lionel: pero yo era consciente de esas dos muchachas, una mascando chicle con la concentración de un trance, la otra (que me había sido presentada) una cabeza de foca en una misma línea que el cuello, dignamente egocéntrica. Pero no, sólo sentí afinidad con ellas, con su distanciamiento, aunque también estaban distanciadas de mí.

El lugar de Fats, dijo Marisa. Dije yo. Dijo Orde Greer. Los negros no hablan de «mi casa» o «en casa» y los blancos han adoptado de ellos el término. Un «lugar»; un sitio al que pertenecer, pero también algo que establece el propio destino y pone aparte mucho a lo que uno no pertenece. Hacía tanto que no estaba con negros en sus hogares que lo vi —Soweto, Orlando, esta casa en el distrito (un año después de la muerte de Lionel)— como algo aparte, aparte de mi vida cotidiana; algo del pasado. De niña entraba y salía de los distritos negros con mi madre, tan a menudo y naturalmente que fastidiaba a tía Velma y a tío Coen hablando de estas cosas cuando Tony y yo vivíamos con ellos. Hacía muchos meses que no cruzaba la línea divisoria que se abre cada vez que un negro se separa de un blanco y va a su «lugar»; la frontera física de calles limpias que se convierten en caminos llenos de baches y los centros urbanos que se convierten en basureros con metal retorcido y un perpetuo otoño de papeles flotantes; el vasto terreno baldío donde Orde Greer giró desde el camino principal que conducía de una ciudad blanca a otra ciudad blanca; y la otra línea divisoria, cientos de años de posesión y decisión que se extienden entre esa casa a la que Orde Greer nunca fue invitado, esa casa donde se organizaba la revolución, y el «lugar» de los millones que han sido desposeídos y para quienes los demás toman las decisiones. Desde el coche volví a ver lo que en otros tiempos había dejado de ver por demasiado conocido. Esas calles accidentadas y desiguales donde fallan las definiciones… dependencias de los suburbios blancos, dos ventanas y una puerta multiplicadas en hileras institucionales; las casetas con cobertizos de latón que albergan viejos cochazos norteamericanos repletos de chismes; las elegantes rejas suburbanas contra ladrones en mezquinas ventanas de minúsculas cabañas; los críos vagabundos, perros glotones, burros maneados, gordos bebés desnudos, gallinas sueltas y borrachos haciendo eses, viejos con la mirada perdida, chillonas mujeres autoritarias, chicos harapientos, fulanas emperifolladas, olor a cocción de despojos, bien cuidados bancales de maíz entre patios que son tabernas ilegales y apestan a cerveza y orín, la basura de posesiones dos veces descartadas, primero tiradas por el hombre blanco y luego recogidas por el negro; ¿es éste un conglomerado urbano o rural? No hay electricidad en las casas, un teléfono es un lujo casi imposible: ¿es éste un suburbio o un extraño tipo de depósito de chatarra? El enorme patio trasero de toda la ciudad blanca, donde categorías y funciones pierden su ordenación y lógica, donde se amontonan el buey y el motor diesel, el cerdo que hocica en busca de basura humana y el matarife. ¿Son las fulanas relmente fulanas o simplemente obreras o sirvientas de la ciudad que ejecutan el milagro de resurgir engalanadas y perfumadas en una parodia de cualquier señora blanca, de esas chozas que no tienen cuarto de baño? ¿Son los chicos andrajosos sus hermanos? ¿Sus hijos, concebidos con amantes en el rincón de un cuartucho donde duermen hermanos y hermanas? ¿Cuáles son los gangsters, cuáles los que esnifan pegamento entre los jóvenes de las esquinas? ¿Quiénes son los viejos con pantalones apretados y corbata que beben cerveza y discuten en una hilera de sillas de formica en la franja de tierra entre una casa y la calle?

Yo sabía o creía saber. Baasie parecía uno de esos chicos porque eran negros como él. Provenía de calles como éstas y había desaparecido en ellas. Hoy es un hombre en algún lugar como éste.

La pequeña casa en que estábamos apiñados familia, parientes, amigos y muebles… la reconocí sin necesidad de pensarlo: el tipo más grande de casa standard de sus territorios, con tres habitaciones, dos dormitorios y una cocina, destinada a quienes están en condiciones de permitirse el lujo (recordé que Fats era promotor de boxeo) de sobornar a un funcionario. El «juego» de comedor, los taburetes de plástico, el equipo de alta fidelidad, la alfombra floreada, la barra, las banquetas cubiertas de felpa, eran las unidades del gusto establecidas por cualquier hipermercado del mueble en cualquier ciudad blanca. El abarrotamiento de un cuarto diminuto con un surtido de artículos de bajo precio cuya deseabilidad se basa en una idea de lujo de la clase consumista, sin la posibilidad del espacio y la privacidad de la clase media; el pródigo whisky en la mesa y la calle llena de baches el otro lado de la ventana; el entorno de parda monotonía impone la disciplina de un campamento militar que no se relaja en las reformas caseras de los melocotoneros y las cepas de pintura pastel, sino únicamente mediante el persistente hervidero de niños y borrachos que lo ensucian, tsotsis golfillos y gangsters que lo aterrorizan… el ámbito común a cualquier distrito negro me alcanzó como lo que es: un «lugar»; una situación que no ven aquellos que lo imponen y de la que resultará un propósito que no previeron. Los objetivos de los partidarios leales que parecen tan vitales para la investigación biográfica… los veo de una forma que la teoría no explica, de una forma a la que no presté oídos antes, esa misma tarde, cuando el biógrafo de mi padre me interrogaba. El debate que dividió a mis padres y sus compañeros en una pasión cuya realidad tú consideras una abstracción muy alejada de la realidad, se basaba en el hecho de que ellos sí veían. Siempre habían visto. Y creen —Dick e Ivy— conocer la solución y cuál será. Flora todavía cree; si Lionel viviera, si tuviera que salir de la cárcel para responder…

Pero no puedo devolverle el ser a Lionel por mí misma, no puedo oír respuestas que debería, con la evidencia de los datos biográficos, estar en condiciones de producir. Después de un año hay nuevos componentes, ahora que he separado las partes del todo. Nunca podré preguntarle a mi madre —que leía su libro en el coche y oía mis pisadas en la grava de la prisión—, a mi padre —que nos abría sus brazos a Baasie y a mí en el agua—, las cosas que les reto a responderme.

A mi alrededor hablaban de la selección de atletas negros que irían al exterior con equipos blancos. El tema prendió como un cohete entre los hombres. Aterrizó a mis pies; Fats, perdiendo el dominio de sus agudos, exigió una respuesta.

—Mi pupilo tiene la oportunidad de enfrentarse a los grandes de Alemania Occidental y Estados Unidos… ¿por qué tengo que negarme? —pero no quería saber, sólo deseaba mostrar su confianza en la mundanalidad, cuya calidad obtuvo el envidioso apoyo del director de escuela, los gorrones y otros dos o tres, y fue despreciada por sus atacantes.

Un hombre apuesto, a caballo entre el exceso de desarrollo muscular y la gordura, proclive a coquetear con las mujeres y ser condescendiente con los hombres, en mangas de camisa lucía los pectorales que se ablandaban en pechos, característicos de un ex boxeador. Apoyó un momento su brazo de promotor en mi hombro e inició la arenga.

—El boxeo no es un deporte de equipo, tío. No es cuestión de seleccionar, para impresionar a los demás, a un negro que no tiene la oportunidad de entrenarse como los tíos de los clubes blancos. No entra en juego el hecho de que los negros no tengan instalaciones como los blancos. No estoy hablando de fútbol, ni de golf, ni de cosas parecidas; esto es diferente. Un boxeador tiene su mánager, su entrenador, sus sparrings, todo. Lo mejor.

»Y si alguna vez consigue una pelea con un sudafricano blanco tiene que boxear como un forastero en su propio país, un extranjero; es un zulú o un msutú, no un sudafricano como el blanco.

Orde Greer tenía sus partidarios.

—¿Cuándo conseguirá tu gran Tap-Tap Makatini una pelea por el título aquí, en Sudáfrica? Sí. ¿Puedes responderme cuándo, tío?

Fats respondió desde la seguridad que le daban fuentes que, quedaba implícito, no estaba dispuesto a revelar.

—Todo se andará, todo se andará. Pronto. Ya verás. Estamos negociando…

El joven en tejanos se balanceaba apoyado en los talones, con los músculos de las nalgas apretados.

—Tu chico puede negociar para ir a Alemania y a Estados Unidos y al quinto pino. Seguirá siendo un «chico» que tiene la libertad de un mono al que le han aflojado la cuerda.

Empezó a acalorarse, lo mismo que el hombre que adelantó la cara perlada de sudor de cerveza.

—¿Adónde quieres llegar con eso? Vosotros sois héroes, no deportistas, y queréis decirnos lo que debemos hacer. ¡Puaj!

—Haréis lo que el hombre blanco os diga.

—Oye. Oye un minuto, tío… si mi chico gana una gran pelea en el extranjero…

—¿Qué hay con eso? Tú ganarás un montón de dinero y él podrá mostrar su medalla junto con el pase al volver.

—Pero entonces aquí no habrá ningún campeón blanco de su peso que pueda negarse a pelear con él y seguir creyendo que retiene el título. ¿No es así? ¿No es verdad? ¿No te parece un verdadero progreso?

—Harás lo que el blanco quiera. Un progreso para conseguir que ellos vuelvan a ser aceptados en el deporte mundial. Eso es. Y cuando tus «negociaciones» para que un negro gane un título alcancen el éxito, estarás satisfecho. Y si el año siguiente o el otro los equipos de fútbol integran a unos negros y sus clubes aceptan socios negros, los jugadores de fútbol se desgañitarán gritando que ya no hay racismo en los deportes. Pero pase lo que pase en el fútbol, en este país un negro seguirá siendo un negro. Al margen de cualquier otra cosa que haga, tendrá trabajo de negro, educación de negro, casa de negro.

—¿Qué es lo que tú quieres, entonces? Yo estoy hablando de deportes.

—Los negros sólo participarán de los deportes si hay un único organismo deportivo que controle todos los deportes y a todos los deportistas. Cuando eso ocurra podréis hablar con los blancos. Pero no antes. Si es que debéis hablar… si creéis que hacer deporte con los blancos es lo que queremos los negros.

La cabeza de patriarca de Orde Greer se bamboleaba de exaltación, mantenía la boca abierta esperando la oportunidad de intervenir.

—Es una cuestión de táctica contra el racismo en los deportes o los deportes como táctica contra el racismo.

Las clavículas del joven con camisa tejana abierta hasta la cintura se movieron bajo su piel negra con decidida energía.

—¡Táctica! Dinero, dinero, dinero —hizo chasquear sus largos dedos bajo nuestras narices para que sintiéramos el olor.

—Los estamos desbaratando, hermanito. —Fats reinvindicó la intimidad de la forma exclusiva (en el sentido básico del término) de «hermano», adoptada la jerga tsotsi por los jóvenes militantes—. No tiene sentido rechazar las oportunidades, decir siempre que no… A mí eso no me va —parecía admirar la vehemencia con que era rechazado, inviolablemente tolerante y dueño de la situación—. No, no, no, seguid gritando, haciendo boicots, pronunciando discursos… nuestros muchachos de más allá de los mares, el Comité Olímpico No Racial Sudafricano y esa multitud, los políticos en el exilio, y vosotros aquí, vale. No creas que no tengo tiempo para vosotros, hermanitos… Pero entretanto somos nosotros quienes intentamos dar a nuestros deportistas un nivel internacional, quienes mostramos al mundo lo que somos capaces de hacer, ¿no? ¿Qué será de los blancos entonces? Las cosas son según como se miren. ¡Caramba, sólo se vive una vez!

El joven habló de Fats como si éste ya no estuviera delante de él.

—Esta gente siempre se dejará usar por los blancos. Ellos son nuestro mayor problema; tenemos que reeducarlos.

Fats rió en beneficio de los presentes.

—Terminé con Orlando Higs antes de que a ti te dieran el pecho. Fui miembro de la liga juvenil del CNA con Lembede a los quince años.

—Siempre la misma historia. Mandela, Sisulu, Kgosana en Robben Island, como los cristianos que te repiten que Cristo murió por ellos.

Marisa apareció repentinamente al invocarse el nombre de su marido. Probablemente no había oído el contexto en que lo habían incluido; el perfume y el impacto de su presencia, su voz baja y alegre, rodeada por la estela de admiradores que entraron en tropel, alteraron la composición de la estancia. Retuvo un instante al pequeñín de Fats y Margaret sobre su cadera; lo abrazó y le susurró, lo llevó a la órbita de Margaret y la abuela; cogió de la cintura a las muchachas que estaban junto a la pared, con la naturalidad de una compañera de escuela; me descubrió.

—¡Qué bien… Rosa! Oye, Orde, quiero hablar contigo de algo que quizá puedas hacer por mí. No, Fats —sus manos adornadas tocaron a uno y a otro, distribuyendo la inconsciente gracia de su hermosura—, sólo algo frío. Cualquier cosa —y en su propio idioma—: ¿Es el amigo de Tandi, Duma Dhladhla? ¿Sí? ¿Estás en Turfloop? —se alejó del joven en tejanos con un ritmo de frías inclinaciones de cabeza y finalmente una orgullosa sonrisa que aún no había sido vista, resistiendo a su belleza con la propia, como contrincantes de igual fuerza que hacen un pulso para obligar a un puño a tocar la mesa—. Prometiste enviarme vuestros boletines —era tan alta como él, que no podía mirarla desde arriba.

—Los dos últimos fueron prohibidos.

—Lo sé, pero no significa que yo no reciba una copia.

—Veré lo que puedo hacer.

—Dáselo a Fats.

—¿Qué significa eso? ¿Ahora soy repartidor de panfletos estudiantiles?

Lo describió cariñosamente:

—Este es el hombre más simpático de Johanesburgo. Le pidas lo que le pidas, nunca se enfada. Aunque sea mi primo, tengo que decirlo. No sé qué haría sin él, Margaret…

Delante de ella, Duma mantenía su sonrisa, tan aséptico como un bailarín que mantenía su postura para lucimiento de la bailarina.

—Quería asegurarme de que vendrías. —Marisa se refería a la llegada de Orde Greer a mi casa.

—De todos modos pensaba venir.

—No confío en ti. No deberíamos separarnos, Rosa. Esta mañana pensé… es terrible…

Orde nos observaba.

Lo miró de manera desconcertante durante un segundo, pero se dirigió a mí:

—¿Recuerdas aquella noche en casa de Santorini, después de que condenaran a Lionel?

Apunté:

—Tú dijiste: «¿La vida de quién, la de ellos o la suya?».

—Esta mañana en la tienda pensé: fue la de él. Ni siquiera pude asistir al homenaje —había un velo lacrimoso en su mirada. Logró convertir en un chiste y en una anécdota su visita a la Isla; probablemente algún amante casual estaba en esa habitación. Pero nadie puede predecir de qué forma se afianza la angustia. Ella no sabía que ese mismo día, un año atrás, había muerto mi padre, pero a mí me dio la impresión de haber hecho una señal que no se originaba en mí. Sentí una peligrosa oleada de sentimientos, una precipitación hacia Marisa. (La pobre criatura que traicionó a mi padre debió de sentir al principio el mismo impulso hacia mi madre: una avalancha interior que finalmente concentró, destrozada, en los pies de Lionel, imposibilitada de mirarlo a los ojos). El ansia de adherirme a un destino acólito, de dejar que alguien me usara, me confiriera un propósito apasionado, impulsada por un significado distinto al mío.

—¿No hay nadie afuera? —Orde Greer se refería al tipo de coche discreto desde el que los agentes de la Rama Especial vigilan.

—No pasa nada. No he vuelto a mi lugar, de modo que mi agente todavía espera que regrese de Ciudad del Cabo —la gente como Marisa, como nosotros, se relaciona con los hombres que vigilan sus casas y los siguen. Forma parte del aura que atrae a los Conrad de este mundo hacia mí.

—Podríamos haberte seguido desde el aeropuerto. —Greer adoptó una sensatez y una cautela exageradas, producto del whisky. No podía ser de los nuestros: nosotros no podemos permitirnos el lujo de no correr riesgos.

Marisa habló con tono despreocupado.

—No pasa nada, al menos no lo creo… hoy he estado corriendo arriba y abajo todo el día y sin duda alguna me quité de encima a cualquiera que., a alguien que ahora debe estar mareado… —las lágrimas no derramadas relucían de júbilo.

—No es tan seguro —la concisa inquietud de Orde Greer sugería una tierna autoridad; ¿lo había aceptado como amante?

Yo sólo vi el cuerpo inexpresivo del periodista, con un confuso atavío que de alguna manera lo mostraba físicamente desarticulado, el pie con el arco enconvardo en escorzo, con botines idóneos para quienes caminan o escalan, los pantaloncitos que usan los jóvenes que reparan motocicletas, el jersey negro de catedrático donde se habían entrelazado sus rubias peinaduras y la cabeza —¿de pensador?, ¿de izquierdas?, ¿de hijo de la naturaleza?, ¿de santo?, ¿de derrotado?— desdibujada bajo la mata de pelo.

Tandi y su amiga seguían poniendo y sacando cassettes. La música pregonaba interjecciones y dejaba de sonar mientras la charla era constante. Ahora los amigos de Fats hablaban sobre las carreras de caballos. Quizá porque yo sólo había estado en medio —escuchando sin hablar— de su discusión con el joven Dhladhla, que era estudiante o profesor en una universidad negra, Fats se sintió impulsado a asegurarse otro testigo. Me sirvió whisky.

—Creen que puedo hacerlos ricos a causa de mi padre. ¡Ja! A él habría que pedirle datos. Tendrías que conocerlo. Hermano de la madre de Marisa, que es tía, ya sabes… Mi viejo empezó como mozo de cuadra y ahora lleva todo el negocio. Diez mozos. El propietario no compra un solo caballo sin que él le dé su aprobación. Ha construido una casa de seis habitaciones para mi padre en las cuadras, cerca de Alberton, y cuando la municipalidad pregunta quién vive allí, él responde… ¿sabes qué responde? El administrador de mis caballerizas, no puedo prescindir de él, de modo que no vengáis a decirme que no puede vivir en una zona blanca. Mi padre es uno de los grandes expertos de Johanesburgo. ¡De todo el país! Hasta los jockeys se asesoran con él para saber cómo deben tratar a tal o cual caballo. Creo que tiene setenta años y tendrías que verlo montando en uno de los de carreras. ¡Veloces como el rayo! ¡Demonios! Le encanta. Un hombre como ése… es feliz. ¿Sabes una cosa? Alguna gente mayor… te lo aseguro… dirá que Kgosana es un gran hombre, pero que él, personalmente, le tendría miedo a un gobierno negro. ¿Lo sabías? Estos críos con ideas drásticas no comprenden que hay mucha gente como él. ¿Qué se puede hacer con esa gente? No quieren crearse dificultades —inclinó confidencialmente la cabeza, como señalando el tipo de vida que llevaba Marisa.

—Eso es exactamente lo que comprenden ciertos blancos… es algo con lo que cuentan —apostilló Orde Green, decidido a transmitirme estas cosas.

Algo fácil de satisfacer: deslizarse en esta clase de intercambio, arrojar sigilosamente la mínima chispa exigida.

—¿Te refieres a los liberales? ¿O a los liberales nacionalistas de izquierdas?

—A ambos. No se trata de la paz a cualquier precio sino de la paz para cada uno a su precio. El liberalismo blanco sacrificará las ventajas alcanzando la justicia social y se conformará con permitir el ingreso de los negros en la clase explotadora. La pandilla dominante «ilustrada» sacrificará las ventajas manteniendo una absoluta supremacía blanca y se conformará con apuntalar una clase media negra cuyos intereses de clases son contrarios a una revolución negra.

Tandi había dejado a su amiga; haciendo caso omiso del resto murmuraba mohína y coqueta con Duma Dhladhla, pero él volvió a arrojar su voz entre nosotros.

—El pueblo negro se ocupará de esos elementos. Los blancos no tendrán la menor oportunidad. Los liberales podéis olvidaros de esta cuestión, lo mismo que el gobierno.

—¿Quién ha dicho que yo soy liberal?

Dhladhla hizo un gesto brusco de desinterés por la protesta de Orde Greer en virtud de la objetividad.

—Blancos, seáis lo que seáis da igual. No hay ninguna diferencia. Puedes decírselo a los afrikaners, a los liberales, a los comunistas. No aceptamos nada de nadie. Tomamos. ¿Comprendes? Tomamos para nosotros. Ya no hay viejos como ése, ese pobre viejo… un esclavo que goza de los privilegios del amo sin ningún derecho. Eso se ha terminado.

—¿El pueblo negro? ¿Tú crees que sois el pueblo negro? ¿Un puñado de estudiantes que ni siquiera habéis pasado los exámenes finales? —el hombre que parecía director de escuela se incorporó y se pasó una mano por la bragueta, en el gesto de quien va a poner las cosas en orden.

Dhladhla le dedicó una feroz mirada paciente.

—Nosotros te estamos dando la noticia de que tú eres el pueblo negro. Baba y el pueblo negro no necesita de nadie más. No sabemos nada de intereses de clase. Nosotros somos una clase. La negra.

—Ah, ¿has descubierto algo en tu aula de Turfloop? ¿Has oído hablar alguna vez de Marcus Garvey? ¿Sí?

Orde Greer desvió rápidamente la atención hacia Dhladhla.

—Pero hace cinco minutos dijiste que «esa gente» era el mayor problema. Los que aceptarán ser eximidos… en los deportes o en cualquier cosa seguirán siendo la misma gente.

—No negamos que exista el problema. Pero sabemos que dejará de existir cuando despertemos las conciencias.

—Existe en el presente… una posible clase negra explotadora en el futuro… vale, no discutamos por cuestiones semánticas… un grupo, un sector consiste en un considerable número de personas. Existe. Y los norteamericanos, los franceses, los alemanes democráticos, tampoco pondrán objeciones, seguramente los norteamericanos ejercerán menor presión en las Naciones Unidas y en el congreso si la Sudáfrica blanca optara por la supervivencia integrando a este sector negro. Lo que yo pregunto es: ¿puede una sociedad capitalista que arroja por la borda el factor racial seguir evolucionando aquí?

Las voces cubrieron el aire a la manera de casquetes; desde el maestro de escuela, los otros amigos del anfitrión, por encima de las cabezas de los gorrones que sorbían cerveza y se pasaban cigarrillos.

—¡Decididamente, hombre!

—¡Todo lo que el negro quiere es tener las mismas oportunidades que los blancos!

—Eso es lo que pide el noventa por ciento.

—Están pidiendo lo que nunca obtendrán, porque el noventa por ciento son campesinos y obreros que no tienen la posibilidad de unirse a ningún sector privilegiado —apuntó James.

James Nyaluza había entrado con Marisa; compañero de Joe Kgosana, uno de esos que inexplicablemente no había sido detectado a lo largo de tantos años de vigilancia policial. Lo conozco de toda la vida. Estuvo detenido en los sesenta, pero eso fue todo. Ni siquiera su continua amistad con Marisa le ha impedido que lo pasaran por alto. Habla un poco desde el margen, es uno de esos a quienes fatalmente se niega lo que la revolucionaria rusa Vera Figner denominó vivir para ser juzgado… «porque un juicio es la coronación de toda actividad revolucionaria». En este sentido las vidas de Lionel y de Joe Kgosana están cumplidas y Marisa pasea por la habitación este sobreentendido como pasea el perfume de su cuerpo.

Hasta Fats trataba a James con el tipo de respeto que lo rebajaba.

—Es natural… la gente quiere tener la oportunidad de salir adelante. Siempre existen los que pueden hacer algo de sí mismos por pobres que sean. Fíjate en nuestros magnates de Soweto. ¿Cuántos pasaron del sexto nivel? Provienen de las granjas y de las localidades. Sus madres eran sirvientas del patio trasero. Chicos de la tienda de ultramarinos, chicos de la lechería, chicos de los garajes.

El trance de un resentimiento común cayó momentáneamente sobre los que se habían enfrentado amargamente y volverían a enfrentarse inmediatamente después. Dhladhla, James, el maestro, los satélites de Fats, celebraron ese romance de humillación mediante el cual y a partir del cual cada uno extraía, a su manera, fuerzas y cólera para vengarlo.

—Tratados como ceros a la izquierda, viviendo peor que perros, comiendo harina de maíz seca, sin siquiera zapatos para los pies en invierno… hoy tienen lo que quieren, tío. Negocios, cochazos…

—¿Cuentas con el núcleo de una burguesía negra preparada y dispuesta a sumarse a la clase dominante blanca? —Orde Greer tenía el aire de quien orienta las respuestas que quiere recibir.

Dhladhla puntualizó impersonal y apasionadamente.

—La oportunidad. ¿Sabes cuál es tu oportunidad? ¿Sabes de qué estás hablando? De la explotación racial con la colaboración de los propios negros. Por eso no trabajamos con los blancos. Toda colaboración con los blancos ha terminado siempre en la explotación de los negros.

—¿Tú crees que ése ha sido siempre el objetivo de los blancos? ¿De todos los blancos?

Hablé con Dhladhla por vez primera. Mi propia voz me sonó en un tono de sereno interrogante; Orde Greer la dramatizó, en mi beneficio, apretando los labios.

—Aunque no lo supieran, lo era. ¡Lo es! Debemos liberarnos a nosotros mismos en nuestra condición de negros. ¿Qué tiene que ver un blanco con esto?

Orde Greer presionó.

—¿Cualesquiera sean sus ideas políticas?

—No importa. No vive negro, no sabe nada de las necesidades de un negro. Sólo irá a decirle…

—¿Tú no crees que haya alguna ideología política, algún sistema en el que las convicciones de un blanco no tengan nada que ver con su ser blanco?

—No digo eso. Estoy hablando de aquí. De este lugar. En el que está Vorster. Tal vez en otro país las ideas políticas del blanco no tengan nada que ver con su ser blanco. Pero aquí vive con Vorster. ¿Comprendes?

—¿Y si va a la cárcel? —Orde Greer estaba poseído, inspirado. Sin duda todo el interrogatorio era en mi beneficio.

—¿A la cárcel contigo?

—¡A la cárcel! —un chisporroteo de risa acusatoria—. Va a la cárcel por sus ideas sobre mí, yo voy por mis ideas sobre mí mismo. —Dhladhla se golpeteó el pecho desnudo, donde colgaba un medallón de una tira de cuero.

Orde Greer me presentó.

—Murió en la cárcel. El padre de esta chica. ¿Lo sabías? —era irresistible, inevitable.

No sé qué aspecto tengo cuando me usan como objeto de estudio, me observan respetuosamente con la libreta en la mano, o me desnudan como tú o mi sueco para evaluar mi fortaleza, como una hembra en subasta en un mercado de esclavos. Quizá sonreí «ofensivamente» ante Duma y Orde Greer; tú te quejaste de eso en la casita… yo guardo una intimidad tan insultante que quienes están bien dispuestos hacia mí creen que los considero indignos de un desaire; hasta la bofetada del «pescado frío» se acalla.

Orde Greer tenía su copa en la curva de la mano, lejos del cuerpo, para dar énfasis a sus palabras o mantenerla en equilibrio. Dhladhla no me miró pero habló para mis oídos. Sabía que yo había estado observando su cara mientras hablaba y mientras se preparaba para volver a hablar, sus respuestas aleteando en suaves destellos de energía. El semblante era de una belleza tan plástica que su cabeza se diría «fabricada», sólido vaciado de un material perfecto, liso y oscuro, formado aluvionalmente bajo la presión del tiempo y de la raza.

—El sabe lo que estaba haciendo en la cárcel. Un blanco sabe lo que debe hacer si no le gusta lo que es. Es asunto suyo. Nosotros sólo sabemos lo que nosotros debemos hacer.

El maestro parpadeó impaciente y acongojado.

—¿Cuánta gente cree que puedes volverle la espalda a los blancos? ¡Disparates! No desaparecerán. Darán la vuelta con las armas desenfundadas… ¿y cuántos negros quieren luchar? No queremos matar, sabemos que es nuestra sangre la que se derramará. La gente prefiere que haya algunos líderes —rechazó las objeciones—, no estoy hablando de líderes políticos presos, me refiero a gente de la comunidad que ha surgido, incluso hombres de negocios, peces gordos de Soweto, gente que puede enfrentarse con los blancos a su propio nivel en el comercio y otras actividades… prefieren poner un pie y hacer equilibrio desde donde pueden empujar. Después otros sentirán que pueden seguirlos. Quieren estar vivos.

James Nyaluza sonrió ante lo que probablemente esperaba oír.

—Por supuesto. Pero no comprenden que la exclusividad racial del poder económico y político de la clase dominante blanca es una característica primaria del montaje. Si los blancos, por miedo, asimilan a algunos miembros de la clase media negra, sólo será a título auxiliar y dependiente, ni siquiera tendrán la propina de un cargo político. Ni siquiera un ministerio títere. Ni siquiera el poder simbólico que obtienes si eres un matanzima o un buthelezi en tu bantustán «patrio».

—Tú quieres decir que serían lo que ya son los policías negros. Como ha señalado Dhladhla… ¿sólo colaboradores en un sistema continuo de represión racial?

Pero nadie recogió la analogía de Orde Greer; no posee la curiosa diplomacia necesaria hacia la cuestión de la policía negra que, aunque nunca se ha negado a actuar contra su propio pueblo, sigue siendo considerada una víctima semejante a cualquier negro cuando intimida y hace redadas a las órdenes de un opresor común. Los blancos y no los negros son responsables, en última instancia, de todo lo que sufren y odian los negros, incluso a manos de su propio pueblo; un blanco tiene que aceptar este hecho si admite alguna responsabilidad. Si se siente culpable, es un liberal; en esa casa donde yo crecí no había culpa porque se creía que era como clase dominante y no como color que los blancos asumían la responsabilidad. No se trataba de un decoloramiento en la carne.

Me deslicé en la conversación como un pie introduce al otro en una pauta de movimientos —el juego de piernas de boxeador, la forma de estar en cuclillas de un corredor— para la que han sido entrenados. Mi voz se cruzó y se alzó con las otras.

—¿Las cosas son así, James? Al quemar el último cartucho, ¿no es posible que los blancos estén preparados para asimilar a suficientes capitalistas negros creando una identidad y una solidaridad de clase… y en consecuencia un interés común en oprimir a las masas negras?

Marisa habló con la autoridad que da la Isla.

—Sé que eso es lo que teme Joe… piensa que esa clase se vincularía con los líderes «patrios» con el propósito de mantener la mano de obra barata, la mano de obra migratoria, con una recompensa a la pandilla «patria» y a los negros favorecidos en las zonas blancas.

—A eso me refiero. Es el tipo de cuestión que discute la oposición liberal cuando intenta ponerse de acuerdo. Y los progresistas blancos incluso hablan de «poder compartido»: en realidad están pensando en algo de la naturaleza del cargo político… para los negros «correctos», desde luego. Esto podría tener un enorme atractivo para los negros de clase media. Va más lejos que ofrecerle a Fats una voz en la junta nacional de boxeo, o que un hombre de negocios negro ocupe una plaza entre los directores de la Anglo-American.

Orde extendió la palma de la mano en un gesto que abarcaba a James de un lado y a mí del otro.

—¿Creéis que un grupo negro como ése puede ocupar un lugar en el movimiento nacional?

James respondió como yo contaba que haría, extrayendo cada palabra de mi mente.

—Jamás. Sus intereses estarían en contradicción con los del pueblo en su conjunto, incluso en el contexto de los objetivos nacionales.

—¿Entonces qué quieres que haga? ¿Que no permita que mi chico pelee al otro lado del mar hasta que tú decidas cómo aplastaremos la segregación racial? —Fats se volvió hacia Marisa con una consternación casi cómica—. ¿Eso ayudará realmente a que salgan Joe y Nelson? —dejó caer una gota de whisky en el vaso de James y se detuvo con una fugaz sonrisa delante de Dhladhla, que no bebía y cuya abstinencia era una elocuente desaprobación del efecto corruptor de los vicios del blanco—. ¿Esperar que él eleve tan alta la conciencia blanca para que Vorster y Kruger vean caer esta enormidad sobre sus cabezas?

—De modo que no hay peligro… ni esperanzas, si quieres expresarlo así para alguna gente, de que ese grupo ocupe un lugar en el movimiento nacional.

Dhladhla interrumpió a Greer.

—¿Qué movimiento nacional conoces tú?

Pero era inconcebible para cualquiera de los presentes que Orde Greer se refiriera a algo distinto al Congreso Nacional Africano.

—La cuestión consiste, seguramente, en que la burguesía africana está siendo descubierta, inventada por los blancos demasiado tardíamente para desempeñar el papel clásico, al margen de cuál crean que desempeñarán. Esa es la cuestión. No que algunos negros lo deseen o no. ¿No comprendéis —ahora se dirigía a la habitación, la casa, las calles, la totalidad del «lugar»— que para que emerjan vuestros promotores y comerciantes y maestros negros tendría que invertirse todo el proceso normal, pues la auténtica formación clasista de una burguesía tendría que suceder y no preceder al poder político?

¡Qué fascinado estaba con su mensaje, introduciendo en el conocido vocabulario prohibido los términos de los conocidos objetivos prohibidos de los partidarios! Sus palabras me acunaron: certezas que rodearon mi infancia. A él debían parecerle descubrimientos; ¿dónde había tropezado últimamente con ellas…? Pero es un periodista, aunque use una cámara y no una máquina de escribir y probablemente se siente a sus anchas en cualquier ambiente, reproduciendo la jerga apropiada. Su trabajo le expone a todo. Está al tanto: si quisiera, podría hablar exactamente como uno espera que hable un piloto de carreras en el autódromo, o exactamente como un comunista blanco próximo al CNA.

Eso y esto debería ocurrir y no ocurre debido a eso y aquello. Estas teorías no cuadran con nosotros. No nos interesan. Venís repitiendo la misma mierda desde antes de mi nacimiento. El ha estado escuchando. —Dhladhla señaló a James—. ¿Y dónde está? ¿Y dónde estoy yo? Cuando voy a comprar pan, dan al kaffir[12] el que quedó duro de ayer. Cuando va a buscar fruta, el kaffir recibe la que está podrida y el blanco no quiere comprar. Eso significa ser negro.

—¿Ignoras al sistema capitalista a través del cual estás oprimido por tu raza?

—No ignoramos nada. Estamos educando al negro para que sepa que es fuerte y se sienta orgulloso de ello. Nos liberaremos del sistema capitalista y racista, pero no como «clase trabajadora». Aquí ésas son bobadas blancas. Los trabajadores blancos pertenecen a la clase explotadora y participan en la represión de los negros. El hombre negro no lucha por la igualdad con los blancos. Negritud es el hombre negro negándose a creer que el estilo de vida del hombre blanco es mejor para los negros. —Tandi hundió la cara en su brazo por un instante, echó la cabeza hacia atrás para que viéramos su sonrisa, que mostraba la curva rosa de su lengua entre los dientes—. No se trata de una lucha de clases para negros, sino de una lucha de razas. La principal razón por la que seguimos estando donde estamos es que los negros no se han unido en tanto negros, porque se pasan todo el tiempo diciéndonos que hacerlo es ser racistas. El CNA ha prestado oídos a eso.

Marisa rió.

—El CNA logró la más amplia unidad negra que jamás haya existido.

Su tolerancia era su profesionalidad como representante del líder encarcelado, consciente de que había que seducir a las jóvenes generaciones para el día en que él retornara. No obstante, era inocentemente maternal, si es que un abrumador atractivo sexual puede subordinarse a otro; al fin y al cabo él era uno de los suyos y el reproche de ella resultaba confiable. Está dispuesta a pasar a la vanguardia de los estudiantes de Dhladhla, como espléndida Libertad de pechos descubiertos en la pintura de Delacroix, cuando llegue el momento.

El maestro de escuela seguía tratando de hacerse oír.

—¡Cielos! ¡No, te digo que no! Las cosas que creen descubrir en Turfloop…

Dhladhla tenía el aire de quien ve por encima de las cabezas, de quien está de espaldas incluso a aquellos con quienes estaba frente a frente.

—Los liberales blancos corren de un lado a otro diciendo a los negros que es inmoral unirse como negros, que todos somos seres humanos, que es lamentable que exista el racismo blanco, que sólo necesitamos ponernos de acuerdo, que «las cosas están cambiando», que debemos elaborar juntos la solución… Los blancos no nos atribuyen suficiente inteligencia para saber lo que queremos. No necesitamos sus soluciones.

Orde Greer arrugó la cara alrededor de la nariz y la boca, cerró los ojos un momento.

—¿Y los radicales blancos?

—¡Ahhh! ¡Nombres que os ponéis a vosotros mismos!

—¿Y los comunistas que creen, como tú, que la reforma no es el objetivo? Lo sepas o no, habéis tomado de ellos la idea de que el racismo está atrincherado en el capitalismo (desvirtuáis sus propias palabras, ¿verdad?), y tenéis que destruir a uno para liberaros del otro. Ellos creen que es tan imposible concebir en Sudáfrica el poder de los trabajadores separado de la liberación nacional como concebir la liberación nacional separada de la destrucción del capitalismo. Un negro tuvo mucho que ver en la elaboración de esta cuestión, un comunista negro que casualmente se llama Moses Kotame, ¿no? —asestó cada frase como un puñetazo—: Una revolución nacional democrática que lleve al poder una alianza democrática revolucionaria dominada por el proletariado y el campesinado. Pero ahora la parte referente a la dictadura del proletariado ha sido abandonada por los comunistas europeos. En Cuba, en África… probablemente sigue siendo válida. ¿No es eso lo que queréis?

—¿Qué dices? Hay unos pocos blancos buenos… ¿Y qué hay con eso? No podemos caer en la trampa de perdernos a nosotros mismos en algún tipo de «humanidad» incolora… informe. A nosotros nos conciernen las actitudes grupales, la política grupal.

—Los comunistas creen en lo que queréis… no, aguarda… en lo que queréis para vosotros mismos. ¿Conforme? Pero ven la conciencia negra como una forma de racismo que desvía y socaba la lucha.

Dhladhla apartó a Tandi cogiéndola de la muñeca, pero no la soltó.

—Dado que el problema es el racismo blanco, sólo existe una oposición válida para contrapesarlo: una sólida unidad negra.

—¡Dios mío! Ahora citas a Hegel, el materialismo dialéctico en su forma anticuada; desde aquellos tiempos han habido pensadores marxistas que desaprobaron…

—Nuestra liberación no puede divorciarse de la conciencia negra porque no podemos ser conscientes de nosotros mismos y al mismo tiempo seguir siendo esclavos.

Las consignas en boca de quienes las han vuelto a conformar para sí mismos recobran una dolorosa espontaneidad para las etiquetas y los apagados gritos de batalla de causas que el que habla no reconoce.

—¿No es hermoso? —Fats elevó la palma de la mano, presentándonos viejas palabras como nuevas.

El bebé se había abierto camino a través de una arboleda de piernas. Lo alcé para evitar que lo pisaran y me examinó, después estiró su suave almohadilla de mano marrón y me restregó la nariz, riendo, riendo hasta que los gorjeos se volvieron líquidos y la saliva chorreó de su labio ambarino.

—¿No es hermoso? Duma… si ves a mi chico dejando fuera de combate a un boxeador blanco, verás algo hermoso como esto. No estoy bromeando. Verás que él representa exactamente lo que tú estás diciendo. ¿No es así? Será algo que hicieron un cuerpo negro y unas manos negras. Se siente… es… ya veras… un hombre negro —Fats se apropió de la expresión de Dhladhla; probablemente la incorporaría a su vocabulario, revistiendo su desafío con la vanagloria del mundo del espectáculo. Cuando se río de sí mismo la carcajada recorrió toda la habitación.

La voz de James Nyaluza desvió la atención.

—Verwoerd y Vorster lo hicieron. En quince años no hemos podido llegar a los chicos. Puras palabras para estos chicos, sólo nuevas palabras… Cuando llegue el día en que tengan que actuar… ¿qué es lo que sabrán?

Duma Dhladhla y Tandi formaban una pareja extrañamente contrapuesta a la que formábamos el bebé y yo. El movimiento de la gente a medida que la discusión perdía impulso nos dejó en la arena de un momento cuya naturaleza era indecisa: tal vez empezaríamos a charlar intrascendentemente, las fuerzas excesivas cargadas entre los que habíamos estado discutiendo y escuchando virarían de pronto, dejando reducidas corrientes amistosas de gente cómoda en su callada sociabilidad de bebidas compartidas y humos de la casa, como los gorrones apiñados que de vez en cuando salían contentos al lavabo del patio, o expresando los puntos atesorados que aún no habían conseguido que escuchara nadie, como James capturado por Orde Greer. De repente Tandi llamó desenfadadamente al bebé que estaba en mis brazos, hablándole en su lengua. El bebé permaneció inmóvil, empecinado. Tandi volvió a hablarle. El bebé dio un salto contra mi cuerpo y una vez más se quedó quieto. Yo le sonreía en el homenaje que los adultos creen que deben rendir a los niños sin saber por qué. Tandi abrió los brazos e inmediatamente el bebé le imitó, abandonándome.

Hablé con la tibia intimidad de unas chicas que tienen más o menos la misma edad:

—¿Es tuyo?

Yo quería decir que pensaba que el niño era de Margaret y Fats.

—Son todos nuestros —fue un movimiento en zigzag de la lengua, algo que no esperaba comprender, que no tenía derecho a comprender aquella a quién estaba dirigido.

Tandi me observó durante un segundo y se volvió riendo agresivamente, parloteando en su idioma con Dhladhla. Bromeaba con él, bromeaba con el bebé, él a medias irritado, el bebé a mitad de camino entre la beatitud y las lágrimas. Margaret se acercó y lo alejó de Tandi, besándolo apasionada y maliciosamente hasta que se aferró a ella.

En algún lugar cercano las frases del periodista blanco tintineaban como llaves toqueteadas en su bolsillo:

—… no la paz a cualquier precio, sino la paz para el precio de cada uno.

Las mujeres entraban y salían de la cocina. Le ofrecí ayuda a Marisa, que de inmediato organizó y delegó tareas entre las ollas de carnes hervidas, las patatas y la papilla de harina de maíz, la salsa que olía a curry. La amiga de Tandi cortó el pan. Margaret preparaba sus delicadas ensaladas con estrellas de remolacha y rosas de rábanos.

Gracias señora —los enanos esperaron a que les sirviera y comieron seriamente con sus gorras puestas.

Algunas personas se fueron sin cenar pero llegaron otras salidas de la noche, debido a la consabida sociabilidad de Fats más que al hecho de haber sido invitadas. En realidad, a Orde Greer y a mí no nos habían pedido que nos quedáramos a comer en la forma en que se intercambian las invitaciones entre los blancos, sino que nos habíamos quedado, sencillamente, hasta que llegó la hora en que habitualmente comía la familia de Fats. Es gracias a este tipo de sociabilidad negra —que extiende a los negros la hospitabilidad ya ofrecida a los blancos por el tío Coen y la Tía Velma según la tradición de mi abuela Marie Burger— que florecieron los domingos en esa casa. Solíamos sentarnos en cuclillas alrededor de la piscina, haciendo malabarismos con los boerewors entre la yema de un dedo y la yema de otro; estos niños compartían una fuente en el suelo, modelando atentamente entre sus dedos las albóndigas de espesa papilla de harina de maíz y sumergiéndolas en la salsa, mientras el bebé y su abuela comían del mismo plato.

Sentada en una banqueta de plástico entre James y Fats, tenía conciencia de la figura de Greer siempre vista desde atrás, plantada con el aire esperanzado y ligeramente ridículo de alguien que se ha emborrachado decididamente más que nadie y da la lata desde la periferia de un grupito u otro, trasladando consigo su conjuro de provocaciones, de modo que la gente pueda interrumpir lo que estaba diciendo o absorber negligentemente sus preocupaciones, incluso interpretarlas erróneamente con el fin de combinarlas con las propias. Había aplastado su comida en un montículo, sin probarla; su plato abandonado ya tenía el repelente aspecto de sobras; alguien había apagado allí un cigarrillo. Por último se instaló delante de Duma Dhladhla, ineludible, haciendo caso omiso a la autosuficiencia del trío, Dhladhla y las dos muchachas. Le oí decir en voz muy alta, como si él y Duma estuvieran solos:

—¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?

Dhladhla dio un bocado de una pata de pollo que tenía en la mano y lo masticó con vivida energía, moviendo naturalmente los músculos de los ángulos de su fina mandíbula al estilo en que los actores del sexo masculino fingen emoción. Miró a Greer fastidiado, triunfante y aburrido.

—Nunca pienso en eso.

Marisa se unió a mi grupo.

—¿Sabes que hoy hubo una redada en el centro? Dicen que han detenido a June Makhudu y a otros dos. Se llevaron todo el material de Sol Hlubi sobre estudios negros. Hasta el informe sobre alumnos de segunda enseñanza que la asistencia social del municipio ya había aceptado como prueba de su cometido oficial… Quisiera saber por qué de pronto eso se ha vuelto subversivo. Están locos… Rosa, hoy por la mañana estuvimos juntas en la ciudad…

Suponía que yo lo ignoraba igual que ella. Y en esa compañía comprendí que era extraño, una especie de desliz de la norma establecida desde los albores de mi vida, que no se lo hubiera comunicado de inmediato cuando nos encontramos en la tienda.

—Probablemente Orde sabe algo más… —Marisa lo llamó—. Orde, ¿qué es lo que ocurrió en Providence House? ¿A quién visitaron además del grupo de Hlubi?

Estaba rígidamente digno con sus calcetines rojos caídos sobre las botas, la mano palpando masturbatoriamente su espalda y su pecho debajo del jersey.

Había tomado fotos; el coronel Van Staden había dirigido personalmente la redada, lo que significaba que buscaban algo importante; el intrépido reportero gráfico subió de dos en dos los peldaños de la escalera de incendios y tomó una foto del hombre de Van Staden, ese cretino de Claasens.

—Sujeta a un tipo del cogote, como si fuera un perro, apretando parte de la chaqueta y la camisa… sus pies levitan prácticamente por encima del suelo.

—¿Pero qué ocurría? ¿Resistencia a la autoridad?

—No, no, Claasens lo está registrando, con la otra mano… ya veréis. No, no lo veréis porque mi puñetero director no quiere publicarlo. Me dice que caerán sobre nosotros como un cargamento de ladrillos. Que me encerrarán también a mí por haberla tomado. No está permitido mostrar a la policía en una situación semejante. Es perjudicial para la dignidad. Su dignidad. ¡Caray!

—¿Claasens vio que lo fotografiabas?

—Salí corriendo como alma que lleva el diablo. Otro me detectó pero cuando empezó a perseguirme resbaló en los escalones metálicos y cayó de culo; el muy cabrón tuvo la suerte de no rodar cuatro pisos…

Desde el regazo de su abuela el bebé respondió regocijado a nuestra carcajada. Se produjo un intercambio de relatos a costa de la policía, algunos que los narradores habían vivido personalmente, otros pertenecientes a nuestra tradición popular. Marisa, James y yo nos estimulamos recíprocamente.

—¿Qué me dices del día en que se casaron tus padres, Rosa?

Tuve que describir una vez más lo que Lionel contaba como anécdota política, una crónica familiar que en realidad era su aventura amorosa con mi madre: la policía fue a hacer una redada en aquel diminuto piso y no tuvo más remedio que desembalar los enseres domésticos. Mientras lo contaba, el bebé corrió hacia mí con una prenda de punto rojo en la mano. Pensé que era algo suyo que quería que le ayudara a ponerse, pero lo retuvo, señaló mi cabeza y luego se lo frotó en la propia.

—¿Qué quiere? —pregunté a Margaret y vi que las encías desnudas de la abuela me sonreían cargadas de simpatía. Pero Marisa comprendió.

—Quiere ponerte ese sombrero, Rosa. Es para ti —incliné la cabeza y el bebé la coronó a manotazos. Un gorro con una roseta a un costado, de los que venden las negras, extendidos a sus pies mientras hacen ganchillo entre las piernas de los transeúntes, en las calles urbanas como si estuvieran en la cocina de su casa. La abuela estaba regalando su trabajo manual a la hija de Lionel Burger. Me lo calcé y Marisa lo enderezó—. La roseta no va en el medio —rió con disimulo, encantada, observándome, con la primera articulación de un dedo delgado entre los dientes. Margaret agregó su toque, arrollando el borde hasta convertirlo en un ala—. No, espera… eso es. —Marisa metió todo el pelo debajo del gorro, mientras las dos protestábamos y reíamos.

La vieja se acercó y me abrazó. La niña de nueve o diez años que me había llevado el té por la tarde se colgó de mi brazo con la ternura de quien quiere llamar la atención de una hermana mayor.

Indudablemente Orde Greer no parecía en condiciones de conducir; cuando Fats y su mujer me invitaron a pasar la noche —el pelo corto del bebé suavemente áspero bajo mi mentón—, me atrajo la idea de quedarme entre ellos, en medio del manoseo de los niños, de la reconfortante confianza transmitida por Fats, competente en la corrupción, de que si la policía me encontraba allí, él sabría exactamente a quién dar una botella de brandy. La vanidad de ser querida y de pertenecer a ellos se propuso por su cuenta, oportunamente. Pero yo sé que aceptar no sería gratuito. Se me ofrecía gratis… pero tiene su precio, que yo tendré que decidir por mí misma para no ponerme en ridículo como Greer, que había pedido a Dhladhla que lo calculara.

Volvimos bajo un cielo que parpadeaba relámpagos a través de calles que se perdían en la noche, casas bajas cerradas a cal y canto, reforzadas en la oscuridad, atrancadas con latas y hierro para protegerlas de ladrones y policías, en ambos casos merodeadores indistintos. El ojo de una ventana era la visión de una vela en el interior, o sólo el reflejo de los faros del Volkswagen que me devolvían la mirada mientras traqueteábamos y virábamos en el camino de regreso. Semáforos repentinos, muy separados e irregulares, nos volvían vulnerables al pasar por debajo como el rayo. Humeantes como un solar quemado, nos rodeaban kilómetros de distritos negros en su oscuridad coagulada, sin la afirmación de altos edificios contra el cielo, sin el globo de alabastro nuboso invertido sobre la ciudad blanca por la vida que se declara abiertamente en neones, focos y ventanas que despiden luz hacia los jardines. Hay un hombre tumbado en la calle sin cunetas que encuentra su límite en los baches y los charcos. Borracho o apuñalado. A ninguno de los dos se nos ocurrió parar o hacer una observación. No en ese lugar. Ni aunque hubiésemos sido negros. Ni porque somos blancos.

Orde Greer me dejó en casa sana y salva. Debía de estar acostumbrado a conducir borracho. El único sonido en el coche era su pesada respiración y los eructos con vapores de whisky que lo acometían de vez en cuando; su concentración excluía mi presencia. Sabíamos que nada nos ocurriría en ese coche cruzando las esquinas a toda velocidad y deteniéndonos con demostrativa precaución antes de cruzar los semáforos en rojo. Noto que es alguien permanentemente fascinado por la idea de algo que puede transformarlo; la muerte accidental no es su solución. Y aquí estoy yo, último miembro de mi familia.

Gusanos de seda de la llovizna mascan las hojas de los árboles a las dos de la madrugada.

Pero no he olvidado el gorro de punto rojo; lo guardé —guardé la tentación— en un cajón antes de acostarme aquel sábado, al tiempo que la benigna precipitación llegaba a los suburbios blancos.