Sólo la paloma podría encontrarte, ésa es la idea. Ninguna reclamación del mundo llega al arca. Mientras huís, jóvenes valerosos a quienes dan la bienvenida los periódicos locales en cada puerto extranjero, friegas las cubiertas a modo de absolución y comes el pan de una inocencia que no puedes asumir. Lionel habría explicado por qué. Si lo hago yo, dirás que se debe a que soy su hija, expresando con tono rimbombante que las ruecas y el pan integral de salvado que solías hornear en la casita no pueden restituir algún paraíso imaginario de producción precapitalista. La gente no deja morir a Lionel, o lo que le adjudican —sabiduría, responsabilidad sorprendentemente respaldada hasta el punto de la arrogancia— no morirá con él dejándolos en paz. Pero los fieles no conmemoran la fecha de su muerte, no tienen por qué hacerlo; los sentimientos quedan para aquellos que no saben cuál es el paso siguiente. Flora me envía lirios españoles cargados a la cuenta de William en una florería. El hombre que está escribiendo la biografía me telefonea para preguntarme si prefiero dejar la cita de hoy para otro día.
Había dos cartas detrás del ala abatible de lata que lleva mi número en el bloque de buzones del vestíbulo, grises como celdas. Una era en sueco. Leí un párrafo entero sin saber quién era el remitente; era manuscrita y todas las que había recibido de él antes venían escritas a máquina. Es extraño no conocer la letra de alguien con quien has hecho el amor, no importa por qué ni cuánto tiempo atrás. Había abrigado la esperanza de poder decirme que por fin la película sobre Lionel sería distribuida en Inglaterra, pero las negociaciones habían fracasado. Tendría que esperar hasta que «ocurriera en Sudáfrica algo que volviera a despertar el interés». En este momento era más fácil vender material relativo a Mozambique y Angola. Le había complacido enterarse de que un ala de la Universidad Patricio Lumumba de Moscú lleva el nombre de mi padre. Había escrito un breve artículo sobre este tema y esperaba verlo publicado pronto. Como su película no ha satisfecho sus esperanzas de darse a conocer, para él la época en que Lionel estaba vivo en la cárcel no parece, como para Lionel y para mí, tan lejana. En el caso del sueco el éxito está ligado a lo que aún no se ha logrado.
La otra carta era en realidad una tarjeta, apretadamente escrita en la parte interior. Yo no sabía que vendieran tarjetas para aniversarios de defunciones… barbas, dorados, ramilletes, el tipo de cosas de las que estás a salvo por haber roto amarras: el ordenamiento de las respuestas apropiadas para todas las ocasiones, lo que tú solías llamar «amor consumista», Conrad. Leí primero la firma; alguien la había hecho por los dos: «Tío Coen y Tía Velma», pero evidentemente era ella sola quien la remitía. Seguía tan convencida como siempre de sus sentimientos hacia mí, último miembro de la familia de su hermano. Siempre seré bienvenida en la granja si quiero descansar tranquila. No dice de qué actividad, no quiere saberlo por si se trata, como en el caso de su hermano, de algo que teme y desaprueba hasta lo inconcebible. Mejor así. No propone expectativas ni reproches. «La granja siempre está allí». Y lo cree: para siempre. El futuro… es lo mismo que el presente. La granja será ocupada por sus hijos, eso es todo. Quizás habrá mejoras: el cambio es la automatización de los establos de ordeñe y la televisión, prometida para un futuro cercano. Mi prima, la tocaya de Ouma Marie Burger, está recorriendo el mundo en el presente. Trabaja con la junta exportadora de cítricos y la han enviado a las oficinas de París. ¿No es fantástico? Tuvo que aprender francés y lo captó enseguida… tiene un «cerebro Burger, naturalmente». Tía Velma piensa, sencillamente, en mi padre. Los Nel nunca han tenido la menor dificultad en conciliar el orgullo de pertenecer a una familia notable con la certeza de que el mienbro que la hizo destacarse seguía ideales perversos y horripilantes. Hasta el tío Coen está contento de que lo conozcan como el cuñado de Lionel Burger. Fuera lo que fuese mi padre para ellos, todavía acecha en sus conciencias.
Algo más en la carta del sueco: quiere un cinturón de cuentas como el que compró aquí, ¿recordaba yo dónde? Se trata de una tienda de obras de caridad, donde comercializan los objetos que hacen las tribus negras para su propio uso y adorno, y no de artesanía para turistas. Como la mayoría de empresas no lucrativas, la administración no es suficiente y no albergué grandes esperanzas de que quien estuviera a cargo pudiera recordar, para no hablar de estar dispuesto a molestarse en obtener, un cinturón de una artesanía específica. La carta era precisa; decía Baca, pero pensé que más probablemente sería del Transkei o de Zululandia. Sheila Itholeng estaba allí, como todos los sábados por la mañana, para limpiar el piso y lavar la ropa: la habitación cobra vida. Cocina harina de maíz mientras yo frío huevos con bacon; desayunamos juntas, como una familia. Ninguna de las dos tiene marido pero ella es madre de una niña. Compré lápices de pastel y plastilina para la pequeña Mpho, pero debajo de la mesa, alrededor de nuestras piernas, jugaba a lustrar el suelo con un trapo, su culito más alto que la cabeza, sus talones sonrosados sobresalientes, en la postura exacta que adopta su madre cuando friega.
Aunque Barry Eckhard no hace trabajar a sus empleados los sábados, fui a la ciudad. En medio del tráfico repentinamente empecé a tratar de considerar este día como algo tan específico como el cinturón de cuentas hecho a mano que estaba buscando, la reproducción del día en el que, esta vez un año atrás, Lionel todavía vivía, aunque a la hora de almorzar sería el día de su muerte. El y mi madre fueron una vez a visitar la tumba de Lenin, me han dicho. Desfilaron, irreconociblemente embozados para protegerse de un frío que aquí no existe, al igual que lo sigue haciendo una cola interminable. Todo mes de noviembre desfilará ante la muerte de mi padre, el mismo día una y otra vez, con cielos de tormenta de verano y jacarandas callejeros brotando febrilmente en purpúrea tensión; las estaciones sólo pueden repetirse a sí mismas, no tienen futuro. En el banco del parque también se percibía un estado de reiteración.
Un cordón policial flanqueaba toda la fachada del edificio donde está la tienda de artesanía africana. Perros alsacianos sujetos con correas a sus portadores mantenían a raya a los transeúntes, pero éstos aguardaban impasibles, los negros sosteniendo las bicicletas de reparto, familias con hijos que salen de compras los sábados, parejas con los brazos colgando de los hombros o de la cintura de los téjanos del otro, esperando su espectáculo, tanto fuese un grupo pop negro que transforma los ritmos de la calle, un suicida que vacila en un antepecho, la trampa de una bomba. Supe de inmediato de qué se trataba: hombres y mujeres de aspecto tan corriente —¡asombroso!— como el de ellos mismos, arrestados y seguidos por más policías, estabilizando con las mandíbulas sus cargas de papeles y máquinas de escribir. El edificio albergaba organizaciones cuyas instalaciones suelen ser sometidas a redadas. No esperé a ver de cuál se trataba esta vez; la asociación de estudios negros o los clérigos militantes, todos sospechosos de «fomentar» los objetivos que a mi padre y sus compañeros llevó tantos años formular. Reinaba el silencio entre el gentío que esperaba sin hacer nada, como caballos atados con ronzales. Una mujer con un bulto de negra en la cabeza y la cara afilada, de nariz larga, que suele aparecer cuando hay un ingrediente de sangre blanca, borracha o un poco loca, se dirigía a todos desde el orificio redondo de su boca.
—Puñeteros cabrones blancos. Puñeteros policías cabrones —dos jóvenes negros que usaban camisetas con la inscripción PRINCETON UNIVERSITY y KUNG-FU respectivamente, se rieron de ella. Un hombre gritó Tula, mama[9] y como un perro extraviado que no sabe cuál es la fuente del ruido que hace la lata que le han atado al rabo, ella refunfuñó—: Voetsak, voetsak, wena[10].
Seguí de largo. La policía identifica y registra a todos los que encuentra en un edificio en el que hacen una redada. ¿Por qué razón creería la Rama Especial que la presencia de la hija de Burger en las inmediaciones se explica por su intención de comprar un cinturón de cuentas que le había pedido un ex amante? Que otros protesten de su inocencia, que se laven las manos como Pilatos. Así como la locura autorizaba a esa chalada a gritarle a la policía, la condena a cadena perpetua autorizó a Lionel a decir desde el banquillo: «Sería culpable si fuera inocente de trabajar para destruir el racismo en mi país. Si yo soy culpable de esa inocencia, no será la policía quien tenga derecho a prenderme».
Algunos grandes almacenes tienen departamentos donde venden artesanía africana. Hay oferta porque hay demanda, la ola de nostalgia por lo étnico en partes del mundo donde no se atribuye a la étnia un propósito siniestro. Generalmente exhiben objetos de moda en lugar de nada que pueda entenderse como cultura nacional; el cartel COMPRE SUDAFRICANO se refiere a productos manufacturados y no a los cuencos tallados y collares de concha que cuelgan por allí, entre pequeños artículos de piel y mostradores con cosméticos. En las grandes tiendas donde probé suerte no vendían cinturones de cuentas pero pensé que las muñequeras atlética y ortopédicamente masculinas, con brillantes tiras de plástico entrelazadas a través de agujeros en el duro cuero —y que siempre usaban los mineros nómadas que las hacían— podían ser útiles para un escandinavo especializado en África y compré una, dios sabe por qué. La inmensa y perfumada planta baja tentaba a la gente a experimentar el placer de gastar dinero, esa peculiar atmósfera de deseo y ansiosa satisfacción evidente en las caras, apenas lo suficientemente altas para apoyar el mentón en las vitrinas, de los niños reunidos ante mostradores llenos de chucherías, de las mujeres que combinaban los colores de su vestimenta por consejo de alguna amiga íntima, de las parejas que calculaban los precios; el espectáculo de objetos que nunca podrán poseer y de aquellos que son un señuelo para que dejen allí el poco dinero que tienen, es un despliegue que ansia la gente de los países del Futuro que mi padre visitó con sus dos mujeres. Cualquiera de los artesanos mestizos y sus familias, o de los estudiantes blancos que observaban los arrestos a pocas manzanas de distancia, era libre de entrar y ver legítimas aspiraciones que no conllevan ningún riesgo de castigo: lavadoras totalmente automáticas, relojes electrónicos, botas de cowboy, grabaciones de música popular por héroes que se inspiran en el vocabulario de la revolución para dar nombre a sus grupos. Un acto de adquisición. Tienes que adquirir un yate para librarte de eso. Una mujer que estaba a mi lado mientras esperaba para pagar regañaba a su hijito: ¡No necesitas eso! ¿Para qué lo quieres? ¡No es un juguete! Apretaba firmemente un cepillo de charol para quitar pelusa y no miraba a nadie a los ojos. Con el codo apoyado en el mostrador de cosméticos de enfrente, vi la espalda semidesnuda de una negra vestida con colores llamativos que incluían, como efecto de conjunto, el color de su piel. Las gamas más audaces y oscuras de azules y marrones —antiguos ideogramas de pez, pájaro y caracol— se extendieron en el movimiento de dos omóplatos redondeados desde el declive mate del cuello hasta su perfecto centrado en la línea hendida de la columna, ondulando mientras la iluminación sin sombras de la tienda proyectaba allí una escala variopinta. La tela sugería túnicas pero de hecho era ceñida hasta el orgulloso trasero que asomaba negligente en el ángulo de la cadera que soportaba el peso de su cuerpo, y se cerraba hacia las largas piernas. Llevaba un turbante azul y antes de que volviera la cabeza vi titilar un aro de oro más grande que una diminuta oreja. Podría haber sido una espléndida chica de conjunto, pero parecía el prototipo de una reina ya extinta en Gran Bretaña o Dinamarca, donde todavía existe este oficio. Era Marisa Kgosana. Nos abrazamos; el rostro profesionalmente neutro de la vendedora blanca, protegida por su maquillaje de cualquier señal de reacción, como los soldados de guardia a quienes su uniforme impide parpadear ante el sarcasmo público, aguardaba la consumación de la compra.
Tocar en simbólico abrazo femenino la encendida mejilla nocturna de Marisa, ver enorme durante un segundo el destello lacustre de su ojo, el rosa lila de la parte interior de sus labios contra los dientes de bordes traslúcidos, ingresar por un momento en el invisible campo magnético del cuerpo de una beldad y recibir en una misma impronta —el vaho del aliento y su rápido desvanecimiento en un cristal— fue una inmersión en otro modo de percepción. Lo más cerca que puede llegar una mujer a la transformación del mundo que el hombre busca en la belleza femenina. Marisa es negra; también próxima, entonces, a la manera blanca de utilizar la negritud como un camino para percibir una redención sensual, como hacen los románticos, o de percibir temores, como hacen los racistas. En casa de mi padre, lo uno era el anverso de lo otro, las dos caras de la falsa conciencia. Estoy en condiciones de sumar este dato a las notas de cualquiera. Pero incluso en esa casa la negritud era un medio de percepción sensual-redentor. A través de la negritud es revelado el trayecto que lleva al futuro. Los descendientes de Chaka, Digane, Hintsa, Sandile, Moshesh, Cetewayo, Msilekazi y Sekukuni son los únicos que pueden llevarnos allí; el espíritu de Makana está en Robben Island como intercesor ante Lenin. Sipho Mokoena, que hacía cometas para Tony y mostraba a los niños el desgarrón que había hecho una bala en la pernera de sus pantalones; Gana Makabeni, que fue padrino de la boda e Isaac Vulindlela, que dejó a su único hijo Baasie al cuidado de mis padres; Daniel, el camarero de mi tío Coen Nel; el vigilante que te lleva dinero para las apuestas… los arrugados pies negros de planta pálida desnudos en la piscina y asimismo los rostros negros de la mayoría en el último congreso clandestino al que pudo asistir mi padre: en la unión del Caín blanco y el negro Abel, una nueva hermandad de la carne es el rumbo hacia la fraternidad definitiva. La madura vendedora de cosméticos y los pocos compradores no demasiado ensimismados que levantaron la vista vieron que una negra besaba a una kaffirboetie. Eso es todo. No percibieron nada más. Esa casa estaba más cerca de lo que yo suponía de alcanzar su clase de realidad a través de tu clase de realidad. Tú y yo discutíamos en la casita. Sexo y muerte, dijiste. La única realidad. Tendría que haber sido capaz de explicar el elemento de sensualidad que habría cualificado las experiencias de esa casa para que tú las consideraras reales. Lo sentí en presencia de Marisa, después de tanto tiempo; el bienestar con Baasie en la misma cama cuando la oscuridad hacía que la casa crujiera cargada de amenazas.
Marisa estaba comprando crema facial; probaba distintas marcas en el dorso de la mano acomodada para que la vendedora la atendiera desde el otro lado del mostrador. La mano llevaba su insignia de sortijas y brillantes uñas largas, a la manera en que un general usa galones dorados y las cintas de sus campañas. ¿No opinaba yo que olía excesivamente a una tarta dulce?
—A mí me huele a fruta pasada.
—Violetas, señora —dijo seriamente la vendedora.
No, no, no le iba; pero Marisa no quiso llevar la otra marca que el rápido vaivén de un dedo blanco frotaba en su tez de ciruela oscura.
—¿Sabes cuánto cuesta ésta, Rosa? Prefiero tener arrugas —la vendedora le mostró otra, un tubo, francés aunque no muy caro, se usa muy poco y cunde mucho, está aromatizada con hierbas. Marisa tenía el aire de quien nunca se muestra indecisa—. De acuerdo. Me llevo ésta. El esmalte de uñas, la crema y nada más. ¡Rosa, si estás trabajando en ese edificio, me tienes a la vuelta de la esquina! Estoy en el despacho de un abogado. Alguien que encontró Theo —río, compartiendo nuestro reconocimiento de que todos usábamos a Theo, de nuestra dependencia de él en los juicios de su marido, Joseph Kgosana, o mi padre, como mujeres que comparten la confianza en un buen médico—. Acabo de empezar, no hace ni siquiera una semana… entonces me dieron permiso para una visita. Acabo de volver de la Isla.
¡Qué espléndidamente lo hacía! En una oración ella y yo estuvimos solas; aunque la rubia madura —que se había puesto las gafas que colgaban de una cadena dorada para hacer la factura— comprendiera de qué isla se trataba, ni ella ni los clientes que andaban por los pasillos bajo luces y perfumes alcanzarían el nivel de inteligencia de la mirada con que Marisa me sostenía. Bastaba un cambio de tono entre nosotras. Para Marisa parece fácil. No necesita encontrar una expresión solemne, reconocer la distancia que hay entre la cárcel y el mostrador de cosméticos. Ella no se encierra, no se pone a cubierto, no se paraliza como yo. No tiene que recurrir a plantear las cosas delicadamente ni explicarse a sí misma por temor a que la interpreten o la juzguen mal. El desafío y la confianza no se lamentan; su belleza y la forma en que la asume son más fuertes que cualquier declaración.
¿Cómo estaba él? ¿Cómo están todos? Cuando hablamos de ello, de los presos que han sobrevivido a Lionel, el tono es deliberadamente banal, una afirmación de que no es posible aislarlos, de que siguen participando de la vida cotidiana por gruesos que sean los muros o encrespados los mares entre el destierro y el terruño.
—Está muy bien. Soy yo quien resistió mal la tormenta. Es verdad… ¡las inclemencias del tiempo, realmente! ¡Soplaba un vendaval en Ciudad del Cabo! No te imaginas lo que fue eso. El primer día el barco no pudo salir. Al siguiente, los policías de mi escolta no estaban muy entusiasmados pero yo les dije, miren, insistí, aquí está mi permiso, sólo tengo autorización para estar tres días fuera de mi distrito… de modo que embarcamos. Me sentí muy mal. ¡Cielos! ¿Alguna vez te has mareado en el mar? Pero me aguanté. Y noté que ellos estaban mucho peor que yo. Lo primero que me dijo Joe fue: ¡Marisa, mírate… algo anduvo mal y no me lo dijiste en tus cartas! Hizo que su carcelero me trajera café… sí, como lo oyes: mi mujer necesita tomar algo caliente. Así de sencillo. El otro obedeció como un corderito.
—¿Fue una visita de contacto? —recuperé fácilmente la jerga de las visitas a la cárcel. Siempre vuelve a mí el lenguaje que aprendí de niña. Por capricho del jefe de carceleros veía a mi padre en una escueta habitación (los muebles eran los indispensables para un interrogatorio, dos sillas de respaldo recto y una mesa, con lo que siempre estaba presente el propósito de esas salas) o al otro lado de la reja metálica a través de la cual podía tocar la mano de mi prometido.
—Preguntó por ti y te envía recuerdos —la simetría de su encantador rostro sonriente tornó la mentira en ofrenda. Hacía tanto tiempo que no la veía y que él no tenía noticias mías por su intermedio que era improbable que hubiesen pronunciado mi nombre. La gente experimentada no malgasta el tiempo precioso de las visitas; todo lo que ha de ser dicho por ambos es elaborado y encajado por adelantado en el lapso asignado. Pero yo sí preguntaba por los otros con su nombre propio, Mandela, Sisulu, Kathrada, Mdeki, los negros con quienes mi padre trabajó en una intimidad cuya naturaleza no puede comprender ninguna persona ajena, nadie que observe cómo arrestan en la calle a gente que no ha robado nóminas ni pasado drogas. Marisa repitió las bromas de los prisioneros, me contó qué estaban estudiando, si habían perdido o ganado peso, derivó hacia el cotilleo acerca de los logros o problemas de sus familias… mientras verificaban sus compras, dudando entre agregar o no tal o cual artículo, contando el dinero en el buche de un enorme y elegante bolso, con sus largos dedos curvados en las puntas de las brillantes uñas, como las piernas de un insecto exótico que tantea a su presa—. No, no quiero un paquete, prefiero una bolsa de plástico… una de las que está por allí irá bien, sí, ésa —y mientras la mujer de atrás del mostrador se volvía para buscar el cambio—: Cuando una tiene prisa lo mejor es pagar en efectivo… Si una negra saca un talonario de cheques… yo sólo uso el mío cuando estoy dispuesta a perder el tiempo mientras se disculpan y se lo llevan a t-o-d-o-s sus gerentes —y en el mismo murmullo vivaz y distraído, hizo una sugerencia, con la mirada inquieta sobre la vendedora, la cabeza echada hacia atrás con impaciente gracia—. Mi niña ha ido a buscar unos libros para la escuela y tengo que ir a recogerla. Además, alguien me espera… ¿qué hora es? Dije que nos encontraríamos a las doce, qué pena, no puedo evitarlo… ¿Qué harás hoy, esta tarde, esta noche? —Marisa no recordaba qué día era aunque poco antes había hablado de Lionel (como éste solía decirle a Joe, si mantienes la presión y el peso bajo, nada logrará deprimirte)—. ¿Saldrás? ¿Recuerdas el lugar de mi primo Fats?
—Giras después de Orlando High.
—Sí, sigues recto y al llegar a la pendiente la tercera calle a la derecha.
—¿En la esquina hay una carbonería?
—Sí, la tienda de Vusili.
Entre nosotras —mientras el intercambio murmurado iba y venía como cualquier otro entusiasmo insincero entre amigas que tropiezan por casualidad— estaba la tácita pregunta-respuesta que los nuestros siguen por los intervalos en lo que se dice y las vacilaciones o la inmediatez de la contestación. Marisa está proscrita y se encuentra bajo arresto domiciliario. Yo estoy «nombrada». La ley nos prohibe reunimos o hablar, y mucho más abrazarnos; nos arriesgamos encontrándonos así, al pasar, en terreno neutral y anónimo. Tú me echabas en cara ser inhibida; pero nunca tuviste nada que valoraras lo suficiente y que estuviese lo bastante amenazado como para que necesitaras disimular. La reserva es una disciplina difícil de desaprender para los veteranos. La gente que sufre arresto domiciliario no puede recibir amigos en su casa ni salir por la noche o los fines de semana; si Marisa pudo venir al centro un sábado, debió de estar empleando un día «sobrante» de los concedidos para su visita a la Isla. Estaba corriendo un riesgo —otro— al salir de noche para ir a casa de alguien. No sabía si yo tenía prohibidas las reuniones además de ser «nombrada». De hecho, no tenía nada prohibido, aunque me negaron el pasaporte aun antes de que fuera «nombrada»… el primer año que lo solicité. Esa solicitud también fue un secreto; esta vez estrictamente personal, no asumido en común entre los que convivían en esa casa, no hablado con mis padres. Mi madre y Lionel nunca supieron que pedí un pasaporte a los dieciocho años, dispuesta a seguir a Noel de Witt a Europa cuando saliera de la cárcel. Tampoco él lo supo; pero —como prometida de De Witt e hija de Lionel Burger— el ministro me lo negó. En cualquier caso, no se permite a los blancos entrar en distritos negros sin permiso y si me descubrían no tolerarían la presencia del único miembro vivo de la familia Burger; si Marisa hacía caso omiso de estar corriendo un riesgo, en caso de seguir las orientaciones que me transmitió inofensivamente, yo también haría caso omiso de estarlo corriendo. Me apretó la mano y se alejó al mismo tiempo; nuestras manos permanecieron unidas hasta que se soltaron solas, como hacen los negros al separarse en las esquinas, gritándose por encima de los hombros cuando finalmente cada uno sigue su camino. Pero ella me olvidó instantáneamente. En el adelantamiento oscilante de su cabeza encrestada al tiempo que desaparecía y reaparecía entre los compradores sólo tenía conciencia de la admiración que despertaba, por su extravagante atuendo, del imaginario panafricanismo de triunfante esplendor y regia belleza que no está sujeto a fronteras de viejas aduanas o nuevas ideologías políticas en pugna en los países negros, ni a leyes que vuelven ruines y degradantes las vidas de los negros en éste. Si bien los blancos de la tienda sólo veían a recaderos y camareros y barrenderos en lugar de personas negras, ahora vieron a Marisa. La vendedora me habló con una sonrisa de blanca a blanca, ambas admiradoras de una turista extranjera.
—¿De dónde es? ¿De una de esas islas francesas?
Seychelles o Mauricio; eso es lo que había entendido por «la Isla». Respondí:
—De Soweto.
—¡Qué elegante! —estaba dispuesta a aprender algo, con sus cejas de luna nueva por encima de la montura dorada de sus gafas.
Sentías una curiosidad especial por Baasie. Me perseguías hablándome de él:
—Así eres tú: eso es algo que será importante para ti el resto de tu vida, tanto si lo sabes como si no. Dices que no «piensas» en ese chico. Da igual que no «pienses» en él… A los cinco años temíais juntos a la oscuridad. Os metíais en la misma cama.
No respondí; desvié la mirada porque estaba pensando que eso era lo que hacía contigo, que eso era yo. Estaba recordando una tibieza singular que se propagó cuando Baasie se meó en la cama mientras dormíamos. Por la mañana las sábanas estaban frías y malolientes y le mentí a mi madre: Mira lo que ha hecho Baasie en su cama… pero por la noche no sabía si la tibieza que nos retrotrajo a los fluidos envolventes de un cuerpo hospitalario provenía de él o de mí. Tú querías saber qué le había ocurrido. Repetidas veces, en la casita, intentabas atraparme para que respondiera indirectamente, involuntariamente, aunque ya te había dicho que no lo sabía. No te dije lo que sí sabía. Su padre, Isaac Vulindlela, trabajó con Lionel hasta el día en que éste fue arrestado por última vez. Fue uno de los que abandonaron el país, al que regresaban con documentos falsos. Tuvo éxito dos veces, ayudado por la familia de su esposa, de la tribu tswana, en la frontera de Botswana, que (¿como tía Velma y tío Coen?), no querían enterarse de lo que hacía. La tercera vez, cuando mi padre ya estaba encarcelado, fui yo quien entregó la nueva libreta de pases en la aldea que distaba unos veinticinco kilómetros de la frontera. Fue uno de los fines de semana en que desaparecí… para mostrarle a un periodista escandinavo los paisajes de la infancia de Lionel, o para acostarme con mi amante sueco registrándome en un motel como su esposa. El sueco desconocía el tercer propósito del viaje; supongo que si lo supiera, incluso ahora, subiría de nivel, de categoría. Sería un regalo mejor que un cinturón de cuentas o la muñequera de un minero negro nómada. El sueco y yo no viajamos en mi coche sino en el que él alquiló, como precaución normal de anonimato a la que sin duda está acostumbrado en sus aventuras amorosas durante el curso de misiones que lo llevan de un país a otro; le dije que el neumático de repuesto estaba blando y que convenía que yo misma lo llevara a un taller ya que él no hablaba afrikaans y en el garaje de una aldea el inglés no le serviría de mucho. Se quedó en la cama, en una habitación apenas diferente a aquella donde yo seguía a Selena y Elsie mientras limpiaban después que se iban los viajantes, golpeteándose la cruz de vello rubio de su pecho y escribiendo un artículo para el «Dagens Nyheter» acerca de la complicidad de la industria internacional con la economía del apartheid.
En el garaje, los domingos por la mañana sólo había un encargado; un negro joven y regordete cuyo mono no tenía botones y estaba sujeto donde era absolutamente necesario por un enorme imperdible, en la bragueta. Calcetines a rayas y una gorra con visera publicitando una de las empresas que mi sueco criticaba desde una de las camas gemelas, debajo de un póster del Arco del Triunfo en primavera; el joven negro estaba reparando una cámara pinchada, sentado en una superficie alquitranada con manchas de aceite, con las piernas extendidas alrededor de una cuba de hojalata con agua. El meloso pegamento de goma negra se meneaba entre sus manos. Para cualquiera que pasara, yo era como cualquier señorita blanca.
—¿Eres Abraham? —Era el año del botón Smile, él usaba uno muy grande que quizás había recogido después de que se lo olvidaran unos niños que bajaron en tropel de algún coche para sacar latas de coca-cola de la máquina. Pero no sonreía.
—Sí, soy Abraham —hablamos en afrikaans, en el tono que corresponde, el mío amable pero autoritario, el suyo vacilante, sin saber si debía esperar una petición, una reprimenda o una pregunta que no estaba dispuesto a estimular.
—Tu madre me lava la ropa. Te envía una carta.
—¿Qué? Wat het die missus gesé?[11] —me había oído muy bien pero quería asegurarse de que las palabras eran exactamente aquellas que le habían dicho que debía esperar. Las repetí y él las leyó en mis labios, como si mi voz pudiera engañarlo pero mi boca fuese digna de confianza. Se secó la mano húmeda en el mono y simultáneamente saqué con la mano derecha el abultado sobre de las canasta de paja que llevaba para guardar toda la parafernalia de un viaje en coche. El sobre pasó a él y bajo los pliegues del mono demasiado grande y sucio, el ropaje de una identidad anónimamente impuesta y despreocupadamente asumida que, como su cuerpo oculto, contenía otra, la propia. Se incorporó y se me adelantó para descolgar la manguera del surtidor y llenar el depósito de gasolina. Le di los diez céntimos acostumbrados además del coste del combustible y él hizo el acostumbrado floreo de un trapo sucio sobre el parabrisas.
Así se hace. De capa y espada, de espías. Siempre quisiste enterarte de este tipo de cosas. ¿Pero cómo podía, cómo puedo yo saber que tú no estabas allí para que yo hablara en base a un cálculo de mis necesidades? Si Lionel Burger no te reclutó, podían haberlo hecho los del otro lado. Quizá te había sido asignada, y tú a mí, por los hombre de la Rama Especial que me han visto crecer, como diría cualquiera de aquellos adultos a quienes los Nel nos hacían dar el título de Oom honorario.
Por muy despojada que estuviera y por mucho que me castañearan los dientes en terrible júbilo durante las noches en la casita, conservaba esa segunda naturaleza que ya se había convertido en primera. No podía desprenderme de mi instinto de supervivencia que hacía callar delante de ti estas cuestiones. A diferencia del desconocido Abraham no tenías antecedentes que te permitieran leer mis labios. En la aldea, aquel domingo, volví al hotel con una cerveza y un vaso boca abajo empañado por el frío que despedía la botella, para mi sueco. Tampoco se lo dije a él. Me engatusó para atraerme a la cama y las páginas escritas a máquina flotaron hasta el suelo a nuestro alrededor. Las Selena o las Elsie del hotel llamaron a la puerta y se alejaron: los sirvientes saben que no deben hacer preguntas. Así se hace. Me hizo el amor mientras la aspiradora funcionaba en el pasillo y no sabe que la esencia de cera amarga de mi oreja que tiene en la lengua, que las salmueras de la boca y la vagina no son mis secretos. Para mí ser libre consiste en no ser nunca libre de la astuta supervivencia del ocultamiento. No te dije lo que sé a pesar de que deseaba hacerlo. Atraparon a Isaac Vulindlela con una de esas libretas de pases. Así se hace. El biógrafo de mi padre, sonsacándome respetuosamente hasta llevarme al terreno firme del vocabulario oficial (palabras, nada más que palabras muertas, abstracciones: allí no está la realidad, me espetaste) —revolución democrática nacional, integración ideológica, imperativo revolucionario, dominio de la minoría, alianza para la liberación, unidad del pueblo, infiltración, incursión, agente de cambio viable, acción reformista, táctica armada, movilización política de las masas en una combinación de métodos legales, semilegales y clandestinos—, estos puntos de apoyo han vuelto últimamente a mi vocabulario repitiéndolos como un loro para él. Ignoro dónde está Baasie, pero a su padre lo encontraron muerto en una celda después de ocho meses de detención. La policía dice que él mismo se ahorcó con sus pantalones. Logré transmitirle la noticia a mi padre, en la cárcel. No me preguntes cómo. El no sabía y yo no pude decirle que la libreta de pases era una de las que había conseguido entregar tan fácilmente que nadie creería que así es como se hace. Me resulta muy difícil establecer la diferencia entre la verdad y los hechos, saber cuáles son los hechos. Si Abraham, el del garaje, había sido una trampa, las circunstancias de mi misión fallida sonarían tan ridículas como cualquiera de las que expuse ante la pobre Clare Terblanche. ¿Cuál era la realidad de aquel fin de semana en una aldea del Transvaal occidental? ¿Un acto correspondiente a la tercera categoría de métodos (legal, semilegal y clandestino) para coordinar la lucha política y la actividad armada creando un clima de crisis total en el que se vuelve posible una solución política directa? ¿La trascendencia material del plazo de vida de un hombre registrando para la posteridad, en cine, los paisajes y el entorno que conformaron su conciencia? ¿La energía estática consumida en la cama del motel entre las once de la mañana, cuando tañían las campanas de la Iglesia Holandesa Reformada, y el mediodía, mientras sonaban las notas de xilofón del gong del almuerzo, una hora sin consecuencias excepto una mancha en la sábana de abajo… rígida placa conmemorativa que una Selena o una Elsie observarían sin que su vida se alterara en modo alguno, antes de que desapareciera con el lavado?
Quizá la forma en que me vio la gente de los grandes almacenes sea acertada. Aunque en esa casa era dogma de fe que es necesario ir más allá de la simplista ecuación racial —la visión reformista de la lucha de colores y no de clases—, mi madre y mi padre sólo lograron convertirme en una kaffirboetie. Mi hermano Baasie. Marisa vino a mí como una ráfaga de buen humor. La ternura endulzó y animó mi entorno mientras conducía rumbo a casa: los vendedores indios con sus rosas alambradas como candelabros y sus calas teñidas; cuando un semáforo en rojo me retuvo, el negrito de aspecto formal salió disparado haciendo sonar su estridente silbato entre los carriles para vender la primera edición del periódico de la tarde; la mujerona con la bolsa de la compra llena sobre la cabeza, un chico a remolque de su falda y la obi africana compuesta por el inevitable bebé a la espalda y la gruesa manta envuelta alrededor de la cintura, que se precipitó, se detuvo —me sonrió— y cruzó corriendo cuando tendría que haber estado esperando en el paso de peatones. El consuelo de los negros. La persistencia, el resurgimiento, la continuidad diaria. Si una no tiene miedo, ¿cómo puede no sentirse atraída? Se trata de lo uno o de lo otro. Marisa y Joe Kgosana tienen todo esto para inspirarse. Lionel e Ivy y Dick, mi madre y Aletta; detrás de los nuestros, que están confinados en los distritos de los suburbios blancos, hay gente que envía cartas groseras llamando monstruo a mi padre.