Sección XV

No soy la única superviviente.

Sus suelas de goma producían el mismo crujido abrasador de dedos raspando una pelota con el que Tony solía atormentarme cuando éramos pequeños. Busqué la llave de inmediato (debió de parecerle irónico) en la portería y bajamos los resonantes peldaños de hierro de la escalera de incendios. En el piso desocupado había un viejo listín telefónico, toda una población de polillas en el cuarto de baño, cucarachas en la cocina, una compresa seca que había adquirido la forma rígida en que había sido usada, dejada en el interior del aparador que abrí para mostrarle el espacio de almacenamiento que había. Ambas quedamos debidamente impresionadas por este ejemplo de los hábitos civilizados a que se dedicaban los blancos para defenderse de la degradación negra (éste es el tipo de reacción que me colma cuando vuelvo con los de mi propia especie). De cualquier manera, las dos somos chicas muy bien educadas, quisquillosamente clase media en muchos sentidos —recuerda el alto nivel de confort que observaste en casa de mi padre— aunque si la pertenencia de clase de nuestras respectivas familias hubiera de definirse correctamente según su lugar en las relaciones de producción, ella era de la clase trabajadora y yo no. Los nuestros nunca han sido sucios ni pasado hambre aunque la cárcel y el exilio son lugares comunes de la vida familiar para nosotros. Ser blanco constituye una definición por oposición que mi padre y su madre ya discutían bailando al son del gramófono en el club de trabajadores. Cerré el aparador con una breve exclamación.

Los cables habían sido arrancados del zócalo donde se enchufaba el teléfono. El olor del cigarrillo de Clare reptaba como un animal suspicaz. Libres incluso de testigos inanimados, no sabíamos cómo escapar la una de la otra… al menos ella no sabía cómo hacerme sentir rebajada por mi negativa. Por el contrario, yo tenía conciencia de una desagradable fortaleza que de mí pasaba a ella. Es más bien apagada que fea, una mujer sin orgullo sexual… en tanto hembra no tiene la menor visión de sí misma que le permita desviar la atención que los demás fijan en sus defectos físicos. Su postura me irritaba. Clare Terblanche siempre estaba así, como un trípode que alguien hubiera dejado caer desmañadamente, sin flujo de movimientos a sus espaldas o proyectado al frente, La explicación es común y corriente: patizamba. ¿Por qué Dick e Ivy no la hicieron tratar de pequeña? La caspa y el eczema que ésta provocó eran de origen nervioso. ¿Por qué fingimos no notar esta dolencia? Porque era «poco importante». Clare sabía que yo veía su torpe postura, los atormentados manchones de piel inflamada y levantada, despojada de su contexto familiar. Pobrecilla; ella sabía que yo pensaba: pobrecilla. Soy capaz de soportar los silencios de otros sin desconcierto; sentía piedad y curiosidad, cierta crueldad. Podría haber alargado la mano y haberle apretado rudamente por el hombro, nadie podía oírnos, ninguna voz de buena voluntad barata revestiría la indiscreción y disfrazaría la herejía. No puedo levantar la voz; no está en mi naturaleza, ni siquiera cuando soy insolente. Le pregunté por qué seguía en eso.

No estaba segura de haberme comprendido. O me entendió al instante; yo tenía la impaciente sensación de formar parte de su proceso mental; permanecí horrorizada ante lo que sólo existe una vez que se ha expresado. Intentó una interpretación como referencia específica: sin mí, sin las fotocopias del edificio de Barry Eckhard… encontraría otra posibilidad. Aunque (a medias ofendida, a medias apelando a la compasión) por el momento, maldito si sabía cómo.

Empecé a recitar una liturgia íntima:

—«El pueblo ya no tolerará. Por derecho de nacimiento. Ha llegado el día en que el pueblo exige».

Me miró como si hubiera gritado.

Yo hablé sin interés, nada más.

—¿Cuando ves informes de las pruebas en los periódicos, no te suena ridículo? Aun los equipos de tinta invisible, los pasaportes falsificados, los planes secretos guardados como fundas de tintorería, las campañas por correo, la misma historia antigua de gente a la que alguien «se acerca» y se convierte en testigo público después de haber pasado la lengua por unos cuantos sobres… Tienes que reír, no puedes evitarlo; es patético. Imprimirás tus boletines o enviarás tus folletos. Ya está todo decidido, desde el principio, desde antes de que tú comenzaras. Unos trozos de papel, unos meses y te pescarán. Te rastrearán fácilmente o alguien en quien has confiado recibirá veinte rands y te venderá. Una enemiga del pueblo… Desaparecerás con la detención. Quizás abran una causa y aparecerá un abogado que intentará buscar atenuantes, avergonzándote al hacer que los viejos lemas signifiquen menos aún de lo que significan.

Su cara lentamente endurecida y concentrada ante mí a la manera en que las caras de los pacientes del hospital registran haber recibido la inyección, liberando la sensación de una sustancia en el torrente sanguíneo.

—Y te encerrarán. Como a ellos. Y saldrás. Como ellos. Hemos visto a Ivy y a Dick y a Lionel.

Las lágrimas eran lentes de aumento sobre sus ojos y tuvo que mantenerlos muy abiertos para que yo no las viera caer.

No sabía cómo decirme, precisamente a mí, lo que sabía que sabíamos. Cualquiera podrá leerlo en la semblanza crítica de la vida de mi padre… que no revela ninguna información útil sobre la forma en que se lleva a cabo la lucha en el presente, me lo han asegurado. No hay nada más que fracasos hasta el día en que se alcance el Futuro. Este es el único éxito. Otros —en campañas concretas con objetivos concretos, contra las leyes de pases, contra la desposesión forzosa de la tierra— conducirían a reformas paulatinas. Estas acciones fracasan una tras otra, han fracasado desde antes de nuestro nacimiento; fracasos fueron los acontecimientos de nuestra infancia, fracasos son las circunstancias normales de nuestra edad adulta… tus padres bajo arresto domiciliario, mi padre muerto en prisión, mi noviazgo en la sala de las visitas de la cárcel. En esta experiencia de ser aplastada en cuestiones individuales, las masas llegan a comprender —mejor que de cualquier otro modo— que no hay otra salida: el poder estatal debe ser derrocado. Fracaso es la herencia de resistencia acumulada sin la cual no hay revolución. El capítulo empezará con una máxima de Marx que Lionel Burger pronunció desde el banquillo antes de ser condenado. «Sería muy fácil hacer la historia universal si la lucha sólo se emprendiera en condiciones de posibilidades infaliblemente favorables».

Sus palabras machacaron, aferradas a la indignación y se deslizaron hacia el desaliento:

—¡Pero Rosa! Ellos han pasado lo peor. Para nosotras será diferente. Ocurra lo que ocurra, tenemos la suerte de haber nacido más tarde.

De pronto nos sumergimos, temerarias en la confesión, amalgamando las cosas prohibidas de la vida.

—Exactamente lo que dice tu padre. ¿Lo que estás haciendo tiene algún sentido para ti?

Debía de tener la mirada que tuve yo para ti cuando me describiste cómo observabas a tu madre y su amante jodiendo en el cuarto de huéspedes. Ella afrontaría lo que le pusieran delante sin permitirse verlo, como hice yo.

—Forma parte de la estrategia de la lucha. En la fase presente… todavía. Eso es todo. Pero tú ya sabes.

Claro que sé. Podría haber citado la definición del general Giap sobre el arte de la insurrección como sabiduría para encontrar las formas de lucha apropiadas a la situación política de cada etapa. Las grandes huelgas de obreros negros en Natal con las que su madre se habrá visto comprometida aunque en principio fueran espontáneas, son un ejemplo de la observación de Lenin en el sentido de que el pueblo percibe antes que los dirigentes el cambio en las condiciones objetivas de lucha, sí. Pero la necesidad de propaganda política persiste. Alguien tiene que fotocopiar la carta abierta de Vorster. A riesgo de estimular el aventurerismo, persiste la necesidad de asignar un papel a los pocos revolucionarios blancos. Ya en 1962 está documentado que mi padre fue uno de los que —por fin mayoritariamente negros— en la sexta conferencia clandestina del Partido Comunista Sudafricano alcanzó la perspectiva última, la integración ideológica, la síntesis de una dialéctica de veinte años: es tan imposible concebir el poder obrero separado de la liberación nacional como concebir la auténtica liberación nacional separada de la destrucción del capitalismo. El futuro por el que vivió hasta el día de su muerte sólo puede ser alcanzado por los negros con la participación del reducido grupo de revolucionarios blancos que han resuelto la contradicción entre conciencia negra y conciencia de clase, capacitados para hacer causa común incondicional con la lucha por la liberación total, por ejemplo una revolución nacional y social. Es necesario que estos pocos entren clandestinamente en el país o sean reclutados en el interior entre los riesgos desfavorables, periodistas románticos y estudiantes, y también entre los riesgos favorables, los hijos, amantes y amigos de la vieja guardia, para que sean cogidos entre los dedos de la Rama Especial uno por uno, en plena posesión de su tinta invisible, sus fondos clandestinos, sus llaves (proporcionadas por otro tipo de riesgo desfavorable) de las oficinas de destacados financieros con fotocopiadoras. Estas cosas son ridículas (como el dibujo «grosero» de un niño representando el misterio primitivo del acoplamiento) —apenas podía creer en la estúpida osadía, cuando levanté los hombros para evitar la carcajada vergonzosa que se abría camino más allá de mi expresión de ocultamiento— únicamente si uno se aparta de su papel históricamente determinado y no sabe interpretar su significado. Estos son —nosotros somos— los instrumentos de lucha apropiados para esta etapa. La miré, provocadora:

—¡Qué conformistas, los hijos de nuestros padres!

—¡Dick e Ivy conformistas! —volvió el rostro en mi dirección.

—Ellos no… nosotras. ¿Nunca lo has pensado? Otra gente escapa. Vive una vida distinta. Los padres y los hijos no se entienden… no tienen nada que decirse. Una especie de seguro natural contra la repetición… Nosotras no. Vivimos como ellos vivieron.

—Oh, las libertades burguesas. Para nosotras eso no es posible. Queremos otra cosa. Caray, no tengo que pelear con mis pobres viejos por eso… aunque me fastidian en muchos sentidos, sobre todo mi madre. Ellos quieren lo mismo que yo.

—¿Pero tuviste alguna opción? Piénsalo.

—Sí… supongo que si quieres ver las cosas de esa manera… ¡Pero no! ¡Rosa! ¿Qué opción? ¿Rosa? En este país, bajo este sistema, viendo como viven los negros… ¿qué tiene que ver la opción con los padres? ¿Qué otra cosa podrías elegir? —ahora estaba excitada, tenía la chispa de quien siente que está ganando influencia e hizo retroceder las lágrimas no caídas a través de su nariz, en feos resoplidos. Es un axioma: los defectos que ves en los demás suelen ser los propios; los críticos se desprecian a sí mismos. Pero esto es distinto. No se trata de la paja en ojo ajeno. Esa chica de la que me apiadé, a la que estaba dirigida mi curiosidad, tan diferente de mí en los aspectos «poco importantes»… la observaba como si fuera yo misma. Quería algo de la víctima que había en ella y tal vez lo conseguí.

Por lo que a ella se refiere, confundió el calor de mi determinación con calidez entre nosotras… pero yo sólo sentía eso por sus padres. Clare sentía que había establecido un nuevo contacto distinto al de la infancia superada. Atraída por la posibilidad de su amistad conmigo —es más falta de gracia que tímida, está acostumbrada a esquivar las bofetadas de rechazo— olvidó que le —nos— había fallado en nuestro estilo de vida. Como un puño cerrado se abre para mostrar sus tesoros, fragmentos de piedra en los ojos de una extraña, me habló del hombre del que estaba enamorada, dudando en decir su nombre y finalmente ocultándolo. No pude evitar que me contara que la chica y el bebé, su amiga, la que tenía un hijo —para la que buscaba el piso— estaba casada con él aunque no vivían juntos. La chica era una «persona fabulosa», se llevaban «realmente bien». Es hija de un profesor, un compañero de mi padre que huyó tiempo atrás y da clases en un país negro. Rehén del profesor para el futuro: Clare Terblanche la reclutará, si la observación de que se llevan «realmente bien» no significa ya que vendrá desde Ciudad del Cabo porque la estrategia de la fase actual lo requiere. El amante, el marido… también es de los nuestros. Los celos y la angustia entre los tres (¿vendrá la hija del profesor con la intención de recuperar a su hombre?), es algo que, saben, no deben permitir que entorpezca lo que tiene que hacer. Clare Terblanche se frotará exasperada los manchones pelados como pintura descascarada en su pobre entrecejo y regañará a su madre, Ivy, que (surge entre amigas durante la confesión) está trabajando con el amante en su comisión de salarios. Pero el orgullo y la culpa de Clare Terblanche por acostarse con el hombre de otra, la tentación de ser preferida, el dolor de ser rechazada —nadie sabe cómo se resolverá (es la clase de cosas que preferimos dejar a las revistas del corazón)—, no interferirán el trabajo que debe hacerse. Sólo la gente que se revuelca en el presente se expone. Mi madre no llenó, como exigió Lily Letsille, «ese agujero» en el que se ahogó mi hermano. La piscina siguió proporcionando placer a otros, niños negros que nunca habían estado en una piscina antes de aprender a nadar con mi padre.

Clare Terblanche decidió que el piso no era adecuado. Quizás ahora que me había hablado de las circunstancias especiales de su relación con la inquilina en perspectiva no quiere que ésta viva en el edificio donde yo podría tropezar con las dos y ella sabría que yo las estaría viendo a la luz de la confidencia que me había impuesto y que ya lamentaba.

Justo cuando salíamos se distrajo o se agitó un instante… pensé que habría olvidado algo, que había dejado un cigarrillo encendido. Se arrodilló rápidamente, arrancó unas hojas del listín telefónico y se acercó a zancadas al aparador. Recogió la compresa entre varias hojas, la levantó sin tocarla e hizo un tosco paquete. Después no sabía dónde dejarlo: no hay cubos de basura en un piso desocupado. Afuera, en la escalera de incendios, alguien había abandonado unas cajas. Levantó las dos de arriba y enterró su carga. Volvió a acomodar las cajas y salió con paso majestuoso delante de mí, como si se hubiera quitado de encima un cadáver.