Clare Terblanche buscó a Rosa Burger, con quien había jugado en la niñez. La sombra que vacilaba al otra lado de la puerta de cristal ampollado no tenía identidad, pero cuando Rosa abrió la puerta la complacencia iluminó su rostro: la cuestión del piso desocupado sobre el que había prometido averiguar algo.
La otra chica balanceó la gastada bolsa de tela con borlas apoyada en su cadera como el morral de un mulo de carga. Se dejó caer pesadamente en una silla. Su mirada se paseó por los muebles de casa de los Burger, que daban la impresión de estar almacenados en esa habitación. Respiró con la boca abierta y se lamió los labios.
—Vaya faena encontrar este sitio.
—¿No tienes mi número de teléfono del trabajo? Estoy segura de habérselo dado a Ivy.
—¿Puedo tomar un vaso de agua?
—Prepararé té. ¿O prefieres café?
—Café, si te da igual. ¿Entretanto puedo ir a buscar un vaso de agua?
Rosa Burger tenía la vivacidad adormecida de quien ha estado sola todo el día antes de ser interrumpida. Incluso podría haber estado contenta por la llegada de la otra.
—¡Por supuesto! —desapareció en una cocina diminuta. Se oyó el crujido del hielo sacado por la fuerza de su contenedor, el borboteo y el chisporroteo de un grifo. La visitante guardaba la misma compostura que si no estuviera sola en la habitación.
Cuando Rosa volvió su cabello caía de manera distinta; se había pasado los dedos por el pelo, tal vez, echándose un vistazo en la deformante convexidad de una superficie brillante. Sonrió; la otra se enteró de que a veces Rosa era hermosa. Un paréntesis de reconocimiento entre ambas, que fugazmente incomodó a Rosa.
El agua fue servida con las atenciones mínimas del hielo y una rodaja de limón; las dos chicas hablaron de trivialidades —el barrio, la tibieza del día invernal— mientras Clare bebía.
—No quiero llamarte al trabajo.
Rosa descartó la delicadeza implícita.
—No pasa nada, saben que aquí no tengo teléfono. Tendría que haberte informado sobre el piso, disculpa. Lo miré… pero está en la parte de atrás de la planta baja y es terriblemente oscuro. En realidad creo que no… Pero al no tener noticias tuyas… ¿Por qué no pasaste por la oficina para verme en todo mi esplendor?
—No quiero ir allí.
Clare quiso devolverle el vaso. Rosa titubeó un momento, esperando que su antigua amiga lo dejara en la mesa.
—Ah —con el vaso vacío aceptó la evidencia de que no estaban hablando del piso desocupado. El hervidor rechinó como un tren de juguete.
—Conforme. Adelante.
Desde la cocina gritó, hospitalaria:
—Estaré contigo en un momento.
Clare Terblanche no estaba en la silla sino dando vueltas por la habitación. Delante del balcón traqueteó con el tirador pero la puerta no se movió del marco.
—La cerradura está arriba.
Rosa volvió y permaneció a su lado, mirando con ella hacia la ladera de tejados y árboles que caían bajo el edificio; entre plantas negruzcas de hojas perennes, un cúmulo de jacarandas amarillentos antes de la caída de las hojas, como una inversión de las estaciones en el cálido día de invierno. Pero no veía qué tenía en la imaginación la chica alta que había ido a visitarla.
—¿No deberíamos salir?
Rosa sopló, indiferente.
—Si tú quieres.
Con amable consideración rutinaria se inclinó y encendió la radio portátil que estaba sobre una pila de periódicos y discos. La curiosa expresión crítica de Clare Terblanche se centró en el tocadiscos, con sus dos altavoces en el suelo. Rosa lo desenchufó, cerró las puertas que daban a la cocina y al cuarto de baño, se sentó —¡bien!— delante del café. La antena de la radio estaba replegada y la recepción resultaba enturbiada por los parásitos.
—En ese edificio… donde trabajas ahora. Allí muchos abogados tienen su bufete, ¿no?
—La totalidad de la Séptima y octava planta. Comparten una biblioteca jurídica y una cantina; mejor dicho, un refectorio.
La voz del anunciador recitaba, con la promiscua intimidad de su medio de comunicación, una lista de saludos amatorios, de cumpleaños y aniversarios, para reclutas que cumplían el servicio en zonas fronterizas… y para Robert Rousseau —hola Bob—, de Dawn y Flippy, Mami y Papi, siempre pensando en ti…
—¿Y es verdad que la mayoría de oficinas del edificio usan una sala con fotocopiadora y multicopista que les pertenece?
Aunque Clare Terblanche no veía las oficinas, donde de vez en cuando chocaba una paloma contra los cristales ahumados de color topacio como un tiro disparado desde la calle, mucho más abajo, y se rompía el cogote, Rosa vio ahora lo que Clare veía. Hennie Joubert, tu novia Elsabe… Una expresión de reconocimiento, de expectación sin sorpresa, una nostalgia casi, arrugó apenas la piel delicadamente oscurecida en torno a los ojos de Rosa.
—No sé qué hace la mayoría. Creo que sólo algunos. La empresa de Barry Eckhard tiene un acuerdo.
… te echamos muchísimo de menos, cariño… también Patricia, Tío Tertius y Tía Penny de Sasolburg…
Entonces la otra —Clare— supo, o confirmó una esperanza:
—Eckhard tiene un acuerdo —en el punto de partida interior de cada ceja se erguían unos pocos pelos como los de su padre, Dick… púas erizadas que intensificaban su rostro. Se frotó con la voluptuosidad que da la satisfacción; el eczema descascarillado cobró vida y una mancha de bruma roja apareció en la piel sana y blanca de ambas mejillas—. Supongo que no la usas tú personalmente.
… te quiero mucho y espero verte pronto…
Rosa Burger se mostró desenvuelta y predispuesta a informar. No era fácil oírla y la otra chica se concentró en el movimiento de sus labios.
—En general lo hace un empleado. Cuando necesito una fotocopia se la pido a él.
—Según creo la sala está en el segundo piso.
—Así es.
… pensando en ti, Dios te bendiga…
—¿La dejan cerrada con llave?
—Está abierta mientras funcionan los bufetes. La mayoría de las oficinas tienen el mismo horario. Pero es inútil, Clare —la misma sonrisa irrebatible, exigente, con que su padre invadía la vida de la gente logrando que hiciera cosas.
Clare Terblanche lo interpretó como una negativa.
—Naturalmente, lo sé. Te vigilan —ahora ponían música, el grito de muecín de un cantante pop—. Si empezaran a verte abajo no duraríamos una semana. No me refiero a ti. Pero si pudieras conseguir la llave durante una hora. Sólo la llave. Sólo el tiempo suficiente para que hagamos un duplicado. Nadie se enteraría. Alguien irá entre la medianoche, cuando se ha marchado la gente de la limpieza, y las primeras horas de la mañana. Esta persona llevará nuestros propios rollos de papel para que no puedan rastrearlo; no será el mismo que usan normalmente allí.
—No sirve, es inútil —una compleja secuencia de tamborileos había sustituido al cantante.
—¿En el despacho de Eckhard hay una llave? ¿Qué ocurre cuando los tribunales están en período de clausura y los abogados se toman vacaciones?
Los ojos de color piedra de luna bajo toques de sombra devolvieron la mirada sin buscar la evasiva o la escapatoria.
—El servicio de fotocopias sigue operando. Tenemos una llave, sí. Por si nuestra oficina tiene que usar la sala después que cierran los bufetes.
—De modo que las demás empresas del edificio que la usan también tienen una llave… exactamente. ¡Sólo necesitamos la llave de Eckhard unos veinte minutos! A la hora de almorzar; la devolveremos antes de que nadie se dé cuenta.
La resistencia las acercó más y más aunque ninguna de las dos se había movido.
El cuerpo de Rosa Burger, más que su semblante, expresaba una abierta obstinación —los brazos caídos a los costados, las manos con las palmas en los asientos, metidas y ocultas debajo de los muslos hábilmente acomodados—, obstinación que acometió a la hija de los Terblanche como una exigencia que no comprendía más que como una negativa. Tembló al borde de la hostilidad; por un instante cada una tuvo conciencia de la otra en su condición de mujer.
Los recatados muslos de Rosa Burger cerrados en el contorno huesudo del pubis en los téjanos encogidos, un largo cuello bronceado por el sol con la cavidad de la clavícula donde —estaba callada, sin nervios, inmóvil— podía verse el latido del pulso: la novia de Noel de Witt; también la amante de un sueco (como mínimo, entre los que se conocían) que había pasado por allí, y un silencioso barbudo rubio, no alguien del ambiente, tampoco él.
Un cuerpo con la seguridad de los abrazos, así como una inteligencia cultivada da lugar a una mente. Los hombres lo reconocerían de una ojeada, así como la otra podría reconocerse en una palabra.
Clare Terblanche —la vieja compañera de juegos que había sido gruesa y robusta como un osito de felpa, las piernas y los brazos pequeños con la misma forma simplificada, velluda, oliendo dulcemente a jabón Palmolive— tenía una carne sin relieve. Vivía en su interior, empleando ahora útilmente unas piernas largas y fiables que adelantaban una cadera tras otra hasta que encontró el piso. Mala circulación (que se notaba en la palidez y el rubor de las mejillas), pechos cerrados sobre si mismos, una suave extensión de vientre para albergar hijos. Un cuerpo que no tenía señales; sería cada vez más grande y al mismo tiempo más modesto. Pocos hombres encontrarían allí su camino, pocos lo buscarían.
Entre ellas estaba la mesa al nivel de sus pantorrillas; música y voces, sentimientos adulterados, emociones generalizadas, la exposición pública haciendo las veces de necesidad privada.
… y una para Billy Stewart. Billyboy apuesto a que así te llaman en casa pero sea como sea Billy la abuela y el abuelo Davis están orgullosos de ti sigue sonriendo todos en casa te queremos y te esperamos mi queridísimo Koosie.
De improviso Rosa se levantó y apagó la radio.
—¿Quieres ver el piso de todos modos?
Clare Terblanche no respondió. Bebió su café a lentos sorbos que ambas oyeron.
—Bueno.
Parecía castigada, apaleada.
En la puerta se detuvo y se volvió hacia la chica que iba detrás de ella.
—¿Es sólo esto lo que no quieres hacer?