Sudor de lana húmeda y caliente bajo el sol a través de los cristales y el aroma de manzanas asándose con canela.
Aquellas noches de charla en la casita: tú querías saber. El hombre que reunía materiales quería saber; él proporcionaba los datos pero él quería saber a través mío.
Noel de Witt es el que tiene «firmes relaciones familiares en el Frelimo»… que yo sepa. Su madre, la portuguesa rebelde. Aunque Ivy, que prefirió pasar dos años en la cárcel antes que decir en el tribunal lo que sabía de mi padre, no habla en mi presencia de las actividades actuales y Dick, incapaz de no dar algo a entender por ser hija de quien soy, no dijo ningún nombre. Noel debe de ser quien informó de los planes secretos destinados a una rebelión en el ejército portugués. La hermosa, joven y reciente esposa que Flora recomendó no se lo habría dicho a nadie ni siquiera en Londres, en cuya casa se alojó él cuando se fue, porque hasta Londres está lleno de informantes y es necesario proteger las conexiones de Sudáfrica. Gloria Terblanche y su marido viven en Tanzania; él tiene la cobertura de un trabajo en la enseñanza, quizás alguna vez se cruzan por la calle con el hombre que es mi hermano (aunque Tony está muerto y a ti ya no te veo), el hijo de la mujer que asistió con mi padre al Sexto Congreso y cuando él murió me escribió desde el sur de Francia.
De vez en cuando circulan noticias, rumores que pueden ser algo más que rumores. Yo solía tratar de encontrar la forma de transmitírselos a mi padre cuando estaba vivo… experimentada en hacerle llegar lo que necesitaba más allá de los aguzados oídos de los carceleros. A veces la señal de que pronto concluirá se interpreta a partir de un acontecimiento ocurrido en el exterior del país, a veces en el interior. Los Terblanche, yendo de su pobre suburbio a la cárcel, de la cárcel a su pobre suburbio, envejeciendo y engordando (ella) con la venta de cajas de comida al curry, sordo y con la piel escamosa (él), con una pensión o trabajos caritativos que le dan los amigos… aguardan el día en que el rumor cobre realidad, en que el efecto sea el que predijeron, mientras sus vecinos (a los que de extraña manera se parecen exteriormente) esperan retirarse a la costa e ir de pesca. Para los Terblanche hasta las vacaciones dejaron de existir hace años. Sus paseos consisten en presentarse dos veces por semana en la comisaría local al ir o volver del trabajo, así como otra gente tiene que ir a una clínica para controlar alguna enfermedad crónica. Si llegan a estar realmente viejos y enfermos, supongo que alguien como Flora —alguien fascinado por ellos, avergonzado por no vivir como ellos han vivido— los mantendrá con limosnas en dinero que le incomoda poseer. Dick e Ivy lo aceptarán, pues ni ellos ni Flora alimentan remilgos pequeño burgueses respecto a esas cosas: los Terblanche porque no es para sí mismos sino para aquello que vive en ellos, Flora porque no cree que lo que posee haya llegado a ella por derecho propio. La gente como Dick e Ivy y Aletta no entienden la provisión del mismo modo que los clientes del hombre para el que yo trabajaba; «provisión» es una palabra que aparece constantemente en el teléfono del mercado de Barry Eckhard: provisión contra una caída en el precio del oro, provisión contra las tendencias inflacionistas, provisión para la expansión, provisión contra la depresión, provisión almacenada para hijos e hijos de los hijos, hijas e hijas de las hijas; acciones, bonos, dividendos, órdenes de pago. En los púlpitos y periódicos de los clientes de mi jefe, el materialismo ateo de lo que denominan Credo comunista está fuera de la ley. Pero los Terblanche no han acumulado tesoros que la polilla o el moho puedan corromper. Ellos acumulan nada menos que el futuro… futuro. ¿Con qué ridículo orgullo insolente viven sus vidas sin los placeres y las precauciones de otros blancos? ¿Qué pueden mostrar? Ivy convertida en una pequeña comerciante, y los negros a quienes todavía no se admite en los sindicatos abiertos para los que ella y mi madre trabajan; Dick haciendo reparaciones en el patio trasero de su casa en un suburbio para blancos, un domingo, y los negros llevando pases veinticinco años después de que hiciera su primera campaña con ellos en contra de las leyes de pases, campaña que le costó la cárcel. Después de todas las demostraciones del Día de Dingaan[8]: (1929, J. B. Marks declaró «África nos pertenece», un blanco gritó «Mientes» y mató de un tiro a Mofutsanyana en la tribuna, 700 negros arrestados; 1930, el joven Nkosi muerto a puñaladas, Gana Makabeni ocupó su lugar como organizador del P.C. en Durban, 200 militantes negros desterrados); todas las campañas de resistencia pasiva de los años cincuenta, el incendio de pases en los sesenta; después de todos los ataques y arrestos policiales; después de Sharpeville; después de los juicios, condenas a las que se sobrevivió y condenas que se soportaron mientras se soportó la vida. Después de que la vergüenza del estandarte rojo «Trabajadores del mundo unios y luchad por una Sudáfrica blanca», izado en 1922, se borrara entrada ya la década de los veinte mediante la aceptación de las tesis de Lenin sobre la cuestión nacional y la cuestión colonial, después de las purgas en las que Lionel Burger (que se había casado con una bailarina en el extranjero, sin el consentimiento del Comité Central) votó por la expulsión de su mentor Bunting, después de que el Partido Sudafricano se pasó a la derecha y volvió a virar a la izquierda; después de que se negó a apoyar la guerra que libraba Sudáfrica contra el racismo en Europa mientras practicaba el racismo en el propio país, después de que fuera atacada la Unión Soviética y se invirtiera esta política de oposición a la guerra, después del Frente Popular, cuando se permitió al P.C. trabajar con organizaciones reformistas; después de la cuestión de la acción política versus acción industrial (los favorables a la acción política citaban la denuncia leninista del «infantil desorden del antiparlamentarismo», los contrarios argumentaban que en Sudáfrica las cuatro quintas partes de la clase trabajadora eran negras y no votaban); después de la prohibición del Partido, la reorganización clandestina con posterioridad a 1966, las proscripciones, los exilios, las cadenas perpetuas —no lo aprendí en el regazo de mi madre sino que, como tú dijiste, fue la mitología cotidiana de esa casa—, todo eso respiré como cualquier niño que llena indiscriminadamente sus pulmones con aire de la sierra o contaminación urbana, según donde sea arrojado a este mundo, y de una vez por todas me gustaría hacer encajar los hechos con lo que debo saber. Ese futuro, esa casa… aunque la de mi padre era más grande que la casucha de Dick e Ivy reformada con métodos caseros, esa casa también guardaba provisiones nada menos que para el Futuro. Mi padre dejó esa casa con la placa bruñida en la que figuraban su nombre y su honorable profesión en el portal, para ir a pasar el resto de su vida entre rejas, seguro de ese futuro. El está muerto, Ivy y Dick envejecen, son pobres y están vivos… ésa es la única diferencia. Dick con las horribles manchas en sus pobres manos me lo dijo en una especie de declaración de pasión senil: todavía estamos aquí para verlo. Pensó que yo estaba abrumada por haber pensado en mi padre. Pero me abrumó la necesidad de escapar como si se tratara de una indecencia y tuve miedo de herirlo —de herirlos— demostrándolo. Fue como las últimas semanas en que trabajé en el hospital, ¿lo recuerdas?
Están esperando.
Me dejan en paz para que haga las cosas a mi manera porque no pueden creer que yo —la hija de Lionel Burger— no esté esperando con ellos. Nuestra especie repudia la partición étnica del país. Suponen que hablé de ir al Transkei porque tenía órdenes de encontrar un trabajo como cobertura en algún hospital; debo de haber aprovechado mi período de «convalecencia» y me negué. Pero algún día no podré decir que no.
Aunque todo está consumado en notas para su publicación, diligentemente investigando en bibliotecas y en recuerdos de los exiliados, el pasado no cuenta: las huelgas generales que fracasaron cuando el Partido era legal, el alto mando que fue traicionado cuando el Partido era clandestino. El residuo presente, cuando bromean dos veces por semana con el sargento al tiempo que se vuelven signatarios de su propio cautiverio, no cuenta. Han vivido sin la satisfacción de las ambiciones personales y no es tranquilidad de espíritu lo que buscan en su vejez. La derrota de los ejércitos coloniales portugueses en Angola y Mozambique; el derrumbamiento de la Rodesia blanca; el fin de la ocupación sudafricana en Namibia causado por los combatientes del SWAPO o las presiones internacionales; todo esto esperan, lo mismo que esperaba Lionel en la cárcel. Señales de que pronto concluirá, por fin. El Futuro se aproxima. El único que ha existido siempre para ellos, según la documentación. La liberación nacional, primera fase de la revolución en dos etapas que comenzará con una república de obreros y campesinos negros y se rematará con la consecución del socialismo.
No sólo se trata de esperar. Todo lo que pueda hacerse entre una sumisa declaración a la policía y la siguiente, será hecho por gente que lejos de contemplarse el ombligo de una identidad singular (sí, una pulla para ti, Conrad), ve la necesidad de múltiples identidades. No debe ser por casualidad que Ivy vende almuerzos en una zona de industria pesada donde trabajan miles de negros. Desde luego, la gente que embala sus cajas de comida al curry y las ensaladas, gente muy popular, son viejos compañeros o miembros de sus familias. Bajó la máquina de escribir para cubrir sus papeles en los que había estado trabajando, pero cuando recogió el peine que humedecía la punta de una hoja, la sacó para ponerla a secar; vi que formaba parte de un análisis de salarios. Probablemente provee de materiales a la comisión de estudiantes radicales que se ocupan de los salarios de los negros. Dick le dirá a William Donaldson que necesita un trabajo para complementar su pensión, pero está buscando algo que lo muestre «inofensivamente ocupado» mientras hace otra cosa. No es fácil para las familias de antiguos presidiarios, como los Terblanche, como aquélla de la que soy vestigio: permanentemente vigilados.
Están dispuestos a ser pacientes conmigo. No es piedad, un pálido respaldo de la validez de la autocompasión, lo que ofrecen. He andado una trayectoria cuyo seguimiento implicaba la vida de un hombre que casualmente era mi padre, así como ellos la han seguido. Las consecuencias para Dick han significado períodos de encarcelamiento con mi padre; para Ivy, la cárcel a causa de mi padre. La trayectoria que he seguido debidamente —algunas de cuyas consecuencias eran para mí evidentes, previsibles y aceptadas, así como para ellos— forman parte de un proceso continuo. Únicamente es completa para Lionel Burger; él ha hecho todo lo que tenía que hacer y esto, en su caso, suponía la muerte en prisión como parte del proceso. No se les ocurre que pueda haber concluido para ellos mismos, para mí.
No es fácil aislarse de ellos… de esa gente: Dick con sus ojos azules de granjero bajo las cejas sombreadas, su traje de safari con pantalones cortos que dejan a la vista sus fuertes piernas tatuadas por las venas, la chaqueta engalanada con bolsillos al estilo de la vieja milicia colonial, una forma de vida fronteriza, para que su apariencia sea inocentemente igual a la de cualquiera de sus hermanos bóers que consideran sus creencias como las del anticristo, el diablo en persona, y a la de los conquistadores europeos aventureros-capitalistas que él mismo ve como el auténtico demonio; Ivy con su cuerpo de ama de casa envuelto en estampados alegres, su revuelta cabellera a lo Einstein y la inesperada concesión a la vanidad en la evidencia —una raya rubia y brillante que bordea su labio superior— de que se oxigena el bigote con el que la edad intenta negar su femineidad. Estas dos personas tienen con mi padre mayor intimidad que yo. Saben aquello que nunca se le dice ni siquiera a una hija. Un biógrafo tendría que consultarlos a ellos, a los —¿qué?— amigos, compañeros, camaradas de Lionel… el biógrafo quedaría satisfecho, pero habría que inventar un término abarcador para lo que yo comprendí cuando volví a verles. Va más allá de la amistad, más allá del compañerismo; más allá de las relaciones familiares… por supuesto. Me estarán esperando para descubrir qué tengo que hacer. ¡Cuánto se preocuparon todos ellos por los hijos de los demás cuando éramos pequeños! En la envolvente aceptación de los brazos maternales de Ivy —ella siente que soy su propia hija— hay expectativas, incluso autoridad. Junto a su cálido pecho se vuelve a casa para ir, como tú dijiste que iría, a la cárcel.
Encontré el anillo que usaba cuando todo lo que tenía que hacer era pasar por una jovencita enamorada. En la caja de cuero para cuellos de uno de mis abuelos, entre cartulinas de lana para zurcir comida por las polillas y el elástico que mi madre solía pasar por la cintura de mis pantalones de la escuela. También estaba la insignia de cobre con la serpiente del Cuerpo de Sanidad, los distintivos de la gorra de mi padre. ¿Los guardaba mi madre? Mi padre se unió al ejercito sudafricano blanco, según la fecha que me han dado, cuando la Unión Soviética fue atacada, y estuvo a cargo de un hospital en Oriente Medio. Entonces no estaba casada con él. Probablemente quitó más adelante los distintivos de los viejos uniformes, o quizá Tony se los pidió; después de su muerte ella encontró sus tesoros y no los tiró. En una redada de la Rama Especial, no podían decir nada sobre Lionel Burger que debiera guardarse en secreto. De hecho, en el proceso Theo Santorini incluyó «un distinguido historial al servicio de los soldados heridos de su madre patria» para establecer la postura de ese hombre: Habría sido fácil para él, Su Señoría, escoger los honores profesionales y cívicos; y qué grave sentido de las injusticias cometidas por los dirigentes blancos debió de tener semejante hombre para volver la espalda a los laureles de la sociedad blanca arriesgando —no, rechazando rotundamente— la reputación, el éxito y la libertad personal en la causa del pueblo negro. El servicio militar parece haber durado dos años… como la mayoría de la gente, reduzco la totalidad del período que vivieron mis padres antes de que yo naciera, cuando eran extraños con los que no tenían ninguna relación. Lionel me contó, una vez, que cuando tenía unos catorce años y acababa de llegar al internado de Johanesburgo vio talonarios de pases despedazados en la calle después de una manifestación y la curiosidad le llevó a comprender, por vez primera, que los «nativos» eran personas que siempre debían llevar eso consigo, en tanto los blancos como él no los necesitaban. Para mí, su despertar infantil no es más remoto que sus razones para ir a la guerra. La experiencia bélica le proporcionó la oportunidad de ser activista (tal como dice el biógrafo) en una legión de ex militares formada por veteranos blancos con ordenanzas y conductores de ambulancia de negros que habían arriesgado su vida pero no se les había permitido llevar armas. El movimiento acabó, como los intentos de mi padre por reunir a obreros negros y blancos en los sindicatos, con el temor de los blancos a perder los privilegios de la segregación en manos de sus camaradas. No obstante cuando los 40 000 veteranos blancos y negros marcharon a través de Ciudad del Cabo debió de parecer una señal; muy pronto, ahora.
Tú no querías creer que lo sucedido en Sharpeville cuando tenía doce años fuese para mí tan inmediato como lo que ocurría en mi propio cuerpo. Claro que yo debo creer que cuando los rusos entraron en Praga mi padre y mi madre y Dick e Ivy y todos los seguidores fieles seguían prometiendo la liberación de los negros por medio del comunismo, como siempre habían hecho. Bambata, Bulhoek, Bondelswart. Sharpeville; el conjunto de horrores que los fieles usan en sus panfletos de impresión y circulación secreta. Los juicios de Stalin, el levantamiento húngaro, el alzamiento checoslovaco… el otro conjunto que usan liberales y derechistas para demostrar que no es posible que un ser humano sea comunista. Ambas cosas aparecerán en cualquier biografía de mi padre. En 1956, cuando los tanques soviéticos entraron en Budapest, yo era pequeña y chapoteaba hacia él con mi hermano negro Baasie, los dos buscándolo como un refugio en el que no existía el miedo, el dolor ni la pena. Más adelante, cuando estaba preso y comencé a pensar en retrospectiva, ni siquiera yo, con mi precoz talento para eludir la comprensión de los carceleros ahora en plena madurez, pude encontrar la forma de preguntarle… a pesar de todas estas cosas: ¿Todavía crees en el futuro? ¿En el mismo Futuro? ¿Como siempre? Y de todos modos es cierto que cuando por fin llegaba el día de mi visita sólo tenía conciencia de que él cambiaba en la cárcel, que estaba adquiriendo la mirada de viejos retratos de campos de concentración, el aspecto de inmovilidad, apoyado entre los dos carceleros que lo acompañaban, de alguien que permite que lo presenten, que lo identifiquen. Sus encías retrocedían y sus dientes daban la impresión de haberse separado; ignoro por qué este detalle me afligió tanto. En la casita yo solía ver esa sonrisa modificada que nadie conocerá en el futuro porque la foto que me han pedido para la portada lo muestra —con el cuello engrosado por la excitación muscular— emanando energía, hablándole a una multitud que no se ve pero cuya presencia está en sus ojos.