Sección XI

Con excepción de Flora Donaldson, las antiguas relaciones de su padre no la persiguieron durante la época en que se mantuvo apartada de ellos. Flora no abrigaba ninguna duda: esa chica necesitaba vivir una nueva vida. Con su bondad ejecutiva y el tacto de una mujer rica que acompaña en el sufrimiento —a la manera en que un entusiasta de los deportes sigue el ritmo, en su coche, de un atleta maratoniano—, fue la adalid de esta carrera con el regalo de una falda de terciopelo rojo y un par de pendientes de similor de su propio joyero.

—Yo misma te perforaré las orejas; mi abuela solía hacerlo y he adquirido una gran experiencia.

Retornó, por el bien de Rosa, a los atractivos de Tanzania. Allí tenía amigos que encontraban inspirador el lugar, sería un enorme alivio trabajar en un país socialista negro. Incluso Londres… aparentemente ya no consideraba inconcebible esta idea. ¡Qué gente maravillosa hay en Londres! Los exiliados, Noel de Witt y su joven esposa, las hijas de Pauline, Bridget Sulzer, los hijos de Rashid… todos hacían trabajos interesantes y satisfactorios mientras se preparaban vehementemente para el día en que pudieran volver. Los Donaldson tenían un piso en Holland Park, bastaba con que pidiera la llave. Flora hablaba de estas cosas con un aire de decisión casi tomada cuando invitaba a cenar a Rosa, proporcionándole como compañeros de mesa a una ecléctica mezcla de visitantes británicos, periodistas escandinavos de izquierdas (que le transmitieron recuerdos del sueco que fugazmente había sido su amante) y congresistas norteamericanos, liberales blancos, o sociólogos negros que visitaban Soweto desde su base en lujosos hoteles para blancos donde sólo podían alojarse negros extranjeros.

Los otros —los amigos más íntimos de su padre, los que la conocían mejor y que esperaban a las puertas de la cárcel cuando ella era niña— dejaron que fuera ella quien se acercara. Los que quedaban, los que no estaban presos ni exiliados. Muchos sufrían restricciones que les impedían reunirse entre sí, Rosa incluida. Aunque esta circunstancia era corriente para ellos: siempre encontraban los medios. Estudiaban las pautas de la vigilancia policial del mismo modo que la vigilancia policial los estudiaba a ellos; se producirían lagunas, por fuerza de la costumbre, cuando la vigilancia se convirtiera en rutina.

Los partidarios leales seguían allí. No tenían que hacerle ninguna señal. Siempre habían estado allí. Mark y la madre de Rhoda Liebowitz, Leah Gordon y también Ivy Terblanche, que bailaban con su padre al son del gramófono en el Club de Trabajadores Judíos en los años treinta. Aletta Gous fue con la madre de Rosa, cuando ésta era muy joven y Lionel Burger estaba casado con otra, a una de esas vastas asambleas de la época con títulos como Jóvenes por la Paz, y las fotografiaron juntas con ramos de flores en las manos, en una estación de trenes rusa. El biógrafo había pedido prestada la foto para reproducirla en su libro. Gifford Williams, el abogado con la cartera para quien la chica de catorce años había visto abrirse las puertas de la cárcel, representó a su padre durante años antes de que a él mismo le prohibieran ejercer la profesión, y fue quien instruyó a Theo Santorino en el juicio.

No eran muchos. Habían estado en la cárcel y salido después de cumplir sus condenas de dos, tres o cinco años. Inmediatamente antes de que Lionel Burger muriera en prisión, Ivy Terblanche cumplió sus dos años por negarse a testimoniar contra él. Sobrevivieron a años de prohibición de sus movimientos y asociaciones con otros, y a menudo volvían a ser prohibidos la semana que expiraban las restricciones. Con excepción de Dick Terblanche, que era obrero metalúrgico, tuvieron que reemplazar los trabajos de los que se habían visto privados. Gifford vendía equipos de oficina en lugar de ejercer la abogacía; Leah Gordon, a la que excluyeron de la enseñanza, atendía la recepción de un ortodoncista; Ivy Terblanche dirigía su pequeño negocio de comidas «para llevar» en la zona fabril donde anteriormente había sido enlace sindical. Aletta Gous, impedida de entrar en locales donde se hacían trabajos de imprenta o editoriales, había perdido su puesto de correctora de pruebas de libros de texto en afrikaans y trabajaba —la última vez que Rosa estuvo en contacto con ella— con una organización que intentaba popularizar entre los negros una comida barata y rica en proteínas.

La hija de Lionel llegó por un sendero y entró por la puerta del patio trasero, como siempre había hecho. De niña por mera comodidad, ahora porque esa entrada no se veía desde las casas vecinas, como la puerta de la calle. Su nombre figuraba en la lista de personas que tenían prohibido visitar a Ivy y Dick Terblanche, ambos sujetos a diversas restricciones, pero su hija Clare no figuraba en la lista ni sufría ninguna prohibición, vivía con los padres y podía recibir a sus amistades, por lo que servía como una especie de coartada. Dick Terblanche estaba limpiando el carburador del viejo coche de Ivy; levantó una cara encarnada y de cejas amarillentas en cuya expresión Rosa no estaba presente desde hacía mucho tiempo, pero enseguida se acercó a besarla. El hecho de que mantuviera apartadas sus manos sucias tuvo el efecto de delimitar un espacio alrededor de ella. Quienquiera que vigilara la casa de los Terblanche, probablemente no estaría muy alerta un domingo por la mañana; el único testigo que había por allí era el hijito de un vecino, que apretaba un conejo pateador entre sus brazos mientras observaba cómo Dick reparaba el coche. Desvió su atención hacia el abrazo, sin la menor discriminación, y luego hacia Ivy, que salió de la casa canturreando un villancico. Rosa entró deprisa. La anciana negra y delgada que planchaba en el porche reformado —que ahora cubría toda la longitud de la casa y detrás de cuyas persianas los Terblanche realizaban casi todas sus tareas— apoyó la plancha con la punta hacia arriba.

—¿Cómo está Lily?

—Bien. A veces escribe. Una de sus nietas estudia enfermería. Lily cuida al biznieto. Se llama Tony, como mi hermano, ¿recuerdas?

—Qué bonito… ¿Y la otra hija, la que nació última y tiene tu edad? —la negra frunció el ceño astutamente, reclamando la debida responsabilidad recíproca—. ¿Tiene hijos?

—No, ninguno. Se ha casado con un camarero de un gran hotel de Pretoria. Un buen trabajo; Lily está muy contenta.

—Sólo tú no te casas, Rosa.

Ivy desplazó su abundante trasero de mujer de Yorkshire más allá de la negra para desenchufar la plancha.

—Vete, Regina, deja de darle la lata a Rosa y tráele una taza de té.

Dick se estaba lavando las manos en el fregadero de afuera. Su cara quedaba dividida por las persianas abiertas.

—Y dile a Clare quién ha llegado.

Los Terblanche no mostraron sorpresa por la repentina aparición de Rosa ni evidenciaron ningún reproche por haberlos descuidado tanto tiempo. Estaban preparados para esfumarse hacia cualquier otra parte de la casa si una llamada a la puerta o el ladrido de la vieja perra del Labrador que había sido de los Burger anunciaba la llegada de otra persona… tal vez del policía vestido de paisano que los vigilaba. En tal caso, encontraría a la recién llegada a solas con su hija.

—Clare se está lavando la cabeza, enseguida vendrá.

Ivy reunió unos papeles y unos recortes de periódico; los arrojó sobre una silla y puso encima una máquina de escribir para alisarlos. En otra silla había camisas planchadas, labores de punto y gatos; dos enormes jerseys húmedos, del tipo que Ivy había hecho para su marido durante muchos inviernos, se secaban sobre una pila de periódicos. Dick batió palmas y los gatos bajaron de un salto, enfadados. Ivy puso su mano sobre la de Rosa.

—No se atrevería a hacer eso delante de Clare. Sigue tan chiflada como siempre por los animales. Todas las noches duermen en su cama. Tienes muy buen aspecto, Rosa. Dick, ¿no te parece que está mucho mejor?

—¿Acaso alguna vez estuvo peor?

—Flora quiere que tire toda mi ropa y me compre un nuevo vestuario.

Ivy inclinó su gran cabeza de pelos revueltos.

—Oh, Flora… ¿eso es lo que pretende ahora?

—¿Estás viviendo en su casa? —Dick estaba ligeramente sordo después de cuarenta años de trabajo en la industria, con maquinaria, y hablaba con la voz aguda de quien debe hacerse oír en el taller.

—No, no. Los veo a veces.

—Quizá William Donaldson te dé trabajo —dijo Ivy a su marido, aprovechando la oportunidad para poner sobre el tapete, irónicamente, algo que a ninguno de los dos se le habría ocurrido sugerir en privado—. Sabrás que Dick se jubilará en julio.

—Soy cuatro años más joven que Lionel. El era del veinte de noviembre del cinco, ¿no?

Regina, paseando la mirada de uno a otro, como quien ha perdido la atención de todos, dejó la bandeja con el té.

El perfil de Rosa era casi idéntico al de su padre cuando bajó la vista, con los ojos claros ocultos, para coger azúcar del cuenco que Ivy sostenía en una mano en la que un cigarrillo despedía volutas de humo.

—¿Cuándo conociste a Lionel, entonces? Yo creía que habíais estado juntos en Moscú, aquella primera vez.

—Se refiere al año veintiocho.

La respuesta de Dick e Ivy ante otra persona era tan ajustada como si entre ambos existiera un sistema mutuo de impulsos cerebrales.

—En ese entonces yo no estaba interesado en el Partido. Me volvía loco el fútbol. Y las chicas. De jovenzuelo.

—No nos conocimos hasta mil novecientos treinta. —Ivy revolvió el azúcar y le dio la taza a Dick.

Rosa tenía la mandíbula adelantada, vivaz, sonriente por esa lisonja bajo el auspicio inconsciente del pasado:

—Las chicas.

El asintió, buscando a tientas una cuchara con su mano gruesa moteada por las escamosas manchas rosadas del cáncer de piel.

Ya está revuelto —las palabras de Ivy quedaron envueltas en humo, como las de los personajes de un tebeo aparecen rodeadas de una nube—. El era demasiado joven. Debía haber ido yo, pero Lionel ya estaba en Edimburgo y era más barato enviarlo desde allí… Soy tan vieja como Lionel.

—¿Llevó a alguien… a una chica?

—¡Una chica! Todos teníamos chicas.

Pero la mujer exigía una precisión más femenina en estas cuestiones.

—¿Qué chica?

—Katya, ¿no? La madre de David.

—Ah, Colette. Es posible. Supongo que entonces ya estaban juntos. La futura estrella del Sadler’s Wells. No sé cuándo empezó esta relación. ¿Dick?

—¿Estaban casados cuando nos conocimos?

Ninguno de los dos estaba seguro.

—Ella me envió una carta —sabían que Rosa se refería a una carta recibida por la muerte de su padre. El ancho rostro alerta de Ivy, empolvado hasta el límite exacto de la papada, se relajó en una engatusadora expresión de escepticismo y expectativa. La mujer que Rosa nunca había visto se materializó.

—¿Sí? ¿A dónde ha ido a parar ahora?

—Se enteró vía Tanzania. Por David. Ella vive en Francia. En el sur de Francia.

—¿Has oído eso, Dick? ¿Qué te decía en La carta? —los labios de Ivy se amoldaron dispuestos a prestarse a la ofensiva o al absurdo.

Rosa sobraba en la compañía de tres personas, una de ellas ausente, que se habían conocido muy bien. Habló con la uniforme vacilación de quien no puede saber qué señales encontrarán sus oyentes en el relato.

—Lo habitual en estos casos —había recibido muchas cartas de condolencia que seguían una fórmula u otra. Pero los Terblanche seguían esperando. Rosa golpeteó la mano debajo de la feroz quijada del gato que se había subido a su regazo y sonrió, buscando las palabras exactas—. Escribió sobre este lugar. Bien, dijo algo… «Es extraño vivir en un país donde todavía hay héroes».

Ivy levantó su cabellera teatralmente a través de los dedos extendidos de ambas manos, transformándose de pronto en alguien irreconocible.

—Se refería a él.

Dick, en un comentario, fuera de lugar, asintió bruscamente con la cabeza:

—Muy propio de ella.

—Cuando vi la firma por un momento me desconcerté un poco. No usa el apellido de Lionel.

—¿Pero sí el nombre de Katya?

—Ivy, ya debían de estar casados cuando te conocí.

—Tienes razón. Sí. No creo que a él le hubiera resultado fácil ir con ella si no estaban casados.

—Probablemente no pidió permiso. —Dick apretó los labios contra los dientes y dedicó a su mujer el entrecejo congestionado de un viejo.

Rosa los contempló como un chico que abre una puerta y se encuentra con una escena que no es capaz de interpretar.

—¿Es verdad que la gente no podía casarse sin consentimiento del Partido?

—A algunos nos exigían que no nos casáramos —apuntó Dick con el fraseo formal de su acento afrikaans; relajó la mandíbula y le sonrió cariñosamente en un gesto que quería apartarla de cuestiones por las que no debía preocuparse.

—Colette Swan no era la esposa de Lionel según los criterios de nadie. —Ivy cogió la tetera.

Rosa se levantó para que volviera a llenarle su taza.

—Y escribió acerca de ti, Ivy.

Las ventanillas de la nariz en actitud belicosa, la barbilla dirigida a Dick.

—¿Qué podía tener que decir de mí?

El esbozó su lenta sonrisa de afrikaner.

—Espera, escucha.

—«Hiciste lo que ella habría querido que hicieras».

Dick hizo una mueca impresionante e Ivy dejó bien sentado que no había prestado la menor atención; hay gente cuya aprobación o admiración es tan desagradable como una crítica negativa.

—¿Entonces estaba bien que Lionel y mi madre se casaran?

—¿Qué quieres decir?

Pero Dick miró a su mujer y ella volvió a hablar.

—Cathy hacía bien todas las cosas.

No era eso lo que la chica había preguntado.

—¿Les dieron la aprobación antes de que se casaran?

Dick empezó a reír entre dientes, recordándose a sí mismo en el pasado.

—Demonios, no se trata exactamente de que todos, quiero decir que no es lo mismo que si…

—Si hubieses conocido a Colette Swan jamás pronunciarías su nombre en la misma oración que mencionas a Cathy.

Como ocurre con mucha gente que tiene la presión alta, las emociones de Ivy Terblanche aparecían en la superficie de un modo impresionante; su voz era desenvuelta pero sus ojos destellaban miradas líquidas y sus grandes pechos se elevaban junto con la camisa de nylon de dibujos abstractos. En una ocasión, Lionel Burger contó que cuando todavía le permitían hablar en reuniones públicas, Ivy «daba vueltas por debajo del tema en discusión y luego soltaba una perorata como el chorro de una magnífica ballena».

—¡Oh, Ivy, venga! Al fin y al cabo se trata de alguien con quien su padre estuvo casado. ¡Ten piedad!

La hija de los Terblanche que estaba embarazada a las puertas de la cárcel había abandonado el país tiempo atrás, con su marido. Fue la más joven la que entró pasándose los dedos por sus húmedos cabellos castaños.

—¿Por qué discutís ahora?

—Por nada, por nada. Son cosas que ocurrieron antes de que siquiera se pensara en vosotras. Nada.

Con la soltura de ser contemporánea de la visitante, la muchacha caminó delante de las persianas de crital que Dick había hecho a medida, golpeando el peine sobre las pepitas de aguacates que crecían en tarros de mermelada sobre el alféizar, obstaculizando con su cabeza los rayos del sol.

—¿Dónde paras ahora, Rosa?

—En un pisito, no está mal.

—¿Lo compartes?

—No. Vivo sola.

—¿Cuánto pagas?

—Clare, encanto, mira un poco lo que haces.

Retorció la cabeza torpemente, soltó otra lluvia de gotas sobre las rodillas desnudas de su padre, que estaba en pantalones cortos, y rió.

—No te quejes. —Lo secó con el dobladillo de su falda larga de tela de tejano—. Estuve buscando un piso para alguien… una chica que tiene un hijo y que vendrá de Port Elizabeth, pero los alquileres son altísimos.

—El mío tiene una sola habitación. No sé si algo así le serviría, teniendo un chico. Pero sé que hay un piso vacío en el edificio… al menos todavía estaba desocupado la semana pasada.

Clare se sirvió té, paseó críticamente la mirada por la bandeja, volvió a verter el té en la tetera y llenó la taza con leche.

—¿Qué ocurrió con la casita del jardín?

—Desapareció con la autopista.

—Ni siquiera una pasta… como sabéis no he desayunado. Vosotros dos os atiborrasteis de huevos revueltos. ¿Por qué se levantarán tan temprano los viejos y los bebés?

Ivy sacó el peine mojado de donde Clare lo había tirado, junto a sus papeles.

—Ve a la cocina a buscar algo, hay manzanas asadas. Pero no cortes el pan de dátiles que hizo Regina… ya sabes que si se corta caliente se pone horrible. Ahora Clare es vegetariana y cree que eso le da derecho de prioridad sobre todo lo que no es carne.

La muchacha hizo caso omiso de su madre, afablemente enfurruñada.

—¿Sigues en el hospital?

—No, eso también se terminó.

Dick había ido a la cocina y volvió con una gruesa rebanada de pan de dátiles.

—Toma, come —antes de que Ivy tuviera tiempo de protestar, la tranquilizó con su paciente voz de acento afrikaans—. Regina me dio permiso —frunció cómicamente la nariz, sólo para Rosa.

La piel que separaba las espesas cejas de Clare estaba inflamada por la caspa. Entre bocado y bocado se ocupó de los detalles de un aseo al que con toda probabilidad se dedicaba con poca frecuencia: empujó hacia atrás las cutículas de las uñas con los dientes azulados de humo, contempló los mechones de pelo que se adhirieron a sus dedos cuando midió el largo de las puntas contra los hombros, observó atentamente —como si la presencia de otra chica, Rosa, atrajera su atracción hacia esas cosas— sus pies rosados (gruesos como las manos de su padre) encerrados en las sandalias marrones.

—Supongo que no estarás buscando trabajo. Con nosotros.

—¿Nosotros? —Rosa abarcó a Ivy y a Dick con la mirada. La cerilla de Ivy hizo un movimiento negativo, extinguiendo su diminuta llama invisible bajo el sol—. Clare está trabajando con Aletta.

—Aletta… es maravilloso. ¿Cómo está ahora?

—Pelirroja, de momento.

—Mamá, permíteme decirte que a mí me parece que está fabulosa.

—Pero si yo hiciera lo mismo, tú y Dick…

Dick miró a Ivy de la forma en que los muy íntimos rara vez se miran.

—Parecerías un maldito girasol de Van Gogh.

La risa alcanzó a todos, por lo que Ivy dijo lo que sólo podía haberse dicho después de su partida.

—Y la empresa de Eckhard… ¿cuánto tiempo seguirá eso? —una segunda mirada, no a Dick sino en su dirección, como si alguien hubiera tironeado de un hilo invisible, a la que siguió un rápido y delicado giro—: Quiero decir… ¿todavía no estás harta, Rosa?

La oportunidad para decir algo, si pudiera. La inmediata tentación de hablar. De preguntar…

—Es un trabajo.

Rosa conservaba la sangre fría de su infancia, la capacidad de sustraerse a las oportunidades y las insinuaciones, chiquilla terca hecha mujer. No le facilitaría las cosas a nadie cambiando de tema; otra gente rechazaba esta característica y al mismo tiempo se aferraba a ella.

Pero aún se le concedía una atmósfera de convalecencia. Ivy derramó una serie de tópicos sobre la cuestión.

—Claro que puede ser interesante. Sí, útil, en el sentido de que te da una comprensión práctica de la forma en que manipula el poder económico en este país… siempre se puede aprender algo… por un tiempo, al menos —miró en derredor, generosamente.

—Un trabajo como cualquier otro —la seguridad de Rosa se oponía a la vaga conciencia de sí misma de la otra chica, a la abrumadora inquietud de Ivy, a las impacientes ideas de Dick, que seguía asintiendo, como si acariciara una mano o un hombro.

Clare habló sin maldad.

—Supongo que debe ser algo por lo que pagan decentemente.

—El salario normal de una mecanógrafa. Nada extraordinario. Pero tampoco esperan nada de ti. Se trata del tipo de trabajo anónimo que realiza el noventa por ciento de la gente. Sólo entiendes esto realmente cuando lo haces… no hay nada que mostrar al final del día. Llamadas telefónicas, papeles que salen serpenteando del teletipo, ingentes sumas de dinero que nunca ves cambiar de manos… manos que nunca tocas —la sonrisa de su padre.

Clare se frotó la piel inflamada entre las cejas.

—Podrías venir a trabajar con nosotros. Pesamos y arrastramos sacos todo el día… un alimento que huele a vómitos de bebé, dice Aletta. No, de veras, mamá, al principio está bien, te parece que es agradable, pero cada carga, después de unas semanas, resulta empalagosa. No puedes quitarte el olor del pelo ni de la ropa. Un trabajo tangible y oliente, te lo aseguro. Pero nutritivo, muy nutritivo —el remedo de un aire didáctico, fruncidas las cejas que había heredado de su padre—. Tendrías que ver a Aletta con algunas de las mujeres que van allí. Les arranca a sus bebés de los brazos, que chillan como locos, les hurga las barriguitas… ya conoces a Aletta: ¡mira esto, mira aquello! —la muchacha hacía una demostración con su propio cuerpo relajado, extendido sobre la estera deshilachada, destornillada de risa—, y luego dale que te pego con las diapositivas en las que se ve qué cosas espantosas les ocurren a los huesos cuando les falta vitamina C y a la piel cuando hay insuficiencia de vitamina B… se las hace pasar moradas por los trozos de piel y las cuentas y todo lo que atan alrededor del cuello de sus hijos… también conoces lo que opina de los sistemas tribales. Pero de todos modos Aletta es fantástica. Aceptan todo lo que dice. Se limitan a reír entre dientes. Ahora se le ha ocurrido que les mostrará películas. Este fin de semana verá al tipo que hace cortometrajes documentales.

—¿Una película? —Ivy siguió contando puntos en su tejido.

—Una película educativa sobre la nutrición. Ya te lo he dicho. El tipo que se llevó prestado el Maiakovski. La chinche.

—¡Clare! ¿Me harás el favor de pedirle que lo devuelva? ¡Acabo de enterarme dónde está! Compré ese libro hace treinta años en Charing Cross Road. Logré conservarlo cuando la policía se llevó toda la letra impresa que estaba a la vista. Y luego uno de tus amigos lo coge…

Dick se inclinó por los recuerdos en beneficio de Rosa.

—Colette puso en marcha un grupo de teatro. Debió de ser aproximadamente en mil novecientos treinta y tres. Estaba a cargo del programa cultural, la conciencia de clase a través del arte y todo eso.

—Lo más probable es que haya inventado ese programa para ella misma. No recuerdo que nadie más se interesara. Era su forma de salvarse de dar clases en la escuela nocturna. ¡Era imposible hacerla trabajar en nada de lo que no pudiera atribuirse el mérito de ser la iniciadora! Óyeme bien, Clare, estoy hablando en serio, dile de mi parte a ese joven…

—Íbamos en un camión a las poblaciones negras, de un lado a otro del Reef, Krugersdorp y Boksburg… Ella montaba las obras y me parece que también escribía las canciones. Representamos Domingo sangriento y yo hacía de Padre Gapon. ¿Y cuál era aquélla sobre los gaikas y las tropas imperiales británicas, Ivy? Los negros de nuestra escuela nocturna hacían de gaikas. Solíamos llevar la Bandera Roja ondeando en el capó del viejo camión de mercancías de Isaac Lourie.

La risa de Dick y Rosa atrajo a Clare.

—¡Qué tiempos aquellos! Ahora ni siquiera podemos entrar en el Transkei con nuestras apasionantes diapositivas sobre la kwashiorkor.

—Espera a que yo deje de trabajar el año próximo. Te montaré una unidad móvil en una cabaña. Ya verás. Bappie me ha prometido conseguir casi todo el equipo en el negocio de venta al por mayor de su suegro.

Ivy puso a Rosa al corriente.

—Bapendra Govinf ha vuelto de la Isla. Desde el mes pasado.

—¿Y cómo está? Tengo entendido que de momento no han vuelto a declararlo ilegal. Al menos no lo leí en el periódico.

—Sí, su mujer quiere que soliciten permisos de salida para ir al Canadá antes de que eso ocurra. —Ivy hizo un gesto, dejando que el tejido se hundiera en su regazo—. Leela dice que no piensa ir a vivir con su madre y su padre. Pero ya sabes que los musulmanes tienen un acendrado espíritu de clan.

—¿Qué hace Leela?

—Lleva unos seis meses trabajando conmigo. ¡Es muy eficaz! Apunta los pedidos por teléfono, echa una mano en la cocina. Cualquier cosa. Va al mercado y me compra la mayoría de las provisiones.

—Tienes toda una organización, Ivy.

Ivy miró a su alrededor.

—Sí… todos comemos. Eso puedo asegurártelo. Beulah James también está conmigo… a Alfred aún le faltan siete meses. (Lo han trasladado a Klerksdorp, lo que para ella significa un verdadero fastidio, la central de Pretoria era más conveniente). Ahora estamos abandonando los sandwiches y los panecillos para concentrarnos más en la sopa, el curry y otros platos. La comida caliente tiene mucho éxito. Y hacemos ensaladas, por supuesto. Veo a alguna gente con la que trabaja… aunque no me permiten asomar la nariz en las instalaciones fabriles, los blancos siguen mandando a los negros a comprar su almuerzo… Sí, las cosas no estarían mal si supiéramos que Dick… tiene que encontrar algo…

—No me molestaría llevar las Locuras de Aletta en una gira por todo el país. —Dick sonrió: era la broma de un hombre confinado al distrito municipal que rodeaba la casa donde vivía.

Ivy tensó los hombros hacia atrás y estiró los grandes pliegues de su cuello como un ganso desafiante.

—Creo que no podría afrontar la vista de los bantustanes, muchísimas gracias. Aunque pudiera entrar. Mantanzima, Mangope, cualquiera de esos hacinamientos, sus «capitales» con las Cámaras de Asambleas y los hoteles para blancos —un gesto de asco.

—Venga, Ivy. Si Aletta logra meter a alguien… todavía hay gente allí… viejos amigos. Queda mucho trabajo por hacer.

—¿Dónde están? Tú lo sabes muy bien; los negros reaccionarios también tienen sus leyes de detención.

—Tiene que haber algunos, el contacto se ha perdido, es cierto…

—Hiciste bien en no intentarlo, Rosa. Personalmente, yo no pondría un pie en esos lugares… Es la negación de Nelson y de Walter… de la Isla. De Bram y de Lionel.

La pausa se centró en la presencia de la hija de Lionel Burger. Entró la vieja sirvienta negra.

—Comerás con nosotros, Rosa. Preparé unas deliciosas patatas asadas —pero la invitada ya se había levantado, no podía quedarse, cumplieron con el ritual de las protestas y excusas, Rosa fingiendo que aceptaba la autoridad infantil de la colega de Lily Letsile, la sirvienta de los Terblanche asumiendo el papel de anfitriona decepcionada. Ivy rodeó a Rosa con sus brazos.

—No pierdas el contacto.

La chica gritó a la hija por encima del hombro de la madre.

—Telefonéame si quietes que averigüe algo sobre ese piso —había una vibración de coincidencia casual entre ambas jóvenes.

La huella de Dick acompañó a Rosa al coche, corriendo un riesgo, a través de las malezas de la altura de un hombre, del caqui marchito en el sendero, los brazos cruzados sobre el pecho tapando los bolsillos y las solapas de su chaqueta. Permaneció junto a la ventanilla; Rosa puso la llave en el contacto pero no la hizo girar, la vista fija en él, que tarareaba suavemente, balbuceando y repitiendo notas.

—Intentaba recordar una de las canciones… Katya… era algo así: «Levanta tu pala de la tierra, levanta tu pico de la zanja, levanta tu escudo, iguala tu paso al de tu hermano» —su voz era profunda, ahogada, temblorosa; la nuez de su cuello seguía el ritmo bajo los gruesos pliegues bronceados por el sol, marcados de pelos y espinillas—. Hace siglos que no pienso en eso. Nunca tuve memoria para estas cosas. Cabeza de chorlito. Cuando estaba incomunicado trataba… trataba de recordar lo que había aprendido en la escuela… poemas y esas cosas. Uno siempre se entera de que hay gente que mantiene activa la mente repitiendo libros enteros para sus adentros. Es un don maravilloso. Pero a veces yo —las manzanas apoyadas en el borde biselado de la ventanilla— hacía cosas mentalmente; tallé la mesa y todas las sillas de un comedor, la de la cabecera con brazos, como la que tenía mi abuelo… los montantes de azúcar cande con pomos redondos en la parte superior… eso sí que era artesanía. Planifiqué la galería de casa estando preso, elaboré hasta el último centímetro de marco y de paneles de cristal. Cuando verifiqué las medidas, no me había equivocado en un solo milímetro, podría haber ido directamente a comprar las cosas en la ferretería. No tenía ningún problema para pensar en estas cosas. Dibujé los planos en el suelo de mi celda, con un alfiler. Entonces se presentaron las dificultades… sospecharon que estaba trabajando en un plan de fuga. ¿Puedes creerlo? ¿Alguien seria tan estúpido como para hacer algo así donde todos los carceleros pudieran verlo? Fue después que escaparan Goldreich y Wolpe; andaban todos con los nervios de punta, supongo que sentían que todo su sistema de seguridad había sido burlado si dos presos políticos eran capaces de salir valiéndose de su ingenio y volver a entrar sin ser vistos al ver que los planes no funcionaban de acuerdo con lo previsto, y repetir todos los movimientos la noche siguiente, sin el menor impedimento… Oportunidades como ésta no volverán a presentarse. Ahora encierran a los políticos en cárceles de máxima seguridad.

Ella seguía la conversación entre ambos en otro nivel.

—Después de julio, Dick.

El hombre se sintió tímidamente halagado por lo que interpretó como curiosidad por una experiencia que sólo a él afectaba.

—Es Ivy la que está preocupada, no yo. Encontraré algo. ¿Qué opinas de preguntarle a Flora? ¿Tiene algún sentido? Dicen que su marido quiere que se mantenga a distancia. Ella ahora sólo va a los comités liberales. El le impide que participe en otras cosas. No sé si William querrá darme trabajo.

—Siempre persiste una especie de obstinación en Flora. —Rosa lo miraba sugerente, inquisitiva—. William no va hasta el fondo en las cosas de las que aparentemente la persuade, apenas rodea la superficie.

—Flora está orgullosa de la relación con nosotros. Siempre ha habido gente así. Conozco la especie. Incluso ahora. Ha sido muy útil. Ivy dice que es la idea de la clase media inglesa sobre la lealtad personal y nada más. Bien. Cualquier cosa…

—Se pondrá contenta si se lo pides.

—Cualquier cosa para demostrar que estoy inofensivamente ocupado durante un año o dos —apartó la mirada, fijándola con leonina paciencia en las maletas ennegrecidas, la inquieta mirada interior de alguien en quien la voluntad o la convicción es su fortaleza. Después apoyó los antebrazos en la ventanilla y acercó la cara a ella—. No falta mucho, Rosa. Angola se acabará y también Mozambique; no durarán otro año. Alguien acaba de ponerse en contacto. Habrá una rebelión en el ejército portugués, se negarán a combatir. El marido de Gloria está en Dar es Salaam y éste, el otro, regresó de Mozambique. Esta vez es verdad. Se trata de alguien con firmes relaciones familiares en el Frelimo, está muy cerca de Dos Santos y de Maches. Por fin llegará. Algunos todavía estaremos aquí cuando ocurra. Ya es tarde para Lionel, pero tú estas aquí, Rosa.

La chica no podía hablar; Dick se dio cuenta. La cara arrugada, la ancha boca blanca en la carne de las comisuras de los labios, la respiración dolorosa. Apretó el acelerador e hizo girar la llave de encendido, sorprendiendo al motor del viejo coche. Dick Terblanche le acarició el pelo desde la curva del cráneo hasta el cuello, una y otra vez, temeroso de haberla hecho llorar. Retrocedió de un salto y empezó a dirigir la inversión del coche marcha atrás como el encargado de un parking, haciendo ademanes, moviendo la cabeza, apremiante. Rosa vio por el retrovisor sus piernas de viejo ligeramente inclinadas por el esfuerzo en la parte posterior de las rodillas, la chaqueta de safari levantada en la espalda.