Sección IX

Baasie nunca volvió a vivir en casa de los Burger.

Su hermano Tony se jactaba ante los chicos del barrio de lo bien que sabía zambullirse y se ahogó en la piscina.

Rosa Burger no logró deducir, mientras conducía su coche por la autopista, el lugar en que la casita de hierro ondulado había sido arrasada por la aplanadora. Unos añosos nísperos del Japón que recordaban a los que habían crecido cerca del campamento de los peones camineros quedaron incorporados en el paisaje de los costados de la autopista, pero la bauhinia no estaba donde ella había pensado que seguiría estando.

Ser libre significa ser casi un extraño para uno mismo: lo más parecido a lo que vieron los demás cuando me vieron a las puertas de la cárcel. Si yo hubiera podido ver lo mismo, habría visto al otro padre, al que me era extraño. Aparentemente siempre he conocido su existencia.

Supongo que encontraste otro lugar donde vivir. (Quizá México). Nunca nos cruzamos en la ciudad (tú nunca te enteraste de lo del hombre en el parque). Pero eras el que había dicho:

—¿Por qué te refieres a él llamándolo Lionel?

—¿Lo hago?

—A veces en la misma oración… dices mi padre y enseguida lo nombras como Lionel.

Era algo curioso para ti, tan entrometido acerca de lo que denominabas costumbres de una casa de gente «comprometida». En mi caso, es significativo… ¿de qué? Es cierto que para mí también era algo distinto a mi padre. No sólo una persona pública; mucha gente tiene algo así de quita y pon. No algo perteneciente a las trilladas formulaciones de los panfletos y los manifiestos que lo explican, para otros. Lo suyo era distinto. Debía de ser lo que realmente era. Después de su muerte —después que abandoné la casita donde lo acusé—, esa persona se convirtió en algo secreto para mí. ¿Cómo puedo explicar que la muerte del hombre… del hombre del parque era parte del misterio? Como él había muerto, o el hecho de que su muerte ocurriera en mi presencia sin que me diera cuenta, así viví en presencia de mi padre sin conocer su significado.

Había cosas cuya existencia no estaba admitida, en esa casa. Lo mismo que las aventuras de tu madre y la forma en que tu padre ganaba el dinero, en la tuya. La de mis padres era un tipo de convivencia diferente. Me sorprende ver, revisando fotos, que mi madre era realmente hermosa. No sólo de joven —en Rusia, en un viaje de los Estudiantes por la Paz, todos en una estación de trenes con ramos de flores grandes como bultos de ropa sucia—, sino incluso en la famosa fiesta con que celebramos mis diecinueve años y en la que la policía hizo una redada poco antes de que se pusiera enferma. Se supone que hay un atractivo especialmente generoso en una mujer que no conoce su belleza, aunque si como en el caso de mi madre, literalmente no la vive —si alberga objetivos que no se nutren de ninguna manera en la distinción de una cara angosta con las cuencas de los ojos profundos, una nariz larga, recta y fina, una piel tan delicada que hasta los lóbulos de las orejas son un adorno debajo del pelo prematuramente canoso—, esta belleza cae en desuso a través de algo más que la indiferencia. Hay una foto en que se la ve levantando la vista de una mesa llena de papeles, tazas de té sucias, ceniceros, entre sus costureras tímidas y descaradas; ampliados por los cristales de sus gafas para leer, sus intrincados iris son extraordinarios y las pestañas aparecen tan tupidas en los párpados inferiores como en los superiores. Unos ojos bellísimos. Pero yo sólo veo la alerta inquisitiva que vigilaba, levantaba la vista al oír mis pasos desplazando la grava frente a la cárcel de mi «prometido»; el rápido parpadeo de cuidado o adelante que dirigía a mi padre cuando hablaban rodeados de mucha gente que acudía a esa casa. El lápiz de labios que siguiendo la costumbre de las mujeres de su generación se aplicaba en la boca, no perfilaba tanto la forma de los labios como la resuelta complicidad que los componía: una boca que ha aprendido a no revelar nada al hablar, cuya sonrisa no se origina en la confianza del atractivo sino del convencimiento. Supongo que los hijos siempre creen que sus madres son competentes, en una racionalización de la dependencia y la confianza. Ella siempre sabía qué había que hacer y lo hacía. Las multitudes que asistieron a su funeral la amaban por su bondad; su análisis razonado siempre decidía qué paso dar y lo daba. Cuando Tony yacía en la piscina aquel sábado por la mañana, saltó (uno de sus zapatos, que se quitó de un puntapié, me golpeó) y cuando salió del agua lo tenía sujeto. Lily me apretaba y gritaba, como si el agua también pudiera llevarme. Mi madre enganchó los dedos en la boca de Tony y lo subió con gran esfuerzo, jadeando y tosiendo, manteniéndolo boca abajo. Salía agua con fragmentos de desayuno, de bacon rosa. Se agachó sobre él y le hizo el boca a boca, manteniéndole cerrada la nariz, liberando la presión de las manos en su pecho. Lo hizo durante largo rato.

Pero estaba muerto.

Mi padre —como médico— le dio algo para que durmiera. Al día siguiente me llevó con ella, a su dormitorio; yo tenía miedo de entrar. Mi madre me metió en la cama y estaba llorando, no como lo hacíamos Tony y yo, con ruidos, sino en silencio, mientras las lágrimas se deslizaban de costado y rodaban por su pelo. Lily me dijo que «rellenarían ese espantoso agujero», la piscina. Agregó que nunca se acercaría a ese lado de la casa, nunca.

Poco después, un domingo, mi padre observó que no me había cronometrado el tiempo desde que empezaran las clases.

—¿Qué te parece si haces una demostración esta mañana? Es un día caluroso…

Dejé de leer el tebeo que tenía ante mí, en el suelo. Mi madre hizo caso omiso del zarpazo del gato que quería subirse a su regazo.

—Ponte el bañador. Vamos —cuando volví sacó del bolsillo la llave del coche y se acercó a mi madre, le abrió la mano, metió dentro la llave y se la cerró, sosteniendo el puño de ella con las suyas—. Dijiste que irías a ponerle gasolina.

Mucha gente disfrutaba de aquella piscina. Se convirtió en tradición que en verano el acceso fuera libre todos los domingos a mediodía: las hraaivleis de Lionel Burger. Mi madre nadaba; guardaba una buena provisión de flotadores de brazalete inflados y era norma de la casa —deferentemente obedecida por los nuevos invitados, los nuevos contactos que ignoraban que los Burger habían tenido un hijo— que todos los niños los usaran para andar por la zona de la piscina. Algunos amigos negros nunca habían estado antes en una piscina: tenían la entrada prohibida a los baños municipales. Mi padre daba lecciones de natación a sus hijos; los chicos se aferraban a él, como hacíamos Baasie y yo. En esa casa los hijos gozábamos de muy pocos derechos exclusivos con nuestros padres. Teniendo en cuenta la importante diferencia de que yo era mujer, de modo que las implicaciones sexuales habrían sido diferentes, me pregunto si la visión de mi madre con otro hombre —de acuerdo, debajo de otro hombre— habría resquebrajado en mí la caparazón de realidad contenida, me habría hecho replegar totalmente en mis vivencias interiores, como te ocurrió a ti. Digo «me pregunto» en el sentido de que lo dudo; además de ser mi madre y madre de Tony, lo era de Baasie, y de otros de vez en cuando, de modo que probablemente yo nunca pensé que ella y mi padre, Lionel, se poseyeran mutuamente. Pertenecíamos a otra gente. También debo de haber aceptado este hecho desde pequeña, en esa casa. Y cuando fue necesario me convertí en la novia de Noel de Witt.

Y otra gente nos pertenecía. Si bien mi madre no tenía amantes —y aunque comprendo que no sé nada, nada acerca de ella, estoy segura de esto— había otras relaciones, no sexuales, sobre las cuales se especuló. Incluso en el tribunal. La mujer que no podía mirar a la cara a mi padre, que a su vez la contemplaba amable y pacientemente, la mujer que ni siquiera podía permitirse «mirarle la punta de los zapatos», esa pobre llorona, desgraciada o despreciable, empezó como cualquiera de los desposeídos de la colección de mi madre, como Baasie o como el viejo que vivía con nosotros. A diferencia de éstos, no era lo que los periódicos llaman una víctima del apartheid; era una maestra de escuela solterona, miembro de un grupo de la iglesia que intentaba hacer obras para mejorar las condiciones en las poblaciones negras. Debió de conocer a mi madre a través de la oficina de la cooperativa, por algo relacionado con algún programa de alimentación. Una de esas almas entusiastas que no ven ninguna contradicción en su protesta de que no son «políticas» aunque les gustaría hacer algo eficaz… algo menos contraproducente que la caridad por lo que llaman (su medio natural de expresión siempre fue el eufemismo) «relaciones raciales». Por intermedio de mi madre empezó a dar clases en la escuela a la que habíamos asistido Baasie, Tony y yo, la escuelita que no existía oficialmente, donde aprendíamos juntos los niños blancos, africanos, mestizos e indios de la «familia» de camaradas de mis padres. En lo que a esa mujer se refiere, mi madre le había proporcionado exactamente lo que buscaba; su gratitud se convirtió en la clase de dependencia devota con que a menudo mi madre se ha visto abrumada y adquirimos otro pegote en esa casa. Se sentía agradecida ocupando un segundo plano: ayudaba en el consultorio de mi padre cuando la recepcionista estaba ausente; traía pimientos morrones, zanahorias y rábanos de su pequeño huerto, para él, porque le encantaba comer verduras frescas y crudas; cuando mi madre enfermó quiso hacerle de enfermera, aunque había otras personas que eran preferibles por sus conocimientos, por la vida y el vigor abundante que necesitan los moribundos para estar tranquilos.

No se sabe cuándo empezó a ser útil en otros sentidos. Las fechas en que la acusación —para la que apareció con garantías de impunidad como testigo público— sugería que ya actuaba como correo son anteriores a la enfermedad y la muerte de mi madre; pero no se demostró nada: lloró e insistió en que había ido a Escocia para visitar a su hermana mayor, viaje para el que había estado ahorrando durante muchos años. Mostró la inevitable libreta de correos como prueba de sus economías mensuales y de su abnegación; bastaba mirarla para creerle.

Quizá mi madre sabía que podía contar con el código de formalidad escolar de una persona de sus características, que nunca preguntaría por el contenido ni el destinatario de las cartas —ni hablar de abrirlas— que le pidieron entregara en el extranjero. ¿Era poco pedir a alguien tan ansiosa de ser necesitada? Este rápido entendimiento en mi madre debió de verse señalado por esa repentina mirada comprensiva, de soslayo, sin volver la cabeza, mostrando el blanco de sus ojos no sólo sombreado por las cuencas soñadoras sino también por la piel que se oscurecía a su alrededor a medida que mi madre maduraba. Conozco muy bien, siempre reconoceré, esa mirada de la que mi madre era inconsciente y que la habría sorprendido, inquietado: una mirada que soltaba las riendas.

Cuando yo era la mujer en casa de mi padre, después de la muerte de mi madre, rara vez apareció. Tal vez sabía que yo era insensible a ella. En todo caso, si algo sentía era la irritación irreflexiblemente cruel de una joven por su humilde falta de definición. No notamos su ausencia como sin duda habríamos notado la de Bridget Sulzer, Ivy y Dick Terblanche, Aletta Gous, Marisa Kgosana, Mark Liebowitzk, Sipho Mokoena… de cualquiera de los antiguos compañeros de mis padres que todavía estaban libres, que no se encontraban en la cárcel, ni en el exilio, ni se habían beneficiado con la opción de emigrar, o siquiera de los nuevos frecuentadores que de vez en cuando se sentían atraídos por esa casa. Tú eras uno de ellos; Conrad, nunca me contaste si Lionel, en su estilo singular, haciéndote sentir que serías querido, aceptado, comprendido tanto si respondías como si no, intentó reclutarte. Me pregunto si lo hizo y te avergonzaste de haberte apartado de tan maravilloso ambiente. De no haberte reunido nunca con Baasie y conmigo en la calidez de ese tórax robusto. Tú, que sólo habías conocido a un padre que se enorgullecía de haberse hecho a sí mismo mediante chanchullos con chatarra de metal y que te repudió por ser un vago de pelo largo indigno de heredar el dinero y la ardua tradición en que se ganaba. Probablemente Lionel Burger vio en ti el circuito cerrado del ego; para él, semejante vida debía necesitar un vaso comunicante hacia el significado que postulaba un yo exógeno. Allí residía para él la tensión que vuelve posible vivir; entre el yo y los otros; entre el presente y la gestación de algo que se llama futuro. Quizás intentó darte la oportunidad. Esa desdichada mujer que viste en el banquillo de los testigos, podías haber sido tú.

Tengo la impresión de que todo el tiempo que pensé que nos había abandonado, o que por suerte nos habíamos librado de su presencia, Lionel estaba en contacto con ella. Hacía las cosas sencillas para las que esa gente es de fiar. Guardaba fondos ilegales en su cuenta bancaria. Alquiló una casa donde uno de los partidarios vivió clandestinamente varios meses. Puede que lo hiciera por algún sentimiento a la memoria de mi madre, tal vez porque se enamoró, tardíamente y sin esperanzas, de Lionel Burger, que la haría sentir querida, aceptada, comprendida, tanto si accedía como si no a hacer lo que le pedía, y que también le habría hecho sentir —porque todas las mujeres lo confirman— que era una mujer. Ella es el ejemplo concreto que dan los liberales blancos cuando señalan que los comunistas, incluso mi padre, usaban a gente inocente; es posible admirar el coraje, la osadía, la falta de consideración por sí mismo con que un hombre como Burger actuaba según sus convicciones acerca de la injusticia social (que naturalmente tú no compartes), aunque no se compartiera su ideología comunista y la forma de acción que ésta adquiría, pero su modo de implicar a otros era sin duda despiadado. Ella nunca había sido miembro del Partido ni de ninguna organización radical. Comunicó al tribunal que sólo «intentaba vivir en consonancia con el cristianismo», agregando la cláusula «en vano». En este punto, como en tantos otros de las preguntas, lloró. La nariz hinchada y los pelos retorcidos que desfiguraban sus manos eran sumamente desagradables. Los que sentían que había sido explotada por Lionel Burger expresaron su piedad y se tragaron su disgusto por el espectáculo; sólo él, que le había dado una oportunidad, la miraba y la escuchaba sin ninguna de ambas cosas, dispuesto a encontrar sin reproches la mirada inyectada de sangre que no podía mirar a aquél a quien había traicionado.