Sección V

Ahora eres libre. El conocimiento de que mi padre no estaba allí, no estaría allí nunca más, que no quedaba sencillamente oculto por los muros y las ventanas con rejas; el infantil dolor de tripas que me abandonó en medio de todos los que necesitaban gemir, aullar, mientras yo no podía decir nada, no podía decírselo a nadie: repentinamente fue otra cosa. Ahora eres libre.

Yo le tenía miedo: el tipo de descubrimiento que lo deja a uno frío y precavido.

¿Qué hace uno con este conocimiento?

La autoritaria alegría de Flora Donaldson en manejar la vida de otros me vio partiendo a otro país: siempre en África, por supuesto, porque era el sitio donde mi padre había ganado para todos nosotros el derecho a pertenecer. ¿Acaso no era éste nuestro pacto, ocurriera lo que ocurriese? Me viste en la cárcel. Realmente, finalmente, inevitablemente. Tú no me visualizabas marchándome, viviendo una vida distinta a la que la única necesidad —¿necesidad política?— me había hecho llevar hasta ese momento. Tú, siempre mirándote el ombligo a la caza del «destino individual»: ¿no comprendiste que todo lo que aquella chica hacía surgía de lo que existe entre hija y madre, hija y hermano, hija y padre? Cuando me mostraba pasiva, en esa cabaña, si hubieras sabido… Yo luchaba con un monstruoso resentimiento contra la llamada —¡no del Partido Comunista!— de la sangre, de los genes compartidos, del semen del que había brotado y del cuerpo en el que había crecido. Estaba a las puertas de la cárcel con un edredón y un mensaje escondido para mi madre. Tony está muerto y no hay otro hijo para ella, salvo yo. Doscientos diecisiete días con el pañuelo de cachemira en el bolsillo, mientras los testigos ocupaban y desocupaban el banquillo condenando a mi padre. Mi madre está muerta y sólo quedo yo para él. Sólo yo. Mis estudios, mi trabajo, mis amores deben adaptarse a las visitas bimensuales a la cárcel, de por vida, mientras él viva… si hubiera vivido. Mis profesores, mis jefes, mis hombres tienen que aceptar esta prioridad. No tengo pasaporte porque soy la hija de mi padre. La gente que se relaciona conmigo debe estar preparada para ser sospechosa porque soy la hija de mi padre. Y hay más, más de lo que sabes… yo quería ser abogada, pero no tenía sentido: era muy improbable que a mí, la hija de mi padre, me permitieran ejercer el derecho. De modo que tuve que ser otra cosa, cualquier cosa, algo que pasara como políticamente inocuo, por qué no en el campo de la medicina, yo, la hija de mi padre. ¡Y ahora él está muerto! ¡Muerto! Merodeé por aquel jardín abandonado —descendiente de la vieja Lolita cazando dioses hotentotes en la hierba que había cubierto la pista de tenis— y supe que tenía que haber deseado su muerte, que el regocijo y la tristeza eran lo mismo para mí.

Teníamos en común terribles secretos infantiles en la casita de latón. Tú puedes follar con tu madre, yo puedo desear la muerte de mi padre.

Hay más. Más de lo que adivinaste o me sonsacaste en tu curiosidad y envidia, hablando con las luces apagadas, más de lo que yo misma sabía o quería saber hasta que empecé a escucharte, incapaz de detenerte, aunque la forma de tus pies conservada por el sudor en tus calcetines tirados, la duda de que el dinero del bolsillo pequeño sin el botón en la cintura de tus tejanos fuera a parar donde el vigilante confiaba que fuera… estas familiaridades veniales de la exudación corporal o la tortuosidad mental me eran repugnantes aunque no las criticaba ni las revelaba por lealtad. Como cuando mi hermano Tony birlaba sellos del escritorio de mi padre y los vendía un céntimo o dos más caros que los de Correos a los sirvientes de los alrededores que escribían a sus hogares de Malawi y Mozambique, o cuando se delataba a sí mismo soltando pedos de angustia cada vez que mentía, pobrecillo. La mañana del sábado que Tony se ahogó lo vi llevar a sus amigos a nadar y le dije que no fanfarroneara zambulléndose. Me lo prometió, pero yo me olí algo raro.

Hay más aún. Mi sueco, el Marcus cuyo nombre no sacabas a colación porque pensabas que sería doloroso para mí, no tenía importancia, daba igual que se fuera o se quedara. Lo que hubo entre nosotros… como dice el lenguaje del contrato emocional… Eso es fácil. Quería hacer una película sobre mi padre, en Estocolmo. Sería un collage de pruebas documentales de acontecimientos y vínculos ficticios, en la que un actor interpretaría el papel de mi padre. Yo tenía que revisar fotos de actores suecos y decir cual consideraba más parecido a Lionel Burger. Porque Marcus nunca pudo verle, desde luego. Ni siquiera tal como estaba entonces, en la cárcel. Un fin de semana fuimos juntos a una aldea del Transvaal para que le mostrara el tipo de ambiente en que había crecido mi padre. También fuimos a Ciudad del Cabo porque allí asistió mi padre a la escuela de medicina. Claro que no fue ésta la razón que el sueco le dio al rector. Entró en la escuela para filmar algunas tomas, explicando que estaba haciendo una película acerca de los sorprendentes trasplantes cardíacos de Sudáfrica. Pero la verdadera razón para ir a Ciudad del Cabo no era siquiera aquella que ocultamos, la verdadera razón fue hacer el amor en el mar. El experimentaba por la naturaleza la pasión sexual que, imagino, es peculiarmente nórdica. Algo que tiene que ver con el frío y la oscuridad, y con el breve período en que no hay noche y nadie duerme. El lo llamaba «verano de la libélula», como un largo y extraordinario día brillante en el que se cumple un ciclo vital completo.

Nosotros aceptamos la naturaleza con más indiferencia, el sol siempre está aquí. Excepto en la cárcel; incluso en África, las cárceles son oscuras. Lionel me contó que el sol nunca entraba en su celda, sólo el reflejo coloreado de algunos atardeceres, que formaban un paralelogramo cubierto por la delicada luz perlada, quebrado por la interrupción de los barrotes, sobre la pared opuesta a su ventana.

El sueco tenía las nalgas tan bronceadas como la espalda y piernas: una unidad, como si su cuerpo no tuviera secretos. Era hermoso. Y lo sea o no yo, él lo creía y extraía de mí —es la única forma que tengo para describir el orgullo y el aprecio, la sencillez de su paciencia y su habilidad— tres orgasmos, uno tras otro, cada placer prolongado hasta los límites del anterior, así como el agua roza su propia línea de la marea alta en la arena. Nunca me había ocurrido antes. Y cuando Lionel murió, me escribió. Dijo que intentaría pasar un fragmento de la película inacabada si el grupo antiapartheid escandinavo celebraba una reunión en su memoria. Se había ofrecido a conseguirme, a través de las relaciones de su mujer, un pasaporte en el extranjero, si alguna vez podía marcharme. Tal vez desde su seguridad, desde su estado benefactor en el cual los grupos de izquierdas eran como asociaciones de madres o Rotary Clubs y las perspectivas socialistas no contenían ningún peligro, ser durante uno o dos meses el amante de la hija de Lionel Burger era lo más parecido a acercarse a las barricadas. No me molesta. ¿Qué otra cosa era yo?

Te conté que mi «noviazgo» con Noel de Witt era un ardid para que pudiera mantenerse en contacto estando encarcelado. Me dijiste, con la insistente apetencia de los que sienten curiosidad por aquello con lo que no quieren tener nada que ver: Te refieres al movimiento comunista clandestino. ¿Te usaban para mantenerse en contacto con él?

Sí, naturalmente, era lo obvio, una excelente idea, resolvieron todos.

—¿En esa casa?

Sí, claro, en nuestra casa; era lo natural, a nadie se le ocurriría sospechar. Noel era uno de los compañeros conocidos de mi padre, de cualquier manera vivía prácticamente con nosotros y no tenía nada de extraordinario que supuestamente pensara en casarse con la hija de Lionel Burger. Las prometidas tenían los mismos privilegios que las esposas de los prisioneros: visitas, cartas y demás. Sin mí Noel no habría tenido a nadie; era medio portugués, su madre tenía la entrada prohibida en Sudáfrica porque era simpatizante del Frente de Liberación de Mozambique y en una ocasión había sido arrestada por los portugueses; su padre había desaparecido en algún lugar de Australia. ¿Quién podía haberle llevado libros y papel para escribir? Mis padres sabían lo que significan estas cosas cuando estás adentro: la visión de un rostro indicativo de que el exterior todavía existe, un rostro que supone que otros siguen adelante con lo que ha de hacerse. E incluso el ingenio, la burla al director de la cárcel, que no puede negarle a una «novia» el permiso para ver a su chico, los carceleros que sienten una furtiva complacencia incluso con un comunista cuando éste mira a su novia desde el otro lado de la barrera de la sala de visitas… eso daba confianza. Esta era una de las satisfacciones que no pusiste en la lista de nuestros placeres en esa casa: ser más listos que la policía. Noel entró alegremente en el espíritu de la cuestión. Cuando notó el anillo que había aparecido en mi dedo en la primera visita, no dejó de preguntarme si estaba segura de que me gustaba. ¿Segura, completamente segura? Insistía con la gozosa persuasividad de quien sabe que ha elegido exactamente lo que su amada deseaba. Mi madre consiguió el anillo que yo llevaba pidiéndoselo a Aletta Gous, sabiendo que ésta revolvería cielo y tierra en busca de lo más acertado, en este caso un pequeño diamante redondo engarzado en un montículo de metal fíligranado color acero, pieza indispensable para prometerse en una aldea. No creo que fuera falso; en algún momento de los años treinta, Aletta había sido una jovencita de una población rural y había estado a punto de casarse con el joven que llevaba el garaje de su padre y era ujier en la iglesia de una secta holandesa reformada denominada los Pinksters. Cuando se proscribió a sí misma fugándose a la ciudad y participando en reuniones callejeras del Partido Comunista, probablemente alardeó de su garboso desdén por las convenciones burguesas violadas conservando su endeble argolla.

Mío es el rostro y mío es el cuerpo cuando Noel de Witt ve a una mujer una vez por mes. Si alguien en nuestra casa —en esa casa, tal como tú me la has hecho pensar— lo comprendió, nadie lo tuvo en cuenta. Todavía vivía mi madre. Si lo pensó, si lo vio —y al menos ella podría haber considerado esta posibilidad—, decidió no verlo. A solas en la cabaña de latas contigo, cuando no tenía nada más que pensar, cuando callaba, cuando no te interrumpía, cuando no podías sacar nada más de mí, cuando no te prestaba atención, la acusaba. Cortaba ramas en el jardín suburbano convertido en vertedero de basuras donde estaba aislada contigo. Las hierbas rompían filas cuando yo pisoteaba papeles retorcidos sucios de excrementos humanos, botellas y trapos tirados entre los aromáticos matorrales donde solían perderse las pelotas de tenis. Lo acusaba a él, a Lionel Burger, por saber, como sin duda sabía, que yo haría lo que debía hacerse.

Todos los meses me decían qué debía comunicar con el pretexto de mi carta de amor. Por la noche, sentada en la cama de mi antigua habitación en esa casa, fumando cigarrillos cuando todavía no tenía dieciocho años, escribía una y otra vez las quinientas palabras. Nunca sabía si había logrado escribir con el efecto de una simulación (para que él lo leyera como tal) lo que en realidad sentía por Noel tan tierna y apasionadamente. Las fechas de mis visitas debidas estaban señaladas en el calendario de atrás de la puerta de mi dormitorio, iguales a las que marcaban el paso de los días en mi diario, en el que (bien amaestrada) nunca escribía nada que pudiera proporcionar indicios de mi vida. Cuando finalmente llegaba la noche anterior al día propiamente dicho, me lavaba la cabeza; antes de partir hacia la cárcel me ponía perfume entre los pechos y también me frotaba un poco el vientre y los muslos. Escogía un vestido que dejaba mis piernas al descubierto, o pantalones y una camisa que enfatizaban mi femineidad con su ambigüedad sexual. Huéleme, olfatea mi carne. Encuéntrame, recíbeme. Todo ello en un irreflexivo impulso de necesidad e instinto que podríamos llamar inocente y que tú denominabas «real». Siempre llevaba una flor. En general los carceleros no permitían que él se la quedara (de vez en cuando la sentimentalidad de alguno hacia las «noviecitas», o la vicaria excitación sexual que obtenía otro haciendo de alcahuete, lo llevaba a dejar pasar el regalo). Yo mantenía la flor en mi regazo o retorcía el tallo entre las manos, donde Noel podía disfrutar de su visión y saber que era para él.

Leyendo en el coche mientras me esperaba al otro lado de las puertas de la cárcel, mi madre levantaba la vista al oírme volver, con la expresión sagaz, ansiosa, cómplice y acogedora con que me aguardaba de pequeña a la salida de la escuela los primeros días de clase. ¿Lo había hecho bien? Allí estaba mi apoyo, mi recompensa y la garante a quien había contratado para mi actuación. En casa, mi padre, con las manos sobre mis hombros detrás de la silla en la que me sentaba a la mesa (su forma, desde que era pequeña, de acariciarme cuando volvía de ver sus pacientes y se detenía allí un momento) me interrogaba acerca de lo que Noel había logrado transmitir bajo el disfraz del amor. ¿Era verdad que Jack Schultz había sido trasladado a otra sección de la penitenciaría? ¿Habían hecho los presos políticos una huelga de hambre durante dos días la semana anterior? Yo siempre recordaba exactamente lo dicho en el diálogo entre Noel y yo, aunque —como ocurrió más adelante con mi padre— había otros presos que hablaban con sus visitantes al mismo tiempo y muchas voces se cruzaban caóticamente con la suya y la mía. Recordaba palabra por palabra, el giro exacto que Noel había dado a una frase, su cadencia… de modo tal que al descifrar su significado —intercambiando miradas para confirmar la interpretación—, mi padre, mi madre y yo podíamos tener la certeza de que cada matiz había sido deliberado. También contaban con que yo había encontrado la forma de transmitir los mensajes que me habían confiado.

Cuando me dieron el carnet de conducir y empecé a ir sola a la cárcel para visitar a Noel, después de verlo conducía lentamente alrededor de los límites de los edificios de ladrillo rojo enjaulados en alambre de púas, con altas atalayas donde descansaban las armas y las luces. Vueltas y vueltas en primera, tantas veces como me atrevía para no despertar sospechas. Observé que no había escapatoria. Si es que eso era lo que buscaba; tal vez esperaba una señal —detrás de esos muros a cuya base ni siquiera se permitía la proximidad de una hierba, tan imponentes y recónditos y sin embargo tan vulgares— que me informara dónde estaba ahora él, en una celda cuya rendija hueca de malla metálica podía ser ésta o aquélla. Me dejaba atolondrada el esfuerzo de seguir mentalmente sus pasos por los pasillos que había vislumbrado, a través de los olores de desinfectantes para retretes, de cera para suelos, de carne nauseabunda cociendo a fuego lento, cuyos efluvios había percibido. Si apartaba la mirada de los muros y la dejaba posarse en las casas de los carceleros, solía ver a unos niños jugando en los pequeños jardines, mientras chirriaban las cadenas oxidadas de sus columpios. Resultaba más fácil seguirlo hasta otra vida que él podía estar viviendo, conmigo en una granja (la que conocí de niña, con ramas de tabaco fláccidas como guantes vacíos en el cobertizo de secado); él quería ser granjero (yo había reunido toda la información posible) aunque se había licenciado en ciencias y trabajaba en una fábrica de pinturas antes de convertirse en preso político. ¿Por qué razón debía ir yo a Tanzania o ser rescatada por Marcus y su mujer en Suecia? ¿Por qué no podíamos irnos Noel de Witt y yo a cultivar la tierra, a criar hijos míos que se parecerían a él, a plantar zarzos o tabaco o maíz o cualquier cosa que él quería hacer florecer y no podía, así como un nudo de hierba resistente era incapaz de abrirse paso entre los ladrillos de esos muros?

Hice —como tú dices— lo que se esperaba que hiciera. No era una impostora. Una vez por mes iba a donde me enviaban para llevar sus mensajes y recibir los de él; una chica se presentaba ante él con los labios sonrientes, la mirada fija aunque evasiva, los pechos un poco caídos cuando se agachaba, una flor como símbolo de lo que guardaba entre las piernas. No despreciábamos a las prostitutas en esa casa —nuestra casa—: Las veíamos como víctimas, por fuerza, mientras perdurara cierto orden social.

Cuando Noel de Witt cumplió la condena, las autoridades carcelarias, como hacían a menudo con los presos políticos, le abrieron las puertas a primerísima hora de una mañana, pocos días antes de la fecha prevista para su liberación, y le dejaron salir con la vieja bolsa de una línea aérea llena de ropa y el reloj que le habían quitado al ingresar dos años atrás. El sabía que lo proscribirían o decretarían el arresto domiciliario una semana después; tenía escondido en la ciudad un pasaporte australiano con el que podría abandonar el país si era lo bastante rápido. No se atrevió a ir a nuestra casa. Desde una de las verdulerías portuguesas que abren cuando llegan del mercado las provisiones, al amanecer, telefoneó a alguien que vivía en la periferia y en quien podía confiarse que ahora hiciera lo que correspondía, como yo lo había hecho antes… alguien que tenía el pasaporte australiano a buen resguardo. Al llegar a Inglaterra, Noel envió una carta a través de otro contacto, informándole a mi padre de estas cosas. Había una nota adjunta para mí, tierna y divertida, en la que me agradecía las cartas que tanto le habían alegrado, las visitas que le habían permitido seguir adelante, los dulces que con zalamerías había logrado que le entregara el jefe de carceleros Potgieter, los libros inteligentemente elegidos que había conseguido hacerle llegar porque eran esenciales para sus estudios. Frases de un veterano de hospital agradecido. Llegaron flores sin tarjeta y me dijeron que Noel había dejado una parte del poco dinero que tenía para que me las enviaran.

Esas fueron mis cartas de amor. Esas visitas significaron mis años locos. Todo esto pude entender en la casita de lata.

Un día me quejé, con un tópico:

—Estoy harta de este trabajo.

Me habías ido a buscar al hospital donde yo trabajaba y volvíamos en el coche. Cuando nos hablábamos estaba presente el atributo clandestino de hablar con uno mismo, el sarcasmo y la tentación de la culpabilidad mutua. Me reconociste en ti en lugar de mirar hacia mí.

—Hasta los animales poseen el instinto de correr un kilómetro para alejarse de la enfermedad y la muerte; es natural.

El tópico que yo había empleado inintencionadamente se me escapó; era una observación inofensiva que pertenecía al mismo nivel de comunicación que «Me duele un poco la cabeza». No había sentido de las proporciones para estas cosas en aquella cabaña; las observaciones, las imágenes, los incidentes casuales se apoderaban de mí; surgieron las páginas sin numerar. Las leía repetidas veces, su escritura aparecía en todo lo que yo miraba, pupilas de yema de huevo amarilla separándose de las blancas claras contra el borde del cuenco, leves marcas atrigadas de ascendencia rudimentaria en la panza del gato negro, la lenta fusión alfabética de identidad en identidad, cambiando una letra por vez al deletrear los nombres en la libreta telefónica. Todo hablado al amparo de tus sonidos cotidianos en el violín y los pandeos del techo de lata que desplazaba los silencios, el coro del agua corriendo en el lavabo con incrustaciones calcáreas de color masilla como las de un hervidor viejo, los gritos de borracho del vigilante en su trayectoria por encima del murmullo del tráfico nocturno, mi silencio martillaba hosco, histérico, reiterativo sin palabras: harta, harta de los inválidos, de los que corrían peligro, los fugitivos, los estoicos; harta de tribunales, harta de prisiones, harta de enseñanzas depuradas por el reglamentario aguante del miedo y el dolor.

No obstante, abandoné la casita donde era posible esta especie de ferviente rabieta personal.

Dejé la casa infantil del árbol donde vivíamos en una intimidad absorbente sin las reservas de la responsabilidad adulta, aceptando las respectivas intrusiones como un derecho de pernada, tratando la mugre del otro como propia, así como el pequeño Baasie y yo habíamos celebrado tiempo atrás la misa negra de los niños, probando con un dedo la hiel de nuestra propia caca y la salinidad de nuestro propio pis. Aunque tú y yo nos acurrucábamos en la misma cama buscando calor, nunca me molestó que te acostaras con la chica que te enseñaba español. Y tú sabes que habíamos dejado de hacer juntos el amor meses antes de que yo me largara, consciente de que se había convertido en una relación incestuosa.