La del sombrero de ir a la iglesia que fue a escuchar la sentencia que pronunciaron sobre Lionel Burger era aquella a cuya casa enviaron a los niños la única vez que arrestaron juntos a ambos progenitores. Era hermana de Burger; ella y su marido tenían una granja y llevaban el hotel de la aldea del mismo distrito.
Desde muy pequeña los padres habían preparado a Rosa para el sobresalto de tales contingencias mediante el supuesto de que la cárcel formaba parte de las responsabilidades de la vida adulta, como visitar a los pacientes (su padre) o ir a trabajar todos los días a la ciudad (cuando a su madre le prohibieron trabajar como sindicalista, administró la oficina de compras de una cooperativa para negros y mestizos). A los ocho años Rosa sabía decirle a la gente el nombre por el que se conocía el juicio en el que sus padres eran dos de los acusados, el Juicio por Traición, y explicar que les habían negado la libertad bajo fianza, lo que significaba que no podían volver a casa. Quizá Tony no sabía dónde estaban; la tía Velma estimulaba la idea de que estaba «de vacaciones» en la granja, actitud que los padres no habrían considerado «correcta» y que su hija, ofendida ante cualquier desviación de la forma de confianza de sus padres como una crítica y una traición, intentaba contrarrestar. Pero al chico de cinco años le permitían ayudar a hacer ladrillos: tal vez si hubiese vivido hasta ser un hombre jamás habría superado —¿renunciado a?— ese feliz aislamiento de lo que él mismo veía, tocaba, sentía, a diferencia de todo lo exterior.
Baasie quedó atrás. Rosa se puso furiosa —dando paso a las lágrimas a través de un berrinche— pero Lily Letsile le dijo que a Baasie no le gustaría estar en el veld[5].
—Sí le gustaría.
—No, le da miedo, le dan miedo las vacas, las ovejas, las serpientes.
Un embuste. Lily y la tía Velma apelaban a los embustes; Rosa estaba convencida de que sus padres nunca mentían. Baasie, el chico negro que tenía casi la edad de Rosa y que vivía con la familia Burger, iba a la escuela privada que funcionaba ilegalmente bajo la dirección de uno de los compañeros de los Burger, y a la que la propia Rosa había asistido hasta que se hizo mayor y tuvo que ir a la escuela para niñas blancas. Baasie no le tenía miedo a nada excepto a dormir solo, a los perros alsacianos y a las clases de natación. Cuando él y Rosa eran tan pequeños como Tony a menudo compartían la cama, huían juntos de esa raza específica de perros y luchaban frenéticamente por el ancladero de vello húmedo del cálido pecho de Lionel Burger en la piscina fría. Enviaron a Baasie a casa de su abuela; aparentemente no tenía otra madre (de todos modos tenía a la de Rosa), y su padre, un organizador del Congreso Nacional Africano oriundo del Transkei, iba y venía demasiado para poder ocuparse de él.
Los parientes Nel vivían entre la granja y el hotel. Tres iniciales y un apellido sobre el portal del bar y la entrada principal de la galería del hotel representaban al tío Coen. Iba y venía de sus cobertizos para tabaco y ganado a la ciudad en un cochazo norteamericano de color amarillo, con protectores de goma para que no entrara barro en el chasis. La tía Velma dirigía la administración del hotel y conducía a toda velocidad una furgoneta con cortinas fruncidas, del hotel a la granja, a la estación de trenes con el fin de recoger pescado fresco para el segundo plato de la carta, a escuelas dispersas, todos los viernes, a buscar chicos, y los domingos a la iglesia. Tony tenía sus ladrillos y un primo que aún no había llegado a la edad escolar; gradualmente Rosa fue eligiendo, cuando el coche o la furgoneta volvían a la granja, quedarse en el hotel.
Cada vez pasaba más tiempo atrincherada en las dos habitaciones cuyas puertas decían ESTRICTAMENTE PRIVADO - STRENG PRIVAAT, en el extremo de la galería. Estas habitaciones no tenían número. Había, en cambio, en el lado exterior de una, un reloj de madera con grandes agujas, un cuco de alambre y plumas, y una inscripción en pirografía: Querido amigo, si viniste y no estábamos, por favor antes de volverte escribe tu nombre. Y la hora. ¡Vuelve! COEN Y VELMA NEL. De una cuerda colgaba un bloc pero faltaba el lápiz. El artilugio era fácilmente reconocible para cualquier chico como algo del propio sistema de significados de la infancia. Más allá de todo talismán hay un mundo personal no relacionado y por lo tanto no afectado por lo que se pierde o se gana, lo que desaparece o es sustituido, en acontecimientos a cuya merced se encuentra el niño. Ella sabía reconocer un símbolo, una contraseña, cuando los encontraba. Nunca salía del hotel de los Nel sin alargar la mano y situar las agujas de madera en la hora de salida. (A ella y a Baasie les habían regalado relojes para navidad. Siempre se acordaba de quitarse el suyo antes de bañarse; Baasie no lo hacía).
Desaparecía debajo del falso reloj de cuco mientras corría pasillo abajo en medio de un juego con los hijos de los huéspedes del hotel. Niños que también desaparecerían por la mañana. Pero en esas dos habitaciones que mostraban la leyenda STRENG PRIVAAT nadie podía pasar una noche como en los otros cuartos del hotel, dirigiéndose temprano, a la mañana siguiente, al Parque Kruger o a la siguiente parada de la ronda rural de un viajante de comercio, las camas rápidamente deshechas por las camareras Selena y Elsie bajo las luces que dejaron encendidas los que se fueron, la bandeja del café matinal y las botellas de cerveza vaciadas por la noche en el pasillo. Todas las habitaciones numeradas eran iguales, todo el papel higiénico rosa; las alfombras angostas junto a las camas tenían motas color mostaza; entre las camas gemelas una radio sujeta a la pared y encima de cada cabecera una reproducción en colores de una escena callejera con idénticos árboles, taxis, gente bebiendo, chicas con tacones altos, y caniches. Rosa sabía leer muy bien pero los carteles de las tiendas estaban escritos en un idioma extranjero; la única palabra reconocible era «París»… un lugar distante, en Inglaterra, explicó a Selena y a Elsie mientras las seguía de habitación en habitación, hablando alto para que la oyeran a pesar del ruido de la aspiradora y de la radio que dejaban encendida mientras trabajaban.
Las dos habitaciones donde no se permitía la entrada de huéspedes eran tal como cualquier niño habría deseado, como ella misma las habría planeado: abarrotadas, repletas de tesoros cuyo origen era tan individual como anónima la uniformidad del mobiliario del hotel, un mausoleo de fotos de boda y de bebés, souvenirs y curiosidades naturales. No había libros ni flores, no se parecía en nada a la casa —la casa de su padre—, pero guardaba tanta relación con el hotel como el armario lleno de tesoros de un chico con el ámbito de sus padres. La luz se filtraba por los barrotes de las ventanas contra ladrones, acogedoras con sus lianas de cortinas de tul y los sinuosos rododendros. Se tendía en la espesa alfombra del rojo que surge al cerrar los ojos para protegerse del sol, y miraba revistas de mujeres y el «Farmer’s Weekly». Con un dedo menos en una garra, un periquito levantaba un párpado y luego el otro. Un cenicero de concha de perlelemoen, un juego de té de Limoges en miniatura, un fragmento de fósil, una caparazón de tortuga, plumas de ibis sagrado con la punta negra que alguien había metido en un vaso de Vat 69… cada objeto cargado de recuerdos que ella sentía sin conocer la historia; el fértil desorden de fines personales perseguidos se encontraba allí, en su lugar.
Aunque nadie podía ir a esos cuartos, Rosa estaba autorizada a entrar y salir cuando quisiera. Por las mañanas, con el perro del hotel caracoleando en tres patas, vagaba por las amplias calles de tierra de detrás del camino principal. No se cruzaba con casi nadie; una mujer blanca que iba a la compra a pie, una bicicleta zigzagueante. Las casas —pequeñas y estropeadas, con techo de hojalata, oscuras galerías y ventanas que nunca se abrían, o a la buena de Dios, con aguilones chabacanos que parecían buñuelos— no daban señales de vida salvo por el cloqueo de las gallinas y el frenesí de los perros que, como el que la acompañaba, estaban emparentados con el común progenitor de un cruce de pomerania y fox-terrier muy ladrador. Un cruce paralelo de jardines producía, a lo largo de las calles, la misma lujuria deslumbrante de buganvillas de color cereza, un dorado diluvio de trepadoras, hibiscos morados, el mismo mazapán rosa y crema rodeado del dulce confeti de sus propias flores colgantes, los mismos helechos aliagas y verdes papayos: los jardines «tropicales» artificiales de elegantes hoteles en balnearios de cualquier otro paraje del mundo. Se desenredaban en manchones de maíz y calabaza donde terminaba la aldea, en metal caqui y herrumbrado fundiéndose con el veld. Cuando llegaba a estos serenos, silvestres y dormidos límites, repentinos crujidos conscientes de ella —la presencia de ratas o culebras, en una ocasión un nido de minimos que bufaron y huyeron— le volvían la espalda.
Pero había mojones. Llegaba hasta un espacio de empedrado roto en el interior de bucles de cadena oxidada donde se devanaba los sesos con las letras grabadas en un obelisco de piedra, aunque ella era, como le decía tío Coen, «una señoritina bóer» que conocía su lengua materna, el afrikaans. La inscripción estaba en holandés y se remontaba a la época de la República Bóer del Transvaal; conmemoraba el emplazamiento de la primera Gereformeerde Kerk[6] del distrito. Otra calle terminaba en la iglesia adonde la llevaba la familia Nel los domingos, con un sombrero prestado. Era un edificio nuevo, de esos que marcaban la existencia de una aldea desde kilómetros de distancia, en cada curva del paisaje. Su punta recubierta de cobre se hincaba en el cielo como un clavo trilátero gigantesco y brillante. La calle paralela al sendero más directo desde el veld hasta la localidad era el sitio donde negros o negras viejos la saludaban como si fuera adulta, donde los niños negros reían entre dientes y hablaban de ella, estaba segura, cuando pasaban a su lado con un pan o un paquete sobre la cabeza. Una vez un grupo que jugaba a una especie de «pilla pilla» rompió un paquete y cuando intentó ayudarles a recoger los gruesos granos de la harina de maíz derramada, se dio cuenta de que no sabían hablar afrikaans ni inglés.
Estaba descansando en el asiento que había descubierto por sí misma —las sólidas raíces superficiales de un marula, otro mojón—, cuando el anciano oom que solía sentarse a charlar en la galería del hotel con quien quisiera escucharlo, pasó por allí. Caminaba tan lentamente, aparentemente usando su rígida cadera como bastón más allá del cual arrastraba la otra pierna, que lo reconoció desde lejos. Se detuvo a su lado y le habló en afrikaans.
—¿Qué hace una niña fuera de la escuela a esta hora? —ella sólo pudo reír sin responder, como habían hecho los negritos cuando les dirigió la palabra—. ¡Niña mía! ¡Venga! ¡Ve a casa! Tu madre te está esperando. Tu pobre madre espera que vuelvas de la escuela.
Se levantó y se sacudió el vestido. El perro olisqueó los pantalones del viejo y se alejó de un salto, ladrando. Ella no le dijo: mi madre está encarcelada. El no podía entenderlo. La cárcel estaba camino abajo, detrás de la comisaría donde ondeaba la bandera. Un pequeño edificio de piedra y en el patio del fondo, donde guardaban el coche celular, barracas de hojalata con ventanas enrejadas. Los reclusos eran negros descalzos con pantalones cortos y flojos a quienes cualquiera podía ver cortando la hierba con pedazos de hierro afilado alrededor de las oficinas municipales.
Daniel, el camarero del bar que atendía las mesas de la galería, se sentaba en una caja de cerveza volteada, en la acera, cuando no había parroquianos. Usaba una chaquetilla de color rojo con solapas negras de gro que olía penetrantemente a sudor cuando movía los brazos, corbata de lazo, gorra roja y negra con visera, zapatos de charol negro cuyo lustre se agrietaba sobre las extrañas protuberancias de sus pies. Al igual que Selena y Elsie, iba andando a través del polvoriento veld desde la localidad, todos los días. Rosa brincaba en la acera, yendo y viniendo delante de él mientras hablaban. Le describió Johanesburgo, que él nunca había visto.
—Cuando usted se vuelva yo también iré. Iré a trabajar a su casa. Con su padre.
Ella respondió que no, que Lily Letsile trabajaba para su madre y su padre. El le informó que tenía cinco hijos y que enviaría a uno de los chicos a trabajar en su jardín.
—¿Cuántos años tiene?
—Se está haciendo grande. Me parece que ahora se acerca a los trece.
—Entonces tendrá que ir a la escuela en vez de trabajar en el jardín. Los niños no trabajan. Pero es demasiado grande para ir a la escuela con Baasie y a la mía sólo van niñas.
Daniel rió y rió, como si hubiera dicho algo muy divertido.
De pronto le dijo:
—Mis padres están en prisión.
Daniel bajó y meneó la cabeza, soltó unos gañidos, refunfuñó y le clavó una mirada de reproche.
—No diga eso de sus padres. Siempre la cuidan bien, la envían a una escuela hermosa, hacen todo por usted. No diga eso.
El camarero blanco tenía patillas negras y la piel brillante; usaba un cinturón con una hebilla en forma de cabeza de león. Una vez se lo quitó y persiguió a Tony y al primo para echarlos del bar cuando estaban fastidiando, pero sólo era un juego. Daniel le contó a Rosa que Baas Schutte usaba el cinturón si descubría a alguno de los camareros robando bebidas; éste era el tipo de charla que permitía pasar las horas, en la calle.
—¿Tú lo viste? —no estaba del todo convencida de que alguien pudiera golpear a un adulto, aunque sabía que alguna gente abofeteaba a sus hijos.
—¡Allí, en el patio! ¡Lo tenía agarrado y el muchacho no pudo escapar! ¡Baas Schutte es muy fuerte! —Daniel rió otra vez.
—¿Cuál de los camareros?
Los conocía a todos; le llevaban su comida, entrando y saliendo a paso quedo por las puertas de batiente del comedor a la cocina, con sus ráfagas de olores y ruidos; jugaban por dinero con tapas de botella o se echaban a fumar bajo el sol fuera de la cocina.
—¿Jack? ¿Era Jack? —había oído una discusión de tía Velma con Jack por la mostaza seca en los potes de metal que ponían sobre las mesas.
—¿Jack? ¡Jack no es camarero del bar! ¿Por qué se preocuparía Baas Schutte por Jack? El que digo ya se ha ido. No puede trabajar más en los alrededores. Se ha vuelto a su tierra. ¡Le tiene mucho miedo a Baas Schutte! —Daniel batió palmas en su bandeja de hojalata.
Harry Schutte solía llevarla a su lado cuando salía en la furgoneta donde se leía el nombre del hotel y las palabras «Venta de licores». Bajaba de un salto en casa del contratista de portes, en la ferretería, en la agencia de propiedades y seguros donde trabajaba su novia; parecía olvidar a Rosa, pero siempre volvía con un helado o una pipa de regaliz para ella. La novia se apoyaba en la ventanilla de la furgoneta y coqueteaba con él a través de la niña.
—¿Cuándo volverá tu mamá del extranjero? ¿No quieres venir a quedarte conmigo? Tengo una casa muy bonita. ¿No es verdad, Harry? Y también dos cachorros… pregúntale a Harry.
Cinco semanas después de haber llegado con su hermano, Rosa estaba sentada en la caja de Daniel mientras éste atendía a la gente que llenaba las mesas de la galería desde media mañana. Era sábado. Un grupo de colegialas voluptuosas vestidas de deporte bajaban a saltitos por la calle principal, camino de una reunión deportiva. Unas mujeres negras vendían tortitas de maíz mientras sus bebés se arrastraban por debajo de las toallas de colores que usaban como chales. Granjeros cuyos sombreros ocultaban sus ojos esperaban a esposa e hijos que entraban y salían precipitadamente de las tiendas, chupando golosinas y apretando paquetes. Niños negros que iban detrás de sus padres humildes, desastrados y descalzos, cubiertos por encima de las rodillas con uniformes escolares que sólo se podían dar el lujo de comprar una vez en años, de modo que los pequeños parecían alfeñiques con vestimentas enormes, y los más grandes llevaban versiones reventadas y casi irreconocibles de los mismos. Jóvenes petimetres blancos aceleraban levantando polvo bajo las ruedas de sus coches, cuyas radios dejaban oír fragmentos de música. Jóvenes negros en simbólica imitación del mismo estilo —una bicicleta con manillar de carrera, un transistor en bandolera, cierta manera de gandulear contra las columnas del bar griego donde vendían cucuruchos de pescado con patatas fritas, enfrente del hotel— cruzaban de vez en cuando, obligando a los coches a eludirlos, para recoger colillas de cigarrillos que tiraban los parroquianos del hotel en la galería. Daniel sudaba en su ajetreo; los clientes subían los peldaños más allá de Rosa: grandes piernas marmóreas de una joven que le pidió a gritos una coca-cola con doble ron, primorosas chiquillas con bolsos en miniatura que entraban de la mano en el hotel. Pregúntale al chico dónde está el servicio. Los padres ante sus cervezas como si no se conocieran, las abuelas desparramadas en sus asientos como pan fermentado; los frágiles abuelos a quienes gritaban sus hijas de edad mediana, las jovencitas mohínas que no miraban a su familia, sorbiendo en pajitas con los ojos entrecerrados, pretendiendo hacer caso omiso de las miradas de los transeúntes. Esposas de granjeros con cajas de pasteles intercambiaban gritos de saludo por encima de la cabeza de Rosa. El perro del camarero la ignoraba en el erizado placer de acercarse al pomerania del empleado del ayuntamiento de cuya estirpe era descendiente lejano. Esta vida ordenada rodeaba, cubría, envolvía a Rosa; el orden del sábado, el orden de la jerarquía familiar, el orden de los negros en la calle y los blancos a la sombra de la galería del hotel. Su flujo la contenía mientras hacía tamborilear sus talones desnudos encima de la caja de Daniel, sus voces la protegían. De repente se asomó su tía con la confidencial sonrisa de comediante de una mujer de mandíbula prominente.
—¿Sabes una cosa? Mami vendrá a buscaros.
Al nivel de sus ojos pasó un crío que retenía en su puño un dedo de la manaza de su padre.
—¿Y papi?
—Todavía no, Rosa.
Los cargos contra su madre habían sido retirados. Su padre salió en libertad bajo fianza poco después de que ella y su hermano volvieran a casa; el proceso duró veintiocho meses hasta que el tribunal anuló las acusaciones contra él y otros sesenta encausados entre noventa y uno sometidos a juicio. Entonces hubo una fiesta en casa de los Burger, más alegre que cualquier boda, más catártica que culquier velatorio, más triunfal que cualquier stryddag celebrado por los granjeros del distrito de Nel en honor del poder blanco, herencia de sus antepasados que Lionel Burger traicionó.