Ahora eres libre.
No sé si me lo dijiste o si lo pensé en tu presencia. Me vino a la mente cuando estaba contigo; se me ocurrió por estar contigo.
Fui a la casita porque era la vivienda de un extraño que dijo: si alguna vez… Los otros, los buenos amigos y camaradas de mi padre habrían sido demasiado presionantes en su comprensión y exigentes en su afecto. No querían que me sintiera sola, ya no quería estar sola en mi piso, pero estas dos cosas no significaban lo mismo. Tú habías dicho mucho antes que si alguna vez necesitaba un sitio donde estar, podía usar esa casita. Tu sugerencia no tenía nada que ver con la muerte de Lionel. No lo repetiste después de su fallecimiento. Tú tomaste lo que necesitabas. Usaste mi coche. Me pediste dinero y no te pregunté para qué lo necesitabas. Dormías mientras yo trabajaba y si por la noche no llegabas cocinaba y comía sola; la bauhinia estaba en flor y las abejas que atraía permanecían en el tejado, como un ruido interior de la cabeza.
Ahora eres libre.
Conrad salía algunas noches para sus lecciones de español y a veces volvía con la chica que le daba clases. Pasaba esas noches en la salita; Rosa, al salir a trabajar por la mañana, rodeaba a los dos, acurrucados entre los viejos cojines y kaross[4] en el suelo, como niños vencidos por el sueño en medio de un juego.
Los domingos Conrad y Rosa solían estar juntos en esta misma sala. El yogur y la fruta de un desayuno tardío se complementaba de vez en cuando, cuando ella ponía un plato con sobras frías que sacaba de la nevera y él iba a buscar una lata de cerveza y pan con manteca de cacahuetes. Algunas veces era pan que él mismo había horneado.
El gato que Rosa había llevado rozaba las hojas sueltas de la tesis de Conrad, enterradas debajo de los periódicos dominicales.
—¿Lo pongo en un lugar seguro o saco al gato?
Los dos reían por la pregunta implícita. La habitación estaba llena de sus libros y papeles, sus gramáticas de español, su violín y las partituras, discos, pero entre tantas muestras de actividad se tumbaba a fumar, con frecuencia a dormir. Ella leía, arreglaba su propia ropa y deambulaba en la inmensidad exterior, donde recogía ramas, cortaderas, pinas de abetos y en una ocasión gardenias que las fuertes lluvias habían hecho brotar en la aridez del abandono.
A veces él no estaba dormido aunque aparentaba estarlo.
—¿Qué era esa canción?
—¿Canción? —agachada en el suelo, limpiando trozos de corteza y hojas rotas.
—Estabas cantando.
—¿Qué? ¿De veras? —había llenado un tiesto abollado, de Benarés, con ramas de nísperos del Japón.
—Por la alegría de vivir.
Ella lo miró para ver si le estaba tomando el pelo:
—No me di cuenta.
—Pero nunca lo dudaste un solo instante.
Ella no le mostró el perfil de intimidad que él estaba acostumbrado a ver.
—Supongamos que no.
—Enfermedad, ahogo, arresto, cárceles —abrió sus ojos almendrados y vidriosos desde una ostentosa vulnerabilidad indolente—. Daba igual.
—Nunca lo he pensado. No. En última instancia, daba igual —una risilla embarazosa, casi forzada—. No éramos la única gente viva —se sentó en el suelo con los pies debajo del cuerpo, los muslos inclinados hacia las rodillas, las manos sujetas entre las piernas.
—Yo soy la única persona viva.
Podría haberlo desviado de este terreno con el tipo de comentario que surge fácilmente: Qué discretamente te deshaces de los demás.
Pero él poseía un dominio del timón que resistía las desviaciones.
—Una familia feliz. Tu hogar era feliz. Estuvieron los juicios de Moscú y estuvo Stalin antes de que tú y yo naciéramos; la sublevación de Berlín Oriental y luego Checoslovaquia, allá hubieran cárceles y refugios llenos de gente como tu padre aquí. Los comunistas son los últimos optimistas.
—Mi hermano, mi madre… ¿qué tiene que ver esto con la política? Son cosas que le ocurren a cualquiera.
El se paseaba inquieto, con los brazos cruzados, las manos palpando clínicamente sus músculos pectorales.
—Eso es. A cualquiera… Pueden afectar a cualquiera. Y significan todo… Finalmente a nadie le importa un comino quién está preso ni qué guerra se está librando, mientras ocurra lejos, pero los Lionel Burger de este mundo… las angustias personales y las políticas son idénticas para vosotros. Sobrevivís a todas. Al mismo nivel. Y ocurra lo que ocurra, al margen de lo que ocurra…
Ella esperaba, apartada de él, frotándose con la mandíbula el hombro encorvado en obstinada escucha.
Conrad empezó a hablar y se interrumpió, insatisfecho. Por último se decidió, con una extraña expresión de esfuerzo en su boca bordeada de vello, como si tragara algo, tanto de las angustias como de su propia extrañeza.
—¡Por Cristo! Tú. Canturreando entre dientes. Recogiendo flores.
Ella sacó las manos de entre los muslos y se miró las palmas, una parte tan responsable y poco conocida de sí misma, como si hubieran actuado ajenas a su propia voluntad. Las palabras salieron de su boca de la misma manera.
—Nada más que una supervivencia animal, tal vez.
De vez en cuando él desaparecía; una vez trajo de Swazilandia un cuenco de madera y una talla naive. El cuenco albergaba al gato dormido o la masa del pan que ponía a levar, el pájaro rojo y negro siempre instalado donde él pudiera verlo al despertar por la mañana. Cuando se vendió el cochazo de Lionel Burger sólo quedó el Volkswagen de Rosa y él se arrogó su uso, e iba a buscarla al hospital, esperándola sin emplear jamás un saludo verbal. A veces, sin haberlo hablado, pasaban las noches en el cine o, paseando por los terrenos que rodeaban la cabaña de latón, seguían andando kilómetros enteros a través de los suburbios.
Una noche de esas pasaron junto a la casa de su padre. Al acercarse como una transeúnte cualquiera, aminoró el paso. El ritmo de su compañero se acompasó al de ella. El vio que las luces de las habitaciones de arriba estaban encendidas, pero sólo ella sabía que las filigranas de luz detrás de las oscuras ventanas del salón llegaban desde una ventana del pasillo en el que debían de haber dejado entornada una puerta. Sólo ella, con el oído acostumbrado a distinguir su tono de cualquier otro sonido, oyó que a través del jardín, más allá de los muros, sonaba el teléfono de arriba en su lugar, la habitación de su madre.
En la calle él estaba tan cómodo como los niños o los negros. Un puño golpeó el tronco del árbol callejero bajo el que permanecían, una especie de caricia por su solidez.
—¿Cuántos años teníamos tú y yo cuando ocurrió lo de Sharpeville?
Nadie atendió el teléfono que seguía sonando, que todavía sonaba, ni su madre, ni Lily que recorría el piso de arriba con zapatos con la parte de atrás inclinada debido a sus tobillos gruesos, ni el viejo Kowalski agradecido, Lionel, ella misma.
—Doce. Más o menos.
—Doce. ¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo.
—Yo sólo sé lo que he leído, eso es todo.
Las manchas movedizas de las sombras de las hojas sobre sus cuerpos y rostros hicieron del aire algo visto en lugar de sentido, como si en vez de sentir su habitación alrededor, viera su propio esqueleto.
—Supongo que en esa casa había crispación —en el claroscuro cada uno de ellos era una criatura camuflada por la vegetación suburbana—. Tu expresión favorita.
—Lionel descubrió que les habían disparado por la espalda. Le pregunté a mi madre y ella me lo explicó… pero yo no entendía qué quería decir, cuál era la diferencia si te mataban por la espalda o de frente. Alguien que conocíamos muy bien, Sipho Mokoena, estaba allí cuando ocurrió y vino a vernos directamente, llamaron a mi padre a su consultorio. Sipho no estaba herido, la pernera de su pantalón había sido rasgada por una bala. Yo imaginaba (¿por las películas de cowboys?), que una bala te atravesaba y tenían que quedar dos orificios… exactamente iguales… pero cuando oí que mi padre le hacía tantas preguntas entendí que lo que importaba era que pudieras ver de qué lado y desde qué nivel partía un proyectil. Lionel sabía cómo ponerse en contacto con gente que trabajaba en el hospital al que habían llevado los heridos… a la prensa no se le permitió acercarse. Desperté muy tarde en medio de la noche, debían de ser las tres de la madrugada cuando volvió y todos estaban con mi madre en el comedor, recuerdo que los platos seguían sobre la mesa: ella había cocinado para todos. Nadie se acostó. Allí estaban los líderes del Congreso Nacional Africano, y los abogados, Giffbrd Williams y alguien más… era urgente salir a conseguir declaraciones juradas de los testigos con el fin de que si había una investigación saliera a la luz lo que realmente había ocurrido, para que no hubiera un encubrimiento estatal… gente del Congreso Panafricano. Tsolo y sus hombres eran los que de hecho habían organizado esa protesta específica contra los pases en la comisaría de Sharpeville, pero aquello no importaba, lo ocurrido había sobrepasado con mucho la rivalidad política. Cuando volví a levantarme para ir a la escuela Lionel ya estaba encerrado con otra gente, no había dormido un minuto en toda la noche. Lily me dio una bandeja con café para que se la llevara, y noté que se habían olvidado de apagar las luces a pesar de que ya era de día. El tipo de cosas que se graban en tu mente cuando eres un niño. Tony y yo seguíamos pidiéndole a Sipho que nos mostrara dónde se habían roto sus pantalones. Sipho dijo que cuando la policía estaba cargando los cadáveres en camionetas tuvo que pedirles que se llevaran también los sesos… los sesos de un hombre con la cabeza aplastada y desparramada, que dejaron en el camino. Mi madre se puso nerviosa y se llevó a Tony del comedor. El chillaba y pataleaba, no quería irse. Pero yo oí que Sipho decía que habían enviado a un policía negro a recoger los sesos con una pala.
—Unos negros muertos por la espalda. Es algo que modificó para ti la visión de todas las cosas, allí —señalando la casa—, a la manera en que un fogonazo atraviesa una habitación en la oscuridad. ¿Se supone que debo creerlo?
—Pero a los doce años tienes que haber tenido conciencia…
—Para mí no podían existir los acontecimientos políticos a esa edad. ¿Qué es una matanza comparada con el hecho de haber descubierto por mí mismo que mi madre tenía otro hombre? Si en una conspiración tu padre hubiese logrado incitar a toda la población negra a que hiciera la revolución, yo no habría sabido qué era lo que me golpeaba.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué hace Edipo con dos rivales? Me la tiraba en mis ensueños, en la escuela, y cuando servía la cena miraba fijamente su vestido en el punto donde se separan las piernas… ¿Atroz? —percibió en su voz la mímica del rostro impresionado que él imaginaba tenía ella en la oscuridad—. Estaba loco por ella; claro que podía estarlo cuando ya había allí otro que no era mi padre. Estaba enamorado y en tal caso nadie piensa en nada más.
Dos negros con una mujer balanceándose entre ambos, pasaron charlando explosivamente, sirvientes cómodos en la órbita de domesticidad vecinal de sus amos blancos. No vieron o no reconocieron a Rosa.
—¿Tu madre… la que vive en Knysna?
—Mi madre. La misma. No es vieja ahora sino otra cosa… de edad intermedia. Vieja en las raíces; cuando el pelo le crece canoso un centímetro, se lo vuelve a teñir. Nunca más vieja de un centímetro. Tiene mejor figura que tú con pantalones. Vive con mi hermana, ese personaje enteramente domesticado que ha parido cinco hijos. Ningún hombre excepto el gordito semental de mi hermana. Dirigen una escuela de cerámica, las dos mujeres. Siempre está inclinada sobre el horno o sobre un nieto que necesita que le suenen las narices. La misma: supongo que es la misma.
El teléfono había dejado de sonar en la casa. Rosa lo supo por la ausencia de distracción en sus oídos. Alguien que ahora vivía allí debía de haber atendido.
—¿Tienes una cerilla? —ella no fumaba.
El se detuvo un segundo y sacó un mechero con el pulgar listo para encenderlo. Como si alguien lo guiara, hizo pasar la débil llama por la placa cuyas dimensiones no cubrían exactamente el cuadrado blancuzco de la entrada de ladrillos: el perfil esmaltado de un perro feroz como emblema indicador de la instalación de un sistema de alarma contra robos.
—¿Qué ocurrió entonces?
—No ocurrió nada… no a la manera en que siempre estaban ocurriendo cosas en esa casa —se alejaron, bajo los árboles—. Algunos lo sabíamos y otros no, supongo. Creo que la chica que trabajaba en mi casa lo sabía y eso le daba alguna autoridad sobre mi madre, la señorita blanca le tenía miedo a alguien… me pareció notarlo en la forma en que mi madre la trataba, siempre halagándola. Uno aprende lo que es el poder a partir de cosas como ésta. Pobre mamá. No pensé más en su cuerpo porque me fascinaron las cargas eléctricas de la casa.
Las farolas los perdían y los encontraban a intervalos regulares, la calle cedió el lugar a otra.
—En uno de esos equipos para chicos que me regalaron para navidad o para mi cumpleaños… no, me parece que entonces estudiaba física en la escuela… aprendí con cuánta rapidez pasan por tu cuerpo doscientos veinte voltios. Apenas el contacto de un segundo, no tienes que agarrarte ni tironear. No es como clavar un cuchillo ni tan definido como apretar el gatillo. Sólo un toque. Yo solía fijar la vista en esa cosa de baquelita marrón durante minutos enteros: todo lo que tienes que hacer es encender y meter los dedos en los agujeros. Un miedo terrible, una tentación terrible.
Sus voces sólo se elevaban y bajaban cuando estaban en la cabaña. Unos pasos más allá, en el terreno, dominaban las cigarras, que los borraban como hacía la oscuridad con sus cuerpos entre una farola y otra; a ciertas horas del día el tráfico de las autopistas por las que estaban prácticamente rodeados aislaban las palabras como quedan aislados los gritos de los pájaros donde la marea rodea un promontorio.
—¿Nunca te imaginaste matando algo sólo porque era pequeño y débil? Ya sabes cómo se obsesiona uno con la posibilidad de la muerte cuando es adolescente. ¿Un conejo que te tenía miedo? ¿Un bebé que admiraste en su cochecillo? ¿Cómo sería… sería fácil herirlo como forma de castigo por su impotencia? Rosa, ¿no has notado nunca la mirada de un chico contemplando al bebé? Una cabecita que podrías imaginar aplastada aunque nunca hayas sido capaz de hacerle daño a nada ni a nadie. ¿Qué hacías con estos sentimientos cuando eras una cría?
En una ocasión reaccionó, casi furiosa.
—Conrad, no me creerás porque es lo mismo que decirle a alguien que nunca te masturbaste. Creo que jamás los he experimentado.
—El día en que alguien dijo por primera vez: mira, ésa es Rosa Burger… Tengo la impresión de que has crecido sólo a través de otra gente. Te decían lo que era apropiado sentir y hacer. ¿Cómo empezaste a conocerte a ti misma? Haces las cosas como es debido… lo que se espera de ti. Aquello en lo que has llegado a confiar.
Ella había adoptado una postura muy erguida, al mismo tiempo resistente y sin embargo atenta hasta la tensión. No necesitaba mirarlo.
—No sé de qué otro modo decirlo. Racionalidad, extroversión… Quiero despejar los términos porque a eso estoy llegando: sólo palabras; la vida no está allí. La tensión que posibilita la vida se crea en otro sitio, de otra manera.
A veces ella le devolvía la pelota, insultando a la manera de una persona a quien no podía llegar alguien como él.
—En el I Ching.
—Esa basura —la chica con la que se acostaba siempre cargaba con el libro como si fuera su breviario.
—Según Jung, entonces —un libro junto a la cama.
—¡Descuida, allí también hay algo para ti! Una vez, de niño, Jung imaginó a Dios sentado en las nubes, cagando sobre el mundo. Su padre era pastor… Cometes la gran blasfemia contra toda doctrina y empiezas a vivir…
—¿De qué tensión hablas? ¿Por qué tensiones?
—La tensión entre la creación y la destrucción en ti misma.
Rosa, los labios apretados, la respiración profunda, la mirada de alguien que lucha contra la ira, el desaliento o el desprecio.
—Desvariando entre tus fantasías y obsesiones.
—Sí, fantasías, obsesiones. Son mías. Son la forma en que se me plantea la cuestión de mi propia existencia. De ellas derivan las maravillas —con ese gesto heredado de algún antepasado que aporreaba biblias apoyó la palma de su mano, dura, en los poemas de Borges que ella había estado leyendo—, las verdaderas razones por las que no matarás y por las que, tal vez, puedes seguir viviendo. Saint-Simón y Fourier y Marx y Lenin y Luxemburg, de quien eres tocaya… no puedes extraerlas de ellos.
Cuando él (que no tenía conversación con otros) empezó a hablar ella perdió la concentración en aquello en lo que estaba ocupada, manteniéndose quieta y callada como si quisiera atraer algo que pudiera aproximársele. Sus manos rezaban el rosario de un gesto repetitivo. Los pies y las pantorrillas se entumecieron debajo del peso de su cuerpo pero no se levantó del suelo, en la permanencia de una sensación que retiene la lucidez.
—Quería matarme, naturalmente. Creía que debía matarme por haber follado a mi madre. Esto es claro y fácil de entender tanto para ti como para mí. No hay ninguna diferencia, cuando se llega a la culpa, entre lo que has hecho y lo que has imaginado. Pero yo no tenía la menor idea… no sabía que existiera esta relación.
—Pobre diablillo.
—No, no, no. Rosa, te estoy diciendo la verdad acerca de lo que importa. Esta sólo era una de las maneras en que alcanzaba las realidades: el sexo y la muerte. El resto es escapismo.
Rosa rastrilló con cuatro dedos de su mano izquierda el pelaje tieso y sucio de la vieja alfombra, una y otra vez.
—¿Viste algún muerto de pequeño?
—No. Un perro o un gato. Los pájaros que matábamos en la escuela con tirachinas. O al menos que ellos mataban… Los otros. Yo renuncié.
Ella sonrió.
—¿Por qué?
—Porque dejaban de cantar.
—Así fue cómo elegiste «la alegría de vivir».
—A mi manera. Que me dijeran que era una crueldad no fue lo que me disuadió, sin duda.
En algún lugar del yermo exterior a la casita, los peones camineros habían hecho un depósito para herramientas con montículos de piedrecillas, carretillas volcadas pegoteadas con alquitrán, estacas y caballetes y faroles a modo de barricadas. Había un cobertizo levantado con chapas de plomo y ladrillos sueltos de la mansión demolida. El brasero del vigilante, penetrado de triangulares ojos rojos por la noche, humeaba a través de pimenteros semipelados y aterciopeladas hojas de nísperos durante el día; los gatos forajidos aguardaban para pasar como un rayo sobre la harina de maíz quemada que escupía sobre los carbones la olla negra sin asas. Los ruidos de un campamento señalaban la dirección del emplazamiento; siempre había parásitos alrededor del vigilante. Rosa tropezaba con la curiosa postura de la espalda de un borracho que meaba contra un árbol, o el gato, al percibir la presencia de alguna amenaza de los de su propia especie, súbitamente daba un brinco incompleto en el aire.
El vigilante daba dinero a Conrad para que colocara sus apuestas en el hipódromo. El hombre iba regularmente a la casita a última hora de la tarde; se quitaba el sombrero de hule amarillo y preguntaba por el amo. Si Conrad no estaba pero iba a volver pronto, Rosa lo invitaba a entrar, pero semejante idea era incomprensible para él, sólo la entendía como el procedimiento para autorizarle a acercarse a la casa de un blanco; se sentaba en el peldaño roto, el único que quedaba de los cinco que en otros tiempos conducían a la galería, a esperar la llegada del amo blanco.
Conrad se agachaba a su lado. Leía en voz alta los nombres de los caballos y las probabilidades apuntadas; el vigilante respondía con sonidos de aprobación o, en ocasiones, dejaba flotar un silencio de indecisión después que Conrad se interrumpía a la espera de su asentimiento. Conrad se metía el dinero en el bolsillo de los tejanos, para luego usarlo como moneda contante y sonante; aparentemente cogía el equivalente de sus ganancias en el hipódromo cuando realmente registraba las apuestas en el totalizador. El vigilante reía tontamente, con voz de falsete, al recibir las ganancias. Cogía al joven blanco de la muñeca, del hombro, buena suerte hecha carne. Quería, como si estuviera en su derecho, una cerveza. Conrad reía.
—El tendría que invitarme a mí.
Rosa llevaba las latas de cerveza.
—Tú eres el manantial del que fluyen todos mis beneficios.
Una vez el negro estaba tan contento que se sintió inspirado a hablar con ella.
—Su hermano es muy inteligente. Me gustan los inteligentes.
—¿Qué ocurre cuando el vigilante pierde el dinero?
—Que no lo ve más. Eso es todo.
—No puede permitirse ese lujo.
—Tampoco puede permitirse el placer que encuentra cuando gana.
Con los amigos de Conrad ella hablaba tranquilamente y él permanecía casi tan reservado como cuando se encontraban con la facción Burger. Uno de sus amigos estaba construyendo un velero en un patio trasero. Rosa reía encantada ante la incongruente visión de la embarcación erigida entre una caseta para el perro, un garaje y la habitación para la servidumbre en la que a través de la puerta abierta se veía la cama levantada sobre ladrillos. Conrad estudiaba las cartas marinas y los gráficos relativos a la construcción del velero y a los mares de la ruta propuesta. Aparentemente la idea consistía en navegar de isla en isla a través del Océano Indico hasta Australia. El amigo de Conrad levantó la vista y la miró, indiferentemente generoso.
—Ven tú también.
—Me encantaría. Podrías dejarme en Dar es Salaam para que pueda visitar a mi hermano.
Era un juego, fingiendo que tenía pasaporte, refiriéndose al hijo del primer matrimonio de su padre, a quien jamás había visto, como a un hermano; su agradable fantasía de volverse aceptable para esa gente dedicada a cepillar madera de aroma silvestre y a coser cobertores para las literas. Como si cediera a la tentación, retornó a las convenciones mientras se cortaban mutuamente el pelo en el cuarto de baño de la casita. El había leído en voz alta un poema que escribió Baudelaire acerca de la isla Mauricio, traduciéndolo para ella.
—André y su chica lo sacan todo de un manual. A mí me asustaría internarme tanto en el mar con la única compañía de una persona que no sabe nada de navegación.
—¿Y qué? No le temes a quedarte en casa e ir a parar a la cárcel.
Rosa le sujetó la cabeza para comprobar si el pelo le llegaba a la misma altura sobre las orejas. El la dejó tijeretear hacia los lóbulos.
Ahora ella ocupó su lugar en la tapa del inodoro. El le cubrió los hombros con la toalla cubierta de pelos claros y duros como pelusa de arpillera.
—Cierra los ojos.
Rosa sintió la punta del frío metal junto a la frente.
—No demasiado. No me peles.
—Tranquila. Te ves muy bien. Sobrevivirás.
Rosa cambió de tono.
—¿Por qué tendría que ir a la cárcel?
—Irás. Tarde o temprano.
Mantuvo los ojos cerrados para protegerse del pelo que caía.
—Si Lionel y mi madre… si los conceptos de nuestra vida, nuestras relaciones, que de niños recibíamos y aceptábamos de ellos, eran de Marx y Lenin, ya se habían vuelto naturales y personales cuando llegaron a mí. ¿Comprendes? Todo estaba en el mismo nivel en el que tú, yo, los niños aprenden a comer con tenedor y cuchillo, a ir a la iglesia si sus padres lo hacen, a usar la forma de hablar… respeto, desaprobación, envidia, lo que sea, mediante la cual se expresan las actitudes de los padres hacia la gente. Yo era igual que los demás niños.
—No lo eras. No lo eres. No como los chicos de mi clase.
—Tú eras excepcional. Por lo que me has dicho.
—No. Ir a la iglesia si lo hacen los padres. Exactamente. Todos vosotros sois ateos, ¿verdad? Pero criarte en una casa como la de tu padre significa criarse en una familia devota. Probablemente nadie predicaba sobre Marx ni sobre Lenin… Ellos flotaban por la casa, sencillamente, encuadernados en piel con estampaciones doradas, en la mente de todos: la biblia familiar. Te lo tragabas todo junto con los copos de maíz del desayuno. Claro que la gente que iba a tu casa no se reunía a tomar el té con tu madre ni jugaba al bridge por la noche, fumando cigarros. No eran los colegas que jugaban al golf con tu padre ni las mujeres con las que tu madre salía de compras, ¿no? Se reunían para hacer la revolución. Para ti era común y corriente. Esa… intención era natural. Era la atmósfera normal en esa casa.
—Tienes ideas delirantes con respecto a esa casa —la cogió desprevenida su propio empleo de la definición «esa casa», distanciando el recinto íntimo de su ser.
—Quédate quieta. No quiero clavarte las tijeras.
—Das la impresión de creer que la gente habla de la revolución como si estuviera decidiendo dónde irá a pasar las vacaciones de verano. O qué coche nuevo se comprará. Fantaseas —atiesó el cartílago de la nariz. El estilo era condescendiente con él y mostraba el engañoso tópico que usa ante los no iniciados la gente acostumbrada al hostigamiento policial.
—No digo que con tantas palabras… pero sus preocupaciones suponían que la revolución debía triunfar; la medida de lo que importaba y de lo que no, de lo que te conmovía y lo que no, en la vida cotidiana, lo presuponía. ¿No es cierto?
Ella había aguantado el ataque de la tijera, sosteniendo casi agresivamente un trozo de espejo mellado para ver qué le cortaba él en la nuca. Murmuraba, quejándose de él sin una coherencia aplicada.
—Yo iba a la escuela, tenía mis amigos, nuestra casa estaba siempre llena de gente que hacía toda clase de trabajos y que hablaba de cualquier tema… tú estuviste allí una vez y viste…
—¿Qué celebraban en tu casa? Las ocasiones en que alguien escapaba con una sentencia de no culpable en un juicio político. Cuando un líder salía de la cárcel. Cuando un puñado de negros alcanzaba el éxito en un boicot o desafiaba una ley. Cuando había una protesta de masas o una marcha, una huelga… esas eran vuestras nupcias y vuestras fiestas. Cuando los negros morían a manos de la policía, cuando detenían a alguien, cuando los líderes daban con sus huesos en prisión, cuando nuevas leyes desplazaban poblaciones que tú nunca habías visto, proscribían y declaraban ilegal a la gente, éstos eran vuestros lutos y vuestros velatorios. Entonces te enseñaban (por medio de preceptos y de ejemplos, lo sé, no había nada autoritario en tu padre) que ésa era la realidad y no tus placeres personales, tus pequeñas miserias innatas. ¿Pero dónde están esas miserias y tus épocas de locura? Te miro y…
—También había fiestas… árboles de navidad, bodas. Algunos tenían aventuras amorosas con las mujeres de otros… Tú no tienes el monopolio en esta cuestión. No sé si mis padres… pero lo dudo. Aunque Lionel era muy atractivo para las mujeres. Probablemente lo habrás notado en el proceso. Creo que casi todos los médicos lo son. Asimismo había broncas y antagonismos entre la gente…
—Pero siempre entre partidarios leales, entre fíeles políticos.
Ella continuó con la lista:
—Y había muertes.
En medio de la noche Conrad empezó a hablar.
—Pero no es verdad… tú tenías tu fórmula para asimilar todo eso.
Rosa prestaba atención al bullicio y las barreduras de la bauhinia contra el techo de lata.
—¿No es así? Una forma prescrita para enfrentarse con la carne débil y díscola que se enferma y se consume y se ahoga. Algunos gritan y se golpean el pecho, otros intentan comunicarse con el otro mundo golpeteando mesas de tres patas y así sucesivamente. Entre vosotros, lo que no puede morir es la causa. Tu madre no vivió para continuarla, pero otros sí. El chiquillo, tu hermano, no creció para continuarla, pero otros lo harán. Es la inmortalidad. Si puedes aceptar que existe. La resignación cristiana sólo es un ejemplo. Una causa más importante que un individuo es otro ejemplo. La misma estafa, el futuro en vez del presente. Vidas que no puedes vivir en lugar de tu propia vida. No lloraste cuando condenaron a tu padre. Lo vi con mis propios ojos. La gente decía, qué valiente. Otros dicen que eso es ser un pescado frío. Pero todo es condicionamiento, lavado de cerebro: algo así como una foca amaestrada, con toda probabilidad.
—¿Qué haces tú cuando ocurre algo terrible? —antes de que él contestara Rosa volvió a hablar desde el diseño de su perfil visto como los valles y los picos de un horizonte nocturno junto a él—. ¿Qué harías? No me refiero a nada semejante a lo que alguna vez te haya ocurrido.
—Querría arrastrar al mundo entero en mi caída. Eso es lo que haría.
—Sería inútil.
—Me importa un cuerno qué es lo «útil». La voluntad me pertenece. La emoción me pertenece. El derecho a ser inconsolable. Cuando siento no existe un «nosotros», sólo existo yo.
Susurraban en la oscuridad como niños que se cuentan secretos. Conrad se levantó y cerró la ventana a la azotante y oscilante negrura ventosa.
Tenía un magnetofón en el suelo, al lado de la cama; palpó los botones y apareció la tintineante sorpresa cambiante de la música de Scott Joplin. Las simples progresiones alegres treparon y se pavonearon por la habitación. Los pies de ella jugueteaban con las sábanas, adquiriendo lentamente el ritmo de las patas de un gato dando masajes. El arrancó las sábanas de la cama y juntos observaron las siluetas de sus ondulantes pies que se meneaban como lenguas, que hablaban como manos. En seguida se levantaron y empezaron a bailar en la oscuridad, volando y enlazándose, un saltito y un golpecito con los pies y un remolino, una risilla, un jadeo tan misterioso como el movimiento de las ratas en las vigas o el de un enjambre de abejas que busca amparo bajo el tejado de hojalata.