Nunca lo sabré. Está todo mezclado. Vi —veo— ese perfil en un espejo sostenido por la mano, orientado hacia otro espejo; sé cómo sobreviví, no desdichada, aunque no muy estimada entonces, en un tácito reconocimiento de que era superior, yo y mi familia, en esta escuela; entiendo la blanda grandilocuencia de las memorias mal escritas por los fíeles; buena gente a pesar de la beatería.
Supongo que tenía conciencia de que la gente común y corriente podía bajar la vista desde un autobús y verme. Algunos con admiración, sabiendo de quiénes éramos parientes y amigos —incluso la hija de alguien, mira, una cría que todavía va a la escuela— y sabiendo por qué estábamos allí. Flora Donaldson y las demás hablaban en voz alta, al igual que haría otro tipo de mujer en un restaurante caro y, aunque en circunstancias muy distintas, por la misma razón: para demostrar confianza en sí mismas y una personalidad naturalmente dominante de un entorno, destinada a impresionar o intimidar. Extraigo esta analogía ahora, no entonces; es imposible tamizar lo que he aprendido, sentido, pensado, la presencia subjetiva de la colegiala. Es una desconocida acerca de la cual algunos datos me son conocidos, eso es todo. Éramos conscientes de nosotros mismos y de la gente que nos pertenecía al otro lado de las puertas enormes, anchas y tachonadas, de un modo que los transeúntes no comprenderían y que nosotros hacíamos valer, emitíamos… Wally Atkinson, que no tenía a nadie dentro pero había estado detenido muchas veces, fue a izar el estandarte de su cabellera blanca entre nosotros, Ivy Terblanche y su hija Gloria, tejiendo decididamente para el bebé de Gloria mientras esperaba entregar pijamas y jabón para maridos que también eran padre y yerno, Mark Liebowitz pasando el peso de su cuerpo de un pie al otro con el aire de nervioso regocijo con que encaraba las crisis, Bridget —Bridget Sulzer antes Watkins antes Brodkin, nacida O’Brien— golpeando las puertas de la cárcel con el tacón de una sandalia multicolor en la que se despellejaba el gastado cuero verde, su erótico pie de alto empeine con las uñas pintadas, descalzo a pesar del frío. Incluso las dos mujeres que según creo no conocía, las elegantemente ataviadas y que no tenían nada que ver (Aletta Gous atraía la amistad de mujeres ricas y liberales cuyos maridos, en aquellos tiempos, les permitían correr el riesgo a modo de indulgencia) se habían apartado de su medio en el extraño despertar de los perseguidos. Una de ellas había hecho que su cocinera preparara un pan especial de germen de trigo (Aletta siempre fue una fanática con la comida) y discutió despóticamente cuando el carcelero se negó a dejarlo pasar; lo recuerdo porque se lo dio a Ivy —la rara ocasión volvía posibles tales pretensiones de repentina amistad—, que cortó un trozo de corteza para que yo lo probara cuando me llevó a casa en coche.
Estaba en mi sitio, a las puertas de la cárcel; hacía varias semanas que mis padres esperaban que los detuvieran. Por supuesto, cuando ocurrió y se llevaron a mi madre, la realidad debió de ser diferente a la aceptación anticipada; es imposible dominar todos los temores y las pérdidas con antelación. Siempre hay fuentes de desolación que no se toman en consideración porque nadie sabe cuáles serán. Yo sabía que mi madre, adentro, sabría, cuando recibiera las cosas que le llevaba, que yo había estado afuera; estábamos conectadas. Flora pretendió abrazarme para protegerme del frío, pero yo no necesitaba para nada su exaltación emocional. Dijo algo sobre «las chicas» que estaban dentro, y mi madre era una de ellas. Flora era una adulta que me hacía sentir mayor que ella.
Yo conocía a casi toda la gente que me rodeaba y no necesitaba mirarlos para verlos tal como los conocía: igual que el camino a casa, con la aparición de una señal en cierta curva. Lo que veo es aquella puerta: la enorme puerta verde debajo de la arcada de piedra, con un bulto en forma de cuello de ganso apuntado hacia abajo, semejante a una gárgola. La minúscula ventanilla por donde aparecerán los ojos del carcelero podría ser una puerta para gatos si fuera más baja. Hay tachones de hierro con martillazos que labran facetas bajo la luz clara, como un anillo torneado. Veo estas cosas una y otra vez mientras espero. Pero la verdadera conciencia está centrada en la parte inferior de mi pelvis, en el dolor plomizo, interminable, oprimente. ¿Puede alguien describir la peculiar concentración feroz de las fuerzas corporales en la menstruación de la temprana pubertad? La sangría comenzó inmediatamente después de que mi padre me hizo volver a la cama una vez que se llevaron a mi madre. Ningún dolor; sólo la humedad que comprobé con el dedo y que verifiqué encendiendo la luz: sí, sangre. Pero a las puertas de la prisión el panorama interno de mi cuerpo misterioso me vuelve del revés, siendo que en aquel lugar público, en aquella ocasión pública (todos los arrestos de la redada al amanecer habían aparecido en los periódicos, pusieron a la venta una edición especial, con los nombres de los que se sabía habían sido detenidos, incluido el de mi madre), estoy en esa crisis mensual de destrucción, la purga, el desgarramiento, el drenaje de mi propio organismo. Yo soy minutero y hace un año no sabía —físicamente— que lo tenía.
Mientras me veo alternativamente sumergida por debajo y arrojada por encima del umbral del dolor, soy consciente del lazo de goma moldeada del que cuelga la bolsa de agua caliente de mi dedo, y del edredón que aprieto contra mi vientre, mi viejo edredón de tafetán verde que la abuela Burger me regaló cuando yo no tenía edad suficiente para recordarla; mi padre pensó que el de la cama de matrimonio de mi madre era demasiado grande y hermoso para permitir que se estropeara en la cárcel. La bolsa de agua caliente es idea mía. Mi madre jamás usó ninguna bolsa; así —mientras preparaba el artilugio la imaginé descubriéndolo al instante— comprendería que debía existir una razón muy especial para que se la enviaran. Entre la arandela de goma negra y la base del tapón de rosca he deslizado un trozo de papel delgado. Cuando llegó el momento de escribir el mensaje noté que no sabía cómo dirigirme a ella excepto como lo hacía en las cartas que le escribía cuando pasaba las vacaciones afuera. «Querida mamá, espero que estés bien». Este tono inocentemente inoportuno se convertiría en un vehículo perfecto para la cuestión importante que yo necesitaba transmitirle. «Papá y yo estamos muy bien y nos ocupamos de todo. Recuerdos de los dos». Ella sabría de inmediato que le estaba diciendo que no se habían llevado a mi padre desde su arresto.
Mi versión y la de ellos. Y si la de ellos se estuviera escribiendo, ambas parecerían igualmente confusas al ser leídas. Y si yo estuviera realmente contando, en lugar de estar hablándote mentalmente tal como descubro que hago… Uno nunca habla para sí mismo. Siempre se dirige a alguien. De pronto, sin conocer el motivo, en diferentes etapas de la vida, uno se dirige todo el tiempo a tal o cual persona, hasta los sueños se representan delante de un público. Lo comprendo. Es sabido que la gente que se suicida —el acto más solitario— se dirige a alguien. Pero en mi caso nunca había ocurrido antes. Ni siquiera ocurrió cuando creía estar enamorada… y nunca podemos haber estado enamorados.
Si tú supieras que te estaba hablando a ti yo no sería capaz de hablar.
Pero ya sabes eso acerca de mí.
Después de la muerte de su padre, alguien que no había tenido ninguna incidencia en su vida, alguien que permaneció ajeno, periférico, uno de los pegotes atraídos por la curiosidad que una o dos veces habían pasado por allí, apareció a su lado. Años atrás, cuando era universitaria y su padre todavía no había sido sometido a juicio, ni condenado ni encarcelado, el joven había ido a la casa un domingo, a nadar. Eso dijo. Ella debió de haberlo invitado; los domingos iba mucha gente, era una tradición. Iban cuando ella y su hermano eran pequeños, iban cuando su madre estuvo detenida, iban cuando su madre agonizaba a causa de una esclerosis en capas, iban cuando su padre estaba en libertad bajo fianza durante el juicio. Nada que la policía secreta pudiera hacer otra cosa que interrumpir. La vida continuaba; Lionel Burger, con su bañador, asando bistecs y boerewors para sus camaradas y amigos, era prueba de ello.
El invitado era un joven que se llamaba Conrad. Una espalda pálida y marcada por el acné bajo el sol, estorbando el camino pero en ningún momento estirando una mano bromista para coger las piernas blancas y negras de los niños que corrían alrededor del borde de la piscina. Tenía el mentón apoyado en los antebrazos, en los que de vez en cuando apretaba la frente. No pertenecía al tipo de los que buscan comprometerse. Había habido, había algunos, y eran rápidamente reconocidos. A veces se aprovechaba su potencial. Ni siquiera era un espía pagado que se las daba de buscar un compromiso, arquetipo que también había llegado a ser reconocible. Lionel Burger no restringiría la normal sociabilidad estudiantil de su hija en función de sus temores a que uno de ellos pudiera usarla. Pero aquel chico no interesaba a nadie; que mirara todo lo que quisiera si el espectáculo le atraía: revolucionarios jugando, una visión semejante a la del apareamiento secreto de las ballenas. Recibió sus boerewors, calientes y aromáticos, de manos del propio Lionel Burger, como todos los demás. Rosa era bastante mona mientras crecía; muchos chicos la seguían, ignorantes de que no era para ellos.
Una o dos veces durante el juicio había notado la presencia de ese Conrad en la galería de visitantes del tribunal. Ella se movía, inevitablemente, en la falange de los familiares, algunos de cuyos amigos habían desaparecido, arrestados y compareciendo en otros juicios, en el transcurso del de su padre. Un día que salió a telefonear desde la cafetería griega cercana, lo encontró en la calle mientras regresaba al tribunal. La invitó a tomar un café exprés y ella rió, conocedora de los bares de los alrededores del tribunal, siempre apartada de su generación en experiencias de ese tipo: ¿dónde creería que podría encontrar un café exprés en las inmediaciones?
—Se puede, eso es todo.
La llevó una manzana más allá, giró en una esquina y entró en una galería comercial. Ella pensó que debía de haberla seguido al salir del tribunal. Un camarero negro provisto de pantalón a rayas, chaleco negro y elegante sombrero de paja, les llevó un auténtico exprés a una pequeña mesa de hierro. Ella hizo una mueca graciosa a espaldas del camarero, sonrió, amistosa y encantadora, una chica cualquiera elegida por un hombre.
—¿Qué te parece eso? ¡En Pretoria! —empujó hacia ella un cenicero en el que estaban estampadas las palabras «EL BARBERO CANTOR».
—¿Qué crees que siente por tu padre?
—¿Mi padre?
Su galán rompió una cerilla entre sus dientes y agitó la «V» en dirección al tribunal.
Ah, comprendió: los negros, ¿saben, están agradecidos a los blancos que ponen en peligro su propia vida por ellos? Entonces ésa era la trayectoria que seguía la mente del muchacho; habían otros que se acercaban a ella, sudorosos y arremetiendo con gran intensidad, Miss Burger usted no me conoce pero quiero decirle, el gobierno lo llama comunista pero su padre es un hombre de Dios, el sacrosanto espíritu de nuestro Señor reside en él, por eso lo persiguen. También estaban las cartas que de vez en cuando habían llegado a la casa durante toda su vida; en cuanto tuvo edad suficiente —su madre supo cuándo llegó el momento: ¿cómo lo supo?— su madre le mostró una. Decía que su padre era un demonio y una bestia que quería robar y matar, destruyendo la civilización cristiana. Entonces sintió una extraña turbación, miró a su madre a la cara para saber si debía reír, pero la expresión de su madre era otra; percibió en ella cierta confianza, algo que estaba más allá de la risa. Era un sábado por la mañana y cuando su padre volvió a casa después de las visitas tempranas a sus pacientes del hospital, les dio a ella y a Baasie la lección semanal de natación. En ese momento, con la carta ante sus ojos, «su padre» llegó a ella como una mano ahuecada debajo de su barbilla, una mano que mantenía su cabeza por encima del agua mientras agitaba los brazos y las piernas. Baasie todavía tenía miedo. Su delgado cuerpo oscuro, con los dedos de los pies más pálidos rígidamente vueltos hacia arriba, se volvía más negro con el frío y se aferraba contra el pecho carnoso de su padre, cuya respiración cálida, incluso en el agua, ella sentía viendo cómo se aferraba Baasie.
En la cafetería seguía sonriendo. Daba la impresión de saborear el terrón de azúcar que sostenía, empapándolo en café caliente antes de dejarlo caer en la taza.
—Deja en paz al pobre camarero.
—No, pero… siento curiosidad.
Ella asintió en espasmódico, amable e improvisado rechazo, como si fuera la respuesta a la pregunta inútil que no le hizo: ¿Qué te trae a este proceso? Una chica en su situación no tenía mucho que decir a un desconocido y para cualquier persona ajena a las que debían ser sus preocupaciones más intensas tenía que ser difícil —respetar, torpemente— empezar a hablar con ella. Un importante testigo público sería llamado a declarar en las preguntas antes de que se levantara la audiencia de ese día; ella sabía que debía terminar el café y marcharse, él sabía que ella debía hacerlo, pero permanecieron sentados un minuto en una conciencia mutua puramente física. La mano rubia cobriza de él entre sus muslos cruzados, con la ridícula manilla de plata gruesa siguiendo el contorno de la protuberancia en la muñeca, la depresión de la axila de ella bajo el vestido sin mangas, brillante de humedad al empujar la minúscula taza… la combinación entre dos jóvenes cuando éstos no parecen tener razones ni deseos de rezagarse.
La mayoría de sus encuentros fueron igualmente intrascendentes. El iba al juicio pero no siempre la buscaba… suponiendo que ella tuviera razón al imaginar que una vez lo había hecho. En ocasiones se integraba al inconexo grupo de los abogados y de ella, que comían sandwiches o pasteles grises en la cafetería griega, durante el aplazamiento del mediodía; se suponía que era ella quien lo llevaba, ella pensaba que otro lo hacía. El no le telefoneó al trabajo pero se encontraron una vez en la biblioteca pública y comieron juntos en una pizzería. Ella creía que era un profesor de la universidad o algo parecido, pero él le dijo, ahora que (sin curiosidad) se lo preguntaba, que estaba haciendo la tesis en literatura italiana, y que los miércoles y los fines de semana trabajaba como empleado de un corredor de apuestas en el hipódromo. Había comenzado la tesis mientras estudiaba en Perugia, pero la había abandonado cuando pasó alrededor de un año en Francia, Dinamarca e Inglaterra. Fue muy poco preciso en cuanto a qué había hecho y cómo había vivido. En el sur de Francia, en un yate; algo así como un sirviente y un animalito doméstico, aparentemente…
No se sintió ofendido por el gracioso disgusto que ella evidenció.
—La gran vida durante unos meses. Hasta que te hartas de la gente para la que trabajas. No había un solo sitio donde leer en paz.
Para la tarea que hacía no necesitaba permiso de trabajo de extranjero, y conocía todas las formas de vida que encajaban en esta misma categoría. En Londres ocupó ilegalmente un palacete de Knightsbridge. Con el dinero que había obtenido por introducir un coche británico libre de impuestos, después de haberlo usado durante un año en el extranjero, por acuerdo con un hombre que lo había comprado a su nombre, había acondicionado una puñetera casita de campo en Johanesburgo.
—Si alguna vez necesitas un sitio donde estar… yo suelo pasar fuera semanas enteras. Tengo amigos con una granja en Swazilandia. Un lugar maravilloso, bosque desde la casa hasta el río, vives en una especie de ocaso de verdores… pacanas, ya sabes —una inspiración indiferente—. ¿Por qué no vienes este fin de semana?
A él no se le había pasado por la imaginación:
—No tengo pasaporte.
El no produjo ruidos compasivos ni indignados. Meditó en ello como en cualquier cuestión práctica.
—¿Ni siquiera para dar una vuelta por allí?
—No.
La observó en silencio, confrontado con ella, considerándola como un tercero, un problema planteado para los dos.
—Ven a mi casa.
—Sí, iré, me gustaría verla. Tu enorme Jacaranda.
—Bauhinia.
—Bauhinia, entonces.
—Quiero decir ahora mismo.
—Esta tarde tengo que ir a Pretoria después del trabajo —pero al menos era una respuesta seria, una cuestión práctica que podía solucionarse.
—Hay un aplazamiento hasta el lunes, ¿verdad?
—Sí, pero he conseguido permiso para visitarlo hoy.
—Al volver te queda prácticamente de paso.
La mansión y el jardín de principios de siglo a los que pertenecía la cabaña habían sido expropiados para hacer una autopista gratuita que se retrasaba debido a las objeciones de los contribuyentes; entretanto la cabaña había quedado sin posesión oficial en un domicilio que ya no existía.
El techo acanalado de hierro galvanizado estaba pintado de azul, lo mismo que la baranda de madera de la galería. Desde una pista de tenis abandonada, brillante de resplandecientes hierbas, un pájaro plañidero presagiaba lluvias. La bauhinia que se elevaba desde matorrales y palmas ornamentales se había convertido en una jungla enredada en verdes; las dos habitaciones estaban hundidas en ella como si de una piscina oculta se tratara. Era tan segura y acogedora como una casa de muñecas, y sexualmente excitante como un escondite de amantes. Estaba en medio de la nada.
Ella llegó del sol y el tráfico de la autopista directamente desde la prisión y él se levantó de un mueble sombrío sin fingir no haber estado tumbado, probablemente toda la tarde, y la mantuvo en el vano de la puerta, frotándose contra ella. Lo directo de la caricia era sencillamente la acción, en circunstancias mejores y más apropiadas, de lo que había ocurrido en la cafetería. El deseo puede ser muy reconfortante. Tendida con el vulnerable olor metálico del pelo de un extraño cerca de su respiración, vio moscas balanceando un móvil debajo de un farolillo de papel arrugado, el diseño floreado del interior de los cuadrados contados en un techo emplomado recargado de sombras proyectadas desde el jardín, el reloj de él en la mano que tenía apoyada en ella, mostrándolo ahora… exactamente una hora y veinte minutos desde que había estado en el banco del lado de los visitantes ante la mirilla enrejada que fragmentaba el rostro de su padre al tiempo que la charla entre otros prisioneros y sus visitantes rompía la secuencia de lo que él intentaba decirle.
—Es una suerte encontrar un lugar como éste. Es lo que todos buscan.
—Fácil. El único problema consiste en convencer al rico propietario o propietaria. Tendrían a un negro si les permitiesen tener negros con vivienda, porque son controlables, tienen que hacerte caso. Pero un blanco capaz de vivir en una choza como ésta sin duda será joven y no tendrá dinero. Tienen miedo de que pases drogas o seas políticamente subversivo, que crees conflictos. Cuando dije que trabajaba en el hipódromo todo se arregló, es la clase de vida honrada que comprenden; aunque para ellos no sea socialmente aceptable al menos forma parte del servicio a sus placeres. Mantienes la boca cerrada con respecto a la universidad pues no confían para nada en los estudiantes. Y no los culpo. Sea como fuere, a mí me va. Si logro terminar la maldita tesis y hacer mis cien o ciento cincuenta semanales entre los parásitos y timadores del hipódromo, me largaré a México.
—¡México! ¿Por qué México?
El se levantó, se desperezó en toda su desnudez, bostezó de modo tal que su pene se meneó y el bostezo se convirtió en una sonrisa de gato. Apoyó la palma de la mano en unos libros que estaban sobre una bandeja de cobre con un soporte desvencijado.
—No existen las buenas razones para la gente que tiene que tener buenas razones. Cuando leo poemas y novelas que me gustan quiero ir a vivir al país que conoce el autor. Quiero decir que deseo conocer lo que él conoce…
—Préstame algo.
Ella probó a decir los nombres que figuraban en los libros que le dio.
—Octavio Paz. Carlos Fuentes.
El le corrigió la pronunciación.
—¿Has aprendido castellano?
El se acercó y le tocó un pecho como quien ajusta el ángulo de un cuadro.
—Hay una chica que me da lecciones.
Ella ni se habría enterado si él hubiera dejado de estar por allí.
Si hubiera desaparecido en cualquier momento durante los siete meses del proceso de su padre habría supuesto, sencillamente, que se había largado a México o a cualquier otro sitio. De hecho, una vez que con el mentón en las manos al otro lado de la mesa, entre amigos y curiosos —en el descanso para el té mientras un observador del Consejo Internacional de Juristas comentaba algunos aspectos de las audiencias de la mañana— levantó la vista para mirarla desde abajo de las cejas y levantó una mano a modo de saludo, ella sólo reconoció el gesto de alguien que ha estado lejos y avisa que ha vuelto. Fue con ella en el coche hasta Johanesburgo. Era una de esas personas que habitualmente aguarda a que el otro empiece a hablar. Las declaraciones de los testigos de la defensa, por la tarde, habían ido mal; no había nada que decir, nada. En presencia de otro en el coche, ella sólo tenía conciencia de los actos que suelen realizarse automáticamente, el juego de los tendones en el dorso de su mano cuando cambiaba de velocidad, la curva de sus codos en el volante y su mirada entre el retrovisor y el camino.
—¿Cómo fue?
—¿Qué fue? —con un matiz de desafío ante tanta preocupación.
La voz de ella se debilitó a causa de la turbación.
—Has estado… ¿dónde? ¿Ciudad del Cabo?
—Siempre eres así de cortés, ¿no? Lo mismo que tu padre. Nunca se crispa. Le arroje lo que le arroje ese rastrero fiscal cargado de histrionismo. Nunca pierde la calma.
Ella sonrió en dirección al camino.
—Debes de haber sido muy bien educada. Nada de insultos ni portazos en casa de los Burger. Todos maravillosamente comedidos.
—Lionel es así. Ofendido, sí. Lo he visto ofendido. Pero no pierde la paciencia. Es capaz de estar enfadado sin salirse de quicio… Nunca, no recuerdo haberlo visto así una sola vez cuando era pequeña… No es aceptación, él es por naturaleza comprensivo a su manera.
—Maravillosamente comedido.
Ella sonrió y se encogió de hombros.
—La vieja de esta tarde, ¿era una amiga?
—Algo así.
—Algo así. Pobrecita. Temblorosa y lloriqueante y bajando la vista de reojo todo el tiempo para no encontrar la mirada de él.
No sólo la mirada, ni siquiera podía darse el lujo de fijar los ojos en la punta de sus zapatos. Se notaba. Y diciendo todo lo que consiguieron sacarle, ensuciándose ella misma… Delante de él. Observé al acusado Número Uno. Se limitaba a mirarla, escuchando como cualquiera. No estaba indignado.
—Ella estuvo detenida casi un año —la conductora debió de sentir que su acompañante la estudiaba—. Está rota.
—Pues hoy resultó desastrosa para tu padre. ¿Qué es eso? ¿Compasión cristianoide?
—El sabe las que ha pasado. Eso es todo.
La conciencia que tenía ella de la forma de su propio perfil imposibilitó que él agregara: ¿Y tú?
Para ponerlo cómodo le dedicó una semisonrisa, una semimueca.
—No «muy bien educada», sólo acostumbrada a las cosas.
El día que su padre fue condenado él debía de estar allí, la cara pálida y angosta como la de un mandarín chino, con el bigote caído, ostentosamente mal vestido con el propósito de inquietar a los imperturbables policías jóvenes que crujían dentro de sus atuendos abrochados y abotonados. Ella no recordaba haberlo visto aunque era cierto que se había acostado con él una o dos veces. Los sentimientos familiares dominaban cualquier otra consideración, como ocurre en una boda o un funeral; una tía —una de las hermanas de su padre— y un tío, primos por parte de madre que acudieron a su lado pese a que nunca habían tenido nada que ver con las ideas políticas de su padre. Como en un oficio religioso, la familia ocupó la primera fila en el tribunal. La tía y las primas llevaban sombrero; ella tenía en el bolsillo el pañuelo de cachemira azul, lila y rojo, que sólo se ponía cuando el tribunal se levantaba al entrar el juez, cada uno de los doscientos diecisiete días que duró el proceso de su padre. A su alrededor, por todas partes excepto en el techo alto donde permanecían inmóviles las hélices de los ventiladores, había rostros. El estrado estaba bordeado de cuerpos, cuerpos móviles y encrespados en los bancos a espaldas de ella, alzados muslo contra muslo, las paredes acolchadas con policías de pie.
Él, su padre, fue conducido desde las celdas de abajo hasta el estrado, un actor, un salvador, un boxeador profesional entrando en el reino de las expectativas que lo aguardan. El era, por supuesto, más corriente y mortal de lo que había anticipado su imagen de aquel día; un penacho de pelos se erguía desde su coronilla pulcramente cepillada y la mano de ella subió hasta su propia cabeza para alisarlo por él. Vio que veía primero a su hermana, luego a los primos; le sonrió haciéndole saber que había notado la presencia de los familiares y luego amplió la sonrisa, se la dedicó por entero. Lionel Burger, su padre, recitó sus señas desde el banquillo de los acusados. Sabía lo que diría porque los abogados habían trabajado con él los materiales y ella misma había ido a la biblioteca para verificar unas citas que necesitaba. Le oyó decir en voz alta lo que había leído de su puño y letra en las notas que había escrito en su celda. Nadie pudo interrumpirlo. La voz de su padre, Lionel Burger, estaba siendo oída en público por vez primera en siete años y por última vez, atestiguando de una vez por todas. Habló durante una hora. «… Como estudiante de medicina atormentado no por los sufrimientos que veía a mi alrededor en los hospitales, sino por el sojuzgamiento y la humillación de seres humanos en la vida cotidiana, que había visto a mi alrededor toda la vida… sojuzgamiento y humillación de gente viva en los que, con mi silencio y mi inactividad política participé, con tan poca opinión o voluntad por parte de las víctimas como las que había en los cadáveres negros, siempre abundantes, en los que aprendía la intrincada maravilla del cuerpo humano… Siendo estudiante universitario descubrí por fin la solución a la espantosa contradicción que conocía desde que iba a la escuela y se esperaba que no tuviera en la cabeza nada más conflictivo que mi situación en el equipo de rugby. Me refiero a la contradicción de mi pueblo —el pueblo afrikaner— y del pueblo blanco en general de nuestro país, que idolatra al Dios de la Justicia y practica la discriminación en virtud del color de la piel; profesa la compasión del Hijo del Hombre y niega la humanidad de los negros entre los que vive. La contradicción que escinde los fundamentos de mi vida, que me imposibilitaba verme a mí mismo como un hombre entre los hombres, con todo lo que implica de conciencia y responsabilidad… en el marxismo descubrí que se analizaba de otra manera: como fuerzas en conflicto a través de las leyes económicas. Vi a los marxistas blancos trabajar codo a codo con los negros en una igualdad que significaba aceptar las tareas más despreciables —tareas que significaban pérdidas de ingresos y de prestigio social, riesgo de arresto y encarcelamiento— además de compartir el desarrollo político y su dirección. He visto a blancos dispuestos a trabajar a las órdenes de negros. Allí había una solución posible a la injusticia, que debía buscarse fuera de la terrible falibilidad de cualquier moral que yo conociera. Porque como ha dicho un gran líder africano que no era comunista: “Las faltas morales de los blancos en este país sólo pueden juzgarse en la medida en que han condenado a la mayoría de su población a la servidumbre y la inferioridad”.
»… La solución marxista se basa en la eliminación de la contradicción entre la forma de control social y la economía: mis antepasados bóers que emigraron para fundar sus repúblicas agrarias, sometiendo a los pueblos indígenas de sociedades tribales mediante la fuerza del mosquete contra la azagaya, ahora resistían a su vez las fuerzas económicas que volvían obsoleta su forma feudal de control social. Este hombre blanco había construido una sociedad que intentaba contener y justificar las contradicciones de los medios de producción capitalista y las formas sociales feudales. La devastación resultante, yo, un joven blanco privilegiado, la tuve ante mis ojos desde el nacimiento. Hombres, mujeres y niños negros viviendo en la desdicha de la inseguridad, la pobreza y la degradación en las granjas donde crecí, y en los “satánicos talleres” de la industria que pagaban barata su fuerza de trabajo y a causa de su color los descalificaban para organizarse o para participar en los sucesivos gobiernos que decretaban su sino como eternos inferiores, cuando no esclavos… Un cambio del control social compatible con un cambio en los métodos de producción —algo conocido en el lenguaje marxista como “revolución”—, en ello vi la respuesta al racismo que entonces estaba destruyendo nuestro país y —¡creédme!, ¡creédme!— que ahora lo destruye más certera y sistemáticamente. No podía volver la cara a esta tragedia. Tampoco puedo ahora. Emprendí entonces la persecución del fin del rascismo y la injusticia, labor que he proseguido y proseguiré mientras viva. Digo, con Lutero: “Aquí estoy”. Ich kann nicht anders».
Una hora y media. Nadie se atrevió a interrumpirle.
«… Estoy en este tribunal acusado de actos intencionados para derrotar al estado y establecer una dictadura del proletariado en este país. Pero la meta que nos hemos fijado los comunistas blancos y negros que trabajamos armoniosamente con otros que no comparten nuestra filosofía política es la liberación nacional del pueblo africano, y la consecuente abolición de la discriminación y la ampliación de los derechos políticos a todos los pueblos de este país… Ese ha sido nuestro único objetivo… Más allá… hay cuestiones que esclarecerá el futuro.
»… Durante casi treinta años el partido comunista estuvo aliado como organización legal con la lucha africana por los derechos de los negros y la extensión del derecho de voto a la mayoría negra. Cuando declararon ilegal el partido comunista, que volvió a unirse más adelante como organización clandestina a la que yo pertenecía, continué durante más de una década participando en la lucha por el progreso negro a través de medios pacíficos y no violentos… Al final de ese largo, larguísimo recorrido, cuando el gran movimiento de masas del Congreso Nacional Africano y otros movimientos fueron proscritos, finalmente los oídos del gobierno se cerraron a las peticiones y demandas… ¿qué adelantos se habían conseguido? ¿Qué derechos legales se habían reconocido según las “pautas de la civilización occidental” que nuestros gobiernos blancos se han declarado depositarios de conservar y perpetuar? ¿Dónde encontró ese esfuerzo, esa paciencia que supera la resistencia normal, dónde encontró alguna señal de razonable reconocimiento de aspiraciones razonables?…Y todavía hoy, los negros sometidos como yo a juicio en este tribunal deben preguntarse: ¿por qué ningún negro ha tenido nunca el derecho a defenderse, delante de un acusador negro, de un juez negro, de leyes en cuya redacción y promulgación su propia gente, los negros, hayan tenido algo que decir?».
Ni siquiera la agazapada y severa pantomima de dama con peluca gris rizada en el estrado: nadie se atrevió a silenciarlo. Ni los policías que lo habían llevado, ni los hombres con traje de paisano tan familiares como los comerciantes que iban a la casa desde que era niña.
«Esta es mi respuesta al interrogante que ha planteado este tribunal, y que mis conciudadanos se estarían preguntando: cómo puedo yo, un médico, un hombre que ha jurado salvar vidas, aprobar el riesgo siquiera accidental de la vida humana contenido en el sabotaje de objetivos selectos y simbólicos no destinados a hacer daño —la táctica que los proscritos líderes del Congreso transformaron en la creación de Umkhonto we Sizwe, la Lanza de la Nación—, nacidos después de trescientos años de represión por las armas y las leyes blancas, después de medio siglo de indiferencia blanca a las legítimas y razonablemente formuladas aspiraciones de los negros… último recurso salvo el derramamiento de sangre al que un pueblo desesperado se volvió como medio para llamar la atención después de que todo lo demás fue pasado por alto…».
Una hora y cuarenta y siete minutos.
«Mi pacto es con las víctimas del apartheid. La situación en que me encuentro no modifica nada… siempre habrá quienes no puedan vivir consigo mismo a expensas de la plenitud de vida de otros. Ellos saben que la “historia mundial sería fácil de escribir si la lucha sólo se entendiera en condiciones de oportunidades infaliblemente favorables”.
»… Este tribunal me ha considerado culpable de todos los cargos. Si alguna vez he estado seguro de algo en mi vida, es de que he actuado de acuerdo con mi conciencia en todos los cargos. Sólo sería culpable si fuera inocente de trabajar para destruir el racismo en el país».
Lo escucharon: las palabras del condenado, el juicio final sobre aquellos que lo habían condenado, el juez escrupuloso y doctamente imparcial dentro de las leyes de los blancos, la policía secreta y la policía uniformada que las hacían cumplir, los blancos, su propia gente, que hacían las leyes. La sentencia fue la que su padre preveía; la que ella y los abogados y todos los que la rodearon durante el juicio preveían. Los periódicos dieron cuenta de «un jadeo en el tribunal» cuando el juez pronunció el fallo de cadena perpetua, prisión de por vida. Ella no percibió ningún jadeo. Hubo una fracción de segundo en que todo se detuvo; ninguna respiración, ningún latido cardíaco, ninguna saliva, ninguna circulación sanguínea con excepción de la de su padre. Todo se alejó precipitadamente de él, retrocedió, se eclipsó. Sólo él, con su cuerpo bajo de enorme cabeza y su pulcro traje gris, emitía el calor de la vida. Los mantuvo a todos acorralados, pegados, poseídos. Luego bajó los ojos; ella notó claramente que sus párpados caían en un gesto casi genuino de tímido reconocimiento.
Fijó la vista al frente por miedo a que alguien le hablara o la tocara.
En el fondo del tribunal, donde estaban apretujados los negros, de pie, para que cuando los blancos sentados levantaran la vista sobresalieran, se dispararon los gritos: Amandhlal.
Y el estallido de respuesta: Awethu!
Amandhlal Awethul Amandhlal Awethu!
Cayeron sobre su padre: flores, laureles, abrazos. El sonrió, resplandeciente, y levantó su blanco puño hacia ellos.
Todo concluyó. Una espalda delgada bajó a las celdas entre muchos policías. Todo había terminado. Los grupos se separaron, los abogados, policías y empleados cambiaron de sitio. La cara regordeta y desesperadamente serena del abogado de su padre, prematuramente envejecida por un rictus de tensión alrededor de su boca sonrosada y bondadosa, la buscó con la mirada y ella se apresuró a llegar hasta él. La besó y por un instante ella se hundió en el cojín de esa mejilla, oliendo el aroma de algo que él se ponía cuando se afeitaba. La voz británica de un extranjero que pasó a su lado le dijo al oído:
—Aquí de por vida significa de por vida.
Conozco las horas que siguen. Después de que se han llevado a alguien.
Después de que mi hermano se ahogara. Después de los arrestos. Después de que murió mi madre a las cinco y diez de la tarde en el hospital y cuando volvimos a casa el aspersorio funcionaba en el jardín y el bebé de la lavandera intentaba sostener el vaporizador con las manos.
Pienso que mientras mi madre estaba viva y mi hermano era un bebé, mis padres organizaron sus actividades de manera que siempre estuviera disponible uno de los dos, siempre, uno de ellos siempre tenía probabilidades de quedarse para llevar la casa si arrestaban al otro. Por supuesto, también especulaban con que la Rama Especial prefería dejar a uno de ellos aparentemente libre, con la esperanza de ser conducidos hasta otros que trabajaban en la clandestinidad. Nadie me lo dijo, nadie hablaba de eso en casa… pero yo lo sabía, como los niños saben cosas que sus padres hablan en la cama por la noche. Cuando mi hermano y mi madre ya no estaban, estaba yo. Si arrestaban a mi padre, siempre estaría yo.
Después están los juguetes, los armarios llenos de ropa, las cuentas, y las circulares de personas que ignoran que su destinatario no las recibirá. Aunque no hay documentos ni cartas porque la gente como mis padres no puede conservar nada donde figure un nombre o conexiones, hay cajas (una vieja caja redonda, de piel, con un broche en forma de hebilla, que según me han dicho la gente —tal vez el abuelo de Lionel— usaba para guardar los cuellos duros) que contienen cosas rotas y que no sabes por qué se han conservado. El mobiliario de las habitaciones está acomodado de acuerdo con una lógica de movimientos, de corrientes vitales que ya no están.
Theo quería llevarme a su casa pero le dije que prefería volver primero a la mía e ir más tarde con los Santorini.
—A comer con nosotros.
—Sí, cenaré con vosotros.
—Abriremos una botella de Dáo.
Dáo era el vino predilecto de mi padre.
Theo podía decirme algo así. No era únicamente el abogado de mi padre, ni siquiera era únicamente un amigo. Cuando un colega hostil lo había acusado —los abogados que el gobierno etiqueta de comunistas son expulsados del colegio— de tener un interés más que profesional en el caso Burger, había adelantado sus finos labios rosados y respondido: «Digamos que tengo puesto en ello el corazón».
Sabía que tendría que resistir una escena con Lily y su marido Jamison y cualquiera de sus amigotes que solían reunirse en la casa. Fue ella quien dio a la prensa las fotografías de bebé de Tony cuando éste se ahogó. Fue ella quien se puso de luto de la cabeza a los pies, con el único alivio del salmón de las palmas de sus manos y del blanco de sus ojos, cuando murió mi madre. Hizo por nosotros todo lo que los blancos le habían enseñado que se debía hacer. Yo sabía que le impresionaría que no volviera a casa sustentada por el tío, la tía y los primos que —con la lealtad consanguínea que era su forma de coraje o bondad— habían ido a escuchar la sentencia. Yo quería llevar a Lily arriba, a mi dormitorio, para que nos sentáramos en mi cama y pudiera rodearla con mis brazos y dejarla llorar, pero ella estaba formalmente sentada entre las chaises-longues levantadas y el equipo de la piscina, en el porche contiguo al estudio de mi padre, con Jamison y los sirvientes de los alrededores que eran sus amigos íntimos, esperándome. Le había dicho en varias ocasiones que debía esperar que esta vez estaría en la cárcel durante largo tiempo. Había intentado prepararla. Pero ella estaba allí sentada como en una de sus reuniones de fieles para rezar, aguardando la buena nueva, la misericordia del Señor. Había una bandeja con una jarra de zumo de naranja y un vaso —para mí— en la mesa oxidada con el agujero donde se encajaba la sombrilla. Todos se levantaron de las chirriantes sillas de hierro forjado cuyos cojines ella misma había guardado, y al verme llegar —como había llegado día tras día mientras duró el proceso— comprendió que no había buenas nuevas ni misericordia del Señor y su obstinación la abandonó. Dijo, con un beligerante sentido práctico:
—¿Qué le han hecho?
Luego gimió y balanceó la cabeza y echó con fiereza a los demás. Parecieron a punto de empezar sus aullidos penetrantes y vibrantes, pero con alguno de sus sentidos me observaba y formulamos el convenio tácito de que no caería al suelo presa de la histeria. Le acaricié la cabeza que al tacto era un colchón cubierto de bultos, su elástico pelo africano dividido en pequeñísimas trenzas debajo del doek[2] (con frecuencia la había visto hacerlas, de niña). Me acunó.
—Dios estará con él en ese lugar. Todo el tiempo, todo el tiempo. Hasta que vuelva a casa.
Así intercedía por nosotros, también, mediando en nuestro rechazo de la fe hacia una forma aceptable para los blancos ricos que pasan por alto, simplemente, las visitas a la iglesia. No sé qué respondí; nosotros también teníamos nuestra forma de enmendar sin ofender.
—Piensa en él, Lily. Piensa en él a menudo y no se sentirá solo —o algo parecido.
Abrazadas, las dos solas, fuimos lentamente hasta la gran cocina donde ella había preparado tantas comidas para mi padre, para su familia. El despertador que se llevaba a su cuarto todas las noches estaba en el alféizar de la ventana de encima de la pila, marcando los segundos del fin del primer día… de por vida significa de por vida. Por último, me dijo que se habían terminado los huevos y que no había pan para el desayuno de mañana. Volví a salir aquel día; fui en el coche hasta la verdulería portuguesa, camino abajo. El lado oeste de la cuesta, donde estaban las tiendas, conservaba el calor del sol vespertino, volviendo llamativas las rayas y las manchas del parabrisas. Algunos niños blancos descalzos que ya se habían puesto sus pijamas cortos de algodón estaban comprando leche y cigarrillos y el regalo de un chicle o un helado de cucurucho para llevar a los pisos de arriba. Yo estaba entre mujeres jóvenes de mi edad, algunas con hijos colgando de la cadera o de la mano, con las espaldas y el declive de los pechos manchados de un rosa parduzco profundo después de una tarde en sus piscinas, entre hombres negros en mono de trabajo, que bebían en silencio y de pie botellas de coca o naranjada, entre autoritarias blancas de mediana edad que lucían el yelmo de los cabellos recién teñidos mientras elegían frutas y lechuga y limones siguiendo el plan de la cena que darían esa noche. Henriques sabía que comprábamos huevos pardos, extragrandes. Probablemente mi madre había iniciado la costumbre; sea como fuere, Lily siempre insistía en que comprara esos huevos. Henriques tenía una sonrisa para todos, como si habiendo escapado al servicio de un pobre en el ejército colonial portugués de Madeira no tuviera ningún derecho a estar fatigado o irritado. No se atrevía a coquetear con chicas sudafricanas educadas, como yo, pero expresaba una tímida preferencia o deseo regalando un melocotón o una manzana perfecta cuyo precio pasaba por alto.
—Hoy tenemos malasuerte —unía las palabras al pronunciarlas—. Los pardos llegarán mañana, no sé si quiere esperar.
En la puerta de la tienda de bebidas de al lado, las negras desamparadas que siempre estaban allí, no profesionales pero sí dispuestas a negociar el uso de sus poco firmes cuerpos en el callejón a cambio de un trago, regateaban con atontados trabajadores negros de la construcción. Los hombres entraban y salían de la sección de la tienda donde servían a los negros, trayendo cervezas en envases de cartón y botellines de brandy cuya envoltura de papel de estraza quitaban apenas lo suficiente para desenroscar el tapón de la botella antes de pasarla de boca en boca. Las mujeres ebrias y pendencieras compartían de la misma forma un cigarrillo entre regateo y regateo. Una de ellas se tambaleó y tropezó: su blusa parecía una salchicha gris reventada y llevaba una manta atada a la cintura en lugar de una falda. Se agarró a mí:
—Disculpe, señorita, disculpe.
Pero los huevos no estaban rotos. Los sentí entrechocar suavemente como pelotas de ping-pong en la bolsa de papel.
Así fueron las cosas, Conrad. Esa noche fuiste a la casa de mi padre para ver cómo era pertenecer a una familia en la que el padre podía correr el riesgo de que lo encarcelaran para toda la vida, cosa que ocurrió. No te reprocho la curiosidad, la fascinación que todo eso tenía para ti. Yo no estaba; me encontraba con los Santorini y otros que habían formado parte de la vida de mi padre. Lily estaba en vela para un velatorio —necesitaba de algún tipo de ceremonia para hacer la transición a la vida cotidiana ahora que mi padre estaría entre rejas de por vida— y te impresionó que no te dejara ir sin invitarte a un vaso de zumo de naranja fresco. Me lo comentaste después. Estabas pensando que era otro ejemplo interesante del «gracioso nivel de vida» de la casa de mi padre: jarras de zumo de naranjas recién exprimidas siempre a mano. Ignorabas que era el que yo no había bebido.
En casa de Theo tomamos Dáo, el vino favorito de Lionel. Eran las botellas que quedaban de una caja que mi padre le había regalado a Theo para su cumpleaños (en ese entonces Lionel ya era un prisionero a la espera de juicio, me pidió que las encargara y se las enviara). Todos los presentes se mostraban vehementemente orgullosos de Lionel. Sí, ése era el estado de ánimo reinante. Marisa Kgosana, cuyo marido llevaba dos años en Robben Island, apareció a las diez con su habitual séquito de admiradores robustos y silenciosos; agitando sus bellos pechos, saludó con un arrollador gesto de las manos, tan engalanadas de su propia negrura como de sus sortijas y sus uñas pintadas de rojo.
—Rosa, ¿de por vida con respecto a quién? ¿La vida de ellos o la de él?
Mi padre está muerto y su marido sigue en Robben Island. Ella ha sido proscrita durante años. Tiene muchos amantes y probablemente lo ha olvidado como marido, no es la Penélope sobre la que escriben los fieles cuando encuentran una prensa comprensiva. El tampoco debe esperar que lo sea, porque su estilo, como el de mi padre, consistía en seguir viviendo como pudieras. Y si él no sobrevive a sus carceleros, los hijos suyos y de Marisa los sobrevivirán.
Theo me pone delante solicitudes para un curso por correspondencia en la universidad a distancia.
—Será mejor que te des prisa con esto. Lionel dice que la matrícula de presos para este año se cerrará la semana que viene —y a los demás, adoptando la negligente arrogancia ligeramente altanera con que expresó la asociación con mi padre durante el juicio—: Dios sabe dónde lo averiguó. Pero lo hizo, esta última semana. Cuando tenía el fallo encima. Y fue lo primero que dijo esta tarde, después que pronunciaran la sentencia. ¿Me oyes, Rosa? No olvides mi curso. Antropología, y si no es posible, el de psicología industrial.
—¿Imparten estos cursos?
—Si Lionel lo dice, así será. Rosa tendrá estos papeles enseguida… mañana por la mañana mi niña…
Lionel estaba pasando su primera noche sin los privilegios de un preso a la espera de juicio. Creo que fue eso lo que pensé. Se habían llevado su ropa. Había iniciado un encarcelamiento que sólo podía concluir con la conclusión de su vida o el final del régimen, no del gobierno del momento, sino de cualquier otro que lo sucediera. Había una demostración de valentía y sentimientos en la sala llena de gente, en casa de Theo, gente que se comportaba como Lionel Burger habría esperado que lo hicieran, como él mismo habría hecho en la situación de ellos. Así se veían a sí mismos. Las emociones fuertes —¿la fe?— tienen distintas maneras de manifestarse entre las diferentes disciplinas en las que la gente ordena su conducta. Eso despertaba tu curiosidad… eso era lo que te maravillaba. Eso fue lo que te llevó a la casa vacía de Lionel Burger. No puedo decirte nada más porque ahora comprendo que yo misma no sé nada más.
La placa de cobre de la puerta de la calle con el nombre y los títulos de Lionel Burger, se mantuvo pulida durante los meses de su proceso gracias a Lily Letsile, la sirvienta de los Burger. Su hija Rosa vivía en casa y trabajaba como fisioterapeuta en un hospital. Era el último miembro de la familia de cinco (contando a Baasie) que vivía allí, pero la casa nunca se igualó a la familia de madre y padre, hijo e hija, perro y gato, de su casa de muñecas, e incluso durante este período solía haber alguien alojado allí. El hijo de Bridget Sulzer —del matrimonio Brodkin— ocupaba la glorieta del jardín mientras estudiaba para los exámenes. Una doctora en ciencias políticas que había sido expulsada de un estado negro vecino pasó seis semanas por su cuenta y riesgo (era una vieja amiga de la madre de Rosa), pues si la Rama Especial iba a hacer una de sus limpiezas acostumbradas, muy probablemente perdería los papeles de la investigación que había llevado. El viejo Kowalski —con sus antecedentes mixtos de europeo oriental más confundidos aún por la diferencia de pronunciación y las costumbres adoptadas durante los años que había vivido en un almacén de Sofía, en Madagascar, de modo tal que la policía ya no podía saber si el hombre tenía el color que no correspondía en una zona que no correspondía— ocupó una habitación por la que habían pasado muchos transeúntes. Había aparecido desvalido en el consultorio un día antes de que Lionel Burger fuera arrestado por última vez; lo habían reconocido como el mejor vendedor ambulante del periódico del Partido en sus últimos avatares, durante el período anterior a que lo prohibieran.
Pero cuando su padre fue condenado, los últimos entre todas las personas que habían compartido la casa desde su nacimiento ya se habían marchado. Su padre, al que permitieron consultar con su abogado sobre cuestiones familiares y comerciales, resolvió con Theo que la casa debía venderse. Encontraron un buen trabajo para Eilefas Bengu, el jardinero; Lily Letsile recibió una pensión y se fue a su terruño en el norte del Transvaal para reflexionar en si quería volver o no a trabajar; la perra Labrador quedó en manos de Ivy Terblanche, en cuya casa Rosa podía visitarla; la gata negra y dos gatitos atigrados fueron a vivir con la antigua recepcionista del consultorio; los conejos, los conejillos de Indias, la tortuga y los periquitos para los que Rosa y su hermano habían construido casas y con los que dormían y se comunicaban como hacen los niños, habían muerto o desaparecido tiempo atrás. El mobiliario se vendió en una subasta en la propia casa, a la que ella no asistió. Se presentaron trescientas personas (informó la prensa) y no todas para comprar; también sentían curiosidad. Cuando Rosa fue a buscar algunas pertenencias personales encontró allí a los nuevos propietarios, caminando alrededor de la piscina en la que se había ahogado su hermano, planeando con arabescos dibujados en el aire y dimensiones medidas a pasos, las reformas de la zona del patio donde su padre instaló su braaivleis[3] y los helechos arborescentes de su madre, traídos de Tzaneen y que habían crecido tanto que levantaban las baldosas. Al retirarse hubo una incómoda conversación en voz baja y la nueva señora de la casa corrió tras ella.
—Estaba pensando… ¿qué hacemos con la placa? La placa del doctor.
La chica se disculpó; la haría retirar.
Volvió antes de que oscureciera con un hombre rubio de aspecto enfermizo, pelo largo y bigote ralo, con la camisa de moda, de bordado balcánico, téjanos y veldskoen. Tenía un destornillador pero le resultó difícil hacerlo girar en las ranuras apelmazadas con capas de pulimento para metales, convertido en pétreo verdín. Ella no se movió del asiento del conductor. El rectángulo donde había estado la placa se veía blancuzco en el crepúsculo. El puso la placa en el maletero y se alejaron.
Durante el primer año, mientras su padre era un preso de categoría «D», Rosa estaba autorizada a visitarlo cada dos meses. Recibía de él y contestaba una carta mensual, no más larga de las quinientas palabras reglamentarias. Cuando excedía este límite con una oración, el jefe de carceleros, que censuraba la correspondencia, cortaba la página en ese punto. En la siguiente visita, su padre le contó cuánto se había entretenido tratando de reconstruir, a partir del contexto de la oración anterior, la parte que faltaba. En julio y octubre de ese año no le escribió para dejar que lo hiciera su hermanastro, del primer matrimonio de su padre, un médico que trabajaba en Tanzania y tenía prohibida la inmigración a Sudáfrica. Durante el segundo año su padre era un preso de categoría «C» y le permitían varias visitas especiales. Las solicitudes presentadas por Flora Donaldson y Dick Terblanche (Ivy estaba en la cárcel pero la proscripción de su marido estaba caducada y aún no se la habían renovado) fueron rechazadas por el director de cárceles, lo mismo que la de un viejo camarada, el profesor Jan Hahnloser; éste opinaba que Lionel Burger había arrojado su vida por la borda, estúpida y trágicamente, en virtud de convicciones políticas que para el profesor habían llegado a ser abominables, pero en la tragedia descubrió la necesidad de reforzar los vínculos de una amistad juvenil. El director autorizó una visita navideña del tío y la tía, la hermana y el cuñado de su padre, el granjero y su mujer que habían estado presentes en el tribunal para escuchar el veredicto. Fue el otoño del segundo año cuando le permitieron visitar a su padre en semanas alternas, cuando tuvo que verlo en el hospital de la cárcel, porque había tenido la primera infección virósica de garganta que posteriormente reaparecería.
Durante un tiempo compartió un piso con Rhoda, la hermana de Mark Liebowitz, recién divorciada. Después su compañera de piso, secretaria organizativa de un sindicato mixto de blancos y mestizos, inició una relación amorosa con un sindicalista de color y se trasladó a Ciudad del Cabo para estar cerca de él, aunque no podían vivir juntos. A Rosa le disgustaban los olores a fritura que siempre flotaban en los pasillos y el ruido de la radio que se colaba por la puerta; ahora estaba en condiciones de mudarse. Vivió con Flora Donaldson y su marido, que por cuestiones de negocios pasaba en Europa la mitad del año. Era una casa, una casa abierta, como había sido la suya, la de su padre; habitaciones espaciosas con flores del jardín, sirvientes parlanchines y amistosos, libros, cuadros, invitados, piscina. Volvió a probar con otro piso, muy pequeño, para ella sola. Lo que en realidad quería era una casita con jardín. Una vez creyó haber conseguido lo que buscaba, pero cuando los propietarios se dieron cuenta de quién era soslayaron el trato. Como no manifestaron abiertamente sus razones ella no pudo decirles que la policía parecía haberla dejado en paz desde que su padre cumplía condena. No la habían visitado una sola vez en sus diversas viviendas.
Todavía tenía su puesto en el hospital; trabajaba principalmente en salas geriátricas y con niños. Su medio hermano le escribió desde el norte de Tanzania diciéndole que si pudiera tenerla en su hospital… allí no había dinero, ni tiempo, ni personal capacitado para hacerle fisioterapia a nadie. Podía haber ido a trabajar con un médico amigo entre africanos rurales del Transkei, que también estaban muy necesitados de sus conocimientos —habría podido viajar en avión dos veces por mes para las visitas a la cárcel—, pero el administrador del territorio sabía quién era ella y no le dio permiso para vivir en una «patria» negra. Tal como ocurrieron las cosas, la tendencia de su padre a las infecciones de garganta se volvió crónica y ella tenía que estar allí, en la penitenciaría, para insistir en los informes médicos del comandante, negociar a través de Theo la visita de un especialista particular para que examinara a su padre, importunar a varios funcionarios que estaban en contacto con él aunque ella no pudiera verlo. Jugaba al squash dos veces por semana para no abandonar del todo la gimnasia. Iba al teatro cuando ponían algo que valía la pena. En las fiestas, su carne desnuda se veía tan bronceada por el sol como la de cualquiera que hubiese pasado unas largas vacaciones de verano junto al mar; en una o dos ocasiones pasó una semana fuera de la ciudad, aparentemente con un periodista sueco con quien (se daba por sentado que ni siquiera sus amigos íntimos debían esperar la menor información de labios de la propia Rosa) vivía una aventura amorosa. Se llevó de casa de la ex recepcionista de su padre una de las crías de la vieja gata negra y la instaló en una caja con arena, en el cuarto de baño del piso. Alguien notó que el sueco usaba un anillo de oro, según la costumbre que tienen los europeos casados. Los amigos de la familia y los compañeros de la generación de su padre lamentaban que no se casara con un sudafricano, alguien del lugar; pero nadie se tomaría la libertad de expresarle personalmente esta amable inquietud; estaba sobreentendido que no podía irse, abandonar el país como hacían muchos, ahora que su padre estaba en la cárcel y ella era lo único que le quedaba.
En noviembre, durante el segundo mes del tercer año de su cadena perpetua, Lionel Burger contrajo nefritis como secuela de otra infección de garganta y murió entre rejas.
Las autoridades carcelarias no consintieron que se celebrara un funeral privado organizado por sus parientes. Su condena de por vida había sido cumplida, pero el estado reclamó su cadáver. Un millar de blancos y negros habían asistido al funeral de Cathy Burger, su esposa y madre de Rosa, años atrás. En un homenaje a la memoria de Lionel Burger celebrado al mediodía en un pequeño salón sindical, muy pocos de los rostros que se presentaron volverían a ser vistos; los líderes negros e indios y mestizos y blancos terminaron en la cárcel o en el exilio, o por medio de proscripciones se les prohibió asistir a reuniones de cualquier naturaleza. Dos o tres personas que durante muchos años habían permanecido ocultas debido al arresto domiciliario, aparecieron en escena a la manera de actores que vuelven a las tablas con el estilo y la retórica de su época. Algunos jóvenes presentes preguntaron quiénes eran. Había bebés en brazos y niños inquietos. Un diminuto crío indio recibió una manzana para que se tranquilizara. Si estaban presentes miembros de la Rama Especial fueron discretos a pesar de la reducida asistencia, y difíciles de detectar bajo el cultivado aspecto desharrapado de jóvenes blancos intelectuales y el aire impasiblemente distanciado de empleados y recaderos negros que debían haber adoptado. Una vez pronunciadas las palabras de despedida, mientras la gente se levantaba de sus rotos asientos de madera, el mismo crío —que había sido alzado por su madre— levantó un puño apretado y gritó con el tono de triunfo con que un niño recita una poesía, exactamente con la misma entonación con que se la habían hecho ensayar: Amandhlal Amandhlal Amandhlal Una vacilante respuesta se aunó entre el escaso gentío que salía en tropel: Awethul Al ver que lo había hecho bien, empezó a gatear entre los pies de la gente para recuperar su manzana a medio comer. Un hombre que rondaba los juzgados municipales para tomar fotos de bodas a precio reducido y que trabajaba a media jornada para la Rama Especial, aguardaba en la calle para fotografiar a todos los que salían.
Pero de todos modos la gente rodeó a Rosa Burger a la salida; algunos, con delicadeza o turbación, le apretaron la mano y le dijeron que irían a verla… casi tres años es mucho tiempo y bastantes habían perdido el contacto con ella. Parecía distinta, no en la forma en que son difíciles de mirar aquellos a quienes han sobrevenido acontecimientos terribles. Ahora llevaba el pelo cortísimo, rizado como la cabeza de un pilluelo mediterráneo o de Ciudad del Cabo, haciendo que los tendones de su cuello parecieran más largos y más tirantes de lo que debían ser los de una mujer joven. Desplegó la sonrisa de su padre para todos. Pero algunas personas descubrieron que ahora no sabían cómo llegar a ella; ya no estaba en su piso: en la puerta figuraba otro nombre. Otros explicaron que… sí, sabían que había encontrado una casita en el jardín de alguien, se había mudado, no tenía teléfono. Lleva cierto tiempo establecer un nuevo punto de referencia, incluso cartográficamente, entre un círculo de amistades. Siempre podían intentar encontrarla en el hospital. Algunos lo hicieron y ella asistía a los almuerzos de los domingos. Dijo que la casita estaba en algún sitio de la parte vieja de la ciudad, cerca del zoo… un plan muy transitorio; aún no había decidido lo que haría. Los Terblanche le preguntaron si no volvería a solicitar permiso para ir al Transkei.
—¿Y por qué no Tanzania… con el hermano David? ¿Por qué no? Tal vez ahora estén de humor para ablandarse y darte un pasaporte.
El marido de Flora Donaldson, que en general permanecía en silencio con los amigos de ella porque no era un correligionario, súbitamente se volvió hacia su esposa, invirtiendo la posición en la que se esperaba que fuera él quien metiera la pata.
—No seas absurda, Flora —todo su cuerpo y su cara parecieron dislocarse en un insulto a Rosa Burger mientras se movía innecesariamente de un lado a otro.
—William, ¿qué sabes tú de las cuestiones que están en juego?
—En mi ignorancia, aparentemente más que tú.
La chica no abrió la boca, tolerantemente desinteresada por una rencilla conyugal en la mesa. Pero aquella tarde le preguntó a William Donaldson si le daría la oportunidad de derrotarlo en una partida de tenis. Cuando estuvo viviendo con los Donaldson, era una broma corriente decir que aunque él jugaba asiduamente en un club deportivo para hombres de negocios, con el propósito de mantenerse en forma, nunca lograba ganarle un set a nadie salvo a ella.
Después de la muerte de su padre, a no ser que el antiguo círculo se pusiera en contacto con Rosa, cada vez la veían menos. El sueco había desaparecido; o ella rompió la relación o él se volvió a Suecia. Cuando alguien la encontraba solía llevar a rastras a un joven que parecía un estudiante radical o se creía pintor o escritor; a la gente de la generación de su padre le daba la impresión de un bohemio, a los contemporáneos de ella no mucho más que un marginado taciturno algo más joven que ella. Podría haber sido un pariente, la de su padre era una familia numerosa del Transvaal. Tal vez ella lo guiaba por la ciudad, o le había dejado una cama para que durmiera durante una temporada. Cuando estaban juntos y se encontraban con amigos de la familia Burger, ella parecía complacida y animada para charlar, olvidando la presencia de él; se llamaba Conrad No-sé-cuántos.