ONCE

—¡Venga, cariño! Vamos a llegar tarde. ¿Quieres bajar de una vez?

Carlos me esperaba en la puerta mirando el reloj a cada minuto mientras yo seguía dando vueltas por mi dormitorio en ropa interior. Dos modelos sobre la cama para dos bodas muy distintas. La de una de mis mejores amigas y la de mi psicoanalista secreta. Uno confeccionado por el mejor diseñador del país para la afamada escritora Estela Cruz, el otro comprado personalmente por Lucía para que lo luciera en su boda. Me lo mandó unos días antes con una nota escrita por ella misma: «Solo si lo llevas puesto sabré quién eres». Cuando lo recibí, no podía creerlo. Era idéntico al vestido que llevaba el día que abandoné La Habana con diecisiete años. Se lo había descrito mil veces tumbada en el diván de su consulta. Recuerdo que era mi vestido favorito porque, cuando dabas vueltas, se abría tanto que parecía que fueras a echar a volar.

Mis dos amigas se casaban el mismo día a la misma hora, ¿podía tener más mala suerte? A punto estuve de asomarme por las escaleras y fingir una descomposición irrefrenable, cualquier cosa con tal de ganar tiempo. Finalmente, dejé mis sueños de cubana libre sobre la cama y elegí el camino fácil. Me enfundé en el supermodelazo hecho a medida y bajé las escaleras sin mirar atrás.

—Ya era hora, Estela, ¿se puede saber qué hacías? —me preguntó mi novio enfadado.

—Esperar un milagro —contesté en mi mundo.

—¿Cómo? —preguntó extrañado.

—Nada, pensaba que no me entraría el traje pero, al final, lo conseguí —mentí.

—Y estás preciosa —sentenció dándome un beso en la mejilla.

—Gracias, tú tampoco estás mal.

Cuando llegamos al lugar de la ceremonia, todos los invitados estaban ya sentados en sus puestos para no perder detalle de la llegada triunfal de la novia. El novio la esperaba nervioso, mordiéndose las uñas y mirando hacia la puerta sin apenas pestañear. Santiago seguía pareciendo el crío que corría detrás de las universitarias sin desfallecer. Nunca tenía éxito, hasta que llegó una que le hizo caso y se casó con ella. Luego conoció a Paloma, se separó y ahí estaba de nuevo. No nos cansamos de repetir nuestros errores, pensé. O tal vez ese no era un error y su amor fuera para siempre. De pronto, vi a Cassandra haciéndonos señas para que fuéramos hasta donde estaban sentadas. Por suerte, ella y Berta habían llegado antes y pudieron guardarnos sitio en las primeras filas.

—Casi te pierdes lo mejor, cubana —me dijo.

A su lado estaba uno de los jugadores más guapos del Real Madrid. Nos saludamos y, cuando tuve oportunidad, le pregunté a mi amiga.

—¿Y este qué hace aquí?

—Luego te cuento, me ha estado persiguiendo últimamente y se me ocurrió invitarle. No quería ser la única en venir sin pareja.

—Me dejas impresionada.

—Lo sé, deja de mirarle el culo, que pareces una vieja salida.

Carlos se colocó junto al marido de Berta y las chicas nos pusimos juntas.

—Veo que lo has conseguido —le susurré a Berta al oído.

—De momento ha accedido a venir a la boda, luego ya veremos.

—Luego te lo llevas a casa, te lo digo yo —le dijo Cass convencida.

—Ojalá —respondió Berta.

—Shhhhhh, callad, ¡que viene la novia! —les dije a mis amigas al ver que todo el mundo se giraba.

Paloma y su padre, que la llevaba del brazo, se abrieron paso entre la cantidad de cámaras, fans de Paloma y curiosos que la esperaban en la entrada hasta que por fin consiguieron entrar, vestida de blanco y con una larga cola, como si se dirigiera al mayor de los altares, pese a que el reciente divorcio del novio les había impedido hacer una ceremonia religiosa. El corte del vestido disimulaba bastante su embarazo, aunque ella no tenía ninguna intención de ocultarlo y se tocaba la tripa a cada rato. Se la veía orgullosa. Cuando pasó por nuestro lado, alargó la mano y nos tocó.

—¡Estás guapísima! —exclamó Cass.

—¡Impresionante! —dijo Berta.

—¡Viva la novia! —añadí yo aplaudiendo.

Nos dejó atrás y siguió su camino. Miré a mi alrededor, seríamos unos quinientos. Me pareció increíble. La presentadora se había hartado de decir que nunca se casaría y que hasta el mejor de los hombres debía estar colgado de los huevos, pero ahí estaba, comiéndose todas sus palabras en el que, sin duda, parecía el día más feliz de su vida. Y seguramente lo sería, pensé. A partir de entonces, habría días fantásticos, increíbles, maravillosos, pero ya ninguno tendría la magia de aquel momento. En poco menos de un mes, saldría a la venta mi último libro, El secreto del secreto, en el que precisamente hablaba de eso, de cómo las pulsaciones bajan cada vez que alcanzamos una de nuestras metas. «Lo que experimentamos al conseguir algo nada tiene que ver con lo que sentimos mientras vamos a por ello», explicaba. Por fin encontré la pieza del rompecabezas, eso que llevaría a mis lectores a dejar de necesitarme. «Encuentra un único sueño que pueda acompañarte hasta el final de tu vida y disfruta del viaje». Así acababa mi último y definitivo libro de autoayuda. Sabía que mis lectores captarían el mensaje, como había captado yo el que encerraba la dedicatoria que Lucía me había puesto en su último ensayo.

Espero que haya valido la pena.

A mi amiga Daniela Santos

Lucía quería que me cuestionara si había valido la pena dejar a Daniela Santos en Cuba y transformarme en Estela Cruz. Si lo que tenía era lo que de verdad quería. El tiempo se paró y escuché dentro de mí. No, no había valido la pena, yo lo que quería era estar sola, sin Carlos ni Eduardo, ni ningún otro hombre del que dependiera mi manera de ser y mi estado de ánimo. A mis cuarenta años, todavía no sabía lo que era eso. Y si tan claro lo tenía, ¿qué diablos hacía ahí?, me pregunté mientras miraba a todas esas parejas emperifolladas, listas para comportarse como se suponía que debían hacerlo. ¿Era eso lo que quería? ¿Pasar el resto de mi vida interpretando un papel? ¿Dónde había dejado yo mi único gran sueño, ese que me llevó a vender mi cuerpo y abandonar mi niñez a merced de las olas? Necesité salir a respirar. «La ansiedad es como la adicción, nunca desaparece del todo. Aprende a controlarla y habrás ganado», me decía Lucía cuando acudía a verla en pleno ataque. Alegué un pequeño mareo por el calor y salí a la plaza. Había un montón de fotógrafos a los que conseguí eludir de forma milagrosa. Anduve un poco y me topé con un parque. Me senté en el primer banco que vi, recosté la cabeza sobre él, cerré los ojos y respiré hondo un par de veces. Mucho mejor, Estela, mucho mejor. Entonces abrí los ojos y las vi. Dos nubes grandes y mullidas que me hicieron viajar en el tiempo hasta una tarde de verano de mi infancia. Mis padres nos habían llevado a mi hermano y a mí a la playa con los abuelos. Yo apoyaba la cabeza en las piernas de mi abuela Estela. Unas nubes muy parecidas a las que ahora veía permanecían quietas sobre nosotras.

—Abuela, ¿es verdad que las nubes son de algodón?

—Pues claro que sí, mi niña, ¿de qué van a ser si no?

—Yo quiero tocarlas.

—Y puedes hacerlo. Mira, tápate un ojo y escoge una nube, ahora estira el brazo y arranca un pedazo de algodón.

Entonces yo hacía lo que me pedía y mi abuela me hacía cosquillas bajo el brazo hasta que me retorcía de la risa. Un juego al que, desde entonces, jugamos a menudo. Yo siempre caía en la trampa y estiraba el brazo, nada me gustaba más que las cosquillas de mi abuela.

¿En qué momento la vida había dejado de ser tan divertida? ¿Cuándo dejé de creer que las nubes eran de algodón? Me incorporé y salí de allí a toda prisa. Primero a pasos rápidos, luego a grandes zancadas y, finalmente, con los tacones en la mano, empecé a correr. Saqué el teléfono del bolso y llamé a mi asistente sin dejar de correr.

—Elvira, ¿estás en mi casa?

—Sí, señora, ¿ocurre algo?

—Necesito que me hagas el favor de tu vida en tiempo récord.

—Dígame.

—¿Has visto el vestido que hay sobre mi cama?

—¿El amarillo de lunares?

—Ese mismo. Necesito que me lo traigas urgentemente. Tienes cinco minutos.

—Me sobran dos.

—Ja, ja, ja. Eso tengo que verlo.

Vi un taxi, lo paré y resoplé para recuperar el aliento. De camino a mi destino, me solté la melena que llevaba recogida en un moño y me retoqué el maquillaje. Un poco más de rubor, más color en los labios y otra pasada de rímel. Estaba lista, solo me faltaba el vestido. Cuando vi que Elvira me esperaba en la puerta de los juzgados, sonreí. Qué cubana más lista es esta mujer, pensé. Me metí en el coche que la había traído y que conducía uno de mis chóferes y me cambié a toda prisa mientras ella tapaba las ventanas con un chal. Cuando terminé, salí de un brinco y le pregunté su opinión.

—¿Qué tal estoy?

—Diferente.

—Genial —contesté al tiempo que la besaba efusivamente en la mejilla.

Elvira se apartó. No estaba programada para encajar las muestras de cariño con naturalidad.

—¿Ya no me necesita?

—No, Elvira, ya no necesito a nadie.

Y tal cual lo dije, me di la vuelta, meneé las caderas como lo haría Daniela Santos y abrí las puertas de aquel juzgado para abrazar mi libertad.