Era la primera vez que no me apetecía preparar las maletas de verano. Con la ayuda de una de mis empleadas y de Elvira, pasábamos toda una mañana eligiendo con mimo cada prenda para luego doblarla con el máximo cuidado. Todo debía llegar en perfecto estado a su destino. Un ritual con el que siempre disfrutaba. Sin embargo, ese año la idea de pasar un mes aislada en la casa de la playa no me atraía en absoluto. Yo lo que quería era quedarme en Madrid, cambiarme por Elvira y compartir piso con Eduardo. «Se puede mentir a todo el mundo menos a una misma» (de El secreto del secreto). Y así estaba yo, mintiendo a diestro y siniestro para autoconvencerme de que mi vida era perfecta. Carlos, sin embargo, estaba pletórico, canturreando canciones mientras acababa de preparar su equipaje. Era su primer día de vacaciones y se mostraba insultantemente feliz. Me agarraba de la cintura cuando nos cruzábamos por el pasillo, me daba besos sonoros en la mejilla y hasta caminaba dando saltitos. «Ahora entiendo por qué me dejaron cuando yo era así», pensé. Ver a alguien alardeando de su alegría cuando tú no estás para fiestas es un auténtico martirio. Incluso deseé que, en uno de esos brincos, se torciera el tobillo para así poder quedarnos en Madrid unos cuantos días más. Al menos hasta la llegada de mi amigo. Nada de eso ocurrió y en pocas horas estábamos metidos en el coche en dirección a mi casa de la playa. Un chalé blanco de teja rojiza situado en un punto privilegiado. En la montaña pero a un paso del mar. Tenía un porche donde pasábamos las tardes leyendo, escuchando música y contemplando las espectaculares vistas al mar. Durante el viaje, mientras Carlos seguía con su repertorio de abominables temas veraniegos, dejé volar la imaginación y me vi a mí misma en ese porche rodeada de barrotes. No era el Mediterráneo lo que se divisaba, sino el Pacífico, y yo había sido condenada a pasar un mes en esa casa de verano convertida en prisión de Alcatraz.
—Cariño, ¿te ocurre algo? —me preguntó Carlos.
Casi doce horas le había costado darse cuenta de que ese no era el día más feliz de mi vida.
—Nada —respondí sin saber qué otra cosa decir.
—Te conozco bien y sé cuándo te preocupa algo —insistió.
Me preocupaban tantas cosas que no me fue difícil elegir una al azar para que dejara de indagar.
—Pensaba en mi último libro. Quiero que, tras leerlo, mis lectores dejen de necesitarme.
—No sé qué decirte. Si esa panda de tarados deja la autoayuda, podríamos tener un problema.
—Te he dicho mil veces que no son tarados. Están perdidos, eso es todo.
—Pues ya va siendo hora de que se encuentren.
—Eso es lo que quiero, darles la guía definitiva para que caminen solos.
—Y se la darás, siempre lo haces, lo que ocurre es que no quieren soltarse de tu mano, están enganchados a ti. La gente está mal y seguirá estando mal, da igual los cientos de consejos que le des.
—Eso no es cierto. Mis libros curan.
—En Desmontando a Estela Cruz no decías lo mismo.
—Ay, Carlos, me pones de los nervios. ¿Acaso no has entendido nada? Lo que digo en mi último libro es que la autoayuda no es la panacea de la felicidad, que si la teja cae hacia ti como un proyectil, da igual lo positivo que seas, te dará igualmente.
—Pues eso, sonreír no cura, ¿qué es lo que no he entendido?
—Nada, déjalo. No estoy con ánimos de discutir.
—Ni yo, cariño, disfrutemos del viaje y de nuestras vacaciones. Te quiero —remató dándome unas palmaditas en la rodilla.
Además de querer tirarme del coche en marcha, también quería curar a mis lectores. Sabía perfectamente lo que les pasaba, porque yo misma lo había provocado con cada uno de mis libros. Querían más sonrisas, más dinero, más amor, más viajes, más éxito, más amigos, más belleza, más poder, etcétera, pero al final lo que más recibían era frustración. Había creado un regimiento de insatisfechos y mi nueva misión era lograr que se retiraran del campo enemigo sin sufrir demasiadas bajas. Basta de fijarse metas cada vez más altas, de dejarse la piel por ser los mejores y de renunciar a los pequeños placeres para alcanzar la gloria. Si para algo debía servirme ese mes de aislamiento involuntario era para encontrar la pieza que me faltaba del rompecabezas. Esa era mi auténtica misión estival. Esa, y escaparme al humo del asfalto para reencontrarme con el camarero del Nacional. Al llegar a nuestro destino, el personal de servicio ya se había encargado de que todo estuviera perfecto. Los grandes ventanales que daban al mar estaban abiertos de par en par y las cortinas ondeaban al viento como banderas blancas. Las miré embobada y decidí firmar la paz. No era justo que Carlos pagara por mis pecados. Él no tenía la culpa de que mi travesía por el Mediterráneo me hubiera llevado mucho más allá de Italia y de que la poca libertad que siquiera había acariciado me supiera a poco. Tampoco quería que el pequeño Jaime notara que su madre estaba triste. Me haría la feliz, eso siempre se me había dado bien. Paseos al atardecer, horas de relax en la playa, comidas con amigos, escribir, leer… Un verano de ensueño para cualquiera menos para mí. Yo pasaba los días esperando a que se hiciera de noche para perderme entre los pinos del jardín y llamar a Eduardo. Estaba encantado con Elvira, con Cintia y con Madrid. «¿A qué esperas para venir, niña?», me preguntaba siempre. Yo le iba dando largas, no lo tenía fácil. Carlos ese verano estaba pegado a mí como una lapa, como si estuviera preparando oposiciones a pareja y padre del año o algo así. Y así pasaron dos semanas en las que llegué a acostumbrarme a aquel estado de alegría fingida. Quince días más y estaremos de vuelta, ¿para qué liarla ahora?, me decía a mí misma. Si había podido vivir veintitrés años sin saber nada de él, podría aguantar un poco más. Y justo cuando dejaba de fantasear con escaparme a Madrid, llamó Cassandra suplicando que fuera.
—Estela, no puedes faltar.
—Es que no sé si Carlos se apañará con el bebé.
—¿No querrás que me trague que no tienes a nadie que pueda ayudarle?
—Bueno, sí, pero es que…
—Es que nada, levanta el culo y ven, aunque sea para ver a Eduardo. Sé que lo estás deseando.
—No te creas, ya me había hecho a la idea de verlo en septiembre.
—Mira, guapa, puede que hayas conseguido engañar a todos con tu wonderful Summer de catálogo, pero conmigo no te esfuerces. Lo que te pasa es que tienes miedo.
—¿Ah, sí? ¿A qué?
—A no querer volver. Tu relación con Carlos hace aguas, te pongas como te pongas.
—¿Qué sabrás tú?
—Tienes razón, no sé nada, es solo intuición. Bueno, Estela, tú verás lo que haces. No voy a insistir más.
—Te lo agradezco.
—Que te vaya bien, adiós.
—Adiós.
Colgué el teléfono realmente enfadada. Ahora que ya no necesitaba tumbarme en el diván de Lucía a llorar mis penas, ni llamar a Elvira a medianoche para que me salvara de una muerte segura, mi amiga Cassandra irrumpía en mi vida para tocarme las narices. Me daba rabia reconocerlo, pero en una cosa tenía razón: estaba aterrada. Por fin la vida me daba la oportunidad de criar a un hijo en pareja y no pensaba arriesgarlo todo por un cosquilleo en la barriga. Quedaba descartado viajar a Madrid para ver al cubano, pero ¿y Paloma? Pensé en ella y en lo largo que había sido su camino hasta encontrar un hombre adecuado y conseguir llenar su barriga de algo más que pimientos. El buenazo de Santiago y la diva de la tele, padres de un retoño. Había mucho que celebrar y yo no podía faltar. Saqué una pequeña maleta del armario y la llené solo con lo necesario. Me duché, me vestí con ropa cómoda y salí al porche, donde Carlos leía entusiasmado el final de una novela.
—Carlos, me voy a Madrid.
Mi novio ni siquiera levantó la mirada del libro. Cuando leía, se concentraba tanto que su cerebro parecía desconectar el sentido del oído.
—Las chicas le han organizado una despedida de soltera a Paloma y no puedo faltar.
Más silencio, Carlos seguía con el piloto automático puesto.
—¿Carlos? ¿Me estás escuchando?
—¿Qué? No, ¿qué pasa?
—Que me voy.
—¡¿Cómo que te vas?! ¿Adónde?
—A Madrid, dos días.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Nada grave, mis amigas le han preparado una despedida de soltera a Paloma.
—¡Me podías haber avisado antes!
—No lo sabía. Por lo visto ha surgido así, de repente, como su boda.
—¿Y qué hacemos con Jaime?
—No te preocupes, Encarnita sabe bien cómo cuidar de él.
—Ya, bueno, pues no sé qué decirte, no me hace mucha ilusión quedarme solo, pero supongo que ya lo tienes decidido.
—Sí, Carlos, quiero ir. Será solo un par de noches.
Me acerqué hasta donde estaba sentado y me incliné sobre él para darle un beso. Carlos se levantó y me ayudó a cargar la maleta. Me metí en el coche nerviosa, di marcha atrás, luego primera, saqué la mano por la ventanilla para despedirme y pisé el acelerador hasta el fondo para salir de allí cuanto antes. La visión de Carlos diciéndome adiós con cara de te quiero «hasta el infinito y más allá» me hizo sentir mal. A medida que me alejaba, ese estado de culpa se fue convirtiendo en euforia por llegar a la capital cuanto antes. Conecté mi móvil al aparato de música y seleccioné la lista «Boda Paloma» que había ido confeccionando desde que supe que se casaba. Eran canciones que las cuatro conocíamos y que habíamos bailado en infinidad de ocasiones.
Cuando llegué a Madrid, tras más de seis horas de viaje, mi propósito de no ir a ver a Eduardo se había desvanecido. Sin pensármelo dos veces, llamé a mi amigo como hacía cada noche, solo que, en lugar de estar escondida entre los matorrales de mi jardín, me encontraba de pie frente al portal de Elvira.
—Buenas noches, niña, qué pronto llamas hoy.
—Es que hoy es diferente.
—¿Por qué? ¿No tenéis cena en casa?
—No.
—¡Qué raro! ¿Y eso?
—Hoy quería invitarte a cenar yo a ti.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacer, llamar a una pizzería y que me la envíen en forma de corazón?
—Ja, ja, ja. No, tonto, quería llevarte a mi restaurante favorito.
—¿Me tomas el pelo?
—Asómate a la calle.
Eduardo no tardó ni dos segundos en salir al balcón y, aunque la altura me impedía ver su cara, sabía que estaba muy emocionado. Bajo su apariencia de tipo duro, seguía estando el chaval sensible que había conocido en el Nacional. Un joven rodeado de amigos y de chicas que le rondaban, pero tremendamente solo. Sus padres eran muy mayores y vivían en el campo, muy lejos de La Habana, y no tenía hermanos ni ningún otro familiar en la ciudad. Cada Navidad veía cómo sus compañeros iban a reunirse con sus familias mientras él se quedaba trabajando. ¿Para qué pedir libre ese día si no tenía a nadie con quien comer? Un año su jefe le dijo que no le necesitaría y a él se le cayó el mundo encima. Pensé que sería buena idea organizarle una merienda sorpresa. Junté a algunos de sus mejores amigos, que dejaron a sus familias con el postre en la mesa, y le llevamos engañado a un paladar donde le habíamos montado una pequeña fiesta navideña. Su cara de sorpresa y su sonrisa de oreja a oreja hizo que todo el esfuerzo valiera la pena. Esta vez la sorpresa era solo yo, pero su entusiasmo al verme fue parecido al de aquella tarde navideña.
—Daniela, Daniela, me la has vuelto a colar. Ahora verás cuando te pille —gritó desde el balcón.
—No chilles, que me vas a romper el tímpano. Te oigo perfectamente —le dije por el móvil.
—Ay, perdona, es la emoción. Ya bajo, niña.
Mi amigo bajó en tiempo récord y me estrujó como si no creyera que me tenía delante. La despedida de Paloma era al día siguiente así que esa noche la teníamos para nosotros. Desde que supe que Eduardo vendría a Madrid, soñaba con llevarle a mi lugar secreto, el único sitio de la ciudad al que iba siempre sola y donde me reencontraba con la parte de mí que había dejado en La Habana. Un restaurante cubano muy chiquitito escondido entre las calles de la Cava Baja que regentaba Maritza, una mujer cubana de unos cuarenta y cinco años. Ella, como muchas de nosotras, había conseguido que un hombre la trajera a España cegado por la visión de sus caderas. Se casó con él y le dio tres hermosos retoños. A cambio, el hombre hizo realidad su sueño de montar su propio restaurante para cocinar los platos de su amada Cuba. «Esta es la mejor manera de no olvidarte de tu tierra, llevarla dentro», solía decir mientras se frotaba su enorme barrigota. Si la pillaba con poco trabajo, se sentaba a mi lado para compartir algún licor mientras hablábamos de todo lo que acontecía por nuestra isla natal. Aquella noche era la primera vez que aparecía por allí acompañada. Le presenté a Eduardo y nos acomodó en mi mesita del rincón azul. Estaba al fondo, dentro de una cuevecita muy íntima que ella misma había pintado del color del mar. Discutíamos mucho sobre aquel color que nada tenía que ver con el del Caribe, azul turquesa. «Este es el color que recuerda mi corazón. Si lo que quieres es realidad, cómprate una postal», me contestaba enfadada.
—Aunque no te lo creas, en este rincón he pensado mucho en ti y en cómo te iría la vida —le dije a Eduardo con dos mojitos en el cuerpo.
—A mí no me ha hecho falta esconderme para recordarte.
—Eduardo, no ha sido fácil.
—Lo sé, niña, no te pongas triste. Ahora estamos juntos, eso es lo que importa.
—Sí, juntos de nuevo en un pedacito de Cuba —le contesté mirando el local.
Y Eduardo, al que no le hacían falta señales de humo para saber cuándo le deseaba una mujer, acercó sus labios a los míos y me besó. Un beso al que siguieron otros muchos. El tiempo parecía haberse detenido en aquel lugar hasta que Maritza se vio obligada a interrumpirnos.
—Estela, siento molestaros, pero si la policía me pilla abierta a estas horas me coloca una multa que me deja loca.
—Perdona, Maritza, no sabía ni qué hora era. Ya nos vamos —contesté ruborizada.
Cuando llegamos a casa de Elvira, Eduardo me propuso que subiera. Mi asistente se había marchado unos días de vacaciones con unos amigos. No encontré la manera de negarme. Hacía muchísimo calor esa noche en Madrid y nos duchamos para poder seguir con esa deuda que nuestros cuerpos tenían pendiente. Cuando se hizo de día, nos preparamos un buen desayuno y caímos exhaustos después de una noche de sexo que nada tuvo que ver con aquella primera en el Nacional. Por suerte, cuando me desperté él seguía dormido. Recogí mis cosas con cuidado de no hacer ruido y bajé a la calle como si saliera de robar, ataviada con unas enormes gafas de sol y echándome la melena por la cara para que nadie me reconociera.
Sin pretenderlo, me había convertido en una devorahombres. Carlos no se merecía esto ¿o tal vez sí? Si no me hubiera abandonado empeñado en que abriera los ojos a la cruda realidad, las cosas habrían sido muy diferentes. Seguiría viviendo sin la necesidad de escarbar en el pasado, volar a mi Cuba natal y reencontrarme con Eduardo. Y posiblemente tampoco habría querido embarcarme hacia Italia sin su compañía. Desvié mi mente hacia la despedida de soltera de Paloma para no dar más vueltas a lo que ya no tenía remedio. Cass había hecho mucho hincapié en que esa noche debíamos parecer putones. Eso lo tengo fácil, pensé fustigándome. No, Estela, por ahí no. Eres una mujer que se ha pasado la vida atada a un hombre y que por fin se asoma al mundo. Argumento poco convincente, pero que me sirvió para pasar a lo siguiente: buscar el modelo perfecto. Un vestido lencero me pareció suficiente. Me maquillé, me recogí el pelo en una coleta alta y salí hacia casa de Cass intentando apartar de mi mente la mirada de Eduardo, llena de ternura y deseo. ¿Y si el cubano era el auténtico amor de mi vida? Tal vez si me hubiera quedado en La Habana, me habría sacado del negocio, como pretendía, y me habría puesto a trabajar con él. A lo mejor hasta nos habríamos casado. ¿Tuve la felicidad en la palma de mi mano y la dejé escapar? Atravesé el Atlántico, me convertí en escritora, tuve éxito, gané mucho dinero y me codeé con gente importante, pero el día en que mi hija y mi novio me abandonaron todo eso dejó de importarme. Ahora lo único que quería era que todo en mi vida fuera de verdad.
Cass me esperaba ya en la calle ataviada con un minúsculo vestido negro. Ella sí lo había logrado, parecía un auténtico zorrón. Al subirse al coche, dijo exactamente lo que yo esperaba escuchar.
—Cubana, sabía que vendrías —dijo guiñando un ojo.
—Sí, ya sé que lo sabes todo de mí —contesté fastidiada.
—¿Has visto a Eduardo?
—No.
—No ni poco. ¿Desde cuándo tiene Estela Cruz esa cara sonrosada? Si me dices que lo habéis hecho, serás mi ídola.
—No, no lo hemos hecho.
—¡Lo sabía, lo sabía! —exclamó triunfal.
—¿Qué parte de «no lo hemos hecho» no has entendido?
—Tal vez no lo habéis hecho, pero os habéis visto. Y si has ido a verle a él antes que a tu gran amiga Cassandra es que acabaréis haciéndolo.
—Cass, por favor, centrémonos en lo que estamos. ¿Dónde es la despedida? —le pregunté para saber qué rumbo tomar.
—Ah, es verdad, tranquila, lo pongo en el navegador y que nos lleve, así puedes contarme todos los detalles del encuentro secreto —contestó mientras introducía los datos en el ordenador de a bordo.
—No fue ningún encuentro secreto. Oye, ¿y qué le hemos comprado a Paloma?
—¿Ah, no? Y si no fue secreto, ¿por qué me lo querías ocultar?
—Cassandra, si sigues por ahí, te dejo aquí mismo y me vuelvo a la playa.
—Está bien, esperaré a que estés pedo para sonsacártelo todo.
La modelo me hizo caso y cambió de tema. Me contó todo lo que habían preparado las amigas del cole de Paloma para sorprenderla.
—Pensaba que esta despedida era idea tuya —le dije.
—Y lo era, pero esas chicas no tienen medida. Se han empeñado en darle alguna que otra sorpresita y no me he podido negar. Están histéricas —me contó flipando.
Lo primero sería disfrazarla con una mini de tul roja, un velo y una liga también rojos, y llevárnosla con los ojos tapados al privado del restaurante que había reservado Cass. Una vez terminada la cena, las amiguitas habían pagado los servicios de un boy y, de ahí, a la zona vip de una discoteca. Todo muy original. No podía decirle a Cass que el plan me apetecía tanto como colgarme boca abajo de la rama de un árbol, así que disimulé cuanto pude. Supongo que a mi amiga, cuya fiabilidad en el diagnóstico era muy superior a la de cualquier detector de mentiras, no logré engañarla, pero lo dejó pasar. Ella quería que esa noche yo estuviera allí de cuerpo presente.
Cuando a Paloma le desatamos el pañuelo de los ojos en el restaurante, alucinó con el sitio al que la habíamos llevado. Luego nos miró a todas y, al llegar a mí, se paró y se acercó a abrazarme. Nadie le había dicho que vendría de la playa y ella no imaginaba que dejaría a Carlos con un bebé de tres meses. No era propio de mí. Tampoco lo era ser infiel ni sobrevivir sin ansiedad ni pastillas, pero así era mi nueva vida.
—Gracias, Estela, sin ti esto no tendría sentido. Tú nos presentaste.
Al escuchar sus palabras, me acordé de Lucía. También para ella yo era una pieza fundamental en su relación. Las dos iban a casarse el mismo día y para las dos era imprescindible tenerme cerca. Iba quedando menos tiempo para decidir qué hacer. De momento, Paloma me tenía en su despedida, así que tal vez lo justo fuera que Lucía me tuviera en la boda. Levantamos las copas y brindamos. Cass había conseguido reunir a las mujeres más importantes en la vida de Paloma. Su hermana pequeña, amigas de la infancia, de la universidad y de la tele, además de nosotras tres y Cintia. Yo me senté entre Berta y Cintia, y junto a Cintia se sentó Cass. Hacía quince días que no nos veíamos y nos pusimos al día. Berta nos contó que su marido la había dejado plantada con los niños a cuestas en pleno verano. Él sospechaba que ella tenía un lío y le había cotilleado el móvil. Por suerte, sus hijos no se enteraron y ella inventó que papá volvía a Madrid por trabajo.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —le pregunté.
—Luchar por recuperarle.
—No te creo —le dije.
—Mujer, pero si es de libro. Tienes a un tío chupándote el culo y pasas de él, se larga y corres en su busca —explicó Cass convincente.
—¿Cuál es el plan? —le pregunté.
—No hay plan —respondió Berta.
—Tranquila, no te hace falta, ese calzonazos que tienes por marido no tardará en volver pidiéndote perdón por mirarte el móvil. Como si lo viera.
—No creo, Cass, se fue muy enfadado.
—Ya me conozco yo sus enfados. Por favor, si ese tío es un sin sangre.
—Tampoco te pases —le dijo Berta molesta.
Uf, de nuevo estas dos se me van a enzarzar en una pelea sin cuartel, pensé y corté en seco la discusión con mi gran titular. Sabía que podía confiar en ellas y era mejor soltar la bomba estando sobria que balbuceando a las cuatro de la mañana. Como bien decía Cass, con unas copas de más lo acabaría soltando todo.
—Ayer volví a hacerlo con Eduardo —dije sonriendo como una adolescente.
—¿A hacer qué? —preguntó Cintia.
—Pulseras de macramé, no te jode —soltó Cass flipando con la ingenuidad de la entrenadora.
—No puede ser —dijo Cintia que seguía sin dar crédito.
—Estela, qué fuerte. ¿Y qué tal? Supongo que fue mejor que aquella primera vez, ¿no? —preguntó Berta.
—Como del cielo a la tierra. Fue una noche flipante, pero ahí se va a quedar. No voy a arriesgar lo que tengo con Carlos por sexo.
—¿Solo sexo con un amigo de toda la vida? No te lo crees ni tú —sentenció Cass.
—A mí me parece lo más sensato, Estela, ¿para qué complicarte la vida? —apuntó Cintia.
—¿Pero a ti qué te pasa? Si apenas conoces a Carlos, ¿qué más te da? —la reprendió Cass.
—A Carlos no, pero por lo que conozco a Eduardo no creo que convenga enamorarse de él.
—¿A qué te refieres? —le pregunté sorprendida.
—Tu amigo está saliendo con una de mis alumnas prácticamente desde que llegó de Cuba.
Se me cayó el mundo a los pies. Hablaba con Eduardo todas las noches y no me había contado nada. En ese preciso instante, el boy vestido de policía entró en el reservado y todas se pusieron a gritar como gatas en celo. Era el turno de Paloma. Una de sus amigas de geniales ideas se dispuso a atarle las manos a la silla para que el boy le hiciera el bailecito. La cara de la presentadora era un poema, aquello no le hacía ninguna gracia. Cass, que era la organizadora principal, creyó que debía rescatar a nuestra amiga de aquella embarazosa situación. Al pasar por mi lado, me cogió del brazo con fuerza para que le prestara atención y me dijo algo al oído.
—Cubana, recuerda, «lo que tú creas así será». —Nada más decírmelo, salió corriendo en busca de Paloma.
Aquello me emocionó. Mi amiga, que tanto se había reído de mis mensajes de autoayuda, recurría al que había sido mi leitmotiv durante años para tranquilizarme. Enseguida capté el mensaje. Tanto si quería que el cubano fuera para mí, como si no, la decisión era mía. Esa misma mañana había salido huyendo de su lado y, en ese momento, al enterarme de que estaba con otra, lo único que quería era ir a verle para echarle la bronca. ¿Por qué me lo había ocultado? Había estado coqueteando conmigo todas las noches por teléfono mientras conocía a otra y se liaba con ella. ¡Qué cabrito! Me sentí ridícula y decepcionada. Miré a mi alrededor, ¿qué hacía yo allí? No me apetecía gritar, ni vitorear a aquel musculitos aceitoso, ni beber una sola gota más de alcohol. Aproveché que todas las miradas estaban centradas en Paloma y me escaqueé. Llegué a casa de Elvira y miré hacia su ventana. No había ninguna luz encendida y era pronto para que Eduardo estuviera durmiendo. Aporreé el telefonillo aun sabiendo que nadie contestaría. Estaba muy cabreada. Cogí mi móvil y le llamé. Nada, mi amigo había desaparecido. No podía mandarle un wasap porque no lo tenía activado y no me arriesgaría a mandarle un SMS y que no me contestara. Me metí de nuevo en el coche, pisé el acelerador con todas mis fuerzas y puse rumbo a la playa. Lo último que quería era que mis amigas montaran un dispositivo de búsqueda arruinándole a Paloma su despedida de soltera, así que le mandé un mensaje a Cass antes de que empezaran a llamar. «Por favor, inventa cualquier excusa y disfrutad de la noche sin mí. No tengo ganas de juerga, pero estoy bien, de verdad».
«Tranquila, Paloma está tan borracha que cree que sigues aquí y, por las demás, ni te preocupes. Todo está ok». Qué grande era Cassandra, que sabía cuándo retirarse y dejarte a tu rollo. Conduje todo el camino con mis pensamientos puestos en las palabras de Cintia. «Eduardo sale con una de mis alumnas prácticamente desde que llegó». «Sale» quería decir que no era un simple rollo. ¿Qué se había creído? Por mí podía tirarse a todas las mujeres de Madrid, pero tratarme a mí como si fuera una más, no, por ahí no iba a pasar. Siempre me había contado cuándo le gustaba alguien. ¿Por qué esa vez no lo había hecho? No hacía falta ser un lumbreras para dar con la respuesta. Mi actitud cachondona y mis más que aparentes ganas de juerga habían provocado que Eduardo dejara de verme como a una amiga para considerarme una posible conquista. Y yo había entrado en ese juego sabiendo perfectamente adónde me conduciría. Él seguía siendo el mismo que había conocido a los trece años, mientras que yo me había estado comportando como si fuera una de sus conquistas del Nacional. Le había suplicado que me untara crema y ahora quería hacerle pagar por ello. Sonó mi móvil, era él. Si no contestaba, se quedaría preocupado y seguiría llamando.
—Hola, Eduardo, dime.
—Tenía una llamada tuya, ¿querías algo?
—Nada, solo despedirme —mentí.
—¿Pero no te vas mañana? Podríamos quedar a almorzar, tengo algo para ti.
—Ya no estoy en Madrid.
—¿Y eso?
—Demasiada loca junta. Te dejo que estoy conduciendo.
—Espera, espera, no cuelgues. No sé por qué te largaste esta mañana sin decir nada, pero quiero que sepas que lo de ayer fue increíble.
—Sí, es todo muy increíble. Mejor lo olvidamos, ¿vale? Me pillaste con la guardia baja.
—Lo que tú quieras, niña, pero si decides lo contrario, ya sabes dónde me tienes.
—Gracias por la oferta, tal vez en otra vida. Nos vemos, un beso —le dije antes de colgarle.
Me alegré de haber tenido la madurez para callar. No tenía ningún sentido echarle la bronca. Fuimos muy amigos, sí, pero tampoco podía olvidar que durante veintitrés años me importó muy poco lo que fuera de él. Ahora estaba por fin en Madrid formándose para empezar una nueva vida, y yo no podía fastidiárselo comportándome como una amiga celosa y posesiva. Nos debíamos una noche de desenfreno y eso es lo que habíamos tenido. Nada más.
Lo primero que hice al llegar a casa fue entrar en la habitación de Jaime. Miré a mi bebé e inmediatamente desapareció cualquier atisbo de duda. Aquel niño tenía la oportunidad de crecer junto a su padre y no se la iba a quitar. Bastante había visto ya sufrir a mi hija Daniela por no tener al suyo. Elvira comenzó a buscarlo en cuanto mi hija y yo llegamos de La Habana. Cuando lo localizó, le pedí que no le dijera nada a mi hija, quería verle yo primero. Fue un encuentro frío en el que me dio la enhorabuena por mi brillante carrera y por el hijo que esperaba. En ningún momento se disculpó por habernos dejado tiradas. Tal y como imaginaba, ese capullo no quería saber nada de su hija. Le supliqué, lloré, pero no hubo manera. Tenía una nueva mujer, no sé si la tercera o la cuarta, que por lo visto era muy celosa. Si se enteraba de que le había mentido y de que tenía una hija, seguro que lo dejaría. Ni siquiera saber que iba a ser abuelo lo conmovió. A sus sesenta y muchos años, seguía anteponiendo tener una jovencita con la que irse a la cama a todo lo demás. Le dejé todos mis datos por si cambiaba de idea y desaparecí. «Tranquilo, pequeño, mamá ya está aquí, mamá ya no se va», le dije a mi bebé cuando empezó a llorar. Lo acuné, le canté las nanas de mi abuela y, cuando volvió a quedarse dormido, lo dejé en la cuna. Entré a hurtadillas en el dormitorio, me despojé del «disfraz» de mujer de rojo y me metí en la cama. Quería hacer el amor con Carlos para reafirmarme en mi decisión de permanecer a su lado.
Mi idea era pasar los quince días que nos quedaban de vacaciones en paz, escuchando el murmullo de las olas y escribiendo las últimas páginas de mi libro. Las llamadas nocturnas a Eduardo, así como las cenas que organizábamos en el porche, desaparecieron. Preferíamos acostarnos pronto y madrugar más. Mi corazón latía por fin a buen ritmo cuando apareció la visita más inesperada de todas, esa para la que una madre nunca está preparada. Mi hija Daniela se plantó allí sin previo aviso con mi nieta Estela en un brazo y el padre de esta, Alberto, del otro. Carlos y yo nos miramos impactados ante semejante estampa familiar. Se les veía algo nerviosos, pero muy sonrientes. Al llegar hasta nosotros, nos saludaron llenándonos de besos y ninguno de los dos supo qué decir. Por lo visto, habían gastado todo el valor en el viaje. Carlos se comportó como si aquello fuera lo más normal del mundo, pero yo, que estaba flipando en colores, no pude permanecer callada.
—Bueno hija, ¿a qué se debe la visita? —le pregunté con toda la intención.
—Pensamos que sería buena idea pasar juntos unos días.
—¿Buena idea? ¿Acaso no os bastó con vuestro crucero del amor? —les dije enfadada.
—Estela, perdona, debimos contártelo antes —acertó a balbucear Alberto.
—¿Antes de cuándo, de que os pillara besándoos o de que la dejaras embarazada?
—Cariño, tranquilízate —me pidió Carlos.
—No me da la gana. Daniela tenía un futuro prometedor y, por culpa de esto, todo se ha ido al garete —contesté.
—Mamá, nada se ha ido al garete. Ahora que Alberto y yo vamos a vivir juntos, voy a volver a estudiar. Quiero acabar la carrera y trabajar.
—¿Juntos? ¿Y qué pasa con su familia?
—Alberto ha firmado la separación, veníamos a contároslo.
—Perdona que no dé palmas de alegría, hija —añadí antes de girarme y desaparecer.
Me metí en mi cuarto. No quería acabar llamando hijo de puta al padre de mi nieta delante de todos. Ya lo haría en privado. A los cinco minutos, mi hija llamó a la puerta.
—Mamá, ábreme, por favor.
Dudé por un instante si hacerlo o quedarme allí encerrada hasta que se cansara de llamar, cogieran las maletas y se fueran por donde habían venido. Al final, le abrí.
—Daniela, ¿estás segura de que esto es lo que quieres?
—Sí, mamá.
—Ay, señor. ¿Y Carmen? No me quiero ni imaginar cómo estará esa mujer. ¿Sabe que la ha dejado por ti?
—Sí, Alberto se lo ha contado todo. Mamá, no quería que lo supieras por teléfono, necesitaba venir a verte. Ahora, si quieres, damos media vuelta y nos vamos, lo entenderé.
¿Qué debía hacer? ¿Aceptar la situación y acogerlos en casa o mandarlos al carajo a todos? Habían hecho cientos de kilómetros con mi nieta a cuestas para compartir con nosotros su buena nueva. Echarles de allí supondría un cisma y yo ya estaba harta de tanto drama. Salí al porche con mi hija de la mano ya más relajada y abracé a mi amigo convertido en yerno. Era una situación algo tensa que sobrellevamos con buen vino y largas sobremesas en las que hablamos de sus planes de futuro y de las ganas de mi hija por acabar la carrera y convertirse en abogada. Su «love is in the air» flotaba por todas partes llenando la casa de buen rollo. Me fijaba en cómo se miraban, cómo se reían y cómo se tocaban. Yo nunca había estado así con ningún hombre. Luis me trataba como un padre y me poseía como una bestia, mientras que con Carlos era todo en línea recta. Convivíamos, conversábamos de vez en cuando, discutíamos a menudo y hacíamos el amor tres veces por semana. Así mes a mes, año tras año, sin sorpresas ni cambios inesperados. Llegó la hora de la despedida y, en cuanto su coche desapareció por el pedregoso camino, el verano se fue apagando.