Qué dios es el que niegan los ateos. —Las flores de trapo. —La idea de Dios. —Lo que Dios no puede ser. —Absurda pretensión de los hombres de honrarle con ceremonias. —La única manera de adorar a Dios. —Las Buenas Obras. —Los mandamientos romanos no son buenas obras. —La verdadera educación religiosa. —Desatinos de la Iglesia Romana para asustar, dominar y sacar dinero. —La idea del Alma. —La Conciencia. —Los premios y los castigos de Dios. —El Instinto de Conservación. —El alma divina vuelve a Dios. —Si quieres ser feliz, cumple los Mandamientos de Jesús.
Vosotros habréis oído hablar a vuestros curas de unos hombres que no creen en Dios. Ésta es otra mentira de ellos. Nosotros somos de ésos, y no sólo creemos, sino que sabemos perfectamente que Dios es. Negar a Dios sería decir que a las doce del día se ven las estrellas, y nadie dice tal desatino.
Lo que nosotros negamos es, que Dios sea un hombre con barbas blancas, un triángulo en la cabeza y sentado en las nubes como nos pinta la Iglesia a su Padre Eterno. Un Dios que se ocupa exclusivamente de este planeta en que habitamos, sin hacer caso de los infinitos millones de otros planetas que pueblan el espacio. Un Dios a quien le es imposible hacerse conocer más que de una parte de los habitantes de este grano de arena en que vivimos, pues, como hemos visto, las seis séptimas partes de las personas que habitan este mundo no creen que el Dios de la Iglesia romana sea el verdadero (pág. 369), y las dos terceras partes ni aún siquiera han oído hablar de él en toda la vida.
Ese dios que estuvo seis días para construir este globo insignificante. Ese dios que nos dicen ser todopoderoso y le es imposible conseguir que los hombres cumplan sus órdenes.
Ese dios-hombre que hoy quiere estas ceremonias y mañana le gustan otras más; ese dios que se ocupa de hacerle caer la lotería a unos y las tejas en la cabeza a otros.
Ese dios al que se adora poniéndose de rodillas, como si fuera algún rey terrenal; ese dios humano, ese dios material; ése es el que nosotros negamos, porque eso no es DIOS TODOPODEROSO.
Nosotros no sabemos qué cosa es Dios, pero sabemos que no es nada de lo que las Escrituras de todas las religiones dicen que es.
Trataremos de demostraros esto con el siguiente ejemplo:
Imaginaos que entráis en un gran salón, en el cual reina un perfume muy suave y agradable. Miráis por todas partes para saber de donde proviene, cuando se os acerca un individuo vestido de sacerdote católico, con un ramillete de flores en la mano, diciéndoos que el perfume viene de sus flores. Las tomáis, las oléis, y no notáis que las flores tengan perfume alguno; las examináis y descubrís entonces que las flores son de trapo, y para convenceros de que el perfume no viene del ramillete, lo tiráis por una ventana, sin que por eso se observe cambio alguno en el buen olor de que la atmósfera del salón está impregnada.
Entonces se os acerca otro individuo, vestido de sacerdote mahometano, asegurándoos que el cura cristiano es un embustero, y que el perfume viene de otro ramillete que también él os presenta. Hacéis con este ramillete la misma operación que con el otro, con idéntico resultado.
A su vez se aproxima un nuevo personaje diciendo ser sacerdote de Buda, y que su ramillete es el oloroso, y vosotros, para no perder el tiempo, empezáis por tirarle por la ventana, sin que el perfume disminuya; y de esta manera van presentándose sacerdotes de religiones diferentes con ramilletes de flores de trapo, que tiráis, sin que el perfume cambie ni disminuya.
Continuáis, pues, registrando, a ver si descubrís de dónde procede aquel misterioso perfume, cuando empezáis a sentir un olor fétido y nauseabundo que por grados os va mareando más y más.
Pareciéndoos que el mal olor viene del lado en el que están los sacerdotes, os acercáis, y, en efecto, encontráis que ellos son los que están apestando el salón, y aburrido de aguantar aquellos farsantes, quienes, no sólo niegan oler mal, sino que insisten en que están perfumados, enarboláis el bastón, y, a garrotazos, les hacéis salir de la sala al trote.
Hecho esto, abrís las ventanas para ventilar el cuarto, y al cabo de algún tiempo desaparece el mal olor, restableciéndose el perfume de antes.
El salón es el Universo. El perfume es Dios; el cura de las flores de trapo, que decía que el perfume procedía de sus flores, la Iglesia Romana, que dice que su dios es el verdadero; los otros sacerdotes con los otros ramilletes, son las diversas religiones que cada una afirma que su dios es el bueno. El examen que hacéis de los ramilletes, que resultan ser de trapo, es el examen de los diversos dioses, que resultan todos falsos. El mal olor del cura y sus compañeros, son las patrañas y falsedades de las ceremonias de los cultos; el mareo que sentís, es la perturbación que esas ceremonias producen en la inteligencia de los creyentes; el bastón, con el que despacháis a los sacerdotes, es La Razón, y las ventanas que abrís, y que, haciendo que el aire se renueve, os permite volver a sentir el perfume, es el efecto saludable que en el alma produce la ausencia de los ritos supersticiosos de las Iglesias, aproximándoos al verdadero Dios.
Este ejemplo os mostrará claramente la verdad, porque nosotros no decimos más que la pura y neta verdad, sea agradable o desagradable; y así os aseguramos que los hombres jamás han sabido ni saben de dónde viene el perfume; le olemos, luego Dios es, pero ¿de dónde viene?, o lo que es lo mismo: ¿Qué cosa es Dios? La inteligencia humana no lo puede comprender; pero como ya en otra parte os lo hemos dicho con la misma franqueza, que os confesamos la imposibilidad completa en que los hombres se hallan de comprender a Dios, con la misma os afirmamos que el perfume no viene de las flores de trapo y, por consiguiente, ni el Dios de la Iglesia romana, ni el de cualquier otra existen, siendo todos ellos seres imaginarios inventados por los hombres. El único olor que viene de esas religiones es la peste de sus fraudes y engaños.
Dios no tiene cuerpo, porque Dios es El alma del Universo, y el alma no tiene cuerpo. Acaso no os es posible haceros cargo de que una cosa pueda ser y no tenga cuerpo: trataremos de demostrároslo.
Al mover un brazo hacéis movimiento, una cosa que no es el brazo, una cosa que es, y sin embargo no tiene cuerpo, porque el movimiento en sí no tiene cuerpo. Al leer esto, vuestra inteligencia os hace comprender la idea que acabamos de expresar, y esa comprensión de vuestro cerebro no es vuestro cerebro mismo, así como el brazo no era el movimiento; ahí tenéis otra cosa que es, y que tampoco tiene cuerpo; del mismo modo comprendéis que la memoria, la voluntad, etcétera, no pueden tener cuerpo, y, sin embargo, son.
ASÍ ES DIOS
De la misma manera como es imposible a nuestra inteligencia hacerse cargo de la esencia de esas cosas que son y que no tienen cuerpo, por más que no nos cabe duda de que existen, del mismo modo, por más que es evidente el que Dios es, nos es completamente imposible saber cuál es su esencia, o, mejor dicho, que cosa es Dios. Comprendemos que existe o es, pero ahí concluye el conocimiento humano de él.
Os repetiremos, pues, lo mismo que dice el obispo Forbes al hablar de Dios: Todos los nombres que le pongamos, nada quieren decir, sea-Dios-Sér Supremo-Leyes de la Naturaleza-Omnipotencia-Ley de la Perfección-Providencia-Ser Inmutable-Naturaleza-Alma del Universo-Inmensidad-Espíritu Universal, etcétera, etc. Cada nuevo nombre que le aplicamos, no es más que una nueva prueba de nuestra nulidad ante él; y decimos él, no porque sea hombre ni mujer, sino porque de alguna manera humana hemos de llamar esa cosa incomprensible.
Ahora que os habéis hecho cargo un poco, no de lo que es Dios en sí, porque eso no es posible, sino de la idea Dios, comprenderéis que el decir que Dios era Jehová, o Júpiter, o Moloc, o que Jesús era aquello, o cualquiera de esos dioses humanos, es el colmo de los desatinos.
Dios no discute con nosotros más que discutiría con la lombriz que vive bajo tierra, y que partís en dos al cavar, porque ante su Omnipotencia, los mil cuatrocientos millones de habitantes de este planeta, con todos sus reyes y emperadores, no tienen más importancia que aquel gusano.
Dios, ni se complace, ni se arrepiente, ni cambia de opinión, como dice la Escritura; porque esto tiene por causa lo imprevisto, y para Dios no existen imprevistos.
Dios no se incomoda, porque esto indica contrariedad, y para él no existen contrariedades.
Dios no castiga, porque el castigo implica ofensa, y Dios no puede ser ofendido. Dios no tiene voluntad, porque voluntad implica deseo, y para él no existen deseos.
Vuestra pretensión de honrarle con ceremonias, equivaldría a la pretensión del que quisiera pintar la nieve de blanco, con lo cual no haría más que mancharla; porque Dios es una cosa inmaculada, a la que las ceremonias de todas las religiones mancharían, sí eso fuera posible.
Dios, en fin, no tiene ningún género de parecido, ninguna analogía con nuestro modo de ser o nuestro modo de obrar; todas nuestras pasiones, todos nuestros sentimientos, no son más que el resultado de nuestra imperfección y de lo muy limitados que somos, para Dios, que es Perfecto e Infinito; nada de eso puede existir.
En una palabra, todo cuanto los hombres sean, todo cuanto los hombres puedan hacer sentir y pensar, eso no puede ser, eso no puede hacer sentir ni pensar Dios.
La única manera, ¿entendéis bien? LA ÚNICA MANERA de adorar a Dios es HACIENDO BUENAS OBRAS.
Con ejecutar ceremonias, adoráis a Dios menos que con comer, beber y dormir, porque esos actos son Leyes de la naturaleza.
Todos sin excepción, podemos adorar a Dios, no una vez cada siete días, ni rezando un rato por la mañana y otro por la noche, sino continuamente, en todas partes y en todos los actos de nuestra vida, porque:
Buena obra es en toda persona contribuir, en lo que buenamente pueda, a mantener al pobre imposibilitado para trabajar, así como es buena obra negarse a sostener al vago de profesión, llámese peregrino, llámese fraile, llámese como se quiera, porque aquel dinero puede servir para socorrer al verdadero necesitado.
Buena obra es no vender por diez reales lo que acabéis de comprar por nueve, valiéndoos de la ignorancia del nuevo comprador, porque acaso aquel real le hace más falta a él que a vosotros; y del mismo modo es buena obra dar el peso y medida verdaderos.
Buena obra es en el jornalero trabajar las horas que le correspondan y no holgar una parte de ellas, porque eso equivale a que el tendero os vendiese tres cuarterones por una libra, o que el dueño no pagase al jornalero más que seis horas, en lugar de las ocho en que se ajustó.
Buena obra es tratar bien a todos los que están bajo vuestras órdenes haciéndoles ver la razón por la que les reprendéis; del mismo modo que es buena obra el que el empleado recibir de buen modo la reprensión que se le hace; y si el jefe estuviese equivocado, será buena obra en el subalterno hacérselo ver con buenas razones, sin dejarse atropellar, porque ningún hombre vale más que otro si no tiene más razón que otro.
Buena obra es no murmurar haciendo ver las faltas de los demás, porque todos estamos plagados de ellas, y el murmurador más acaso que ninguno, y del mismo modo es buena obra defender el buen nombre de la persona de cuya ausencia se vale el calumniador para atacarla.
Buena obra es respetar las opiniones de vuestro prójimo, así como también lo es, si creéis que está equivocado y que nada gana con estarlo, tratar de desengañarle con razones. Sí no es posible no os incomodéis, compadecedle; pues por más que él no se crea digno de compasión, lo es tanto como el ciego de nacimiento, quien tampoco puede comprender sea digno de lástima, pero de lo que nosotros estamos convencidos, porque, faltándole un sentido, su conocimiento de Dios tiene que ser aún más imperfecto que el que nosotros tenemos.
Buena obra es en los padres no exigir a la juventud bulliciosa el aplomo de la edad madura, porque de esta manera matan el cariño de sus hijos transformándolo en temor y llegando a ser su pesadilla, por querer que su cerebro de veinte años piense como uno de cincuenta por exceso de cariño, por pretender hacerles felices contra su voluntad.
Buena obra es el reconciliaros con aquel a quien en un arrebato de cólera, sin razón, ofendisteis, dando espontáneamente una satisfacción, así como también lo es en el ofendido estrechar vuestra mano tan pronto como se la tendéis; porque si de corazones nobles es confesar las faltas, de corazones igualmente generosos es no guardar rencor.
Buena obra es, no sólo no maltratar a vuestros semejantes, pero tampoco a los animales; porque también ellos sienten el dolor, también ellos, sin duda, comprenden a su modo la injusticia y la crueldad de que son víctimas; ni destrocéis inútilmente las plantas, porque también ellas tienen vida y sensación especial.
Buena obra es no decir juramentos bárbaros, con los que, si bien no podéis ofender en manera alguna a Dios, ofendéis a vuestros semejantes, haciéndoos indignos del don de la palabra con la que Dios os dotó al elevaros en la escala de los animales.
Buena obra es reconocer en otros sus buenas cualidades, y mostrarles vuestro agradecimiento o complacencia por cualquier cosa que por vosotros hicieren; porque si no, parecéis despreciarlos, devolviendo así mal por bien.
Buena obra es no ser demasiado severo con las faltas de vuestros prójimos; porque vosotros no sabéis si, colocado en igual situación, no habríais hecho lo mismo y aún peor. Los hombres son como las joyas, a las que es necesario aplicar la piedra de toque para distinguir la falsa de la verdadera; por eso, no alabéis vuestra honradez, vuestra generosidad, vuestro valor ni ninguna de las cualidades de las que creéis, acaso con la mejor buena fe, hallaros adornado, porque al hombre no le es posible conocerse a sí mismo. Todos nos creemos de oro purísimo, hasta que la piedra de toque de las circunstancias hace ver que somos cobre.
Buena obra es en la casada, no sólo el ser fiel guardadora del honor que su esposo le confió, y cuya conducta en este particular debe ser tal, que jamás pueda empañarle ni aún la más ligera duda, sino también ser madre cuidadosa de sus hijos, ordenada ama de su casa y obediente esposa, ayudando a su marido en los trances difíciles de la vida y ajustándose a todas las circunstancias, así como en éste es buena obra proporcionarle el mayor bienestar que sus recursos le permitan, ser cariñoso, no imponer despóticamente su voluntad, y sin pretender el imposible de cambiar lo esencial de su naturaleza, amoldar las ideas de ella a las propias para que, habiendo consonancia en éstas, la haya igualmente en los gustos, formando así del matrimonio, no un jefe y un subalterno, sino dos compañeros, dos amigos íntimos; más aún, un alma en dos cuerpos.
Buena obra es, y muy grande, el ser limpios, porque, como dice la máxima, Ama a Dios y a la limpieza. Más adoramos a Dios conservando limpio nuestro cuerpo con todas las oraciones del mundo. Del mismo modo es buena obra ser cortés, porqué la falta de educación embrutece al hombre, y todo embrutecimiento le aleja de Dios.
Buena obra es no mentir contra vuestro prójimo, causándole así un perjuicio; pero si con decir la verdad no hacéis bien a nadie, sino que, por el contrario, ocasionáis un mal, callad; y si es necesario mentir para hacer algún bien, y estáis plenamente convencidos de que ningún mal puede sobrevenir de vuestra mentira, entonces, ES BUENA OBRA MENTIR, y de eso ya hemos dado un ejemplo en la página 332 de este libro.
Buena obra, en fin, es todo, absolutamente todo aquello con lo que no hagamos daño alguno a nada ni a nadie, porque desde el momento que no hacemos mal, hacemos bien.
Nos diréis que no seguimos nuestra propia doctrina, puesto que con este libro hacemos un daño evidente a los sacerdotes.
Es muy cierto; pero cuando no hay más recurso que elegir entre el mal de uno o el de varios, seria una mala obra preferir que sufrieran muchos en lugar de uno.
Por eso, como los ministros de esas imposturas que se llaman ceremonias y sacramentos del culto son miles, y los engañados son millones, no titubeamos ni un momento en causar un daño a los primeros para hacer un bien a los segundos, como tampoco hemos titubeado jamás en dar nuestra declaración contra el malhechor, porque buena obra es tratar, por todos nuestros medios, el hacer que la justicia triunfe dándole nuestro apoyo y persiguiendo al criminal.
Alegaréis que, si toda obra que no hace un daño es buena y sirve para adorar a Dios, vosotros ningún daño hacéis con ejecutar las ceremonias de vuestro culto.
Veamos hasta qué punto es cierto.
Nosotros hemos hecho y hacemos muchas buenas obras visitando las iglesias, porque vamos a ellas para observar y descubrir los engaños de los cultos, sea el romano, sea cualquier otro.
Nosotros nos hemos confesado, y no tenemos inconveniente en repetirlo todas las veces que nos parezca conveniente, con objeto de estudiar y tomar notas de las mil artimañas de que se valen los sacerdotes romanos para descubrir qué especie de individuo es el penitente. Nos sospechamos, sin embargo, que más hemos sacado nosotros de ellos que ellos de nosotros.
Con todo esto hacemos una buena obra, no sólo porque hemos aprendido siempre algo, cumpliendo así con la Ley de la Perfección, sino porque de esta manera podemos enterarnos, por medio de este libro, de lo que nosotros sabemos, sin necesidad de que os toméis ese trabajo.
Vosotros no vais a la Iglesia a estudiar ritos ni a descubrir engaños sino a cumplir con lo que vuestro cura os dice ser el mejor modo de llegar al cielo.
Damos por asentado que sois independientes para perder vuestro tiempo oyendo misa, confesando, etc., etc., y puesto que en ello sentís placer y a nadie perjudicáis, hacéis indudablemente una buena obra a vosotros mismos, así como haríais una buena obra comiendo bien y bebiendo vinos, sí en ello teníais gusto, y mejor todavía si convidáis a vuestros amigos. Como esta comparación acaso os extrañe, os vamos a explicar una cosa de que probablemente no os habéis hecho cargo, y es que cuando creéis mortificaros os estáis dando gusto.
Por ejemplo: al ayunar creéis hacer una penitencia o sea una acción meritoria, porque, según vosotros, hacéis algo contra vuestra voluntad. Eso es un error. Si mañana el ayuno, en lugar de consistir en comer menos, consiste en comer doble, sentiríais el mismo gusto en tener indigestiones que ahora sentías en estar desfallecidos; luego, claro está que la mortificación no consiste en hacer esto ni aquello, ni en comer poco o mucho; porque no os mortificáis más matándoos de hambre que os mortificáis reventando de alimentos. En uno y otro caso vuestra acción nada tiene de meritoria, porque en uno y otro caso la hacéis creyendo ganar algo mejor y por puro interés personal.
¿Se le ocurre a alguien decir que es una acción meritoria y una penitencia empeñar la capa en invierno para poder ir al teatro, alegando que con eso se expone a coger una pulmonía? Pues eso precisamente es lo que hacéis vosotros con vuestras pretendidas mortificaciones. La capa que empeñáis son los ayunos, confesiones, misas, etc.; el teatro al que queréis ir es el cielo, y el frío que pasáis por haber empeñado la capa son los ratos desagradables de los rezos, ayunos, etc. Con la diferencia de que el que empeña la capa va realmente al teatro, mientras que vosotros pasáis el frío sin adelantar más que los que van bien embozados, porque con empeñar la capa no hacéis nada bueno.
Si queréis mortificaros de veras, no empeñéis la capa. Esto nos hace recordar los Santos que no se cambiaban jamás de ropa y que creían mortificarse con eso, cuando, en realidad, estaban tanto más contentos cuanto más sucios y piojosos se encontraban.
Ahora comprenderéis la inmensa distancia que separa los mandamientos romanos de los Mandamientos de Jesucristo, que no son otros que los Mandamientos Inmutables de la Moral.
Con los primeros nos damos gusto, no haciendo absolutamente ningún bien al prójimo y con los Mandamientos de la Religión Verdadera nos damos gusto igualmente, pero es haciendo bien al prójimo.
Una vez que os hemos explicado cómo es que no hacéis nada digno de premio con vuestros dichosos Mandamientos y Sacramentos, continuamos suponiendo que a nadie perjudicáis con ejecutar vuestras ceremonias, y que vuestro confesor no os tira de la lengua y os hace decir algo que pueda servir para perjudicar a un tercero y, por lo tanto, continuáis haciendo la buena obra de daros el gusto de imaginaros que sois un santo, por más que nadie note el que vuestra conducta sea mejor que la de los demás, ni mucho menos.
Todo esto está muy bien; pero supongamos que os casáis; supongamos también que os es indiferente el que un señor cura, que es un hombre como cualquier otro, se divierta preguntándole a vuestra mujer lo que si otro se atreviese ni aún a indicarle, ella se daría por insultada y vosotros le abriríais la cabeza de un trancazo, como más de una vez ha sucedido.
Supongamos igualmente, que tenéis un hijo y que apenas empieza a saber hablar, le hacéis poner de rodillas y juntar las manos, obligándole a aprender oraciones de cuyo significado no puede tener la menor idea aunque el pobre niño proteste con sus lágrimas o mejor dicho, ni el niño, sino la Naturaleza, Dios, contra aquel acto bárbaro con que asesináis la razón naciente de aquel ser en cuya inteligencia la primera impresión que estampáis es la de la injusticia humana.
Ya la buena obra no es buena; ya hacéis daño a un tercero, a vuestro hijo, en cuya tierna imaginación imprimís, no tanto los principios inmutables de la Moral, como vuestros ritos supersticiosos, porque, por la misma razón que ninguna persona medianamente educada permite ya, ni aún en nuestra España, el que a sus hijos se les haga creer en brujas y en endemoniados (como no hace muchos años todavía sucedía), porque aquellas creencias difícilmente se desarraigan, del mismo modo vosotros causáis un daño a un tercero haciéndole creer que aquella pantomima misteriosa de la misa es sobrenatural; aquellos sacerdotes, seres divinos que tienen poder absoluto sobre él; aquellas imágenes, cosa sagrada y milagrosa, grabada en su alma virgen de horrores imaginarios del infierno, y acostumbrándole a formarse de Dios la idea de un ser cruel y rencoroso, idea de que en vano la razón tratará más tarde de librarle.
Crecen nuestros hijos; una de vuestras hijas se casa con un hombre que afirma que Dios le concedió la razón para usar de ella, y que cree que el sentido común y el cariño convencerán a la mujer de su error; pero que se equivoca, y descubre, cuando ya es tarde, que si en la mayoría de los hombres la razón en estas cuestiones tiene poca fuerza, en la mujer, cuyo raciocinio es más limitado que el del hombre, la razón es nula. De aquí dos seres desgraciados.
Imaginémonos, sin embargo, que ella, más que por un convencimiento completo (imposible en una inteligencia oscurecida por el fanatismo), por la paz doméstica cede; pero que llegan los hijos, y que el padre, del mismo modo que les enseña varias lenguas, les quiere enseñar, no sólo las ceremonias de los cristianos, sino las de otras varias religiones, explicándoles sus diferencias con objeto de que, formándose bien idea de las diversas creencias de los hombres, elijan la que mejor les parezca. Pero entonces, nueva dificultad: la mujer se opone, las creencias implantadas en la niñez renacen más fuertes que nunca; para aquella inteligencia enferma, los «Mandamientos de Jesucristo» no son lo esencial; «Las Doctrinas de la Moral» no son una cosa importante; para aquella razón sumergida en las tinieblas de la superstición, las maquinales ceremonias de la Iglesia Romana son los únicas que pueden llevar sus hijos al cielo, y el temor de su imaginario infierno convierte el hogar doméstico en un infierno verdadero, haciendo infelices al padre, a la madre y a los hijos.
Ved ahí las buenas obras con las que adoráis a vuestro dios.
A vosotros os es imposible comprender que una persona puede ser honrada, caritativa, bondadosa y justa sin rezar, oír misa, confesar ni comulgar. Cuando muere un hombre sin lo que vosotros llamáis los sacramentos, os imagináis que en cuanto llega la noche del primer día que le entierran, viene el diablo y se lleva el cuerpo al infierno.
Vosotros os figuráis que, si supieseis con toda seguridad que no hay infierno, no os importaría cometer ninguna mala acción, en lo cual os equivocáis; porque lo que os impide robar es el que no queréis os llamen ladrón, o el que os manden a presidio.
Vosotros creéis todos esos disparates, en cuya creencia vuestros curas hacen todo lo posible en confirmaros, porque no habéis visto, como nosotros hemos visto, no un hombre, ni dos, sino millones de familias que no practican ceremonia de ninguna especie, ni de la Iglesia Romana, ni de ninguna otra, sin que por eso sean peores que vosotros.
No habéis visto maridos trabajadores, esposas fieles, hijos obedientes y respetuosos que no tenían más ceremonias más sacramentos que los Mandamientos de Jesucristo.
Allí los padres no asustan a sus hijos con infiernos ni absurdos sobrenaturales. Allí, cuando el trueno retumba sobre sus cabezas, no se los esconde en un cuarto, en el que se encienden luces ante una pintura o una imagen, diciéndoles que dios está incomodado, sino que les enseñan las nubes, les hacen ver la chispa eléctrica, que ocasiona el relámpago, y cómo el trueno es la conmoción producida en el aire por aquella chispa.
Les explican cómo el hombre, valiéndose de la Razón y la Inteligencia, concedidas por Dios, ha inventado aparatos por los cuales, no sólo nada tiene que temer de esa fuerza natural, sino que la pone a su servicio, haciendo que esa misma fuerza, por medio de un solo alambre, lleve su pensamiento instantáneamente de un extremo al otro de la tierra, y de esa misma fuerza, y por medio de ese mismo alambre, hace oír su voz, pudiendo hablar directamente con otro a muchas leguas de distancia con el teléfono.
De esa fuerza misma que tanto asusta a los hombres ignorantes, se vale la ciencia para curar enfermos, para alumbrar las grandes ciudades, para mover máquinas, y día llegará en el que ésa misma fuerza hará al hombre dueño del aire, como ya lo es de la tierra y del agua.
Allí se les enseña a elevar su alma a Dios, no diciéndoles que tres es uno y uno son tres, ni cómo Dios infinito salió del vientre de una mujer, sino enseñándoles los astros y explicándoles sus movimientos y el orden maravilloso que retiene a cada uno en su puesto, explicándoles cómo nuestro no es más que una estrella, cómo al lado de cada estrella hay muchos mundos como éste, y cómo el número de esos soles y esos mundos no tiene fin, inculcando así, en aquella inteligencia naciente, la idea de la Inmensidad de Dios.
También allí se les lleva a los templos, porque también allí hay gentes que los tienen, y se les hace comprender cómo todos aquellos hombres y mujeres creen adorar a Dios encerrándose en un edificio abovedado y oscuro, y cómo aquellos seres racionales se imaginan hacer algo bueno arrodillándose, levantándose y haciendo movimientos con los brazos como soldados que hacen el ejercicio.
Allí el día de descanso no se emplea en los colegios en rezar, ni en oír misas, ni en leer biblias ni vidas de santos, sino en leer libros instructivos que enseñan divirtiendo, en oír a sus profesores contar milagros; pero no los milagros de ningún dios inventado por los hombres ni de ningún santo, sino los milagros de Dios, de cómo se produjeron las primeras plantas, de cómo pasaron a animales, etc. De cómo la vida anima el Universo entero, no existiendo nada que esté muerto, ni aun el pedazo de piedra en el que el profesor les enseña la veta del cobre o del hierro.
Cuando al toque de la primavera despiertan los campos del sueño del invierno, volviendo a la lozanía de la juventud, cubriéndose de un manto verde esmaltado de flores, entre las que revolotean esas flores vivientes, las mariposas, les enseñan, allí, sin más bóveda que el espacio infinito, sin más velas que la luz del sol, sin más inciensos que el perfume de las flores ni más coros que el canto de los pájaros; allí, en ese verdadero templo del verdadero y único Dios, les demuestran prácticamente cómo todas las cosas adoran su Omnipotencia, haciendo buenas obras. El trigo, dándonos su doradas espigas; el árbol, su fruto y su sombra; las plantas, sus brillantes y perfumadas flores; y se les enseña a no hacerles daño, porque las plantas son nuestros abuelos, así como la tierra es la madre de todos los seres que la pueblan.
De esos niños salen después hombres que merecen el nombre de seres racionales, hombres acostumbrados a medir todo por su razón, y no seres ofuscados por creencias irracionales que vician la inteligencia, traduciéndose más tarde sus efectos en gobiernos absurdos que producen la infelicidad de los pueblos, haciéndoles oscilar entre el despotismo y la licencia.
Así como los reverendos doctores tienen dos dioses, hablando cuando les conviene de Dios Todopoderoso, y cuando no les conviene del dios del infierno, del mismo modo tienen dos almas.
Se trata de hablar del alma como obra de Dios, y entonces el alma es perfecta, es divina, es incomprensible para nuestra inteligencia, no tiene cuerpo, etc.; es, en fin, la verdadera idea del alma. Pero se trata de asustar con el infierno, o mejor todavía, de sacarles los reales a los fieles, y entonces, a pesar de ser divina y de participar de la esencia de Dios, puede pecar; a pesar de no tener cuerpo de ningún género, puede sufrir quemándose en el purgatorio; y para que no os quede duda, os presentan cuadros en los que hombres y mujeres se retuercen entre las llamas, de lo que resulta que, sin saberlo, tenéis dos cuerpos, uno el que se pudre aquí, y otro que va al purgatorio, y al que el fuego puede hacer sufrir, pero no destruir.
Como al purgatorio se va por cualquier motivo, si se os ha muerto vuestra madre, un hijo, etc., etc., os apresarais a mandar decir misas para librar de aquellos terribles tormentos a la persona querida; y aquí ocurre una cosa, y es que, según la misma Iglesia, seremos juzgados el día de la resurrección de la carne; por consiguiente, si desde antes de ser juzgados nos despachan para el purgatorio, su dios es como el juez que mandaba ahorcar a todos los acusados provisionalmente; y si es una especialidad para las almas destinadas a él, preguntaremos cómo se sabe que deben ir allá, si eso no se puede averiguar hasta después que han sido juzgadas.
Por lo demás, así como se puede probar, de una manera material, que ni el cielo ni el infierno de la Iglesia existen, porque no hay tal cielo sobre nosotros, ni tales cuevas debajo, del mismo modo se demuestra que es materialmente imposible la resurrección de la carne. Examinemos.
Lo que hoy es un campo, era un cementerio hace quinientos años, o se dio en él alguna batalla, en la que perecieron miles de hombres; y ¿que punto hay en la tierra en el que los hombres no hayan combatido? El número de personas que han existido es de incalculables millones de millones; desde luego puede afirmarse que no hay dos varas cuadradas en el mundo en el que la tierra no haya absorbido un cuerpo humano.
Los animales que coméis se han alimentado de plantas crecidas en esos campos, y vosotros mismos os nutrís directamente de ellas, como el trigo, etc., absorbiendo las partículas de la materia que antes constituyeron otros cuerpos humanos, y que a vosotros os sirven para reconstituir el vuestro; de suerte que la misma materia ha formado en diversas épocas diferentes cuerpos humanos, a partes de ellos.
Llega la resurrección dé la carne, y como la materia de la que vuestro cuerpo estuvo formado ha servido para otros cuerpos, de aquí él que las almas de aquellos os vengan a reclamar su carne, y cada una trate de llevarse la suya; de suerte que una parte de las almas se encontrará sin cuerpo, o con sólo algunos pedazos.
Ved ahí con qué facilidad y por cuántas maneras distintas viene al suelo todo eso de cielo, infierno, resurrección, dios, hombre, etc. Esos desatinos, inventados por unos cuantos hombres listos en los tiempos en los que la ignorancia era general, y en los que no se sabía cosa alguna de las Ciencias Físicas, que hoy nos muestran claramente la razón natural de mil cosas que entonces se tenían por sobrenaturales.
Repetimos que los premios y castigos futuros de vuestra Iglesia Romana son disparates, y como nosotros todo cuanto decimos lo probamos con razones, vamos a demostrároslo.
Ya os hemos hecho ver cómo en la Biblia no se dice una palabra de castigos después de la muerte, ni aun de nada que quiera decir lo que se entiende por el alma; por consiguiente, aun cuando se quisiera suponer que las Escrituras eran realmente Sagradas, siempre resultaría que no existía tal infierno. Esto, dando por cierto el que la Biblia fuese divina; pero ya hemos probado, de cincuenta maneras diferentes, que la Biblia está escrita por hombres, sin más inspiración que la de la mala fe, y que, por lo tanto, aun cuando en las Escrituras se describiese el infierno y se nos dijese hasta el color de los ojos de Satanás, eso no pasaría de ser una invención como la del que escribe una novela o una comedia.
Consta, pues, que todo cuanto los hombres digan o cuenten de premios ni castigos después de la muerte, es música celestial; porque nadie, absolutamente nadie, sabe ni ha sabido jamas si hay vida futura buena ni mala.
Acaso esta noticia no os agrade; pero os repetimos que nosotros no pensamos sustituir las invenciones de la Iglesia con invenciones nuestras; nosotros escribimos este libro para enseñaros La Verdad; y si no os gusta verla, con quemarle y no volver a pensar más en él, habéis concluido. Por lo demás, si os esperáis que vamos a trataros como a niños, a quien se divierte con cuentos de brujas y varitas de virtud, os equivocáis, porque nosotros escribimos para hombres. Nosotros no somos de los que no se atreven a mirarse al espejo por temor de encontrar una nueva cana o una nueva arruga, sino que, por el contrario, nos examinamos con la misma atención que el cirujano examina el cadáver cuya autopsia está haciendo. Si a vosotros no os agrada miraros al espejo, ninguna necesidad tenéis de hacerlo.
Con la misma claridad que os decimos que nada se sabe de vida futura os diremos que La vida futura de la Iglesia es mentira, y aquí está la prueba:
Supongamos que acabáis de casaros.
Supongamos igualmente que existe el dios de la Iglesia, ese dios personal, ese dios con sentimientos humanos, que se complace, se incomoda, etc., y que se os presenta diciéndoos: En tu mano está el que los hijos fue tengas sean felices con sólo tú desearlo. ¿Creéis que contestaríais: Yo no deseo nada, que sean como quieran? Pues eso es lo que contesta vuestro dios.
La Iglesia Romana dice que su dios quiere a los hombres como un padre a sus hijos; y, sin embargo, pudiendo, con solo desearlo, hacer que todos sean buenos y felices, les deja ser criminales y desgraciados. Continuemos la comparación.
Al oír vuestra respuesta vuestro dios, replica: Pero es que si no deseas que tus hijos sean felices, resultará uno ciego, otro jorobado, éste un ladrón que pasará su vida en tos presidios, aquél un asesino que morirá a manos del verdugo, y tus hijas serán unas perdidas, y a pesar de este porvenir terrible que aguarda a vuestros hijos, volvéis a contestar: No me importa. Que sean como quieran.
Eso ya no seria mal corazón solo, sino constituiría una maldad tan enorme y tan execrable, que ningún ser humano, ninguno, sin excepción, sería capaz de ella. Pues bien; lo que el criminal más empedernido no haría, porque todos los hombres buenos y malos quieren a sus pequeños, lo hace vuestro dios, quien, según la Iglesia, conoce el porvenir, y sabe, por ejemplo, que de mil niños nacidos hoy, quinientos harán tales o cuáles cosas durante su vida, por las que serán arrojados al infierno.
Ya veis cómo, aun suponiendo existiese vuestro dios personal, es completamente imposible existan tales castigos futuros; y si nos decís que vuestros curas os cuentan que el hombre tiene libre albedrío, es decir, que el hombre puede hacer lo que quiere, os contestaremos que eso es imposible, porque desde el momento que hay un dios personal, que ya desde que nacéis sabe todo cuanto vais a hacer durante toda vuestra vida, ya no podéis cambiar absolutamente nada de ella; de lo contrarío, vuestro dios se habría equivocado, y por consiguiente, no conocería el porvenir.
Lo mismo contestamos a los que dicen que el dios de la Iglesia pone a los hombres a pruebas con objeto de saber si resistirán a ellas o no; porque, o conoce, o no conoce el porvenir. Si no le conoce, entonces no sabe más que cualquier hombre; y, por lo tanto, no es tal dios; y si le conoce, tiene que saber perfectamente que fulano resistirá a la prueba; y, por lo tanto, es inútil, así como zutano no resistirá, siendo entonces igualmente inútil, como sería inútil el que nosotros le cortáramos la cabeza a un hombre para averiguar si moriría o no, sabiendo que nadie puede vivir sin cabeza.
El único resultado lógico de la invención del dios personal de la Iglesia, es que ningún hombre es responsable por el mal que causa; y, por lo tanto, no sólo no puede ser en justicia castigado en el otro mundo, sino que tampoco hay derecho para castigarle en éste; y ved ahí como todo lo fundado en el fraude y la mala fe, como es lo del dios personal, no puede producir nada bueno, porque de eso resultaría el disparate deque las leyes humanas eran injustas al condenar al ladrón y al asesino.
Os hemos dicho que Dios es El alma del Universo, la que todo lo anima, la que rige los movimientos de los astros, etc. Nuestro mundo es una parte del Universo, y nosotros una parte del mundo; y, por lo tanto, estamos animados por El alma del Universo, o sea Dios, si preferís llamarlo así, por más que seguros estamos que cada vez que veis u oís esa palabra, os figuráis un hombre con cuerpo y pasiones humanas.
Esa parte de Dios, que es la que hace latir vuestro corazón, que hace concebir a vuestro cerebro las ideas, que analiza lo que vuestros ojos ven y nuestros oídos oyen, porque los sentidos corporales de por sí no producen el raciocinio; ese destello divino es El Alma.
No vayáis ahora a suponer que el alma tiene cuerpo, ni que se puede quemar en el purgatorio, o en el infierno, o estar mirando desde las nubes lo que pasa en éste mundo después que os habéis muerto. Todo eso son majaderías.
La existencia del alma es completamente distinta de la de este mundo; porque el alma, ni oye, ve, gusta, toca o huele. Acaso vosotros preferiríais el alma como os la pinta el catecismo, según el cual está dotada de impasibilidad, claridad, agilidad y sutileza.
De aquí resulta que las almas son impasibles, y, por lo tanto, incapaces de tener sensación alguna, lo cual no está conforme con lo que los mismos curas os dicen de lo mucho que gozan, en el cielo. Además, tienen claridad, lo que parece indicar que alumbran; agilidad, ignoramos para qué les servirá esta cualidad acrobática; y, por último, sutileza; es decir, que podrán pasar por el ojo de una aguja, y, por consiguiente, se colarán en el cielo por el agujero de la cerradura, antes que San Pedro tenga tiempo de abrir la puerta. Lo malo es que no nos informan cómo una cosa sin cuerpo tiene esas propiedades puramente físicas, o sea materiales. ¡Válganos el dios Jehová, y cuántos desatinos dicen los reverendos escritores de catecismos!
Según la Iglesia, su dios crea un alma de la nada para cada nuevo ser.
Éste es otro disparate por estilo de la impasibilidad, etc.
El alma, no sólo participa de la naturaleza divina, sino que es una parte de Dios, y, por lo tanto, ha existido siempre lo mismo que él ha existido siempre.
Al oír esto os echareis a pensar en dónde estaría vuestra alma antes de estar en vuestro cuerpo; pero no perdáis el tiempo en eso. Ya os hemos dicho que el alma no tiene ninguna de las cualidades humanas, y, por lo tanto, no tiene memoria; y si no, ¿a que no os acordáis del día que nacisteis, por más que, sin duda, fue para vosotros un acontecimiento importante? Pues alma teníais entonces lo mismo que ahora.
Cómo es la existencia del alma después de separarse del cuerpo, es imposible al hombre comprenderlo, del mismo modo y por la misma razón que le es imposible comprender cómo es la existencia Dios.
No siendo las almas más que partes del Alma del Universo, tienen que ser todas iguales, y, por consiguiente, entre las almas no hay tontos ni listos. Las diferencias de mayor o menor inteligencia que notamos entre los hombres, son puramente humanas, y consisten en la mayor o menor perfección de los órganos del cuerpo, por medio de los cuales el alma se hace cargo de las cosas de este mundo. Así, por ejemplo, veis el alma del niño recién nacido que es un alma como la vuestra, y que, sin embargo, nada absolutamente sabe de este mundo, porque los órganos del niño son imperfectos, y solo cuando éstos van desarrollándose, es que el alma va también adquiriendo mayor conocimiento de los objetos que la rodean.
Lo mismo veis en el loco, cuyo cerebro enfermo impide al alma raciocinar más que de una manera imperfecta.
Estos ejemplos os harán comprender los absurdos de los doctores de la Iglesia, que dicen que el alma es inteligente de por sí, de la misma manera que nosotros entendemos la inteligencia; porque si eso fuera así lo mismo raciocinaría el alma del reden nacido, que la del hombre de treinta años, y lo mismo la del loco que la del cuerdo.
Ya os hemos demostrado que el alma no tiene memoria.
Tampoco tiene voluntad. Si el alma la tuviese, siendo, como es, divina, y, por lo tanto, perfecta, obligaría al cuerpo a no causar daño alguno, haciéndole perfecto.
Ya veis con esto cómo vuestros catecismos os engañan, diciéndoos que el alma tiene memoria, entendimiento y voluntad.
Los animales tienen alma, lo mismo que nosotros, siendo más o menos inteligentes, según sus órganos son más o menos perfectos. Eso lo veis bien claro, porque un perro es más inteligente que un gusano. Del mismo modo tienen alma los árboles y las plantas.
Siendo el alma divina, claro está que para el alma no existen pecados, por más que los curas se empeñen en haceros creer lo contrarío. El pecado es una cosa exclusivamente humana, hijo de la imperfección del cuerpo; el que peca, y al decir pecar no queremos decir dejar de ir a misa, ayunar, confesar, ni boberías de esa clase, sino HACER DAÑO, lo hace humanamente, y el castigo es también humano, cumpliendo así la Ley Inmutable de la Justicia.
Todas las almas, todos sin excepción, sean de este mundo a los infinitos millones de mundos que pueblan el espacio sin fin, todas vuelven al ALMA UNIVERSAL, osea DIOS.
Seguros estamos que esto os parecerá el mayor disparate que habéis oído en vuestra vida, que es precisamente lo mimo que a nosotros nos parece vuestra creencia en la vida corporal futura.
No teniendo el alma voluntad, le es tan imposible perfeccionar al hombre en lo moral como en lo físico; pero nos avisa cuándo hacemos bien o mal por medio de una sensación, que una veces es agradable y otras desagradable: esta sensación se llama LA CONCIENCIA.
En otra parte de este libro os dijimos que Dios no usa de medios humanos, y que, por consiguiente, todo libro que se diga escrito por Dios es falso, añadiendo que si hubiese una Religión Verdadera, todos los hambres serían de ella.
Ha llegado el momento de probaros que eso es verdad; porque todos los hombres, sean cristianos o judíos, mahometanos o budistas, todos pertenecen a una sola Religión, a la Religión de la Conciencia, porque a todos les enseña claramente su conciencia cuándo hacen bien y cuándo mal.
La Iglesia Romana, y todos los Santos habidos y por haber, os asegurarán que pecáis diciendo una mentira con la que no hacéis daño a nadie y salváis a un inocente; y a pesar de todas las Iglesias y todos los Santos, vuestra conciencia os dirá que habéis hecho un bien, mientras que si hubieseis sido causa de la muerte de aquel inocente, vuestra conciencia no os habría dejado en paz, aunque todos los obispos del catolicismo os hubiesen absuelto.
La conciencia es la que nos consuela y anima en la desgracia, del mismo modo que acibara los placeres que obtenemos con perjuicio evidente de otro.
La conciencia tranquila de Jesús, que sabía hacer bien al predicar contra el Fariseísmo fue la que le permitió morir en la cruz, no sólo perdonando, sino compadeciendo a sus verdugos.
La conciencia fue la que hizo que, en medio de las maldiciones de gentes ciegas a la razón, subieran satisfechos al cadalso los miles de verdaderos cristianos que protestaron contra las iniquidades del Fariseísmo Católico, y a los que la anticristiana Iglesia de Roma hizo morir entre las llamas. Llamas que sólo sirvieron para libertar de este mundo miserable las almas de aquellos mártires, mientras que encendieron un verdadero infierno de remordimientos en las conciencias de sus verdugos.
La conciencia fue la que hizo revolcarse en su lecho de muerte al Gran Inquisidor Torquemada, sin que todas las absoluciones y todas las bendiciones, sin que todas las imágenes y todas las reliquias fuesen bastante para amortiguar sus espantosos remordimientos por los miles de inocentes víctimas que sacrifico, y a las que su cabeza calenturienta veía retorcerse en las hogueras gritándole: ¡Asesino! ¡Asesino!
A propósito de la Inquisición, haremos notar que, a menudo, los doctores de la Iglesia Romana quieren disculpar aquellas crueldades inauditas, aquellas hecatombes humanas alegando que la Inquisición, no sólo era una institución de la Iglesia, sino también del Estado, por medio de la cual, y so pretexto de falta de religión, los gobernantes hacían desaparecer a sus enemigos. Resulta, pues, que los mismos sacerdotes católicos confiesan que la Iglesia es una organización exclusivamente humana, cuyo objeto es dominar; porque si los ministros de Roma hubiesen creído que su Iglesia era realmente de institución divina, jamás se habrían prestado a que su dios y su religión sirviesen de pantalla a los gobernantes, para que éstos, contra toda ley y toda justicia, encerraran en los horribles calabozos de la Inquisición personas que nada habían hecho ni dicho contra la Iglesia Romana, y de las que jamás se volvía a saber.
La conciencia acusadora es la que hace al ladrón hablar continuamente de su honradez, al cobarde de su valentía, al avaro de los actos generosos de que sería capaz, etc. La conciencia, en fin, es el verdadero y único acusador y juez, del que en vano trataríamos de huir.
Veamos quién es más feliz, si el trabajador que gana honradamente su jornal, cuya conciencia tranquila de nada le acusa, y a quien nadie puede hacer bajar la vista, o el ladrón que vive en la opulencia, pero que sabe que aquello no le pertenece, que no puede prescindir de pensar en el que acaso arruinó, que cree ver un acusador en cada uno que le mira a la cara, que sufre mil tormentos creyendo que todos se ocupan de sus delitos, o tiembla imaginando a cada momento va a ser descubierto. El trabajador, a la verdad, querrá cambiarse por él; pero si al colocarse en su puesto tuviera igualmente que hacerse cargo de aquella conciencia manchada, muy pronto comprendería que, antes que todas las riquezas está la tranquilidad de espíritu, y ésta no puede existir en la conciencia del criminal. Si a esto unimos la deshonra, el temor al castigo, el castigo material mismo, veremos que el crimen lleva en si la expiación.
Una de las pasiones más violentas del corazón humano, una de las que mayor número de malas acciones nos hace cometer, es «La Envidia». Pero ninguna da más tormentos al hombre, tormentos que, no sólo tiene que ocultar, sino que teme dejarlos ver, aparentando alegría cuando todo su ser sufre mil martirios ante bien ajeno. Porque la envidia es una pasión vergonzosa, que confesamos tanto menos cuanto más la sentimos. ¿Quién es el infeliz, el envidioso o el envidiado?
Por otra parte, ningún placer comparable al de hacer el bien; y esto es sin excepción, porque nadie, nadie hace el mal por el mal en sí. Por ventura, ¿hay alguien que pudiendo ser querido y respetado, se hace aborrecible y despreciable por el gusto de serlo? ¿Quién, no importa el que sea, que acaba de socorrer una necesidad, no se da por suficientemente premiado ante las lágrimas de alegría y reconocimiento del socorrido, o al sentir el silencioso cuanto elocuente apretón de manos del amigo a quien hemos sacado de un apuro?
¿Hay felicidad superior a la del justo, que no hace más que bien a sus semejantes? Ciertamente que no. Pues ahí está el premio.
¿Puede el criminal gozar de esa felicidad? Ciertamente que no. Pues ahí está el castigo.
Ésos son los premios y los castigos de Dios. La conciencia nos muestra los dos caminos, dejándonos en libertad para hacernos desgraciados o felices, según el que queramos seguir.
De esta manera, el hombre es responsable por todos sus actos, y las leyes humanas quedan basadas en la Justicia, castigando con pleno derecho al criminal, mientras que, de existir el imaginario dios personal de la Iglesia, no sólo no habría responsabilidad alguna humana, sino que el criminal sería castigado en este mundo por su conciencia y por las leyes, y en el otro por tormentos eternos. En cambio, el justo tendría en este mundo la satisfacción que da una conciencia tranquila, y el placer que causan las buenas obras, y en el otro, la felicidad eterna, sin que ni el uno pudiese impedir la desgracia de ser un criminal, ni el otro hiciese ningún mérito para tener la suerte de ser justo, puesto que, desde que ambos nacieron, ya el dios de la Iglesia sabía perfectamente lo que cada cual iba a hacer durante su vida.
Naturalmente, los sacerdotes romanos se oponen a reconocer que todo se premie y castigue en este mundo; porque entonces sus absoluciones, misas, etc., para nada servirían; y para combatir esa idea, suelen citar el caso de un hombre que mate a otro y se suicide, escapando así a los remordimientos que aquella muerte le produciría.
En este caso hay que distinguir una cosa, y es que, el hombre que mata a otro y se mata después, no es un malvado, porque ni mata para robar, ni porque le hayan pagado para ello, sino porque ha recibido algún daño, del que no le es posible hacerse justicia, sino tomándola por su propia mano. Al matarse, no lo hace para escapar a los remordimientos, porque no los tendría estando convencido de que tenía razón en matar al otro, y si se suicida, es porque sabe será condenado a muerte. Del mismo modo, el soldado que mata en el cumplimiento de su deber, tampoco siente remordimientos.
Así, pue, siempre que os presenten un caso al parecer injusto, examinadle, reflexionad, y encontrareis que no hay tal injusticia, porque la Ley de la Conciencia es una Orden de Dios, como lo son todas las Leyes de la Naturaleza, como el amor, el cariño maternal, etc., las que en vano trataríamos de violar ni moral ni físicamente, como, por ejemplo, si coméis con exceso quebrantáis vuestra salud, y lo mismo si no os alimentáis lo suficiente.
Con esto quedareis convencido de que Dios no necesita de Biblias, ni escrituras de ninguna clase, ni de templos, sacerdotes, etc., para hacer conocer a todos los hombres sin excepción cuales son sus Órdenes.
Decimos Órdenes, no porque sean órdenes como las que dan los hombres, porque Dios, como os hemos dicho cien veces, no es un hombre que da órdenes, en cuyo caso nadie podría desviarse de ellas, siendo así los hombres irresponsables por sus acciones. Decimos Órdenes, como decimos él, porque, como ya os hemos dicho antes, de alguna manera nos hemos de expresar, y preferimos confesaros la inutilidad del hombre ante él, que engañaros diciéndoos que Dios es y hace de este modo o del otro.
Pero, se nos dirá, la consecuencia lógica de esa doctrina es el suicidio, por medio del cual libertaremos nuestra alma de su cárcel. Nada de eso. Existe en nosotros un horror innato a la muerte, un deseo de vivir eternamente, si posible fuese. Este horror, este deseo es lo que llamamos Instinto de Conservación; de él están poseídos, no sólo el hombre y todos los animales, sino hasta las plantas mismas.
De no ser así, el creyente católico romano, moribundo, confesado y absuelto, desearla morir para que su dios le llevase a su cielo; pero, a pesar de su fe, que le hace dar por seguro todo esto, le vemos apurar todos los medios humanos, y hasta hacer votos divinos, a fin de prolongar una vida pecadora, en la que más adelante puede sorprenderle la muerte desprevenido, arrojándole para siempre a su infierno. Y no se diga que es porque su religión le exige haga todo cuanto pueda para prolongarla (doctrina en contradicción con la vida que nos cuentan hacían, los santos), sino que el soldado musulmán, que cree firmemente ganar su cielo si muere combatiendo contra el que es enemigo de su religión, huye de la muerte y del peligro si ve perdido el combate.
Por último, la existencia en otros países de muchos millones de nuestros semejantes, hombres, mujeres y niños, de todas las clases de la sociedad, que pertenecen a nuestra Religión, única que consideramos verdadera, es la prueba más evidente de que el amor a la vida, puesto por Dios en nuestra naturaleza, es omnipotente, y que el suicidio nada tiene que hacer con las creencias, viéndose por igual en todas las religiones.
¿Qué es Dios? ¿Qué es el Alma? Ni nosotros, ni ningún ser humano lo podrá jamás comprender, ni menos definir. En vano los teólogos de todas las religiones; en vano los filósofos de todas las épocas y de todos los países acumulan volúmenes sobre volúmenes, destruyéndose unos a otros, pero incapaces de edificar nada sólido.
El día que el alma divina y perfecta, libre ya del cuerpo que la encadena, vuelva al seno de Dios Infinito, entonces le conoceremos.
Mientras tanto, lector o lectora, que también para vosotras escribimos, si quieres aproximarte a la felicidad, y decimos aproximarte, porque la felicidad completa no cabe en nuestra imperfecta humanidad, no repitas con tus labios palabras inútiles, sino practica los Únicos Verdaderos Mandamientos de Jesucristo:
NO CALUMNIES. —NO COMETAS ADULTERIO. —NO HURTES. —NO MATES. —HONRA A TUS PADRES.
En resumen:
NO HAGAS MAL ALGUNO.
FIN
Este libro no se ha escrito para venderse.
Jesucristo nunca exigió dinero por enseñar la Verdad.