EL Cielo según La Iglesia

La Gloría de la Iglesia. —El juicio final. —El Papa Juan XV y la expedición al fin de la Tierra. —Cristóbal Colón. —La Iglesia desmiente a las Escrituras. —Copérnico. —El Universo verdadero. —Las falsedades de la Biblia. —El mártir Giordano Bruno. —Galileo. —Guttenberg Fulton. —Watt. —Morse. —El anteojo de Galileo y los otros mundos. —Josué deteniendo el sol. —Galileo y los doctores de la Iglesia. —Distancia de las estrellas. —El Catecismo explicado.

I

Hasta hace solamente cuatro siglos, sostenía el Espíritu Santo que la Tierra era una planicie y el cielo una cúpula sólida, azul y cristalina, que, a manera de fanal, la cubría y la cerraba. Dentro de este recinto se movía el Sol para dar luz por el día, oficio que la Luna ejercía por la noche. Los planetas de nuestro sistema solar eran estrellas movibles, y estas últimas unas luces sin importancia, pegadas en la celeste bóveda para adornarla y alumbrar a los humanos.

Del lado superior de la cúpula, y en un trono de oro y piedras preciosas, se sentaba un anciano de larga barba blanca y aspecto venerable, y a su derecha ocupaba un trono igualmente magnífico otro hombre de aspecto simpático y como de treinta a cuarenta años, vestidos ambos de ropas talares. Encima de estas dos personas, y como suspendida sobre sus cabezas, se cernía una paloma blanca con las alas extendida[23].

Rodeaban a este grupo millares de individuos de aspecto hermoso y afeminado, vestidos de túnicas blancas y con las alas en las espaldas, los cuales cantaban o tocaban algún instrumento.

El anciano era el Dios Padre; el joven el Dios Hijo, y la paloma el Dios Espíritu Santo; los personajes alados, los ángeles. Tal era y es el cielo de la Iglesia, tan material y humano como el cielo del paganismo, y al que, para hacer el parecido más completo, se añadieron vírgenes y santos.

Según está profetizado en la Biblia, llegará un día (que, según allí se dice, se halla muy cercano), en el cual los tres Dioses tomarán la determinación de destruir, no sólo esta Tierra en que vivimos, sino el universo entero, asegurándonos que las estrellas caerán sobre la tierra como una higuera deja caer sus higos. (Apocalipsis, Cap. VI, Vers. 13). Entonces, todos los seres humanos que han existido, hombres, mujeres y niños, volverán a tomar los mismos huesos y la misma carne que en vida tuvieron, y serán llamados ante aquellos Dioses quienes los juzgarán. Los buenos irán a aumentar el número de los ángeles y los malos el número de los diablos, cuyo oficio de tentadores de la Humanidad habrá terminado. Concluido que sea el juicio, volverán el Padre, el Hijo y la Paloma a su interior inacción, alternando entre la música vocal e instrumental.

Ignoramos por completo en dónde se hallan las almas de los que mueren antes del juicio. Algunos sostienen que aquéllas pasan al cielo o al infierno en el acto de la muerte; pero, en ese caso, estaría de más el segundo juicio, además de que, no teniendo cuerpo el alma, difícilmente podría hacerlo daño el fuego; siendo más razonable la opinión de otros, de que las almas quedan depositadas en una especie de almacén llamado el limbo, hasta el día de la resurrección de la carne, en el que cada una saldrá a buscar la suya.

Como vemos, la idea que el Espíritu Santo tiene de la vida eterna no es menos material que la de su cielo.

La opinión de que la tierra es redonda ha existido desde muy antiguo, y, por lo tanto, había muchos que afirmaban el que, a pesar del espíritu santo y de las Sagradas Escrituras, la tierra no era plana.

Con objeto de combatir esta teoría, el papa Juan XV nombró una comisión de sabios frailes para que, viajando hasta el punto en que la tierra y el cielo se tocasen, demostraran así que el mundo era llano y estaba tapado por el cielo como por un fanal. En efecto, los frailes salieron para su expedición el año 987, y cinco años después, osea en 992, se presentaron diciendo haber llegado hasta el punto en que la tierra y el cielo se juntaban tanto que habían tenido que bajar la cabeza para no dar en él.

A pesar de tan contundente prueba, continuó existiendo el partido deque el espíritu santo estaba equivocado y de que la tierra era redonda. Al fin, en el siglo XV se presentó un hombre diciendo que él se comprometía a ir a la India tomando la dirección opuesta a la acostumbrada; asegurando ser posible llegar allá por efecto de la redondez de la tierra.

Aquel hombre vino a España y se presentó ante los doctores de la Iglesia en Salamanca. Los reverendos padres y obispos quedaron estupefactos ante el atrevimiento de un individuo que pretendía saber más que su propio dios, quien nos habla de los cuatro ángulos de la tierra. (Apocalipsis, Cap. VII, Vers. 1). Aquellos sabios doctores calificaron de loco a Cristóbal Colon, con lo cual se salvó de ser quemado por hereje.

Años después, sin embargo, se hizo el viaje, descubriéndose la América. A éste siguieron otros, y muy pronto los hombres, dando la vuelta completa al mundo, hicieron patente su redondez.

Colocada la Iglesia entre la evidencia y la convicción universal de un lado, y la palabra expresa de su Dios de otro, le dio un mentís a este último, declarando que la Tierra era redonda y añadiendo a la media naranja azul superior otra inferior, formando así Tierra y Cielo una esfera dentro de otra. Por lo demás, la Tierra seguía constituyendo el centro inmóvil y la parte principal del Universo, a cuyo alrededor giraban el Sol y todas las estrellas, no existiendo más mundo que el nuestro ni más seres humanos que nosotros.

Asimismo el Cielo continuaba sólido, con Jehová, Jesucristo, la Virgen y los ángeles y los santos encima, de todo lo cual decían haber plena seguridad, no sólo porque las Sagradas Escrituras así lo dicen en la parte llamada el Apocalipsis, sino porque varios santos habían visto el Cielo abierto y todo lo que allí había, en el éxtasis de sus oraciones y por permiso de su Dios.

De pronto se presenta otro hombre, llamado Copérnico, que afirma, apoyándose en buenas razones, que no era el Sol el que daba una vuelta alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas, sino que, por el contrario, ésta, girando lo mismo que un trompo que baila, nos hacía parecer a nosotros que el Sol y todas las estrellas daban vueltas a nuestro alrededor.

Que él no era una pequeña bola subordinada a nosotros, sino que por el contrario, nosotros éramos los pequeños y los que estábamos subordinados a él.

Que las cinco estrellas que unas veces se veían en un sitio del Cielo y otras en otro, y que por eso se llamaban estrellas movibles, no eran tales estrellas, sino mundos como éste en que habitamos, y aun cientos de veces mayores que el nuestro.

Que aquellas tierras daban vueltas alrededor del Sol, lo mismo que hacíamos nosotros, pero que, según se hallaban más cerca o más viejos, unas tardaban más y otras menos de un año, que era el tiempo que tardaba la Tierra.

Que si aquellos mundos parecían brillantes, no era porque fuesen luminosos como el Sol o las estrellas, sino porque reflejaban la luz del Sol del mismo modo que lo hacía la Luna.

Que para los habitantes de aquellos mundos, nuestra Tierra también parecía una estrella como sus tierras nos parecían a nosotros.

Que los hombres de aquellos mundos tenían que ser diferentes de nosotros, por las diferentes condiciones de calor, etc., en que se hallaban.

Que el Cielo sólido que las Sagradas Escrituras dicen que se pueden enrollar como un pergamino y que se abre como un libro (Apocalipsis, Cap. VI, Vers. 14 y San Marcos, Cap. I, Vers. 10), no existía, y, que, por consiguiente, todo aquello de bóveda celeste y de Dioses encima eran desatinos, porque no había tal bóveda, sino que lo que teníamos a nuestra vista era el espacio sin fin.

Que ese azul no era más que un efecto de la luz, en la atmósfera que rodeaba a la Tierra, por estilo del efecto de luz que produce el arco iris.

Que las estrellas no eran luces colocadas en el firmamento, como dice la Biblia, puesto que no había tal firmamento, y que aquéllas, en lugar de ser luces sin importancia, eran otros tantos soles como el nuestro, y aun miles de veces mayores que el nuestro.

Que si las estrellas nos parecían tan pequeñas, era por los innumerables miles de millones de leguas que se hallaban de nosotros y que, colocado nuestro Sol aunque no fuese más que a la distancia de la estrella más cercana, parecería también una de tantas estrellas.

Que alrededor de aquellas estrellas, o sea soles, había tierras que giraban del mismo modo que hacemos nosotros alrededor del nuestro, y que para los habitantes de aquellas tierras, nuestro Sol era también una estrella insignificante perdida entre las demás.

Que el número de estrellas o soles no era sólo el de los seis o siete mil que a simple vista se distinguen, sino que eran infinitos millones, de las que no vemos más que una parte, por su inmensa distancia.

Que nuestra Tierra no tenía la importancia que le da la Biblia, diciendo que Dios estuvo entretenido seis días en hacerla, y que no tardó más que un momento en hacer las estrellas, lo cual era el mayor de los desatinos.

Que lo que las Escrituras decían de que caerían las estrellas sobre la Tierra era otro disparate, porque, siendo cada estrella millones de veces mayor que la Tierra, lo más que podía suceder sería que nuestra Tierra cayera en alguna estrella.

Lo de que el día que el Mundo fuese destruido concluiría el Universo, era otro absurdo del Espíritu Santo; porque aunque nuestra Tierra y cien mil millones de tierras como la nuestra fuesen destruidas con todos sus habitantes, eso no alteraría más al Universo infinito que si sacáramos del mar una gota de agua.

La Iglesia comprendió que el fraude del Cielo sólido iba a ser descubierto, y sin titubear un instante decretó que aquellas teorías eran inspiradas por Satanás con objeto de engañar a los hombres, haciéndoles creer que la Biblia no era divina, añadiendo, como de costumbre, que los partidarios de las nuevas teorías quedaban excomulgados, y que todos los que sostuviesen que los cielos no eran sólidos, o que la Tierra se movía, serían condenados a muerte.

A pesar de eso, un hombre escribió un libro demostrando con razones que no había tal cielo, que la Tierra se movía y que había otros mundos además del nuestro, y que, por lo tanto, nosotros no éramos los únicos seres racionales que existían en la Creación.

Los doctores de la Iglesia, decidieron que aquel hombre estaba endemoniado, y Jordano Bruno, que ése era el nombre de aquel apóstol de la verdad, de aquel moderno Jesucristo, fue quemado vivo en medio de una plaza de Roma, el 12 de Abril del año 1600, por orden del Papa Clemente VIII, quien presenció la ejecución acompañado de obispos, arzobispos y cardenales. ¡Así murió el sabio Bruno, aquel mártir inmolado por los doctores de la Iglesia, quienes sabían perfectamente ser cierto cuanto aquel héroe afirmaba!

II

La Iglesia romana creyó haber ahogado para siempre a la verdad en fuego y sangre; pero si bien ha podido y puede retardar el progreso, conservando a millones de seres racionales en las embrutecedoras supersticiones de la idolatría, no le es posible detener la marcha de la civilización, cuyo carro, después de recorrer triunfante otros países, se aproxima a nuestra España.

Ya desde fines del siglo XVI se sabía que poniendo dos cristales de cierta forma uno delante de otro, se veían las cosas cerca; de aquí el que se hiciesen pequeños tubos con aquellos cristales dentro, y éste es el origen de los anteojos.

A un sabio italiano llamado Galileo… no olvidéis este nombre, ponedle al lado de Jesús; el fundador de las verdaderas y únicas doctrinas de la moral; de Guttenberg, el inventor de la Imprenta; de Fulton y de Watt, que aplicaron la fuerza del vapor a las máquinas; de Morse, que inventó el telégrafo eléctrico: al lado de esos hombres, únicos qué merecen el nombre de bienhechores, y no a esos conquistadores que no fueron más que carniceros de sus semejantes.

A Galileo se le ocurrió que con un anteojo bastante grande se podrían ver los astros más cerca, y al efecto mandó hacer dos cristales de la forma necesaria, y tan grandes como lo atrasado que entonces se hallaba este arte lo permitía.

Con estos dos cristales construyó el primer anteojo que los hombres han dirigido hacia los astros.

El día 16 de Setiembre de 1609, día para siempre memorable en la historia de la humanidad, quedó concluido su anteojo, montado en un aparato ideado por él mismo que le permitía moverle en todas direcciones, y colocado en una azotea de su casa.

Galileo, impaciente, contaba los minutos, pareciéndole que jamás concluiría aquel día. Hasta entonces, el dicho de Copérnico, de Bruno y de otros, no estaba comprobado: de aquel instrumento dependía el que fuese o no cierto.

El movimiento de la tierra hace al fin desaparecer el sol bajo el horizonte. La luz, amortiguándose, empieza a dejar ver las estrellas y los planetas que sucesivamente van apareciendo en el espacio; y así como al día ha seguido el crepúsculo, al crepúsculo sigue la noche.

Galileo ajusta su anteojo y le dirija sobre la estrella movible que entonces, como hoy, se llama Venus. Temblando aplica el ojo al cristal, y la emoción embarga todos sus sentidos, porque aquella estrella no es una pequeña luz; aquella estrella no es una estrella, sino una tierra, un mundo igual al nuestro, con sus nubes y sus montañas. Dirige su anteojo sobre Júpiter, y nueva admiración, porque aquélla, otra estrella, no sólo es una tierra mil veces mayor que la nuestra, sino que a su alrededor giran cuatro lunas, cada una de las cuales es un mundo; le dirige sobre Saturno, y ¡oh, prodigio!, aquel mundo, cientos de veces mayor que el nuestro, además de ocho lunas que le acompañan, está rodeado de un inmenso anillo; mira a la luna, y distingue sus montañas y sus valles con la misma claridad que pueden distinguirse los de la tierra. A cualquier punto del espacio que dirija su instrumento, miles y miles de nuevas estrellas se presentan ante sus ojos maravillados.

Galileo era católico romano, pero Galileo se olvidó de todos los padrenuestros y avemarías, de todos los credos y todas las salves, de todos los rezos compuestos por los hombres, de todas las palabras humanas, porque a Dios no se le adora con palabras. Galileo adoró no al Dios humano, no al Dios raquítico de las Escrituras, sino al Dios Omnipotente, y sus oraciones fueron lágrimas de agradecimiento que rodaron por sus mejillas, porque el Dios verdadero le había dejado penetrar en su único templo: EL INFINITO UNIVERSO. Desde entonces siempre que quería rezar, corría a su anteojo, y allí en medio del silencio y oscuridad de la noche, abismado todo su ser en la contemplación de la inmensidad, su alma sentía vibraciones divinas bajo la influencia del Dios Todopoderoso.

El temor a la Iglesia y a sus feroces ministros hizo a Galileo ocultar aquel verdadero milagro, pero al fin se divulgó, y los doctores mismos pudieron cerciorarse de la verdad, mirando con sus propios ojos y quedando así convencidos de la falsedad de sus imaginarios cielos y de la verdad de que existían otras tierras.

Ante la evidencia, ya no cabía decir que eran visiones de Satanás. La Iglesia se alarmó dé veras y a fe que tenía razón, porque si el descubrimiento de Galileo llegaba a ser conocido del pueblo, confirmando así el dicho de Jordano Bruno y de otros, resultaba una de dos: o que las Sagradas Escrituras no sólo no tenían nada de divinas, sino que estaban escritas por gentes muy ignorantes en ciencias, o de lo contrarío, que su Dios no sabía una palabra del Universo que él mismo había creado.

La fábula de que Jesús había sido el Dios de esta Creación sin límites, quedaba destruida, porque si eso pudo hacerse creíble cuando se suponía que no había más mundo que el nuestro, ni más hombres que nosotros, resultaba ser aquello un cuento ridículo desde el momento que nuestra Tierra quedaba reducida a uno de esos infinitos millones de tierras.

Además, si Jesús hubiese sido Dios, habría sabido que las Sagradas Escrituras dicen mil desatinos al hablar del Universo y no nos habría dicho que las estrellas se podían caer en la Tierra, ni que se oscurecerían porque este pequeño planeta que habitamos fuese destruido. (San Mateo, Cap. XXIV, Vers. 29; San Marcos, Cap. XIII, Vers. 25).

Lo de que Dios nos había hecho a su imagen y semejanza resultaba ser otro embuste, puesto que en los otros millones de mundos habría hombres formados de millones de maneras diferentes.

El milagro más estupendo de todas las Sagradas Escrituras, el de Josué deteniendo el Sol (Josué, Cap. X, Vers. 12 y 13), resultaba ser otra mentira, porque el Sol no se movía alrededor de la Tierra[24].

Todos los milagros de los santos que decían haber subido al Cielo en espíritu y haber visto allí a Jesucristo y a la Virgen, resultaban ser, o visiones o mentiras descaradas, porque no había tal cielo.

Luego si esto era así, los milagros que en la Biblia se referían no podían ser más ciertos que los que se referían en los libros sagrados de las demás religiones.

Las Escrituras sobre las que la Iglesia se fundaba para decir que era una institución divina, estaban llenas de evidentes falsedades, desde el primer versículo del Génesis, con el que empiezan hasta el último versículo del Apocalipsis, con las que acaban.

Aquella organización tremenda de la Iglesia, a la que habían cooperado tantas inteligencias, tan grandes como pérfidas; aquella fortaleza, al parecer inexpugnable, se bamboleaba ante el cañón pacífico e inofensivo de un anteojo.

Abrid los ojos vosotros, creyentes ilusos, y mirad cuán superior es el Dios verdadero a todos los dioses fabricados por los hombres.

Dios no necesitó de Biblias en las que en una página se contradice lo que está escrito en la anterior; no necesitó de equívocos, de juegos de palabras, ni de frases de doble sentido, ni de misterios absurdos y disparatados para confundir a la crédula cuanto ignorante humanidad; Dios no necesitó hacer correr cojos ni resucitar muertos; Dios Omnipotente no se puso en discusiones ridículas con nosotros para convencernos de si era o no era Dios; Dios no necesitó de los mil sofismas y sutilezas de las teologías de todas las religiones, ni de taparnos los ojos y la inteligencia con la venda de la fe; Dios tomó dos pequeños cristales y los puso ante nuestros ojos, y en aquel mismo instante cayeron desplomados para siempre los cielos y los dioses de todas las religiones humanas.

La cuestión para la Iglesia era de vida o muerte, con la bárbara crueldad que le es propia; y sin hacer caso alguno de la evidencia, renueva sus excomuniones y sus decretos de muerte.

Galileo es arrojado en un calabozo, y cargado de cadenas, tiene que elegir entre ser quemado vivo o negar que la tierra sea un planeta como Venus, Júpiter, Saturno, etc.

Aquel anciano es arrastrado ante los doctores de la Iglesia, y allí, con grillos en los pies y esposas en las manos, se le obliga de rodillas a negar lo que no sólo él, sino todos sus jueces, saben ser cierto; pero como él mismo exclamó al volver a ser encerrado en su calabozo: ¡qué importa lo que yo diga; a pesar de eso la tierra se mueve!

Sí, la tierra se mueve mucho más aprisa de lo que conviene a la Santa Madre Iglesia. Su poder para quemar a los que informan a los pueblos de sus engaños y crueldades ha concluido: sus excomuniones sólo sirven para ponerla en ridículo.

Telescopios enormes, al lado de los cuales el anteojo de Galileo es un juguete, han abierto ante nuestros ojos la Creación sin limites de Dios Infinito.

Si nos pudiésemos trasportar al sol que más lejano de nosotros descubre en el espacio el mayor de nuestros instrumentos ópticos, sol que se halla a tal distancia, que una bala de cañón, disparada con una velocidad continua de seis leguas españolas por minuto, tardaría en recorrerla setecientos sesenta y nueve millones de siglos, nos encontraríamos al llegar como si no hubiésemos dado un solo paso, y que allí, como aquí, el espacio sin fin se extiende en todas direcciones, lleno de ese polvo cuyos átomos son soles y mundos, en donde habitan otros seres, de los que no podemos formarnos idea, pero que, sin duda, tienen, como nosotros, alma para adorar a Dios admirando sus obras.

Y no se nos alegue que la Iglesia no combate ya la ciencia. No lo hace, por la imposibilidad material en que se halla de hacerlo.

Todavía en España, ayer, como quien dice, en 1830, la Iglesia era bastante poderosa para hacer que en nuestras universidades se enseñase, como única ciencia verdadera, la inmovilidad de la tierra en el centro de la creación, y la existencia de un cielo sólido con Dios y los santos encima, siendo excomulgados los de opiniones contrarias; y como dicha excomunión no ha sido levantada, resulta que todo español medianamente educado, es un hereje en pecado mortal.

Ni hay que remontarse tanto, porque en una obra cuyo título es El Catecismo Explicado, leemos que la tierra, a pesar de ser tan grande, está en el aire y no se cae; y más adelante nos informa de que todos esos millones de soles y mundos, de los que sólo podemos apercibir una parte, aun con la ayuda de telescopios, han sido creados por Dios, exclusivamente para nosotros. Si esto se hubiese escrito hace dos siglos, podríamos atribuirlo a ignorancia; pero como la obra está impresa hace pocos años, claro está que no pueden achacarse tales disparates a falta de conocimientos: luego, si no es por ignorancia que esto se escribe, ¿por qué será?