La Verdadera Doctrina Cristiana

Quien fue Jesucristo. —Su educación. —Motivo de su predicación. —El bautismo. —La Religión Judía. —El Fariseísmo y el Catolicismo. —Causa de la muerte de Jesucristo. —Igualdad del Judaísmo y el Cristianismo. —Confusión evangélica. —Verdaderas Doctrinas de Jesucristo. —Que es el ayuno. —El Ramadhan. —Las Bulas. —«No ores en el templo, sino en tu cuarto». —El voto de pobreza. —Hipocresía de los ministros de las Iglesias llamadas cristianas.

I

Jesucristo fue judío, o sea israelita. Se ignora completamente quiénes fueron sus padres, pues, por más que algunos han pretendido probar que era hijo de un carpintero de Nazaret llamado José, nunca ha pasado eso de ser una suposición sin fundamento alguno.

Lo que SÍ parece cierto, es que fue educado por una especie de monjes israelitas, y que vivió en comunidad con ellos hasta pasado de los treinta años, cuando, indignado por los abusos de los sacerdotes judíos, salió y empezó su predicación contra ellos. San Juan Bautista pertenecía a esta misma orden religiosa israelita, y fue compañero de Jesucristo habiendo estado juntos en el mismo convento.

Esta secta practicaba el bautismo, el cual no era administrado al nacer, como hoy hacen los cristianos, sino cuando el hombre entraba a formar parto de la orden o comunidad, del mismo modo que lo hacen los cristianos baptistas.

(Por demás está añadir, que todos los milagros son invenciones de los compositores de los innumerables evangelios, de los que salieron los cuatro que conocemos arreglados y declarados verdaderos por la Iglesia trescientos y pico de años después de la muerte de Jesús).

Cristo no se propuso de ninguna manera destruir su religión, que era la judía, y en la cual poca mejora podía caber: porque una religión que tenía un dios único, los Diez Mandamientos de la Ley (no los que dice la Iglesia Romana, sino los verdaderos, véase página 328), y la máxima de ama a tu prójimo como a ti mismo, máxima que no es original de Jesucristo, como cree la mayoría de los cristianos, sino que existe en la religión judía desde miles de años antes, como se ve en el Cap. XIX del Levítico, versículos 18 y 34; una religión fundada sobre tales bases, no podía mejorarse. Esto nos hace ver que Moisés fue un hombre de gran talento como legislador, que se vio obligado a fingirse divinamente inspirado, con objeto de dar más autoridad a sus leyes, haciendo creer a los israelitas que Dios se las dictaba desde el cielo, que es precisamente lo mismo que hizo Mahoma cuando fundó su religión, y lo mismo que hicieron los obispos cuando, reunidos en el Concilio de Nicea trescientos años después de muerto Jesús, decidieron, por inspiración del espíritu santo, que aquél había sido Dios.

Jesucristo, como ya hemos repetido veinte veces en este libro, y como repetiremos mil más, dijo: no he venido a destruir la Ley, sino a que se cumpla. (San Mateo, Cap. V, Vers. 17). Jesús lo que atacó, no fue la religión judía, sino las ceremonias mecánicas en las que sus sacerdotes habían convertido la religión, ceremonias casi idénticas a las de la Iglesia Romana, y que consistían en ir a rezar a las sinagogas, ayunar una o dos veces por semana, pagar puntualmente al clero la décima parte de las rentas y hacer ofrendas, sea de dinero, sea de animales, con lo cual los sacerdotes israelitas les aseguraban tendrían contento a su dios, quien les colmaría de felicidades. Es decir, que los curas judíos habían inventado indulgencias como las instituidas muchos siglos después por la Iglesia de Roma, con la diferencia de que, como los israelitas no tenían castigos futuros, se reducían a amenazar a los incrédulos con toda especie de desgracias en este mundo; y como a todos nos pasan, tan luego como a un incrédulo ocurría alguna, la hacían notar, atribuyéndola a la cólera de Jehová. Cuando la desgracia sucedía a algún buen creyente, entonces era porque habría hecho algo que no estaba bien; y como todos hacemos de esas cosas, el creyente se apresuraba a aplacar la cólera de su dios por medio de alguna buena ofrenda a sus sacerdotes.

Si a pesar de las ofrendas continuaba sufriendo nuevas desgracias, se le decía que Jehová quería probarle a ver si tenía bastante fe, y le citaban al Santo Job a quien, según la Biblia, dios probaba haciéndole sufrir toda especie de males, resultando de esto que el Padre Eterno necesita hacer pruebas con los hombres con objeto de averiguar si tienen o no bastante fe, lo cual, como ya en otra parte hemos dicho, es una muestra evidente de que ni es infinitamente sabio, ni conoce el porvenir.

Jesucristo, con los Diez Mandamientos en la mano, levantó su voz contra las ceremonias de ese culto llamado el Fariseísmo, en el que los curas judíos hacían consistir lo principal y esencial de su religión, que es lo mismo, precisamente, que hacen los curas católicos al pretender que se adora a Dios con oír misa, rezar rosarios, ayunar, confesar y comulgar.

El catolicismo, pues, no es otra cosa que FARISEÍSMO CRISTIANO.

Cristo protestó contra semejante corrupción de la Ley, sosteniendo que el único fundamento y base de la religión eran los Diez Mandamientos, y que en ellos no había absolutamente nada de aquellas ceremonias, obra toda de los sacerdotes judíos, a quienes acusó públicamente de impostores que se valían de la religión y de la fe para vivir a costa de los fíeles israelitas, que es lo mismo de lo que nosotros, a nuestra vez, con los Diez Mandamientos de Cristo en la mano, acusamos a todos los sacerdotes de las Iglesias llamadas Cristianas, pero cuyo verdadero nombre es Fariseas.

Jesucristo jamás pretendió ser Dios, ni hijo de Dios, ni todos los desatinos que cuentan los que escribieron la historia de su vida. Jesús llamaba padre a Dios porque decía que todos somos hijos del mismo Dios, y así le llaman todos los cristianos en el Padre Nuestro, oración que se le atribuye en el evangelio, pero que parece fuera de duda fue compuesta muchos años después de su muerte por los primeros cristianos, quienes en ella pedían la segunda venida de Jesús con estas palabras: venga a nos el tu reino.

Los sacerdotes judíos, que sabían, lo mismo que los sacerdotes cristianos de hoy saben, que ni Moisés, ni los profetas habían estado inspirados por Dios, y que la Biblia no tenía nada de divina, y que, por lo tanto, su religión no era más verdadera que cualquiera otra, no conviniéndoles el que una persona hiciese públicas sus imposturas, se dieron sus mañas para enredar a Jesucristo en una causa criminal, acusándole de falso profeta, de que se quería hacer pasar por hijo de Jehová y de que atacaban, no a ellos, sino a la religión, consiguiendo así el que fuese condenado a muerte.

El haber sido crucificado, no fue una cosa especial hecha con Jesucristo, sino que aquél era el modo de ajusticiar a los malhechores.

Ésa es toda la verdadera historia de Jesús. Ya hemos visto cómo algunos de sus discípulos, quitando el cuerpo del sepulcro, hicieron correr la voz de que había resucitado; pero los sacerdotes judíos, que no eran tontos, se rieron de semejante invención, diciendo que, si había resucitado, por qué no se presentaba.

Ya hemos visto cómo las doctrinas de Jesús fueron extendiéndose por Europa, acabando por destruir el paganismo, pero sin poder convertir a los judíos. Esto no sucederá jamás, porque el verdadero cristianismo y el verdadero judaísmo es la misma religión, resultando así cierto el dicho de Jesucristo, de que no había venido a destruir la Ley, sino cumplirla.

Así como Cristo fue crucificado por la Iglesia Judía, o mejor dicho, Farisea, por denunciar los fraudes y abusos de sus sacerdotes, del mismo modo la Iglesia Cristiana, es decir, Romana, ha quemado vivas michos miles de personas que se atrevieron a levantar su voz para hacer conocer las imposturas con las que sus sacerdotes engañaban y engañan todavía a los pueblos.

Jesucristo tenía la verdadera idea de Dios, la misma que nosotros tenemos y la única a la que la razón y la inteligencia humana puede llegar, ya sea la del sabio o la del ignorante.

Jesús sabía perfectamente que Moisés había sido un hombre superior, pero sin ningún poder sobrenatural, y que, por lo tanto, ni la Biblia era divina, ni los prodigios que en ella se refieren eran más ciertos que los de las Sagradas Escrituras de los paganos.

Cristo conocía a fondo la Biblia y estaba al tanto del sistema usado al escribirla, de no estampar nada en ella que no pudiera interpretarse de varios modos, de lo hemos dado varios ejemplos en este libro, y cuyo método, si bien es muy útil para los sacerdotes, tiene la contra de que, tan pronto como una persona de mediana penetración lee las Escrituras, comprende, desde luego, que un libro escrito en equívocos puede ser todo menos la palabra de Dios.

Jesús, sin embargo, no se atrevió a decir claramente que la Biblia era pura obra humana, no tanto por miedo a los sacerdotes judíos, como porque temía una de estas dos cosas:

Primero: el que los israelitas (cuya fe en la biblia era y es tan ciega como la del cristiano más creyente), al ver que atacaba la divinidad de las Escrituras, no quisieran oírle, dejándole real y verdaderamente predicar en desierto (que es lo que a nosotros mismos nos sucede cuando tropezamos con algún creyente acorazado por estilo del descrito en la página 374, y de los cuales hay muchos en todas las religiones); y segundo, el que al ver los judíos que sus Escrituras eran pimple obra humana, no sólo no solo se ocupasen de las mil reglas que en ellas se expresan, sino que tampoco hiciesen caso alguno de los mismos «Diez Mandamientos», porque dirían, con razón, que si una parte de la Biblia no era divina, tampoco la otra podía serlo. Además, muchos, asustados de encontrarse sin religión, es decir, sin lo que ellos creían ser la religión, tampoco querrían volver a saber de un hombre que les quitaba su creencia en un dios que vivía sentado en las nubes, y que se ocupaba en conservar gordos y colorados a los buenos y proporcionar reumatismos a los malos: en un dios, en fin, tan hombre como ellos mismos.

En esta dificultad, Jesús no se ocupó de si la Biblia era o no era divina, contentándose con decir y repetir que la Ley y los Profetas se reasumían todos en Los Diez Mandamientos, no haciendo ningún caso de todas las demás leyes y ordenanzas de Moisés, y mucho menos de los reglamentos del Fariseísmo, al que pertenecían por aquella época casi todos los judíos.

II

La persona que por primera vez lee los Evangelios sé queda sin entender una sola palabra de las doctrinas de Jesucristo.

El motivo, como ya lo hemos explicado y demostrado, consiste en la manera, tan falsa y engañadora como hábil, con que fueron escritos, haciendo decir a Jesús cosas tan opuestas, que quedáis convencidos de que vuestro Dios no tiene dos naturalezas, como dice vuestro catecismo, sino doscientas.

Una lectura, ni dos, ni tres de los evangelios, es completamente inútil para poder descubrir, en medio de tantas y tan taimadas imposturas, cuáles fueron las únicas verdaderas doctrinas, que realmente predicó Jesucristo; pero si no desanimándonos, estudiamos todo atentamente haciendo el análisis lógico y razonado de las frases, y consultando y cotejando diversas versiones de los evangelios en diversas lenguas, vemos a cada nueva lectura y a cada nuevo examen destacarse y crecer la figura del amor y de la bondad sublime simbolizada en Jesús, que se eleva majestuosa sobre todos los ridículos milagros de saltimbanqui, sobre todos los arteros sofismas, sobre todas las raquíticas doctrinas que los compositores de los evangelios se atrevieron a poner en la boca de aquel mártir de la verdad.

En medio de los equívocos, en medio de las frases de doble sentido, en medio de los juegos de palabras, en medio, en fin, de ese fárrago con el que se quiere engañar, y se engaña, a seres racionales, hay unos preceptos que, así como ante el sol quedan oscurecidas todas nuestras luces, ya sea la de una palomilla o la más potente de las eléctricas, del mismo modo oscurecen ellos los dichos falsos puestos en boca de Jesucristo por sus historiadores.

Esos preceptos, que encierran en si toda la doctrina cristiana, se hallan clara y terminantemente consignados en tres de los evangelios, cosa que no sucede con ningunos otros. ¿Queréis adorar a Dios como lo manda Jesucristo y como lo adoran los verdaderos cristianos? ¿Cómo le adoraba Jesucristo mismo? Abrid el evangelio de San Mateo, Cap. XIX, Vers. 16; el de San Marcos, Cap. X, Vers. 17; el de San Lucas, Cap. XVIII, Vers. 18. Allí veréis que, deseando un hombre enterarse de la religión que predicaba Jesús, vino a él y le dijo: Maestro, ¿qué haré para tener la vida eterna? Y él contestó: Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los Mandamientos. Y el otro, insistiendo, pregunta: ¿Cuáles? A lo que Jesucristo replicó con estas palabras: No matarás. —No adulterarás. —No hurtarás. —No dirás falso testimonio. —Honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo. Entonces aquel hombre, deseando ser su discípulo, le pregunta: ¿Me falta algo más? Y Jesús contestó: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y ven, sígueme.

Haremos observar que Jesucristo tiene particular cuidado en decirnos uno por uno sus Mandamientos, omitiendo por completo el que asistamos a templo alguno, ayunemos y practiquemos esos actos mecánicos, que ningún bien hacen a nadie. Jesús, los omitió, pero no por olvido, sino porque se oponía a ello, según vamos a demostrar.

Reprendido varias veces por los fariseos porque ni él ni sus discípulos ayunaban ni hacían la fórmula de lavar los vasos lavarse las manos antes de comer, les contestó con estas palabras: No hay cosa fuera del hombre que, entrando en él, la pueda contaminar. Mas las que salen, esas son las que le contaminan. Porque las que entran van al vientre y se arrojan en lugares secretos; pero las que salen, salen del corazón; esas son las que contaminan al hombre. De allí salen los hurtos, las avaricias, los adulterios, los asesinatos, todos los malos pensamientos. Eso, y no el comer de este modo o del otro, es lo que ensucia al hombre (San Mateo, Cap. XV, Vers. 11 y San Marcos, Cap. VII, Vers. 15).

Sobre estas clarísimas palabras de Jesucristo se apoyan doscientos millones de cristianos para no ayunar, ni mucho menos hacer diferencia alguna entre comer carne o pescado.

Los católicos romanos, así como los de religiones que tienen el ayuno, han llegado a mirar esto como cosa buena y santa a fuerza de verle practicado como tal desde su más tierna infancia, creyendo de buena fe el que a Dios le es más agradable comamos a una hora que a otra.

Ayunar, entre los católicos, consiste en comer un día menos de lo usual, dando esto por resultado que, al día siguiente, la persona tiene que comer más, y la privación que sufrió el día anterior queda compensada con el mayor apetito con que come el que sigue. Entre los maho+metanos, el ayuno es mucho más rígido. Durante la fiesta del Ramadhan, o sea durante un mes entero, ayunan, no comiendo ni bebiendo desde que sale el sol hasta que se pone.

Resultado: que un número considerable de fieles musulmanes va a su cielo por efecto de las indigestiones, pues en la cena tienen que comer y beber todo lo que han dejado de comer y beber durante el día.

El cuerpo humano, lo mismo que el de los animales y las plantas, necesita una cierta cantidad de alimento más o menos grande, según la naturaleza del individuo: y si éste persiste en no dársela, se debilitará, enfermará y morirá, o lo que es lo mismo, se suicidará poco a poco, y ya sabemos que esto es pecado mortal, según la misma Iglesia de Roma.

Los únicos que ganan con los ayunos son: primero los curas, pues es un motivo más de pecado y, por lo tanto; de confesión; y segundo, los médicos, porque para lo único que son eficaces los ayunos es para producir males de estómago por efecto del desarreglo en las comidas.

En cuanto a que sea más santo llenarse el vientre de carne o pescado, la cosa es tan ridícula, la invención de las vigilias es tan reciente, y su objeto de explotar a los fieles con las bulas tan claro y conocido, que no nos ocuparemos de este fraude de Roma, del que muchos católicos romanos mismos se ríen.

En otro lugar decimos que Jesucristo prohibió el orar en los templos. ¿Queréis convenceros? Pues abrid nuevamente las Sagradas Escrituras, y en el Evangelio de San Mateo, Cap. VI, veréis que dice lo siguiente:

5. Y cuando oréis, no seréis como los hipócritas, que aman el orar en pie en las Sinagogas, y en los cantones de las calles, para ser vistos de los hombres. En verdad os digo recibieron su recompensa.

6. Mas tú, cuando orares, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre en secreto: y tu Padre, que está en el secreto, te recompensará.

Ésta es toda la religión cristiana: cumplir los Mandamientos expresos de Jesús. Esta Religión es la nuestra. Entre ella o la de la Iglesia de Roma, entre el Cristo o el Papa, no titubeamos un momento: CRISTIANOS SOMOS.

Ya hemos visto lo que Jesús ordena a los que quieran ser sus apóstoles; y ahora decimos nosotros a los que hoy pretenden serlo, párrocos, obispos, arzobispos, cardenales, patriarcas, papas: Vosotros, los magnates de todas esas Iglesias que se llaman cristianas, seáis católicos o protestantes, ya sabéis lo que Jesús os ordena. Aquí no os vale la fe, aquí no hay doble interpretación; aquí os dice el mismo Jesucristo de la manera más clara y terminante: Vende lo que tienes y dalo a los pobres, y ven, sígueme.

Cuando hayáis hecho eso creeremos que obráis de buena fe, y tendréis derecho a nuestro respeto y a ser llamados discípulos de Cristo.

Entre tanto, tenemos que consideraros como unos farsantes que, a todos los vicios y pasiones comunes a los hombres, unís lo único que Jesucristo maldijo: LA HIPOCRESÍA.