Vuestro cura os demuestra que hay infierno. —Isaías y Jeremías. —El gusano que no muere, y el fuego que no se apaga. —Los endemonia dos. —La Iglesia decreta que no hay infierno el año 1933. —Vuestro cura os demuestra entonces que no hay infierno. —La lepra de gusanos. —El fuego de la fiebre. —Los vicios de los hombres. —El único y verdadero Príncipe de los Demonios. —El capitulo XXVI del Levítico y el XXVIII del Deuteronomio. —Prueba palpable de que no hay castigos futuros. —Prueba de que Jesús resucitó y no resucitó. —De qué subió y no subió al cielo. —De que es y no es Dios. —Las Pillerías Sagradas.
En la parte cuyo titulo es La Santa Biblia, que empieza en la página 239 de este libro, os dijimos que se puede demostrar, con las Sagradas Escrituras en la mano, todo cuanto se quiera.
Por vía de ejemplo vamos a probaros que hay inferno y que no le hay, aunque para ello repitamos algo de lo que ya os hemos dicho.
Figuraos que un domingo el señor cura en el sermón os dice que Dios hace bien a los que le hacen mal, y ama a sus enemigos. Como no os parece que esto se halla muy de acuerdo con el infierno, reflexionáis y decís: ¿Quién me dijo que había infierno? Mis padres. ¿Y quién se la dijo a ellos? Mis abuelos. ¿Y a ellos, quién se lo dijo? Sus padres de ellos, etc., etc.
Alguien más os ha dicho que hay infierno, y ese alguien más es el «Catecismo de la Iglesia Romana», que aprendíais cuando ibais a la escuela, y que es el mismo que hoy aprenden vuestros hijos.
Miráis en el catecismo, y, en efecto, allí encontráis que dice que el dios de la Iglesia castiga con eternos tormentos después de la muerte. ¿Quién escribió el catecismo? El Padre Fulano o Zutano. ¿Y de dónde sacaron ellos qué había infierno? —De la Sagradas Escrituras cristianas, o sea la Biblia.
Como vosotros no tenéis ciento treinta y tres reales que gastar en la compra de la Biblia, traducida al castellano por el Padre Scío, y como vuestros curas os prohíben la compra de la Biblia traducida por Valera, que no cuesta más que cinco reales, y que es igual a la de Scío, so pretexto de que es una Biblia Protestante, no os queda más remedio que ir a consultar con el señor cura.
Suponemos que este señor cura no está en bruto, como el que hemos descrito en otra parte, porque entonces os despacha diciendo que la creencia en el infierno es un artículo de fe, y que si no creéis en él, ya veréis después de muerto cómo es verdad. Suponemos, pues, que es un cura vividor.
Este toma la Biblia con el mayor respeto y veneración, echa una docena de cruces sobre ella, sobre vosotros y sobre la jícara del chocolate que acaba de beberse, rumia unas cuantas oraciones en latín para que el espíritu santo le ilumine, y abriendo la Biblia por el evangelio de San Mateo, os muestra que Jesucristo mismo declaró que había infierno, puesto que allí veis en castellano, con todas sus letras, que dice que arrojará la gente al infierno, y al infierno del fuego, y al fuego que arde y al fuego que no se apaga. Vosotros, que no sabéis una jota de si aquello es traducido de algún otro idioma, o si Jesucristo hablaba en castellano, dais por sentado que aquellas palabras quieren decir, sin ningún género de duda, un sitio en el que se queman hombres y mujeres después de muertos.
Naturalmente, habiendo infierno, tiene que haber diablos; y no os engañéis, porque ni en la traducción de Scío, ni en la de Valera, ni en la latina de San Jerónimo faltan diablos, demonios, espíritus, Belzebú, Satanás príncipe de los demonios, etc., etc.
Para probaros que vuestro infierno, o sea el infierno cristiano, existe desde antes de nacer Jesucristo, os cita los versículos que ya nosotros os hemos citado en las páginas 432 y siguientes, en los que se habla del dios Moloc y de las hogueras en que se quemaban niños, explicándoos que lo que con eso querían decir Isaías y Jeremías era el infierno.
Como esto acaso no os convence mucho, porque os parece que si había infierno antes de Jesucristo, Dios lo habría dicho claro, del mismo modo que dio sus Mandamientos, os cita estas palabras, dichas por el profeta Isaías (Cap. LXVI, Vers. 24): Y saldrán y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mi: porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará; y serán abominables a toda carne.
Vuestro cura entonces os explica cómo el gusano que nunca morirá es el infierno, y el fuego que nunca se apagará es el fuego del infierno.
Vosotros, que no sabéis que los judíos no tienen infierno, no podéis hacer al señor cura el argumento, de que, sí es cierto que Isaías y Jeremías hablaban del infierno, cómo es que los judíos, que en sus Escrituras tienen todo eso, no saben que haya tal infierno ni tales diablos.
A mayor abundamiento os enseña, en cien partes de los evangelios, que Jesucristo curaba endemoniados sacándoles los diablos del cuerpo, lo que es otra prueba de que hay demonios, y, por lo tanto, infierno, a menos que sean diablos sin residencia fija, que también podría ser.
Del mismo modo, como veis que la Biblia del Padre Scío son varios tomos grandes, y el catecismo es un pequeño cuaderno, suponéis que, si en el catecismo pueden decirse mentiras, no se pueden decir en la Biblia.
Igualmente os imagináis que, porque el señor cura tiene setenta años, es más de fiar que si tuviese treinta, sin calcular que más se sabe y mejor se disimula y engaña a los setenta que a los treinta.
Por último, el cura os hace observar que en el Credo se dice que Jesucristo bajo a los infiernos; y como vosotros no sabéis que los mismos doctores de la Iglesia fueron los compositores del Credo, si no que suponéis que fue dictado por vuestro dios, quedáis firmemente persuadido de que el infierno es una cosa tan segura como seguro es el que tendréis que aflojar la contribución, y que una parte de ella servirá para pagar al señor cura su sueldo, con el que vive cómodo y descansado.
Siempre, sin embargo, que le oís predicar asegurando que Jesucristo decía: haz bien a los que te hacen mal, miráis a vuestro cura a la cara, y la razón que Dios, no el de vuestro cura, sino el Dios Omnipotente, os ha dado, os hace dudar y pensáis: ¿Será un tonto, o será un pillo?
Han pasado cincuenta años desde que consultasteis con vuestro cura.
Sucede en España lo que ya sucede en otros países: que la gente se quita la venda de la fe, con la que les quieren tapar sus sacerdotes los ojos, y que, abiertos los de los españoles a la verdad, miran, examinan, reflexionan, y quedan convencidos de que no existe ninguna clase de infierno.
La Iglesia Romana se ve, pues, obligada a dar el paso dado por muchas de las Iglesias Protestantes, y declara que no hay infierno, y que ha habido una equivocación, porque en la Biblia no se dice que lo haya.
Supongamos que vosotros y vuestro cura continuáis sin novedad, y que vais nuevamente a que os explique cómo puede ser verdad eso de que no hay infierno.
El cura toma nuevamente la misma Biblia que conocéis, y la abre, no por el evangelio de San Mateo, sino por el de San Marcos, por el Cap. IX, versículos 43 a 50. Allí os enseña que a donde Jesucristo amenazaba mandar la gente no era al infierno, sino a Gehenna, explicándoos que esa palabra no tiene nada que ver con el infierno, sino que es el valle Jinnom, o Hinnom. Como veis que también en este evangelio Jesucristo habla de fuego eterno y el gusano que no muere, os explica que esto significa: primero, las hogueras de los adoradores de Moloc; y segundo, que el gusano que no muere, y que es el mismo de que hablaba Isaías, era una lepra que criaba gusanos, y el fuego la fiebre que consumía a las desdichadas victimas de aquella enfermedad espantosa. El decir que el gusano o los gusanos nunca morían y el fuego nunca se apagaba, era porque, no teniendo remedio aquella plaga, el atacado ya no volvía a verse libre de los gusanos y de la fiebre hasta su muerte, la cual no ocurría, generalmente, sino después de muchos años de sufrimientos.
El dicho de Isaías de serán abominables a toda carne, indicaba el horror que a todos causaba aquella enfermedad, haciendo que huyesen del que la tenía. Si Isaías hubiese querido significar el infierno, no habrían sido abominables a ninguna carne, o sea a ninguna persona, porque no habrían padecido el castigo en este mundo, sino en el otro.
Vuestro cura os informa de que entre los judíos era muy común la lepra, y al efecto os enseña muchas partes de la Biblia en las que se dice lo que se debe hacer con los leprosos. (Hoy mismo es bastante común la lepra en Siria, que es el país en el que habitaban entonces los judíos. Los doctores de la Iglesia Judía se ríen mucho del infierno que los doctores de la Iglesia Cristiana han formado con el valle Jinnom, el ídolo Moloc y sus hogueras y la lepra de gusanos).
Igualmente os explica el señor cura que los demonios, diablos, etc., no son otra cosa que los dioses falsos de los paganos u los espíritus en que creían los judíos, y que el dios Moloc no era más diablo que los demás. Si le preguntáis por qué se les llama diablos, demonios, espiritas infernales, etc., os contestará que algún nombre había que ponerles para traducirles al latín y al castellano, y que la Iglesia no tiene la culpa de que a sus fieles se les haya metido en la cabeza que la palabra demonio quiere decir un individuo con rabo y cuernos que quema a las personas en el otro mundo, porque en todas las Escrituras no se dice palabra de semejante cosa.
Del mismo modo os dirá ser una equivocación lo traducido en latín, infernus, y en castellano infierno en el evangelio de San Mateo, puesto que Gehenna, que es la palabra traducida, no quiere decir nada de eso.
Si le habláis de que Jesucristo sacaba diablos del cuerpo, os explicará cómo eso quiere decir los vicios que tienen los hombres, y no lo que, generalmente, se entiende por demonios entre los católicos, y para probároslo os dirá que Jesús a menudo sacaba varios diablos de la misma persona, cuando con un demonio quedaría cualquiera suficientemente endemoniado; y, como ejemplo, os citará el evangelio de San Marcos, en el que se dice que Jesús había lanzado de María Magdalena siete demonios. (Cap. XVI, versículo 9, página 216 de este libro), que no son otra cosa que los siete vicios, y que la manera como los lanzó no fue haciendo cruces ni regándola con agua bendita, sino haciéndola abandonar la mala vida que llevaba.
Vosotros, que os creíais que los diablos eran individuos que se veían y a quienes se sacaba del cuerpo tirándoles por los cuernos, os quedáis con la boca abierta al ver a lo que todo ello viene a quedar reducido.
Con esto os convenceréis de que todos podemos lanzar demonios, y que nosotros con esto libro, y sin necesidad de cruces ni de hisopos, les vamos a sacar del cuerpo a más de cuatro los demonios de la hipocresía, del fraude y de la mala fe, y, sobre todo, el príncipe de los demonios, que no es Satanás, que representaba la Soberbia, sino la IGNORANCIA, que a todos os tiene endemoniados.
Si a muestro cura le habíais del Credo, no tiene entonces inconveniente on informaros de que el Credo fue compuesto por los doctores de la Iglesia, y que lo que un Concilio puede hacer, otro Concilio puede deshacerlo.
Por último, y para que no quede en vuestro ánimo la más remota duda, abrid las Sagradas Escrituras por el Cap. XXVI del Levítico y por el XXVIII del Deuteronomio.
¿Sabéis de qué se ocupan esos capítulos desde la primera hasta la última línea?
Pues esos capítulos, que son de los más largos de la Biblia, se ocupan nada más que de las recompensas y de los castigos.
En esos capítulos vuestro propio dios os informa con la mayor minuciosidad de todas cuantas recompensas dará a las personas que cumplan los Mandamientos de la Ley.
Del mismo modo y con la misma escrupulosidad os dicen uno por uno todos los castigos que impondrá a los que quebranten sus Mandamientos.
El cura os los presenta, y los leéis y los volvéis a leer, y no queréis dar fe a vuestros propios ojos. ¡A tal punto la creencia en el bárbaro infierno, inventado por vuestra Iglesia, está arraigada en vuestro espíritu!
¿Por qué es esta admiración, esta incredulidad? Porque veis que vuestro propio dios, a pesar de deciros uno por uno todos sus castigos, no os habla ni una sola palabra del infierno, ni de tormento futuro de ninguna clase; porque vuestro dios cree, como cree el nuestro, que por muchos crímenes que los hombres cometan, bastante sufren por ellos en este mundo, por más que así no os lo parezca.
Después que os habéis hecho bien cargo de lo que vuestro dios os dice en vuestras propias Sagradas Escrituras, miráis a vuestro cura, y no sabéis si abrazarle por la buena noticia que os ha dado, o coger la Biblia y romperle con ella la cabeza, por todos los años que os ha tenido engañado.
Ahora comprenderéis por qué en la religión judía no ha habido jamás infierno, y porqué la religión cristiana no lo tuvo hasta que lo inventó la Iglesia, y porque Jesucristo, que era israelita, jamás pudo hablar de semejante sitio.
Por eso es que ningún sacerdote protestante que dice que hay infierno obra de buena fe, porque todos conocen los Capítulos XXVI del Levítico y XXVIII del Deuteronomio.
Por eso es que todo sacerdote católico que cumple con su obligación leyendo las Escrituras, sabe que no hay infierno.
Por eso es que vosotros, después de lo pasado con vuestro cura, cada vez que le encontráis, no tenéis necesidad de mirarle a la cara, preguntándoos como antes: ¿Será un tonto, o un pillo?
¿Queréis ver hasta qué punto llega la mala fe, y al mismo tiempo la habilidad con que están compuestas las Sagradas Escrituras? Pues leed atentamente. Mirad desde la página 212 a la 236 de este libro, y veréis que en ellas hemos copiado los tres últimos capítulos de los evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, y los dos últimos y algunos versículos del antepenúltimo Capitulo de San Juan.
Con estos escasísimos materiales, y sin valernos de ninguna otra parte de la Biblia, os vamos a probar que Jesús resucitó y que no resucitó; que subió al cielo y que no subió; que es Dios y que no lo es.
Para probaros que resucitó, os mostramos en dichos capítulos que las mujeres que fueron al sepulcro de Jesús el domingo por la mañana, lo hallaron vacío, pero al mismo tiempo se encontraron en él ángeles que les dijeron que Jesús había resucitado, lo cual es ya una prueba de que Jesús resucitó.
En seguida os enseñamos el Vers. 4, página 212, en el que San Mateo dice que los guardas vieron, al ángel, de lo que resulta que no cabe duda de la presencia del ángel.
Después os hacemos ver en todos cuatro evangelios que Jesús se apareció a sus apóstoles, haciéndoos notar muy particularmente que sus apariciones no fueron en espíritu, en cuyo caso podía decirse que no resucitó más que en espíritu, sino que se apareció en carne y hueso, y al efecto os hacemos leer el Vers. 39, pág. 224, en el que Jesucristo mismo asegura que tiene carne y huesos.
Por si alguna duda os queda, os mostramos el Vers. 43 de la misma página, en el que se dice que comió, y el Vers. 27, pág. 231, por el que veis que Tomás le metió los dedos por los agujeros de los clavos.
Después de esto quedáis firmemente convencido de que Jesucristo resucitó en cuerpo y alma, según nos lo asegura la Iglesia.
¿Sí? Pues estáis fresco, y se conoce que entendéis poco de Escrituras Sagradas, o, mejor dicho, de Pillerías Sagradas.
Os vamos a probar lo contrario de aquello de lo que acabamos de convenceros, y eso con las palabras mismas de los mismos Capítulos de los evangelios.
Empozamos haciéndoos notar, en los cuatro evangelios, que nadie vio resucitar ni salir del sepulcro a Jesús, sino que, los que fueron a visitar la tumba, la hallaron vacía y no encontraron dentro más que el sudario y las sábanas en las que el cuerpo había estado envuelto, nada de lo cual quiere decir que hubiese resucitado.
En seguida os hacemos igualmente observar que los ángeles no fueron vistos por ninguno de los apóstoles, sino por las mujeres, y os advertimos que, entre los judíos, el testimonio de una mujer no era admitido como bueno, y, por consiguiente, lo que decían haber visto las mujeres no tenía ninguna fuerza; y al efecto, os mostramos el Vers. 11, pág. 220, en el que veis que los apóstoles tomaron el dicho de las mujeres por un desvarío y no las creyeron. Para acabar con el testimonio de ellas, os aconsejamos leáis lo que en los cuatro evangelios se dice acerca de los ángeles, y veréis que unos nos informan que eran ángeles, otros, mancebos; otros, varones; unos, que eran dos; otros, que uno; y como estas apariciones de los ángeles no las supieron los apóstoles sino por las mujeres, estas contradicciones son una prueba más de que aquello fue un desvarío de Magdalena y sus compañeras.
Tanto cuidado tuvieron los evangelistas de que los apóstoles no viesen a los ángeles, que, a pesar de haber ido tantos al sepulcro Juan, Pedro y Magdalena, y de examinar la tumba los tres, Magdalena fue la única que los vio después que los discípulos se fueron (versículos 10, 11 y 12, pág. 228).
Tenemos ya a las mujeres fuera de combate; nos faltan ahora los guardas que San Mateo dice se pusieron alrededor del sepulcro.
Os hacemos observar, así como quien no quiere la cosa, que de los cuatro evangelistas, San Mateo es el único que habla de los guardas.
Hecho esto, os informamos de que los guardas tampoco pudieron ver el milagro de la resurrección; porque al presentarse el ángel quedaron todos como muertos (versículo 4, pág. 212), y una persona que está como muerta no puede ver nada de lo que pasa.
En el versículo siguiente, osea el 5, veis que habla el ángel, pero no a los soldados, sino a las mujeres.
Me diréis que el susto que pasaron los soldados prueba que, efectivamente, se presentó un ángel; pero entonces os hacemos mirar el Vers. 9, pág. 228, y en él veis que San Juan dice que los discípulos no entendían que era menester que Jesús resucitase; luego si sus propios discípulos no lo sabían, menos lo sabrían los demás, y por consiguiente, hay que suponer que no había guardas, porque no se sabía que había resurrección, en cuyo caso San Mateo miente; o que se sabía y había guardas, en cuyo caso el embustero es San Juan. De aquí el que venga la duda de si había o no había guardas, y, por consiguiente, de que viesen o no viesen a ningún ángel; y como San Mateo es el único que habla de ellos, lo lógico os suponer que no hubo guardas. Además, el testimonio de los soldados, que eran romanos, y, por lo tanto, extranjeros, no tenía importancia para los evangelistas. El testimonio esencial para ellos era el de los apóstoles, y ya hemos hecho notar que ninguno vio ángel, ni ángeles, ni mancebos, ni varones.
Fuera, pues, con las mujeres y sus ángeles, diréis: pero ¿y las apariciones de Jesucristo a sus apóstoles, apariciones hechas en cuerpo y alma? ¿No es eso una prueba evidente de que resucitó?
Os repetimos que estáis fresco sí creéis que se puede sujetar a un escritor de la Santa Biblia; antes pescaríais anguilas con la mano.
Mirad pág. 229, Vers. 19, y pág. 230, Vers. 26, y veréis que, por dos veces, estando los discípulos reunidos y con las puertas cerradas, se presentó Jesús. Igualmente leed Vers, 31, pág, 223, y veréis que Jesús desapareció de la vista de dos de sus discípulos. Por último, en el Vers. 19, pág. 217, estando Jesús en una habitación con sus apóstoles, no dice que salieran de ella, sino que después que les habló fue recibido arriba en el cielo, lo que parece indicar que atravesó el techo de la habitación.
Una vez que os habéis enterado de esas particularidades del cuerpo de Jesús resucitado, os hacemos la reflexión de que un individuo que pasa al través de puertas cerradas, que desaparece de la vista de las personas como una visión y que atraviesa los techos, no puedo ser cuerpo de carne y hueso, sino espíritu, y de allí el que os probemos que Jesús no resucitó, sino que era su espíritu, y que su cuerpo se pudrió como el de cualquier otro hombre.
Para probaros que Jesucristo subió al cielo, os mostramos los últimos versículos de los evangelios de San Marcos y San Lucas (pág. 217, Vers. 19, y pág. 225, Vers. 51) en los que veis que subió al cielo; y para probaros que no subió, damos media vuelta a la derecha y os decimos leáis los últimos Capítulos de los evangelios de San Juan y San Mateo, y veréis que, no sólo no se dice una palabra de que subiera al cielo, sino que San Mateo asegura que las últimas palabras que dijo Jesús, fueron: Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del siglo. (Pág. 214, Vers. 20).
Por último, para probaros que es Dios, os enseñamos en la pág. 217, Vers. 19, que se sentó a la derecha de Dios; y si nos decís que eso no prueba sea Dios, sino lo contrario, puesto que el sitio de preferencia lo tenía ya tomado Dios, os citaremos el Vers. 31, pág. 231, en el que San Juan asegura que Jesús es el Hijo de Dios. Para probaros que no es Dios, nos basta haceros leer el Vers. 19, pág. 221, en el que vemos a dos de sus propios apóstoles llamarle varón profeta, lo que demuestra que no le tenían por Dios, y si esto les sucedía a los apóstoles, ¿cómo es posible hacer ahora creer a nadie que lo era?
Igualmente os aconsejamos leáis los Capítulos que copiamos, y veréis que a los apóstoles no les era posible creer en que Jesús hubiese resucitado, y Magdalena, cuando se encontró el sepulcro vacío, rompió a llorar, creyendo habían robado el cuerpo de Jesucristo. Luego sí esto es así, es mentira que supiesen que iba a resucitar; luego San Mateo es un embustero, que nos cuenta que todo el mundo lo sabía, y que por eso se pusieron guardias; luego lo único que hay de cierto y positivo, es que los escritores de los evangelios, como los del resto de la Biblia, son unos tunantes descarados.
Ahora comprenderéis cuál es el verdadero misterio de las Sagradas Escrituras, que ha consistido en no decir cosa alguna en ellas sin decir igualmente lo contrario en otra parte de las mismas, dejando así puertas por todos lados por las que escapan los doctores de la Iglesia. Querer, pues, coger a uno de ellos, es lo mismo que querer guardar agua en una cesta.
Del mismo modo comprenderéis perfectamente por qué, al aceptar la Iglesia como buenos los cuatro evangelios, no lo fue posible convertirlos en uno; porque por mucha habilidad que tuviesen los que los arreglaron, hay cosas que no se pueden hacer y dejar de hacer, como, por ejemplo, subir al ciclo y no subir, nacer y no nacer, etc.; y por eso, conservando los cuatro evangelios separados, en unos se puede contar que subió al cielo y en otros no decir nada; en unos puede afirmarse que Jesús nació de una mujer virgen, y en otros no decir ni cómo fue concebido, ni cómo ni cuándo nació, etc.
Por osa misma razón la Iglesia rechazó el evangelio de Nicodemo, porque en él se habla del infierno con toda claridad; y si con el tiempo la ilustración se hace tan general que la Iglesia Romana se ve obligada a suprimirlo, difícilmente podría disimular este fraude; mientras que del modo que están arregladas las cosas, puede, cuando sea necesario, probarse, con las Sagradas Escrituras en la mano, que ni hay infierno, ni Jesucristo era Dios, ni hay trinidad, ni ninguno de todos los mil misterios: y alegando que la interpretación dada a las Escrituras no ha sido la verdadera, se podrá cambiar la religión sin por eso tener que cambiar nada de la Biblia.
Vosotros, pues, cuando os venga a hablar algún cura de sus Escrituras y a deciros que debéis creer en ellas porque son divinas, y que la prueba la tenéis en los milagros que en su nombre se hacen, contestadle que estáis listo a creer si se hace alguno delante de vosotros; y si el reverendo Padre os sale con que Jesús dijo: Bienaventurados los que no vieron y creyeron (pág. 231, Vers. 29), contestadle que Jesús también dijo que a los que predicasen sus doctrinas se Ies conocería en que no les harían daño las serpientes, ni los venenos, y que curarían los enfermos (pág. 217, Vers. 18). Por consiguiente, antes de continuar la discusión, proponedle que se trague una caja de cerillas, para vosotros saber si realmente él es un representante y predicador de las doctrinas de Jesucristo.
Por nuestra parte, si algún sabio doctor de la Iglesia toma a su cargo rebatir este libro, desde ahora le advertimos que pierde el tiempo si nos viene con citas de la Biblia ni de todos los Santos. Nosotros no somos pájaro al que se caza con semejante liga, y de antemano le contestaremos Jo mismo que hemos contestado a los doctores de la Religión Judía, de la Religión Mahometana, de la Religión Budista y de la Religión Brahamánica:
PROBADNOS QUE VUESTRAS ESCRITURAS SON DIVINAS, Y HABLAREMOS.