Tercera parte

La bajada de Jesús al infierno, declarada falsa por la Iglesia. —El evangelio falso de Nicodemo. —La batalla del rey de la Gloria y Satán. —Fray Luis de Granada y el infierno de Nicodemo. —Quién fue Nicodemo. —Cómo desapareció el cuerpo de Jesús. —Los prodigios de la muerte de Jesús. —Prueba de que son falsos. —El infierno cristiano no es más que el infernus de los paganos. —El infierno es decretado el año de Objeto del infierno. —Objeto del purgatorio. —Reflexiones.

I

Si Jesús hubiese hablado del Hinnom o Gehenna como de un infierno, y de Moloc y sus hogueras, como de Satanás y el otro mundo, claro está que el infierno habría sido aceptado por verdadero desde los primeros tiempos del cristianismo, lo que no es así, pues la Iglesia misma declaró que no había tal infierno y aquí tenéis la prueba.

Todos sabéis la oración que se llama el «Credo», que empieza Creo en Dios Padre (o sea Jehová, el dios de los judíos) Todopoderoso, etc., etc. En esa oración, compuesta por la Iglesia, se dice que Jesucristo bajó a los infiernos. Pues ahora veréis con qué claridad os demostramos que la misma Iglesia dijo que eso no era verdad.

Al hablaros en el capítulo «La Iglesia» (segunda parte), de los evangelios desechados, os informamos de que se conocían, no sólo los nombres de cincuenta y ocho, sino hasta el contenido de algunos de esos evangelios.

Como nosotros no decimos las cosas porque nos da la gana, como hacen los santos doctores, pues a eso se reduce el estar inspirados por el espíritu santo, os vamos a copiar un trocito del evangelio de Nicodemo, en el que se refiere cómo Jesús bajó a loe infiernos, cosa de que en ninguno de los cuatro evangelios declarados como únicos verdaderos se dice palabra.

EVANGELIO DE NICODEMO

Declarado falso por la Iglesia

(CAPÍTULO XXI)

Y mientras Satanás y la Furia así hablaban, se oyó una voz como un trueno, que decía: Abrid vuestras puertas, vosotros, príncipes; abríos, puertas eternas, que el Rey de la Gloria (Jesús) entrar.

Y la Furia, oyendo la voz, dice a Satán: Anda, sal y pelea contra él. Y Satanás, salió.

Entonces la Furia dice a sus demonios: Cerrad las grandes puertas de bronce, corred los grandes cerrojos de hierro, cerrad con llave las grandes cerraduras y poneos todos de centinela, porque si este hombre (Jesús) entra, todos estamos perdidos.

Y oyendo estas voces, los Santos Antiguos exclamaron: Devoradora e insaciable Furia, abre al Rey de la Gloria, al hijo de David, al profetizado por Moisés y por Isaías.

Y otra vez se oyó la voz de trueno que decía: Abrid vuestras puertas, que el Rey de la Gloria quiere entrar.

Y la Furia grita rabiosa: ¿Quién es el Rey de la Gloria? Y los ángeles del Señor contestan: El Señor poderoso, el Señor vencedor.

Y en el acto las grandes puertas de bronce volaron en mil pedazos, y los que la muerte había tenido encadenados se levantaron.

Y el Rey de la Gloria entró en figura de hombre, y todas las cuevas de la Furia quedaron iluminadas.

Por último, el Rey de la Gloria y sus ángeles derrotaron a los demonios; Jesús agarra a Satanás por la cabeza con sus propias manos y le entrega prisionero a los ángeles, dando órdenes para que le sujeten con cadenas; en seguida liberta a todos los santos, empezando por Adán.

Todo esto acompañado de unas descripciones capaces de poner los pelos de punta y darle una pesadilla a la persona más despreocupada.

Afortunadamente, los Santos Padres decidieron que todo aquello era música celestial, o mejor dicho, infernal, decretando la Iglesia que fuesen quemados los Evangelios de Nicodemo.

A pesar de esto, los predicadores católicos continuaron citando en sus sermones el infierno de Nicodemo, absteniéndose de decir a sus fieles que todo aquello había sido declarado falso por la Iglesia misma. Fray Luis de Granada, el más famoso predicador de su tiempo, se divertía en horrorizar a sus oyentes con el infierno del evangelio falso de Nicodemo, lo que os probará que maldito lo que a los doctores les importan las decisiones de su propia Iglesia; y no hablemos mucho, porque puede ocurrírsele al papa declarar divino el evangelio citado, y el infierno de San Nicodemo no le dejarían los curas de la mano ni un momento.

Acaso diréis que este evangelio se rechazó porque Nicodemo no fue discípulo de Jesucristo; pero semejante razón no sería aceptable, porque Sao Lucas mismo empieza su propio evangelio de este modo:

EVANGELIO DE SAN LUCAS

(CAPÍTULO PRIMERO)

1.º Habiendo muchos intentando poner en orden la historia de las cosas que nosotros sabemos han sido ciertísimas.

2.º Del mismo modo que nos las enseñaron los que desde el principio las vieron por sus propio ojos, y fueron ministros de la palabra.

3.º Me ha parecido también a mi, después de haber entendido todas las cosas desde el principio, escribírtelas por orden, ¡oh, mi buen Teófilo!

Por estas palabras de San Lucas, se ve que escribió su evangelio por lo que otros le contaron. Del mismo modo los Santos Padres decidieron que San Marcos tampoco fue discípulo ni vio nada de lo que nos refiere en su historia de Jesús, y, sin embargo, ambos evangelios fueron declarados verdaderos. El que Nicodemo no fuese discípulo, no era, pues bastante razón para no admitir su historia.

Pero el caso es que Nicodemo, sí conoció y trató a Jesucristo; y si no, mirad en la página 226 de este libro el evangelio de San Juan, Cap. XIX, Vers. 39, y veréis que «Nicodemo fue a embalsamar el cuerpo de Jesús».

Nicodemo, así como José de Arimatea y otros, eran personas acomodadas de Jerusalén, partidarios de Jesús, quienes comprendían la gran superioridad de sus sencillas y racionales verdaderas doctrinas sobre el culto mecánico en que había caído la religión judía. Culto inventado por sus sacerdotes, y consistente en pasar horas enteras rezando en las sinagogas, ayunar, hacer ofrendas más o menos ricas, pagar los diezmos con todo rigor, hacer ostentosamente limosna a la puerta del templo y no preocuparse gran cosa de los «Diez Mandamientos de la Ley». Aquellos Mandamientos que Jesús repetía continuamente había venido para hacer cumplir, y en los que no había ninguna de las ceremonias que hacían los Fariseos, que ése era el nombre de aquellos estrictos rezadores y ayunadores.

Entre Nicodemo, José de Arimatea y otros, pagaron los gastos del embalsamamiento y entierro de Jesús, porque ni Jesucristo ni sus apóstoles tuvieron jamás un céntimo suyo. Lo que les sobraba después de cubrir sus necesidades, lo daban a los pobres. El cuerpo de Cristo fue puesto en un sepulcro, o más bien una cueva tallada en la roca[20], no porque se pensara enterrarle allí definitivamente, sino, como dice el mismo San Juan, porque estaban cerca del sitio en el que Jesús murió, y en cuya cueva quedó todo el día siguiente, día doblemente sagrado, no sólo por sor el sábado, que era el día séptimo o de reposo, sino también por causa de la Parasceve o Pascua. (Pág. 227, Vers. 42).

Nicodemo fue uno de los que en la noche del sábado al domingo, o sea poco más de veinticuatro horas después de muerto Cristo, fueron a la cueva, sacaron el cuerpo y le enterraron en otra parte, y ésta es la única y verdadera razón por la que en ninguno de los cuatro evangelios se dice una palabra de cómo resucitó, sino que «cuando amaneció el domingo se encontró el sepulcro abierto y vacío». De aquí salió la fábula de la resurrección.

Igualmente en los evangelios se nos cuenta que, cuando murió Jesús, tembló la tierra, se oscureció el sol y resucitaron muchos muertos, con otra porción de prodigios.

Los que escribieron los evangelios hicieron perfectamente en inventar todos esos milagros, del mismo modo que los compositores de las Escrituras Sagradas de la religión pagana hicieron muy bien en referimos en ellas los milagros que hacían sus dioses, que también solían tomar figura humana y venir a la tierra.

Por lo demás, el sentido común más escaso le muestra a cualquiera que, si aquellos prodigios tuvieran lugar, los habrían visto los judíos y habrían quedado convencidos de que Jesús era Dios, mientras que vemos, según el mismo San Mateo, que los judíos no creían tal cosa, sino que como el cuerpo de Jesús desapareció del sepulcro, y ninguno de ellos le volvió a ver, supusieron naturalmente que sus discípulos le habían sacado de él y le habían enterrado en algún otro sitio. (Página 214, Vers. 15).

II

Ya hemos visito que el infierno es la mismísima palabra, infernus, y que éste era el nombre que daban los paganos a un sitio debajo de tierra, en el que sufrían tormentos los malos después de muertos.

Si alguna duda le cabe a alguien, no tiene más que leer a cualquier autor pagano latino, como Cicerón, Virgilio, Ovidio, etc., etc., y allí podrá ver que aquel punto se llamaba infernus, y también inferos, o sea infiernos, porque en el infiernus pagano había muchos departamentos.

La palabra infernus viene de inferus, «inferior», «debajo», por la creencia de que se hallaba debajo de nosotros. Asimismo creían que el fuego de los volcanes era el fuego del infernus. Hoy, que ya sabemos en qué consisten los volcanes, habrá tenido que cambiar de sitio, y esto os mostrará como La Ciencia va destruyendo todos esos fraudes inventados por los sacerdotes.

Durante los primeros trece siglos después de Jesucristo, la Iglesia no hizo obligatoria la creencia en el infierno; pero en el Concilio de Letrán de 1215 quedó decretada su existencia como articulo de fe, siendo excomulgados y castigados con prisión, tormento y hasta muerte, los que le negasen.

Los verdaderos instaladores del famoso infierno de los cristianos fueron, pues, los reverendos obispos que compusieron aquél célebre Concilio, en cuya época los papas y sus doctores hacían y deshacían todo cuanto les parecía conveniente, sin que ni rey ni Roque se atreviese a chistar. ¡A tal punto había conseguido embrutecer a la mayor parte de Europa la Santa Madre Iglesia!

El infierno es uno de los mil fraudes inventados por la Iglesia para dominar por el terror y para enriquecerse, amenazando con él al desdichado moribundo, quien creía comprar su rescate cediendo a la Iglesia una parte de sus bienes, con perjuicio frecuentemente de sus propios hijos.

Así es como se explican las inmensas riquezas que acumuló la Iglesia, llegando a poseer en España casi la mitad de toda la propiedad de la nación.

En cuanto al purgatorio, no vale la pena de que nos ocupemos de él. Como hemos dicho, en todas las Escrituras no hay absolutamente nada que pueda traducirse por purgatorio, siendo una invención especial de la Iglesia Romana, razón por la cual las demás Iglesias cristianas no le admiten.

El purgatorio se inventó el siglo XIII, y su objeto, así como el de las indulgencias, que fueron inventadas algo más tarde, es tan claro y conocido, que no se necesita el que os expliquemos que lo único que sacan los creyentes con sus misas e indulgencias, es dinero del bolsillo.

Muchos hay todavía, sobre todo en nuestra patria que dicen ser necesaria la fábula del infierno para contener al pueblo, quien, sin ese temor, se libraría a los últimos sucesos. Error. Que por una semana quedasen en suspenso policía y tribunales, sin que nadie fuese responsable por los delitos que durante aquel tiempo cometiese, y veríamos lanzarse al robo y al asesinato, no las clases ilustradas, que se ríen del diablo, sino el pueblo ignorante, las clases fanáticas, para quienes el infierno es una cosa fuera de duda. Al hombre lo retiene en el buen camino el honor, la honra, el deseo de obtener y conservar el aprecio de los demás; al que no, el temor del castigo, no del otro, sino de este mundo.

En lugar de amenazar a los pueblos con castigos imaginarios y de embrutecerlos con supersticiones, EDUQUÉMOSLOS; que todo hombre, sea su condición social la que quiera, tenga el sentimiento de la dignidad y del honor, y veréis que más se adelanta con la doctrina, toda amor, de Jesús, que con la crueldad bárbara de vuestra Iglesia.