Segunda parte

Creación del diablo por Dios, según la Iglesia. —Prueba de que no puede haber diablo. —Los animales parlantes de la Biblia. —Los diablos y los brujos. —Los endemoniados. —El infierno no existe, según la Biblia misma. —El seno de Abraham. —Polvo eres y al polvo volverás. —Ignorancia de Moisés acerca del infierno. —De dónde sacó los diablos la Iglesia. —Los espíritus y los dioses falsos. —Los profetas y los adivinos paganos. —Los ángeles y los hombres. —Por qué a sabiendas nadie adora un dios falso. — Lagartijo y los doctores de la Iglesia.

Creencia común es entre los católicos romanos el que su Dios creó ángeles, resultando malos algunos y sublevándose contra él, en castigo de los cuales fueron arrojados del cielo.

Sentirnos contradecir la historia de este celestial pronunciamiento, pero en ninguna parte de las Escrituras se dice palabra ni de creación de ángeles ni de sublevaciones[18].

De ser esto cierto, resultaría que, conociendo, Dios el porvenir, creó no obstante seres que sabía se iban a rebelar, y por lo tanto creó el diablo, lo cual es contrario a la infinita bondad de Dios.

¿Queréis otra prueba de que no hay diablos de ninguna clase?

Pues basta este simple razonamiento. Si Dios no puede destruir al diablo, no es todopoderoso; si no quiere, no es infinitamente bueno, permitiendo que el diablo, con sus tentaciones, nos haga pecar; si le conserva para probar a los hombres, no es infinitamente sabio, puesto que necesita de esta prueba para saber quién puede resistir a la tentación, y quién no; por último, si se nos dice que el libre albedrío permite hacer al hombre lo que Dios no puede prever, resulta que no conoce el futuro.

Parécenos que a la Santa Madre Iglesia podemos aplicarle aquello de que más pronto se alcanza al embustero que al cojo.

En las Historias Sagradas que la Iglesia Romana da a leer a sus fíeles en lugar de la Biblia, hemos visto afirmado que el diablo tomó forma de serpiente para tentar a Eva, arguyendo que, si no hubiese sido el diablo, no habría podido hablar.

Desgraciadamente para esta teoría, en la Biblia no se dice palabra del diablo, sino de una serpiente, y no vemos motivo para que las serpientes estén más endiabladas que los otros animales.

En cuanto a que los animales hablen, bastante hablaba la burra de Balaam, según consta en las Sagradas Escrituras (Números, Cap. XXII, Vers. 28), sin que ningún Padre la haya tomado por el diablo; y por último, si no hablasen más animales que aquéllos que tienen el diablo en el cuerpo, había que convenir que más de un sabio doctor de, la Iglesia había estado endemoniado.

Los diablos no sufren castigo alguno antes al contrario, pagan alegremente su tiempo tentando a hombres y mujeres en este mundo y quemando en el otro a los que se dejaron engañar.

Antiguamente andaban en tratos diarios con los hombres, extendiendo documentos de compras y ventas de almas con brujos y brujas, de lo que se deduce que aquellos diablos eran unos pobres diablos que, después de favorecer, durante su vida, a los que les habían vendido su alma, les dejaban los vendedores con un palmo de narices, confesando y comulgando a la hora de morir.

En esta opinión de que el diablo es tonto, nos confirmamos al ver en los evangelios que Satanás fue a tentar a Jesucristo; de lo que resulta que, si éste era Dios, el diablo fue a perder el tiempo tentando al mismísimo Dios (San Mateo, Capitulo IV; San Marcos, Cap. I; San Lucas, Cap, IV).

En los evangelios los diablos ocupan una parte muy importante, pues el milagro favorito de los evangelistas era el de hacer a Jesús sacar diablos del cuerpo.

Este milagro era muy común en España hasta hace pocos años; pero el ruido de las locomotoras, la electricidad y los adelantos en las ciencias físicas tienen a los diablos muy asustados, y podríamos añadir que, comprendiendo los pobres que su reino se les va, andan todos con el rabo entre las piernas.

Claro está que, si el infierno existiese, Dios lo habría puesto en conocimiento de los hombres desde el principio, del mismo modo que la Biblia nos cuenta lo hizo con sus leyes y mandamientos; de lo contrario, no era posible el que nadie supiese había semejante lugar. Pues bien; en el Antiguo Testamento no se dice una palabra de infierno ni castigo alguno después de la muerte.

En él vemos que Dios dice (Levítico, Cap. XXVI): «Si cumplís mis Mandamientos, tendréis buenas cosechas, reuniréis muchos ganados, aumentará vuestra familia, vuestros hijos serán cariñosos, obedientes y respetuosos, tendréis buena salud, viviréis muchos años, seréis, en fin, felices». En cuanto a vida futura, el Dios de Israel jamás dijo una sola palabra. Cuando moría un Santo, decían los escritores de la Biblia: y fue reunido a su pueblo o volvió al seno de Abraham.

En todo el Antiguo Testamento no hay nada que pueda tomarse por alma. Y por más que se ha usado esta palabra en algunas traducciones, es un error; porque sí tal cosa fuese, lo sabrían los judíos con más motivo que nosotros, mientras que entre ellos no existe vida futura como artículo de fe. Lo que en algunas Biblias se ha traducido alma, es realmente la vida.

Por esta razón se ignora completamente qué es lo que los compositores de la Escritura querían decir con las expresiones de fue reunido a su pueblo, o volvió al seno de Abraham.

Del mismo modo vemos a Jehová amenazar a los hombres que infrinjan sus Mandamientos, con malas cosechas, plagas, guerras y toda especie de desgracias, de las que la mayor era la muerte. Después de ésta todo concluía, volviendo a convertirse en la tierra de la que había sido formado, porque polvo eres y al polvo volverás (Génesis Cap. III, Vers. 19). Como ya hemos dicho, en la religión judía jamás ha existido, ni existe, infierno de ninguna clase.

Según una parte de los doctores de la Iglesia Israelita, existe el alma, y el Seno de Abraham es la presencia de Dios, de la que quedarán privados los malos volviendo al polvo, y siendo aniquilada su alma.

Ni Noé, ni Abraham, ni Isaac, ni Jacob, ni ninguno, en fin, de todos los Santos de aquellos tiempos, tenía la más remota idea de que hubiese semejante sitio de futuros castigos, a pesar de hablar a menudo con su dios.

El mismo Moisés, el más grande de los profetas, a quien el dios de Israel entregó las Tablas de la Ley con los Diez Mandamientos, y a quien dictó sus leyes, y que es el fundador de la religión que los mismos católicos romanos tienen por verdadera, se hallaba tan ignorante como los demás acerca de este fabuloso quemadero, no diciéndonos nada absolutamente sobre el particular en las Sagradas Escrituras.

Ignoramos, pues, de dónde es que San Jerónimo, al traducir el Antiguo Testamento al latín, sacó los diablos que metió en él, si bien no lo tradujo del original hebreo, sino de la versión griega.

Lo que se ha traducido por diablos o demonios es lo que en el Antiguo Testamento, original escrito en hebreo, se llama dioses falsos, que eran todos los dioses diferentes del dios de Israel, o sea Jehová, que es el dios padre de la trinidad cristiana.

Si en el Antiguo Testamento hubiese diablos, lo sabrían los judíos, mientras que para ellos no hay semejantes individuos.

Además, de suponer que los llamados por los judíos dioses falsos eran diablos, resultaría que Jesucristo, que pava ellos era un dios falso, sería uno de los demonios.

Los israelitas creían antiguamente que había espíritus (lo mismo que hoy creen los espiritistas), y estaban persuadidos de que aquellos espíritus eran los que permitían profetizar a los adivinos de la religión pagana, que no eran más que tinos tunantes muy largos, por estilo de sus propios profetas. Todo esto consta en la Biblia; pues a lo que parece, hasta el mismo Jehová tomaba por lo serio a los que decían la buenaventura, puesto que decretó pena de muerte contra ellos. Así lo dice Moisés. (Levítico, Cap. XX, versículo 27).

Moisés nos habla también en las Escrituras de ángeles o querubines, y la primera mención que hace de ellos es al referirnos que Jehová echó a Adán del paraíso, o, como dice la Biblia, del huerto, con, estas palabras: Echó fuera al hombre y puso al oriente del huerto de Edén querubines y una espada de fuego que se revolvía en todas direcciones y guardaba el árbol de la vida. (Génesis, Cap. III, Vers. 24).

A Moisés se le olvido informarnos cuándo había hecho Jehová los querubines, porque no habrán existido eternamente, en cuyo caso serian otros tantos dioses; y aquí nos ocurre que, habiendo hecho Jehová unos seres perfectos como los ángeles y habiéndonos hecho a nosotros llenos de imperfecciones físicas y morales, no es infinitamente justo; y si a eso añadimos el que encima de lo sufrido en esta vida nos espera un infierno en la otra, según dice la Iglesia, entonces es infinitamente injusto.

Los traductores cristianos tomaron los ángeles según los fabricó Moisés; pero en cuanto a los espíritus israelitas, los unieron a los dioses paganos, calificando a unos y otros de diablos cristianos.

Resulta, pues, que el traducir del hebreo al griego y después al latín, tiene una influencia diabólica, puesto que da lugar a que ídolos y lugares inofensivos de por si en hebreo, después de darles un pase de muleta en griego resultan infiernos y diablos en latín, o, mejor dicho, se crecen al hierro.

Los doctores de la Iglesia, que lo mismo prueban que un elefante se ha tragado una mosca, como que la mosca se ha tragado al elefante, afirman que los judíos tienen infierno, sin saberlo, no habiendo querido Jehová decírselo para que ninguno se haga cristiano y vayan todos a él castigándoles así por haber crucificado a su hijo.

A esto podría contestarse que si Jehová mandó a su hijo, o como dice la Iglesia, vino él mismo en forma humana, para que le crucificasen; alguien tenía que hacerlo, y los israelitas no tuvieron la culpa de que los hubiese elegido para ello, sin contar con que los judíos de hoy día no han crucificado a nadie, y, por consiguiente, ésta es una nueva prueba de que el dios que la Iglesia quiero hacer pasar por verdadero, no es justo.

Además, si los judíos hubiesen tenido idea de que Jesús era Dios, en lugar de crucificarle, todos, desde el primero hasta el último, le habrían reconocido y adorado como tal, pues como ya hemos dicho en otra parte, nadie adora a un dios falso, si cree que alguno de los dioses de las otras religiones es verdadero.

Acaso diréis: ¿cómo entonces los jefes de las diversas religiones no se convierten a la nuestra, que decimos ser verdadera? Porque la nuestra no sirve para hacer negocio con ella; la nuestra no tiene sacerdotes de ninguna clase, lo mismo que sucedía con la de los primeros cristianos; la nuestra va más lejos, porque no tiene templos, ni tiene más rozos ni oraciones que no hacer daño al prójimo. La nuestra no tiene un dios que manda la gente al infierno, y, por lo tanto, los sacerdotes de todas las diversas religiones que tienen los hombres, saben que nada tienen que temer de nuestro Dios. Acaso esto no os parecerá justo, pero lo es, sin embargo. Los sacerdotes de todas las religiones son hombres, ni mejores ni peores que los demás.

Ellos se valen de sus religiones para vivir, y engañan a los hombres con ellas, así como los engañados en religión tratan, a su voz, de engañar a sus propios sacerdotes en cualquier otro negocio de la vida. Ninguno tiene más derecho para engañar que otro, o mejor dicho, todos tienen el mismo; y así como nosotros les concedemos el derecho de engañar con sus imágenes milagrosas, es necesario que ellos, a su vez, nos reconozcan el derecho que tenemos a informar a nuestros compatriotas del engaño.

Como nosotros somos españoles, y, por consiguiente, aficionados a los toros, os contaremos un incidente de corrida de toros. Vosotros no sabréis quiénes son los evangelistas ni en qué consiste vuestra religión, pero todos sabéis quién es Lagartijo[19]. Acaso no os parecerá que Lagartijo y los doctores de la Iglesia puedan ir bien juntos, pero a eso os contestaremos que tan doctor es el primero como lo son los segundos, aunque en diferente ramo, y ya conoceréis el refrán de que los extremos se tocan. Asistíamos a una corrida, y llegado el momento de la muerte, toma Lagartijo los trastos y empieza su faena.

A la primera de cambio sufre una colada; vuelve otra vez, y el toro, nada, entre la muleta o Lagartijo se empeñaba en darle la preferencia a este último. El diestro, en vista del excesivo cariño que había inspirado al bicho, le atiza un golletazo de padre y muy señor mió, y aquí paz y después gloria.

La silba fue hasta allí. Al lado nuestro un aficionado se desataba en denuestos contra el espada; pero como nosotros tratamos de ajustarlo todo a la razón, y, por consiguiente, a la imparcialidad, nos tomamos la libertad de dirigirle estas palabras: «Hace V. muy bien en silbar a Lagartijo…». Animado con nuestra aprobación, y sin dejarnos concluir la frase, nos informó nuestro vecino que «para eso no se llama uno Lagartijo; para estos casos son los buenos espadas; así no se ganan tantos y cuántos miles de reales por corrida; esto es una vergüenza, etc., etc.». Cuando al fin nos dejó hablar nuevamente, repetimos: Hace V. muy bien en silbar a Lagartijo, y Lagartijo ha hecho perfectamente m despachar al toro de un golletazo; porque entre morir él o el toro, le ha parecido más saludable lo segundo.

El toro de sentido es La Razón y La Ciencia, a las que es imposible engañar con la muleta de la fe; Lagartijo son los doctores de la Iglesia (con perdón de él sea dicho), quienes, no encontrando otro recurso para defenderse, apelan a los golletazos de sus mentiras del infierno y los milagros, y nosotros somos el espectador que silba.