La Religión de Roma

Qué entienden los españoles por cristianismo. —Católico romano automático. —Los creyentes a medias. —Hipócritas. —Supresión del quinto Mandamiento de Roma. —Jesús y los fariseos. —Los cinco Mandamientos romanos y los Diez de la Ley. —La religión de las españolas. —El templo de las pequeñas poblaciones. —La Fe y la Caridad. —La matanza de San Bartolomé bendecida por el Papa.

Daremos aquí el resumen del estado en que se halla el cristianismo en nuestra patria, cuyos habitantes clasificaremos del modo siguiente:

CATÓLICO ROMANO AUTOMÁTICO

Aquel para quien el cristianismo consiste en ver la ceremonia de la misa los días de fiesta, arrodillándose ante una imagen favorita, a la que dice padrenuestros y avemarías; confesar y comulgar una vez al año, no comiendo carne en Semana Santa y algún otro día, sin tener la más remota idea de por qué hace todas estas cosas.

Para este ser, todos los hombres que no hacen lo que hace él, son «judíos» sin excepción.

CATÓLICO ROMANO ACORAZADO

Individuo para quien la religión consiste en lo que ha aprendido en el catecismo del Padre Ripalda, Astete o cualquier otro Padre.

Para esta especie de cristiano, la Biblia no es su propia Sagrada Escritura, sino un libro misterioso al que no debe acercarse; algo por el estilo de aquellos huesos de Santos que no se enseñaban, porque el que los veía cegaba.

Sí le decimos que la Iglesia romana nos ha engañado muchas veces y que estamos dispuestos a probar que hoy está sucediendo lo mismo, nos contesta que todo eso será verdad, pero que prefiere continuar engañado; y que no sólo jamás dejará la religión que le enseñaron sus padres, sino que hará lo posible para que sus Hijos no se desvíen de ella. Es decir, que porque su padre viajaba en galera, él debe abstenerse de viajar en ferrocarril; o porque sus bisabuelos no vieron jamás un periódico, ni conocieron más allá que su pueblo, ni acaso sabían escribir, ni su abuelo, ni su padre, ni él, ni por consiguiente sus hijos, deben leer un periódico, ni viajar, ni aprender a escribir. De seguir la lógica de individuos como éste, los hombres deberían continuar hoy en el estado salvaje de los primitivos habitantes de la Tierra.

Para este creyente de cal y canto, ser a quien a duras penas podemos calificar de racional, ni la palabra de su propio Dios, ni la del mismo Jesucristo valen nada al lado de la del Papa, o mejor dicho, de la de los ministros de Roma que oye.

Los de esta clase saben que, además de judíos hay protestantes y moros, si bien no están muy seguros de que haya alguna gran diferencia entre ellos.>>

CATÓLICO ROMANO PRETENCIOSO

Hombre más o menos educado que, sin saber acerca de su religión más de lo que saben los de las clases anteriores, nos dice ser cristiano católico romano, por convicción, asegurándonos con el mayor aplomo conocer perfectamente, no sólo los Evangelios, sino la Biblia entera; pero que, a pesar de esto, no sabe darnos razón de nada de lo que en ella consta y a quien, si citamos alguna parte nos contesta: Eso estará en la Biblia protestante, pero no en la católica, ignorando que todo cuanto consta en la primera consta en la segunda, y que no hay más Biblia que una.

CATÓLICO ROMANO NOMINAL

Ese individuo nos asegura ser católico apostólico romano, sin tener en ello más que su dicho, pues jamás pone los pies dentro de una Iglesia, ni aún sabe el padrenuestro de memoria.

El día que muere, confiesa y comulga, y va derecho al cielo, ni más ni menos que el que ha pasado toda su vida practicando estos sacramentos.

Entre esta clase es común encontrar algunos que se la echan, de incrédulos y hasta se burlan de las prácticas de su culto; pero como esta incredulidad no está basada sobre ningún conocimiento concreto, el día que se ven en peligro, corren a reconciliarse con su Iglesia, creyendo verse ya en las calderas del infierno romano.

Entre los cristianos nominales hay muchos que son los creyentes a medias; por ejemplo: unos están persuadidos de que la infalibilidad del Papa es un disparate; otros dudan de que las misas sirvan para sacar almas de ningún sitio, y a no pocos les es imposible creer que la hostia se convierta en verdadera carne divina, etc., etc. Para la Iglesia, sin embargo, tan pecado es no creer en estas cosas como en que Jesús no era Dios.

HIPÓCRITAS

En esta clase se pueden comprender las nueves décimas partes de los católicos; porque hipócrita es el que, repitiendo diariamente el padrenuestro, lejos de perdonar las ofensas, se alegra del daño del que le ofendió, si es que él mismo no toma una parte directa en causárselo.

Hipócrita es el que, teniendo por santo y ensañando a sus hijos el Catecismo Romano, en el que se prohíbe llevar algún sobre aquello que se preste, arrastra al deudor ante los tribunales, y a hasta le deja en la miseria a él y a su familia, obligándole a entregar hasta el último céntimo de interés.

Hipócrita es el que, sabiendo que el quinto mandamiento de su Iglesia le impone el deber de pagar diezmos y primicias, no lo hace, escudándose conque el Estado sostiene el culto y que él es uno de los contribuyentes, porque esto no equivale al diezmo, ni a la mitad, ni a la cuarta parte de él; y si nos dice que su Iglesia ya no se lo exige, tendrá que convenir, una de dos: o que los mandamientos de la Iglesia Romana son divinos, en cuyo caso son inmutables, pues en Dios no caben cambios de opinión, o son simplemente reglas hechas por los hombres, y por lo tanto, no tienen más autoridad que cualquiera otra ley humana; y que así como hoy, después de diecinueve siglos de estar en uso, se ha suprimido el quinto, del mismo modo puede suprimirse mañana el cuarto, el tercero, o cualquier otro mandamiento. Además, si la Iglesia no exige el diezmo, tampoco lo rechaza si voluntariamente se le da.

Hipócritas son la mayor parte de los hombres que vemos arrodillados en las iglesias; pues, por más verdadera que sea su fe en aquellas fórmulas, no pierden por eso de vista el buen efecto que creen producir en los demás su aspecto devoto. Hipocresía inútil, por otra parte, porque aquéllos que los conocen saben muy bien a que atenerse acerca de ellos, ni más ni menos que a ellos mismos les sucede respecto de los demás, por más golpes de pecho que se den.

Cada vez que vemos uno de éstos, no podemos menos de recordar aquellos fariseos de que nos hablan los Evangelios, aquéllos que en medio de las sinagogas oraban diciendo: Hacemos diariamente nuestros rezos, ayunamos todas las semanas, pagamos religiosamente a nuestros sacerdotes el décimo de todo, hacemos tocar la trompa para que acudan los pobres y les damos limosna. Te alabamos, pues, Dios nuestro, porque nos han concedido tu gracia para ser justos, y no somos los publícanos, que ni rezan, ni ayunan, ni quieren pagar diezmos, ni se les ve dar limosnas.

Los fariseos no mentían; ejecutaban realmente lo que decían, y, sin embargo, cosa que a muchos admirará, Jesucristo odiaba a muerte a los fariseos que no tenían inconveniente en asociarse con los publícanos.

¿En qué consistía la repugnancia de aquel corazón generoso hacía los fariseos?

En que sus acciones no tenían por móvil la primera y más grande de las virtudes: la Caridad. Los fariseos querían pasar por justos sin hacer bien al prójimo. Si daban alguna limosna, tenían cuidado de hacerlo públicamente, con lo que ganaban barato el nombre de caritativos, haciendo el bien, no tanto a sus semejantes como a sí mismos. En cambio echaban a la cárcel, sin piedad alguna, al desdichado deudor que no podía pagarles hasta el último denario, y movían cielo y tierra para vengarse de una ofensa. Y no todos los fariseos eran hipócritas; los había que estaban firmemente convencidos de que con ir a la sinagoga a rezar o darse golpes en el pecho, ayunar y pagar diezmos, no sólo hacían algo bueno, sino que habían cumplido con lo esencial de sus obligaciones. Por eso Jesús, como más adelante veremos, se opuso a estas ceremonias, prohibiendo terminantemente se asistiese a templo alguno, porque Dios no habita en casas hechas por mano de hombre.

Aquéllos eran los fariseos judis, pero su raza no ha concluido. Entrad en los templos y los veréis por miles, por cientos de miles, por millones, peores, mucho peores que los que Jesucristo llamaba generación de víboras, porque aquéllos, a lo menos, pagaban diezmos y hacían limosna, aunque poca y a son de trompeta.

Los cuatro que de los cinco mandamientos de la Iglesia Romana quedan aún vigentes, y en los que los católicos hacen consistir lo esencial de su cristianismo, no sólo contravienen lo que las Sagradas Escrituras dicen, sino que se hallan en completa oposición con los verdaderos Diez de la Ley.

Estos últimos son dignos de Dios; en ellos se nos dice que el mejor modo de serle agradable no representando ceremonias que no necesita para nada, sino no haciendo daño a nuestros semejantes.

Para Dios, como para todos, Obras son amores, y no buenas palabras.

Como vemos, si fuésemos a incluir en esta clase todos los que lo merecen, tendríamos que hacerlo con la casi totalidad de los católicos que practican los actos mecánicos de su culto, y para evitar esto nos concretaremos a:

Aquéllos que, ya por haber examinado el asunto, ya por efecto de la claridad de su inteligencia han penetrado la verdad, y continúan, sin embargo, las prácticas externas de su religión, sea por suponer que eso les crea mejor nombre, sea por dar lo que ellos llaman ejemplo, sea, en fin, por cualquier motivo de conveniencia propia.

En las grandes ciudades, en donde no es posible saber los actos de la vida de cada uno, esta clase no asiste a las iglesias; pero si delante de ellos se toca la cuestión de creencias, o defiendan el catolicismo, o guardan profundo silencio, evitando emitir opinión alguna.

CRISTIANO

Es el hombre que, examinando a la luz de la razón y de su sentido común los documentos en que se apoya el romanismo declara, siguiendo la voz de su conciencia y despreciando toda clase de hipocresía, que la Iglesia de Roma no sólo es una obra humana ideada y llevada a cabo por una parte de los hombres para dominar a la otra, sino que, tanto en el fondo como en la forma, está en oposición a las doctrinas del mismo Jesucristo.

Lo que acabamos de decir se refiere a los hombres. En cuanto a las mujeres, siguen a ciegas el camino que aquéllos les marcan. En España podemos clasificarlas todas, con alguna ligera excepción, en las dos clases primeras. Para las españolas de las pequeñas poblaciones, constituye el templo una imprescindible necesidad (decimos el templo, no la religión). En las ciudades importantes hay reuniones, teatros, paseos, mil sitios y ocasiones de distraer el ánimo y de hablar con nuestros amigos. Allí vemos a la mujer acudir a misa así como para salir de lo que, para la mayoría, es un deber tan enojoso como visitar a una persona desagradable.

En cambio, en los pueblos, en que se carece de aquellas distracciones, el día de fiesta es el gran día; el templo, es a la vez, paseo, reunión y teatro. Allí va la muchacha a ver a su novio, o a buscar uno, o a dejar ver el vestido nuevo, con el poco caritativo deseo de causar a sus amigas la mayor cantidad posible de envidia. Allí las devotas reunidas pasan revista a todo el vecindario, no saliendo nadie bien parado de sus lenguas beatas, que son las más venenosas de las conocidas.

No cabe duda: la Iglesia de Roma ha sabido entender el modo de dominar a la mujer, teniendo de esta suerte la mitad del camino andado.

En el templo protestante, como en el judío, como en el mahometano, todo es severo; nada hay que distraiga al creyente. Dios no lees presentado bajo figura material alguna, y mucho menos bajo la de maniquís vestidos de seda y lentejuelas.

En cambio, en el templo romano hallamos para todos los gustos. Para la soltera, la virgen tal o cual, a Ja que reza, pidiéndole lo que acaso no se atrevería a pedir a una imagen del sexo masculino. A la casada, la vemos dirigirse a alguna virgen madre, pidiéndole un feliz alumbramiento. Ésta le promete una corona si le concede tal cosa; aquélla un manto si consigue tal otra, y así hasta el infinito.

¿Y dónde dejamos la parte teatral, las colgaduras, el incienso, la música, las mil luces? Todo eso divierte; y tan es así, que nosotros hemos visto, en países en donde se practican varios cultos, muchas señoras protestantes y judías, que nunca dejaban de asistir a las grandes funciones de las iglesias católicas romanas.

Para la mujer, para quien es mucho más difícil que al hombre elevarse a la concepción de la idea abstracta de Dios Infinito e Incorpóreo, este culto material, esta adoración de estatuas, más o menos hermosas, tiene gran atractivo.

¡Lástima que, al lado de estas farsas, inocentes de por sí, vaya lo que ha dado lugar a mil abusos y hasta infamias!

Hemos clasificado a los hombres y a las mujeres, pero nos faltan unos entes que no podemos contar ni entre los primeros ni entre las segundas: nos referimos a los agentes de Roma, a los curas, a quienes dividiremos en esta forma:

CURA EN BRUTO

Aquel cuyos conocimientos se reducen a decir misa y a dos docenas de latinajos que él mismo no comprende. Llegó a ser cura sin saber nada, o si algo supo lo ha olvidado por completo. Es partidario del restablecimiento de la Inquisición, y en sus sermones sale de ordinario a relucir el Infierno, en cuya existencia cree firmemente. Por lo demás, le interesa más que todos los Sacramentos el que los garbanzos estén bien cocidos.

CURA VIVIDOR

Este sabe lo bastante para responder a los que, sin conocimientos concretos, y por la simple fuerza de su sentido común, dudan acerca de algún sacramento.

Cuando se encuentra con alguien mejor informado, elude la polémica refugiándose desde luego en la divina gracia de la fe. En su interior, este cura no es completamente incrédulo, pero tampoco toma como artículo de fe todo cuando manda su Iglesia.

CURA METAFÍSICO

Éste se ha metido en la cabeza trescientos volúmenes de teología, después de ello se encuentra que no sabe más que antes, y probablemente, menos, por habérsele enfermado el sentido común. A su vez, escribe también, aumentando el caos de absurdos teológicos para los que vengan detrás.

A veces, se seca el cerebro inútilmente, tratando de explicar los misterios, sin quererse convencer de que uno y dos son tres y de que su propia Iglesia los hizo absurdos; de lo contrario, pronto habrían dejado de ser misterios.

Éste es el cura que hace brillantes ejercicios, que habla, no sólo latín, griego y hebreo, sino sánscrito, moabita y, en general, toda lengua que no se habla hace tres o cuatro mil años, y de la que, por consiguiente, nadie tiene la más remota idea del sonido.

De este cura se trata siempre con muchos ¡Ah! ¡Oh!, calificándosele de pozo de ciencia y teniéndosele por un sabio.

CURA LISTO

El que, sin necesidad de estudiar gran cosa, ha comprendido, el principal misterio de la Iglesia, que consiste en vivir a costa de sus fieles.

Este cura se burla para sus adentros de su Iglesia y de toda teología y llega generalmente a obispo o a algún buen puesto.

En donde más abunda es entre los jesuitas.

CURA CRISTIANO

El que, comprendiendo la farsa de la Iglesia romana tan bien como el anterior, se sirve de la posición excepcional que le da el sacerdocio para hacer todo el bien posible.

Éste es el que, siguiendo la doctrina de Jesús, por más que le considera hombre, nos dice que los hechos valen más que los rezos, que una buena obra es más agradable a los ojos de Dios que todos los sacramentos.

Este cura no nos habla de Dios vengador y cruel, del Infierno y de los tormentos sin fin, sino del Dios de bondad y misericordia, del Dios que a todos gana con dulzura, del que dice: Ama a los que te aborrecen y vuelve bien por mal, de ese Dios en el que no puede tener cabida la ira y la venganza y a quien nadie puede menos de adorar.

Este verdadero discípulo de Cristo, no niega la sepultura al que murió sin los sacramentos, ni pregunta si se confiesa aquel a quien da limosna. Siguiendo el mandato de Jesús a sus apóstoles, ni ahorra ni atesora; lo que tiene es para todos. Para él, los hombres, sean sus creencias las que quieran, son antes que nada sus prójimos, sus hermanos, hijos todos del mismo Dios.

Esta clase de cura no suele pasar de simple cura, a menudo es mirado por su obispo como hombre peligroso a la Santa Iglesia católica apostólica romana.

Hay una clase que no incluimos entre éstas, y es la de aquél que, creyéndose rebajado en su dignidad si continúa practicando ceremonias en cuya eficacia ya no cree, y no sintiéndose con la vocación, que podemos llamar divina, del cura último, abandona el sacerdocio y, sobreponiéndose a las preocupaciones de la ignorancia y a la hipocresía, viene francamente a formar a nuestro lado, prefiriendo la miseria, acaso, a la farsa.

Se nos objetará que un cura puede ser verdaderamente cristiano sin por eso dejar de ser creyente en su Iglesia. Eso no es posible. Cada vicio tiene su virtud, que no es más que la negación del vicio. El amor a la patria no es más que odio a la del extranjero: si la nuestra no pueda subir, deseamos que la suya baje. No se puede tener preocupaciones y ser despreocupado. Del mismo modo no puede tenerse fe ciega y ser verdaderamente caritativo.

El cura creyente seria caritativo con el de sus mismas creencias; pero le sería imposible serlo igualmente con el de ideas opuestas. Sin duda daña la limosna al infiel; pero, al mismo tiempo, trataría de convencerle de lo que, a su juicio, era un error; y sí continuara socorriéndole y viese que ningún efecto producían sos sermones, acabaría por incomodarse de la dureza de corazón de aquel incrédulo, quien, según las ideas del bueno del cura, prefería el infierno al cielo.

Para el hombre fanático, aquel que no piensa como él, lejos de tenerle por un prójimo, es un ser a quien, no sólo no se debe compasión, sino un malvado cuyo exterminio es una obra santa. Por eso vemos a los católicos empezar en la noche de San Bartolomé, el 24 de Agosto de 1572, y continuar por días en París y en toda Francia la matanza más espantosa de que hay ejemplo en la historia.

En aquellos días, miles y miles de hombres y mujeres fueron pasados a cuchillo por decir que Jesucristo no había instituido la misa, con lo cual decían la verdad. En aquella carnicería no se tuvo compasión de nadie. Los enfermos eran arrastrados de sus lechos y arrojados por las ventanas; los niños, arrancados de los pechos de sus madres moribundas, eran estrellados contra las paredes ante sus propios ojos. Los sacerdotes católicos recorrían las calles con el crucifijo en la mano, bendiciendo y animando a los verdugos y pisando sobre los cadáveres de los cristianos protestantes.

A los que esto hicieron, mandó su bendición apostólica, el que se dice representante de Dios, el Santo Padre, el papa Gregorio XIII, ordenando se cantasen Te-Deums en todas las iglesias por tan fausto acontecimiento. ¡Acto de barbarie inaudita que en vano han tratado de excusar los historiadores católicos!

Los que tales horrores cometieron, no eran peores que los protestantes que sacrificaron; posible es que, si los últimos hubiesen sido los más fuertes, habrían hecho otro tanto con los primeros, como ha sucedido en Inglaterra y Alemania. Aquellas fieras, sedientas desangre, eran en su mayoría hombres honrados y pacíficos, a quienes si se hubiese propuesto asesinar por dinero lo habrían rechazado con indignación. Entre ellos se hallaban, sin duda, muchos padres de familia que se habrían horrorizado a la idea de degollar un inocente niño. Aquellos hombres estaban firmemente convencidos de que habían hecho una buena acción, y su único sentimiento era el que pudiese haber escapado alguna victima. ¡A tal punto vicia el sentido moral esa fe irracional, sobre la que están basadas llamadas religiones reveladas!