Segunda parte

Inmenso poder de los Papas. —El Purgatorio. —Las indulgencias. —Lutero. —La Biblia es traducida y vendida públicamente en varias naciones. —Éstas se separan del Papa. —Esfuerzos inútiles de los Papas para arreglarse con los protestantes. —Decadencia de la Iglesia romana. —Población de la Tierra. —La confesión reformada.

I

La Iglesia romana había llegado a su apogeo; los reyes que se apoyaron en ella para dominar se vieron dominados a su vez, y más de uno, temblando tuvo que pedir públicamente perdón de rodillas a los pies del orgulloso enviado del Sumo Pontífice. Los Papas llegaron a ser verdaderos reyes de reyes.

Empero, los siglos no pasan en vano; la invención de la imprenta difundió la luz entre muchas gentes que hasta entonces habían estado privadas de ella. Cada día aumentaba el número de los que en voz baja preguntaban para qué servía aquel culto que había reducido la adoración de Dios, más que a hacer bien a nuestros semejantes, a ceremonias y sacramentos puramente mecánicos, a presenciar siempre el mismo simulacro en la Iglesia, a repetir la misma oración cien veces seguidas, llegando así a perder todo significado sus palabras.

De cuando en cuando algún hombre se rebelaba y pedía se volviese a la verdadera religión de Jesucristo, pero pronto la Inquisición hacía perecer entre las llamas al atrevido, a quien calificaba de hereje maldito.

Dice el proverbio que Dios vuelve locos a les que quiere perder. Esto sucedió en la Iglesia de Roma. Ya habían inventado el Infierno a donde, a la verdad, podía mandar a todos los que se le antojase, pero de donde no podía sacarlos.

Para reparar esta equivocación hizo un segundo infierno del que podía disponer la salida siempre que se pagase por ella. Es decir, que a Dios se le ganaba con dinero, monstruosidad tan palpable, que su existencia nos hace seria mente dudar de si el hombre es, como dicen, un animal racional.

Al fin llegó un día en que el vaso, lleno ya, tenía que rebosar y el mismo Papa León X fue el que echó la gota, traspasando la venta de las indulgencias de los frailes agustinos a los dominicos.

Lo que no pudieron conseguir tantos hombres de buena fe, que prefirieron morir entre tormentos a reconocer por divinos los mandamientos anticristianos de 3a Iglesia romana, lo consiguió el interés y el odio personal de un sacerdote de aquella misma Iglesia, quien, sin estos móviles, habría continuado su papel de ministro católico con la misma hipocresía que hasta entonces.

Martín Lutero, fraile agustino y doctor de la Universidad de Wittemberg, furioso de que se privase a su orden del beneficio dé la venta de las indulgencias, fija en las puertas de una iglesia de aquella ciudad, el 31 de octubre de 1517, sus famosas proposiciones, haciendo patente la impostura de las indulgencias y dando de este modo el primer golpe a la entonces omnipotente Iglesia romana.

El Papa excomulga al fraile rebelde; Lutero quema públicamente la excomunión y responde traduciendo las Sagradas Escrituras y entregándoselas a los pueblos. Apenas éstos ven en ellas la palabra de su Dios, cuando se separan de aquella Roma engañadora, no por cientos, ni por miles, sino por millones, por naciones enteras. Los Papas comprenden que están perdidos, la orgullosa Iglesia romana baja la cabeza, convoca, el Concilio de Trento y, tragando sus propias excomuniones, pide humildemente a los protestantes que vengan a tomar parte en él, prometiendo que se harán las reformas convenientes. Pero ya es tarde; éstos, ni aún se dignan contestar.

La Biblia, traducida a varias lenguas, vuela de mano en mano, destruyendo por doquier que se presenta, el poder del Papa. En vano el emperador Carlos V, en vano su hijo Felipe II echan del lado de Roma y de la Inquisición todo su enorme poder; después de un siglo de lucha, la mitad de Europa queda para siempre libre del odioso yugo romano.

II

Desde entonces, la Iglesia de Roma ha continuado su descenso. En la parte temporal, sus Estados han desaparecido, no porque extranjeros se hayan apoderado de ellos, sino porque sus propios habitantes han echado por tierra el trono terrenal del Papa, uniéndose espontáneamente al resto de sus compatriotas y formando así la unidad de Italia.

En la parte espiritual, cada día se hace más palpable su decadencia. En España todavía es muy poderosa la Iglesia romana, pero no sucede así en la mayoría de los países que se llaman católicos, y que no hace mucho lo eran en realidad.

A continuación estampamos la estadística de la presente población del mundo y del número de católicos romanos, advirtiendo que contamos como católicos todos los habitantes de los países que se consideran así, pero en los que una gran parte de la población no practica ningún sacramento de la Iglesia. Así, por ejemplo, en Francia, en la que suponemos a todos católicos, hay cinco millones que no lo son más que de nombre; lo mismo podemos decir de Italia, Austria, etcétera, etc.

De los 1427 millones que pueblan el globo, hay:

       Millones
Cristianos Católicos Romanos 208
Cristianos que no son Romanos 213
De religión no cristiana 1006
Total millones: 1427

Resulta, pues, que los católicos romanos forman la séptima parte de la población y, por consiguiente, si fuese cierto lo que Roma asegura de que fuera de su Iglesia no hay salvación, seis de cada siete personas que nacen, están irremediablemente destinadas al Infierno. Tal es el Dios bárbaro inventado por la Santa Madre Iglesia.

Es evidente que, o el catolicismo reforma radicalmente su culto y Sacramentos, acercándose a las doctrinas de Jesucristo, o antes de un siglo habrá desaparecido por completo hasta de nuestra fanática patria.

La parte ilustrada de nuestro clero así lo comprende hace ya años, dando órdenes de que, en las grandes ciudades, en donde la ilustración está mucho más extendida que en los campos y aldeas, no se moleste a los fieles acerca del muy estricto cumplimiento de los sacramentos. En repetidas ocasiones hemos oído quejarse en Madrid a personas devotas y de edad, diciendo que la confesión ya no es confesión; que en sus tiempos, hace treinta o cuarenta años, el cura exigía la más rigurosa cuenta de los mandamientos de la Iglesia, llegando a negar la absolución a los que comían carne sin bula.

Hoy todo eso ha desaparecido; el confesor acorta la ceremonia lo más posible, dando la absolución sin preocuparse gran cosa de si el penitente ha ayunado, oído misa o rezado un rosario en toda su vida.

Con reloj en manos hemos visto nosotros confesarse, en una Iglesia de Madrid, cuatro personas en doce minutos. Tres minutos para limpiarse de todo el mal que hemos hecho al prójimo en un año, no es mucho por cierto, y hay que admitir que la Santa Madre Iglesia católica apostólica romana no puede hacer más expedito el camino del cielo.