Primera parte

El culto entre los primeros cristianos. —Los verdaderos Diez Mandamientos de la Ley. —Supresión del segundo Mandamiento por la Iglesia Romana. —Alteración del cuarto. —Añadidura de ni mentir al noveno. —Objeto de esta alteración. —Pecados imaginarios. —Lo que la Iglesia hace del séptimo Mandamiento. —La vida eterna. —Castigo de los malos. —La resurrección. —Origen de la Iglesia romana. —La misa. —La transubstanciación. —El Padre Nuestro. —La confesión. —Ésta es hecha obligatoria el año 1215. —Infamias de la confesión. —El matrimonio de los sacerdotes. —Su prohibición el año 1215. —La Iglesia Romana en oposición con las Escrituras. —Crímenes de los papas. —Engaño de los sacerdotes católicos. —Los mandamientos romanos. —Diferencias entre romanos y protestantes. —Los mártires de la verdadera religión cristiana, inmolados por la Iglesia Romana.

I

Las ceremonias del culto entre los primeros cristianos se concretaban a reunirse los sábados para predicar sermones de moral, leer la Biblia y cantar algunos de los salmos o himnos contenidos en la misma.

Una vez al año celebraban la fiesta del Cordero pascual, en recuerdo de la salida de Egipto del pueblo de Israel. Sus mandamientos se reducían a los diez de la Ley, que dicen así:

1.º No tendrás dioses ajenos delante de mí.

2.º No harás imagen, ni semejanza, de cosa alguna que esté en el cielo, ni en la tierra, ni en las aguas, ni te inclinarás a ellas, ni las honrarás.

3.º No tomarás el nombre de tu Dios en vano.

4.º Santificarás el séptimo día descansando de todo trabajo.

5.º Honrar a tu padre y a tu madre,

6.º No matarás.

7.º No cometerás adulterio.

8.º No hurtarás.

9.º No dirás contra tu prójimo falso testimonio.

10.º No codiciarás, ni la mujer, ni cosa alguna que pertenezca a tu prójimo.>>

Éstos son los verdaderos Diez Mandamientos, según puede ver todo cristiano en las Sagradas Escrituras, en las que constan en dos diferentes partes. En el Éxodo, Cap. XX, y en el Deuteronomio, Cap. V.

En los Catecismos de la Iglesia Romana se suprimió el segundo Mandamiento, en el que se prohíbe el culto de toda especie de imágenes, ya represente lo que esté en el cielo, osea Dios, ni lo que esté en la tierra, osea hombre o animales que vivan en la tierra; ni en las aguas, osea peces; adoración prohibida terminantemente con estas palabras: ni te inclinarás a ellas, ni las honrarás.

En el mismo Cap. XX dice el Vers. 23: No haréis de mí (de Dios) dioses de plata, ni dioses de oro os haréis.

Después de esto, los católicos romanos son muy dueños de contravenir las órdenes de su propio Dios, adorando imágenes, así como son igualmente dueños de continuar creyendo que sus sacerdotes obran de buena fe diciéndoles que estas imágenes, hechas y adoradas contra el mandamiento de su propio Dios, hacen milagros.

Habiéndose suprimido este Mandamiento por la Iglesia Romana con objeto de embrutecer a los cristianos, haciéndoles volver nuevamente a la idolatría de los paganos dándoles a adorar ídolos, o lo que es lo mismo, imágenes de hombres y hasta de animales, como lo son el cordero pascual y la paloma del espíritu santo, quedaban los mandamientos reducidos a nueve, y pava ocultar la supresión convirtieron el verdadero décimo en dos, formando el noveno y décimo del catecismo, que, como puede ver todo católico romano, prohíben lo mismo, que es no codiciar cosa alguna que pertenezca a nuestro prójimo.

El cuarto mandamiento se alteró radicalmente, diciendo: «Santificar las fiestas», de lo que resulta que, habiendo la Iglesia instituido todas las fiestas que lo ha dado la gana, hace ir a sus fieles al templo siempre que quiere; lo cual está en abierta contradicción con el verdadero Mandamiento, que dice con toda claridad: Santificarás el séptimo día descansando te todo trabajo, tú, y tu mujer, y tu siervo, y tus animales, lo cual es muy diferente de «Irás a misa cuando yo quiera», que es a lo que se reduce el mandamiento de la Iglesia de Roma.

Hay que hacer notar que este mandamiento no ordena ir al templo, sino que la manera de santificar el día es no naciendo trabajo alguno, a imitación de Jehová, quien trabajó seis días en hacer el mundo, y el séptimo descansó.

En las Iglesias cristianas (menos la Romana y Griega) no es obligatorio asistir al templo, pudiendo cada uno orar en su casa, lo cual, como más adelanto veremos, está de acuerdo con el mandato de Jesucristo mismo.

La Iglesia cambió el día de reposo cristiano, que era el sábado, por el día festivo pagano, que ora el día del sol, o sea el domingo.

Al noveno Mandamiento, que dice: No dirás contra su prójimo falso testimonio, se añadió: «ni mentir», con lo cual miente la Santa Iglesia romana, porque en las Sagradas Escrituras no se dice semejante cosa.

Lo que este Mandamiento prohíbe es el que hagamos daño al prójimo mintiendo contra él; pero de ninguna manera mentiras que no sólo no perjudican a nadie, sino con las que se puede hacer mucho bien, y al efecto pondremos un ejemplo.

Unos asesinos entran en una casa: el dueño se esconde, los bandoleros preguntan a los criados en dónde se halla su amo, y pudiendo éstos salvarle diciendo que no está en casa, no lo hacen, siendo causa de que los bandidos le busquen, le encuentren y le asesinen, haciéndose así cómplices de la muerte de su amo.>>

Habiendo preguntado a un doctor de la Iglesia por qué se había añadido «ni mentir», exponiéndole el anterior ejemplo como prueba del mal que aquello podía causar, nos dio como razón el que San Agustín y otros santos condenaban el mentir, aunque con la mentira se hiciese un bien. A lo cual, nosotros contestamos que San Agustín y todos los santos eran muy libres de tener sus opiniones, así coma nosotros éramos igualmente libres de calificarlas de barbaridades, mientras no se nos probase lo contrario: de seguir semejante teoría, podría darse el caso de que un hijo fuese el causante del asesinato de su propio padre.

El verdadero motivo de esta prohibición absoluta de mentir, es claro y conocido.

Si no fuera por las mentiras que nos vemos obligados todos a decir, sería imposible a las personas vivir juntas sin reñir continuamente; y como esto lo sabe muy bien la Santa Madre Iglesia, ha inventado este delito con objeto de conservar en perpetuo pecado a sus fíeles, obligándoles así a frecuentar su tribunal de la penitencia.

Éstos y otros imaginarios pecados, como no ir a misa, quebranto de ayunos, etcétera, etc., de nada de lo cual hay una palabra en los verdaderos diez Mandamientos de su propio dios, son los que hacen que, personas que no son peores que las demás, pero que se hallan fanatizadas, estén continuamente a los pies de los confesores, sin ver la trampa y sin comprender que a la hora de haberse confesado tienen que hallarse tan en pecado como antes.

No ha faltado quien nos ha dicho que los curas no ganan nada con oír confesiones, generalmente tontas y pesadas. Éste es el colmo de la candidez. La confesión pone al cura al corriente de todos los actos de la vida del penitente, pudiendo apreciar mejor que nadie el carácter de él, y adquiriendo así sobre el mismo un dominio imposible por ningún otro sistema. Los abusos, las infamias a que esta influencia todopoderosa del confesor sobre el penitente, sobre todo en las mujeres, ha dado lugar, llenaría una obra cien veces mayor que ésta, y eso que casi siempre queda todo oculto entre el confesor y su víctima.

Un mandamiento hay, el séptimo, que exige la mutua fidelidad entre los casados con estas palabras: No cometerás adulterio. La decencia nos impide explicar hasta qué increíble punto ha sacado partido la Iglesia Romana, no de este mandamiento, sino de la primera ley de la Naturaleza y del sentimiento más noble y más grande que puede caber en el corazón de aquél que hace veamos nuestro bien en el de la persona que amamos.

Basta mirar algunos de esos libros que hemos visto hasta en manos de niñas, para comprender si sirven para hacer examen de conciencia o para otra cosa que callamos.

Entre los primeros cristianos, el sacerdocio no era una profesión especial; todos podían ejercerlo, haciéndolo por turno entre los mismos fieles, siguiendo en esto el mandamiento expreso de Jesús, que prohíbe haya sacerdotes de profesión con estas palabras: Mas vosotros no queráis ser llamados Rabí (sacerdote), porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie, porque uno s vuestro Padre, el cual está en el cielo (San Mateo Cap. XXIII, Vers. 8 y 9), en todo lo cual Jesús tenía razón, porque para comprender y explicar la moral verdadera, no se necesitan más estudios ni más teología que los diez Mandamiento de la Ley.

Los evangelistas nos cuentan que Jesús dijo repetidas veces que el fin del mundo estaba tan cercano, que algunos de los que le escuchaban lo verían. (San Mateo, Cap. XVI, Vers. 28 y Cap. XXIV Vers. 34; San Marcos, Cap. IX, Vers, 1 y Cap. XIII Vers. 30; San Lucas. Cap. IX, Vers. 27).

Fiados en esta profecía, esperaban de un momento a otro se presentase Jesús por segunda vez para establecer su reino, el cual duraría eternamente, gozando de él los buenos. Por esto es que, en los primeros siglos del cristianismo, se llamaba al cielo o la gloria la vida eterna. A esta próxima venida del Mesías a fundar su reino es a la que se refiere el Padre Nuestro al decir venga la paz a tu reino.

Los primeros cristianos no tenían infierno. El castigo de los malos consistía, según dios, en quedar aniquilados volviendo a la nada, no resucitando el día que viniese nuevamente Jesús a establecer su reino, y quedando así privados de gozar de todo lo que los justos gozarían.

En aquellos tiempos, los cristianos no creían que el alma pudiese gozar ni padecer sin estar unida al cuerpo, y de ahí la necesidad de la resurrección para gozar del reino de Jesucristo.

Más adelante veremos cómo, cuándo y por qué se inventó el infierno.

Para los primeros cristianos, Jesús no era Dios, sino un profeta como Moisés. Tampoco creían hubiese resucitado, pero si el que resucitaría, y que tan pronto como lo hiciera vendría acompañado de Elías y Moisés a fundar su reino en nombre de Dios.

Esta creencia, general en los cristianos durante los primeros siglos, es una de las mil pruebas que demuestran que las fábulas de la resurrección y ascensión de Jesús fueron añadidas más tarde en los evangelios.

En cuanto a María, no figuraba sino como simple madre de Jesús en las historias de la vida de éste. En el culto no ocupaba puesto alguno, no teniendo los cristianos más oración que el Padre Nuestro.

Excusamos repetir que en sus templos o sitios de reunión no había imagen de ninguna clase.

Como vemos, el culto no podía ser más sencillo, y se conserva todavía, en muy parecida forma, en algunas iglesias cristiana, como por ejemplo, en la Iglesia quáquera.

II

Los hombres que siempre han buscado y buscan el modo de explotar a los demás viviendo a costa de ellos, comprendieron que de aquella religión no se podría sacar partido alguno, como se sacaba de las otras, mientras no se practicase de otra manera; porque una religión que no tenía ministros especiales, sino que cada cristiano era su propio sacerdote al mismo tiempo que podía servir de sacerdote para todos, predicando las doctrinas inmutables de la moral, de la justicia, de la misericordia y del amor al prójimo; una religión en la cual cada uno podía dirigirse en particular directamente a Dios, no dejaba campo para convertir las creencias de los hombres en un negocio de propia utilidad.

Así, pues, en oposición al verdadero cristianismo de los primeros cristianos, empezaron algunos hombres astutos a formar otro, que reclutaron principalmente entre los paganos de la antigua Roma, a quienes atrajeron dándoles a adorar imágenes y reliquias milagrosas, cosa a que es muy aficionada toda persona ignorante, a quien con facilidad se hace creer en lo maravilloso y sobrenatural.

Estos hombres pérfidos fueron los fundadores de, una de las organizaciones más tremendas que para dominar por medio del engaño han inventado James los hombres.

Esta organización, que llegó a ser todopoderosa, no sólo en España, sino en casi toda Europa, es la que todavía se conoce con el nombre de LA IGLESIA CATÓLICA APOSTÓLICA ROMANA, cuyo jefe supremo se llama el Papa, el cual reside en Roma, en el palacio que os hemos hecho conocer.

La primera alteración fue suprimir la lectura de la Biblia, pues siendo las ceremonias de la Iglesia de Roma opuestas a los Mandamientos de la Ley, no era posible llevar a cabo sus proyectos mientras no se quitasen de en medio sus propias Sagradas Escrituras.

En lugar, pues, de la lectura de la Biblia, en la que podrían ver los creyentes cosas que a los sacerdotes de la Iglesia no les convenían, se instituyó otra ceremonia mucho más divertida, consistente en una función con muchas luces, inciensos, música, colgaduras, vestidos bordados, etc., función que todo español conoce, y qué se llama la misa.

Esta ceremonia tenía y tiene para los sacerdotes romanos la gran ventaja de que, por más miles de veces que los creyentes la vean, no quedan por eso más enterados ni aprenden jota de en qué está fundada la religión que tienen por verdadera.

Unas veces el señor cura se digna subir al púlpito para contarnos media docena de milagros efectuados por la imagen tal o cual, recomendándonos la eficacia de rezar rosarios a las imágenes, a fin de que los originales de ellas se encarguen en el cielo de hacer presente a su dios nuestros deseos.

Otras veces asombra a sus feligreses explicándoles, como los misterios de la religión son tanto más divinos cuanto más inexplicables, al contrario de la ciencia humana, que cualquiera puede comprender, y par mayor claridad dispara a derecha e izquierda frases en latín, con lo cual todos quedan convencidos que una cosa que no se entiende tiene precisamente que ser divina.

Todo esto sin olvidarse de informaros de que, aunque su dios es infinitamente bondadoso, también es infinitamente justo, y por lo tanto, al que le sea imposible creer de buena fe que aquello sea divino ira irremediablemente al infierno, junto con todos los miles de millones de hombres que viven y mueren sin haber oído en toda su vida una palabra de Jesucristo.

La Iglesia Romana decidió que en la misa, y a la voz de uno de sus ministros, su Dios venía a tomar cuerpo en las manos, a menudo mugrientas, de aquel ministro, desmintiendo así a las Escrituras, en las que terminantemente se nos dice que Dios ni habita en obra hecha por mano de hombre ni puede ser honrado por sus manos (cursiva, Cap. XVII, Vers. 24 y 25), razón por la cual los cristianos no romanos rechazaban el misterio de la transubstanciación.

Como si expresamente hubiesen quedo degradar a su dios, se acordó, no sólo el que un pedazo de harina amasada era aquel dios mismo, sino que el acto supremo de la adoración consistía en introducir en nuestro estómago aquel divino cuerpo, para hacerle pasar por nuestros intestinos y arrojarle entre las inmundicias. Alegando para ello que Jesús había dicho que el pan era su carne y el vino su sangre, lo cual, de ser cierto el sentido que le da la Iglesia Romana, resultaría en evidente contradicción con los versículos de las Sagradas Escrituras que acabamos de citar.

La oración del Padre Nuestro fue compuesta por Jesucristo, con objeto de que los cristianos no perdiesen el tiempo haciendo oraciones largas, como hacían los paganos o Gentiles, porque Dios no necesita oraciones, sino buenas obras. (San Mateo, Cap. VI, Vers. 7). Pues bien, la Iglesia Romana inventó el rosario, con el cual se podía perder todo el día repitiendo la misma oración. Habiendo introducido a la madre de Jesús como una diosa, bajo el nombre de la Virgen María, hizo una oración especial para ella, llamada el Ave María. Del mismo modo compuso el Credo y la Salve.

En el Evangelio de San Juan, Cap. XX, se nos cuenta que Jesús dijo lo siguiente:

22. Y dichas estas palabras sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.

23. A los que perdonaréis los pecados, perdonados les son: y a los que los retuviereis, les son retenidos.

De aquí salió la confesión.

Como estas palabras se atribuyeron a Jesús después de resucitado, y Jesús no resucitó, claro está que son falsas; y como ya sabemos que San Juan no fue discípulo, tampoco pudo habérselas oído decir:

Aparte de esto, vemos que las palabras atribuidas a Jesús y el soplo del Espíritu Santo no constan más que en el Evangelio de San Juan, y que ni San Mateo, San Marcos ni San Lucas dicen una palabra en sus Evangelios acerca de una cosa tan sumamente importante.

A mayor abundamiento, y para que no pueda quedar ni la remota duda, contestaremos a las palabras atribuidas a Jesucristo en el Evangelio de San Juan, con las palabras que el mismo Jesucristo dice en el Evangelio de San Mateo, Cap. XXIII:

8. Mas vosotros no queráis ser llamados Rabí (sacerdote), porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.

9. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra, porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos.

10. Ni seáis llamados maestros, porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.

Si hay alguien que pueda decir más claro de lo que Jesucristo mismo expresó con estas palabras, que ningún cristiano tiene autoridad ni poder alguno sobre otro ante su propio Dios, o sea en materia de religión, deseamos que se nos diga.

Las Iglesias cristianas protestantes, ninguna de las cuales admite la confesión, en la forma que la practica la Romana, aseguran que no existe contradicción entre los evangelios de San Juan y San Mateo, sino que la autorización concedida por Jesús es el poder que todo cristiano tiene, sea o no sacerdote, para predicar, convirtiendo y bautizando a cualquiera que no lo sea admitiéndole así en la comunidad, osea la comunión cristiana; de aquí el comulgar, que no significa absolutamente el tomar la hostia.

Otras Iglesias, no sólo tienen sentado este principio, sino el de que todo cristiano puede, en nombre de Dios, perdonar a otro sus pecados, que es precisamente lo que hacían los primeros fieles, quienes confesaban sus faltas ante los demás.

La Iglesia Romana aceptó esta confesión pública, la cual tenía lugar en alta voz y ante todos los que querían concurrir a oírla, quienes perdonaban en nombre de Dios.

La confesión, pues, era una penitencia más, por estilo de la de azotarse, dormir en suelo, ayunar, etc., no siendo de ninguna manera obligatoria ni necesaria para la salvación, para lo que bastaba un arrepentimiento sincero, pues los primeros cristianos nunca perdieron de vista las palabras de Jesucristo de que Dios, y no los hombres, es el único que perdona, cosa muy diferente de lo que creen los católicos romanos, quienes se imaginan que si no son absueltos por sus sacerdotes, no están perdonados por su Dios.

Durante los primeros siglos, la confesión se efectuó en esta forma; pero como a la Iglesia de nada le servía saber ella lo que sabía todo el mundo, y comprendiendo el inmenso partido que le da la confesión podía sacar si la convertía en secreta, se valió de los escándalos que a menudo resultaban de las confesiones públicas (escándalos en los que más de una vez salían a relucir curas y hasta obispos), para ordenar que se hiciesen en privado; y con objeto de inspirar la más absoluta confianza en el ánimo del penitente y poder así averiguar todas sus acciones y hasta sus pensamientos más íntimos, declaró la confesión, no sólo secreta, sino inviolable, es decir, que aunque el penitente confesase los mayores crímenes, y aún cuando por ellos fuese perseguido un inocente, el confesor no abriría su boca para impedir aquella infamia, concretándose a retener su absolución y hasta podría absolverle si el inocente había ya muerto.

A pesar del atrevimiento de este paso, la Iglesia no se consideró todavía bastante fuerte para hacer obligatoria la confesión, continuando ésta como un acto voluntario y no como Mandamiento; pero el siglo XIII, cuando los papas llegaron a ser todopoderosos, se decretó en el Concilio de Letrán, convocado el año 1215, que los súbditos de todos los reyes católicos romanos estaban obligados a confesarse una vez al año por lo menos, bajo pena de excomunión, a la que iba unida la de prisión y confiscación de bienes. Éste es el origen y desarrollo de la confesión.

En algunas Iglesias protestantes existe la confesión, como sucede en la Episcopal, pero no figura más que como un acto voluntario, que no es de ningún modo indispensable para la salvación, teniendo más a bien la forma de una consulta entre el creyente y el sacerdote acerca de alguna cuestión de conciencia.

La Iglesia romana ha hecho de la confesión una máquina terrible: pues, según ella, el que no se confiesa y recibe la absolución material de uno, de sus ministros, queda condenado a tormentos eternos.

De esta manera obliga a sus cándidos fieles a informarla de todo cuanto hacen y piensan, poniéndola en disposición de gobernarles del modo que más le convenga a ella.

Necio es el que cree que las palabras que pronuncia ante el confesionario no pasan de allí. Cándida es la mujer que imagina que el hombre a quien va a mostrar más que su cuerpo, porque le va a mostrar su alma, no está sujeto a las inflexibles e inmutables leyes de la Naturaleza.

¡Cuántos sacerdotes, enterados por la confesión de la conducta de sus penitentas, se ha valido de aquel conocimiento para obtener sus favores, o a lo menos para pretenderlos! Y no se nos diga que esto es raro: nosotros conocemos el caso de una señora de quien en sus primeros tiempos de casada, enamorado, sin duda, su confesor, y no pudiendo impedir cumpliese sus deberes de esposa para con su marido, la imponía restricciones que el pudor nos impide ni aún indicar. Aquel malvado, no un joven, sino un anciano, al parecer venerable, no pudiendo hacer otra cosa, se gozaba en obligar a la pobre mujer a referirle todos los detalles de su vida íntima conyugal.

Solamente después de que los cuidados de los hijos la apartaron del confesionario y de su influencia, fue que comprendió aquella inocente la infamia de que por tanto tiempo había sido víctima.

III

Durante muchos siglos los sacerdotes católicos romanos fueron casados, pero la Iglesia se convenció al fin de que, para llevar a cabo su programa de dominio, necesitaba hombres a quienes la mujer y los hijos no pudiesen ligar o distraer en manera alguna, verdaderos soldados dispuestos a marchar a la primera voz de sus jefes.

Así, pues, se comenzó prohibiendo el que ningún sacerdote se casase después de ordenado, pudiendo, sin embargo, ordenarse, ejercer el sacerdocio y vivir con su mujer el que fuese ya casado. Una vez dado este paso, pronto se llegó a la prohibición absoluta del matrimonio entre el clero, siendo así decretado ya en el citado Concilio de Letrán, convocado el año 1215.

De esta manera dieron un nuevo mentís a su propio Dios, el cual ordenaba el casamiento de los sacerdotes en las Sagradas Escrituras, con estas palabras (Levítico, Cap. XXI, Vers. 13 y 14): Y tomará él (el sacerdote) mujer virgen. Viuda, o repudiada o infame, éstas no tomará: mas tomará virgen de su pueblo por mujer.

Estas leyes, que empezando por los Diez Mandamientos de la Ley, fueron dadas a los hombres por Dios en persona, según lo dice el Antiguo Testamento, son las mismas que Jesucristo nos asegura en el Nuevo Testamento haber venido expresamente a este mundo para hacerlas cumplir, cuando dice estas propias palabras: No penséis que he venido para abolir la Ley o tos Profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo, que hasta que perezcan el cielo y la tierra, ni una letra, ni un tilde perecerá de la Ley, hasta que todas las cosas sean hechas. (Evangelio de San Mateo, Cap. V, Vers. 17 y 18). Por estas terminantes y expresas palabras de Jesucristo mismo se ve tan claro como el sol del Mediodía, que ninguna Iglesia cristiana, sea la romana, sea cualquiera otra, tiene la más mínima autoridad para cambiar los Mandamientos de su propio dios.

Si después de todo cuanto llevamos dicho, hay quien continúe creyendo que la Iglesia Católica Apostólica Romana practica la religión que ella misma dice ser la verdadera del modo que su propio dios lo ordena en sus propias Sagradas Escrituras, nos es completamente imposible presentar razones más convincentes para probar que esto no es así, y que los jefes de la Iglesia son los primeros en comprender que su dios no existe, y que, por lo tanto, pueden cambiar y alterar los Mandamientos de la manera que más les convenga.

La Iglesia Romana nos dice y nos repite que su reino no es de esto mundo; pero los papas tuvieron el mayor cuidado en ir alimentando, a la par del poder espiritual, el temporal, llegando al fin a quedar convertidos los representantes de Jesucristo (quien, no sólo no tuvo bienes, sino que prohibió a sus apóstoles el que los tuviesen) en verdaderos reyes terrenales, con millones de súbditos y con ejércitos, al frente de los cuales pelearon más de una vez contra sus enemigos, no para defender su religión, sino para aumentar sus Estados, despojando a otros príncipes cristianos.

La historia de los papas es la historia de las iniquidades más enormes y de los crímenes más espantosos de que los hombres pueden ser capaces; el robo, el asesinato, ya por medio del puñal, ya por el veneno, el concubinato, el incesto, son hechos que encontramos en sus páginas, hechos tan notorios que ni aun a los mismos defensores de la Iglesia de Roma los ha sido posible negarlo. El nombre de Borgia, es el sinónimo de todo cuanto os criminal y malvado, y, sin embargo, de aquella familia infernal salieron papas de la Iglesia Romana.

Por último, comprendiendo Roma que la credulidad o, mejor dicho, que la estupidez humana no tiene límites en materia de religión, decretó que nadie que no fuese ministro de su Iglesia tuviese en su poder, ni aun pudiese leer, sin un permiso especial suyo, las Sagradas Escrituras, cuya traducción del latín a las lenguas corrientes fue prohibida, siendo castigado con prisión perpetua el que infringiese estas órdenes.

De esta manera y con objeto de que los anticristianos Sacramentos y Mandamientos inventados por ella no pudiesen ser atacados, confiscaron la palabra de su propio Dios, y en su lugar pusieron vidas de santos, vírgenes y catecismos compuestos por sus propios ministros, sumergiendo a los católicos en la superstición por medios de el culto de imágenes; y así como los sacerdotes del antiguo paganismo engañaban a sus fieles haciéndoles creer en los milagros de sus ídolos, del mismo modo los sacerdotes católicos romanos, engañan a sus creyentes con milagros que Jamás han existido, ni existirán, pero que les son indispensables para ofuscar la razón de las gentes, impidiéndoles así el que reflexionen y descubran los fraudes sobre los que está basada la Iglesia.

He aquí los cinco mandamientos de la Iglesia Romana, que constituyen la única diferencia radical entre el culto romano y el protestante: «Oír misa». —«Confesar». —«Comulgar». —«Ayunar». —«Pagar diezmos y primicias».

Hemos dicho que la Iglesia Episcopal reconoce la confesión voluntaria, y ya hemos explicado lo que los protestantes cristianos entienden por la autorización de perdonar pecados. Del mismo modo su comunión es distinta, efectuándose con pan y vino, que no pretenden sea cuerpo ni sangre de ningún dios. El ayuno no existe, por más que cada uno os libre de ayunar todo lo que quiera. Del mismo modo, no hay misa de ninguna especie; en su lugar el ministro o sacerdote predica un sermón.

Tampoco existen diezmos ni primicias.

En unos países, el gobierno mantiene, el culto; en otros, los que quieren culto se reúnen, hacen su iglesia y pagan al pastor o sacerdote de su bolsillo.

Los protestantes no han suprimido el segundo Mandamiento de la ley y, por lo tanto, en sus iglesias no hay imágenes ni de santos, ni de vírgenes, ni de Jesucristo, ni de Dios Padre, ni de Palomas, ni de corderos, ni de ningún ser racional o irracional.

Los protestantes, dicen, y con razón, que los santos y las vírgenes estarán en el cielo, pero que ellos no adoran más que a Dios; y que aquéllos, tanto unos como otros, fueron hombres y mujeres.

Los protestantes no reconocen la virginidad de María después del parto, porque eso no se dice en las Escrituras, sino lo contrario, siendo la virginidad perpetua una invención de la Iglesia de Roma. Por la misma razón no tienen purgatorio.

Como los protestantes no reconocen autoridad superior a la de las Sagradas Escrituras, no obedecen al Papa, porque en toda la Biblia no hay una palabra del papa.

Éstas son las principales diferencias entre católicos romanos y católicos protestantes.

Acaso habréis advertido que el establecimiento de cada nuevo mandato de Roma iba siempre acompañado de castigo contra los desobedientes, lo cual era un acto de bárbara crueldad, porque aquéllos desobedecían por serles imposible creer de buena fe que el Papa tuviese más autoridad que Dios, pues a eso equivale el contravenir la Iglesia las órdenes de las Escrituras. De lo contrario, nadie se habría opuesto por la misma razón que nadie adora a un Dios falso si sabe que en otra religión adoran al verdadero.

¿Queréis saber lo que costó implantar sólidamente en nuestra España esos Mandamientos de la Iglesia de Roma, que creéis instituidos por el cariño y la humanidad?

Pues os diremos.

Se ignora cuántos millares de víctimas sacrificó la Iglesia en los primeros siglos de su establecimiento en nuestra patria; pero desde fines del siglo XV hasta principios del XIX, o sea durante los trescientos años que imperó en España la Inquisición, hizo lo siguiente:

Personas quemadas vivas    32 469
Personas que murieron en los tormentos o de resultas 2344
Otras que fueron sujetas a tormentos horribles 287 986
Total: 322 799

Es decir, que cada año que hubo Inquisición en España se quemaron cien personas y se mandaron a presidio mil, o lo que es lo mismo, durante más de trescientos años seguidos, la Iglesia romana hizo en España tres víctimas todos los días.

Trescientos veintidós mil setecientos noventa y nueve españoles, hombres y mujeres, sacrificados porque su razón se oponía a admitir como divinos, Mandamientos hechos por los jefes de la Iglesia romana, que son hombres como los demás. Mandamientos enteramente opuestos a los de la verdadera religión cristiana. A todos estos cientos de miles de víctimas les fueron confiscados los bienes, haciendo perecer a sus familias en la miseria, mientras los ministros que se decían de Cristo vivían como príncipes en la mayor opulencia.

Si a los millares sacrificados en España se añaden los de otros países, suben a millones los mártires inmolados por esa Iglesia romana, que es la encamación de la tiranía, del odio, del rencor y de la venganza, esa organización que todavía trata de conservar una parte de los hombres reducida a la condición de animales irracionales, con objeto de explotarlos, valiéndose de la ignorancia para vivir del trabajo de ellos.