Segunda parte

Diversidad de Evangelios. —Diferentes opiniones de los cristianos del siglo VI. —Los sesenta y dos Evangelios conocidos. —Reducción de éstos a cuatro. —Por qué no se pudieron reducir los Evangelios a uno. —Origen de los Papas. —Los católicos griegos y los católicos romanos. —Los Evangelios desechados. —Los cuatro Evangelios son declarados divinos el año 364. —La paloma milagrosa. —La verdad acerca de los cuatro Evangelistas.

I

Hemos dicho que en el Concilio de Nicea se presentó un gran número de Evangelios, siéndole entonces imposible al Espíritu Santo declarar de una manera definitiva cuáles eran falsos y cuáles verdaderos.

De esta diversidad de Evangelios resultaba una gran variedad de ritos contradictorios apoyados todos en lo que cada partido decía ser la palabra de Dios.

Unas Iglesias no admitían el bautismo; otras hacían obligatoria la circuncisión; otras negaban la resurrección; otras aseguraban que Jesucristo no subió al cielo en cuerpo sino en espíritu; otras negaban que hubiese sido concebido milagrosamente, sino que había sido hijo de José; otras sostenían, por el contrario, que Jesús había sido enteramente divino, no habiendo nacido de mujer alguna, y a este tenor podríamos llenar cien páginas con las diferentes opiniones que en aquellos tiempos remaban acerca de Jesucristo y de sus doctrinas.

Los evangelios eran innumerables, pudiendo decirse que cada obispo tenía uno en su particular, por el que regia a su congregación.

El número de los evangelios tenidos por divinos, y de cuja existencia no cabe duda, por conocerse sus títulos, o mejor dicho, los nombres de sus autores, así como también el contenido de muchos de ellos, era, no de cuatro, sino de SESENTA Y DOS.

Los jefes de la Iglesia comprendieron que, de continuar de aquella manera, acabarían los fieles por comprender, por muy ignorantes y creyentes que fuesen, que no era posible el que Dios diera sus órdenes de sesenta y dos maneras diferentes y contradictorias.

Así pues, los obispos se reunieron en pequeñas asambleas, en las que ellos mismos fueron desechando unos Evangelios y arreglando otros, y de arreglo en arreglo, y de desecho en desecho, quedaron los 62 reducidos a cuatro en el Concilio de Laodicea, celebrado el año 364, y en el cual tuvo lugar el primer reconocimiento auténtico de los Evangelios usados hoy por los cristianos.

A menudo encontramos personas que con el mayor aplomo niegan el que los cuatro Evangelios se contradigan, alegando que, de ser así, los doctores de la Iglesia no habrían elegido más que uno, o habrían puesto a los cuatro acordes antes de declararlos divinos. Los que tal icen sólo demuestran la ignorancia en que se halla la casi totalidad de los cristianos acerca de los motivos que obligaron a la Iglesia a declarar divinos cuatro Evangelios contradictorios.

Decíamos que en el Concilio de Laodicea se había reducido el número de evangelios a cuatro, y se trató de continuar la reducción hasta que no quedase más que uno solo y único.

Esto resultó ser imposible; porque cada vez que se proponía cualquiera de ellos, los partidarios de los otros tres le declaraban falso.

Por vía de ejemplo pondremos algunas de las opiniones contrarias que hacían imposible el que aceptaran todos el mismo evangelio.

Los partidarios de que Jesús había nacido de mujer virgen se oponían terminantemente a que se declarasen falsos los Evangelios de San Mateo y San Lucas, en los que se dice que la madre de Jesús le concibió milagrosamente, mientras que en los de San Marcos y San Juan no hay nada de semejante cosa.

Los que sostenían que Jesucristo subió al cielo, se apoyaban en los Evangelios de San Lucas y San Marcos, mientras que los partidarios de que no subió se apoyaban igualmente en los de San Mateo y San Juan, que nada dicen de ello, y alegaban que semejante cosa, era evidentemente falsa, porque si hubiese tenido lugar la ascensión, lo habrían sabido San Mateo y San Juan, que fueron discípulos de Jesús, mientras que ni San Marcos ni San Lucas fueron discípulos ni vieron jamás a Jesucristo.

Los partidarios de que el obispo de Roma debía ser superior a los demás, por ser Roma capital del imperio, argüían en su favor los versículos siguientes del capítulo XVI de San Mateo:

18. Mas yo Jesús también te digo que tú eres Pedro; y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella[15].

19. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ligares en la tierra, será ligado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra, será desatado en los cielos.>>

A esto añadían que Pedro había ido a Roma y había sido el primer obispo de aquella ciudad y que, por consiguiente, los obispos de Roma debían ser los Jefes supremos de la Iglesia. (Éste es el origen de los Papas romanos).

Los obispos de Oriente se oponían a semejante pretensión, afirmando no sólo el que las palabras atribuidas a Jesús no existen en ninguno de los otros tres Evangelios, pero que ni aún siquiera fueron escritas por San Mateo, habiendo sido intercaladas por los partidarios del obispo de Roma.

En efecto, si cotejamos el Evangelio de San Mateo con el de San Marcos, Cap. VIII, Vers. 29; el de San Lucas, Cap. IX, Vers. 20; y el de San Juan, Cap. VI, Vers. 69, vemos que, a pesar de que en los cuatro consta la afirmación de Pedro, en los tres últimos faltan por completo las palabras que cuentan dijo Jesucristo.

En el evangelio de San Juan no se dice una palabra, ni de la afirmación de Pedro, ni de la contestación de Jesús.

Otros alegaban que lo que Jesús dijo no fue; Tú eres Pedro o piedra, y sobre, etc., sino, Vosotros sois la piedra sobre que edificaré, refiriéndose, no a Pedro ni a los discípulos solos, sino a todos los cristianos en general que son los que real y verdaderamente forman la Iglesia.

En cuanto a que Pedro hubiese ido a Roma y sido obispo mártir, unos lo califican de falso y otros alegaban que Constantinopla era tan capital o más que Roma.

De este antagonismo, que desde muy al principio existió entre los obispos de Oriente y Occidente, vino más tarde la división de la iglesia romana en católicos romanos, o sea católicos orientales con su Papa en Constantinopla.

Otro fraude hay clarísimo en los evangelios, y es la afirmación o confesión de Simón Pedro, de que acabamos de ocuparnos, en la que se hace decir a este discípulo que Jesús era Dios.

Esta intercalación se hizo en tres de los cuatro evangelios, con objeto de atacar a los cristianos arríanos, que, como hemos dicho, no admitían la divinidad de Jesús; pero tan mal se efectuó la alteración, que se usaron las mismísimas palabras en los tres evangelios.

Lo gracioso es que en los mismos evangelios vemos más adelante a Pedro dudar de la divinidad de Jesús, a pesar de su anterior confesión, demostrando ser ésta falsa.

En el evangelio de San Juan no hubo necesidad de añadir la confesión de Pedro, por haber sido San Juan partidario de la divinidad de Jesús, según se ve claramente en sus escritos.

Los que defendían él bautismo se apoyaban en el Evangelio de San Mateo, en el que se hace decir a Jesucristo resucitado: Predicad a todos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Cap. XXVIII, Vers. 19).

Pero como en el mismo Evangelio de San Mateo decía Jesucristo: No he venido para abolir la Ley, sino para que sé cumpla (Cap. V, Vers. 17), y como en la Ley no había bautismo, resultaba una contradicción terminante, contradicción de la que se valía cada partido para decir que la cita del contrario era falsa y que «ni Jesucristo lo había dicho, ni San Mateo lo había escrito».

Por estas pocas citas, que ponemos por vía de muestra, puede irse formando cualquiera una idea de lo que son esos Evangelios, que la mayoría de los católicos romanos cree escritos por Jesucristo en persona.

Entre los desechados se cuentan los Evangelios de San Pedro, Santo Tomás, Nicodemo, San Andrés, la Virgen (según parece también fue escritora), San Bartolomé, San Pablo, Santiago, San Matías, San Tadeo, San Juan Bautista, el Evangelio de los Doce Apóstoles, los de San Judas, San Bernabé, San Felipe, San José, etc., etc.

II

En vista del dilema en que se hallaba colocada la Iglesia, no había más remedio que admitir todos los cuatro Evangelios, o formar uno solo con ellos. De formar uno solo iba a resultar el mismo individuo diciendo sí y no, al mismo tiempo; y para poner un Evangelio como compuesto por cuatro autores juntos, era preferible conservar los cuatro separados, que fue al fin lo que se hizo.

Ésta es la sencillísima razón por lo que, viéndose la Iglesia amenazada de una nueva división en cuatro sectas, tuvo que poner por fundamento y base cuatro documentos, que cada uno contradice al otro, demostrando así que las Iglesias cristianas, tanto católicas como protestantes, que en tales pruebas se han edificado, lejos de ser divinas, son, no solamente humanas, sino que aún se apoyan en el fraude y el engaño, disfrazado con la máscara de la hipocresía religiosa.

Así, pues, el Concilio de Laodicea declaró el año 364 después de Jesucristo, que las únicas cuatro verdaderas historias de la vida de Jesús y de sus doctrinas, eran los cuatro evangelios que se decían escritos por Mateo, Marcos, Lucas y Juan, asegurándonos los reverendos obispos que aquello era indudable, porque estando ellos inspirados por el espíritu santo, no podían mentir, aunque quisiesen.

No faltan historiadores, al parecer serios, que han afirmado que la autenticidad y la divinidad de los Evangelios se descubrió milagrosamente.

Unos dicen que se pusieron sobre una mesa, cayéndose todos menos los cuatro consabidos.

Otros cambian el milagro, diciendo que se colocaron los cuatro verdaderos sobre un altar y que, puestos los obispos en fervorosa oración, se pidió a Dios que si en alguno de ellos había una sola palabra que no fuese cierta, cayera aquel Evangelio al suelo, y que no habiéndose movido ninguno, claro estaba que eran divinos.

Otros cuentan que, a pesar de hallarse divinamente inspirados los reverendos padres, se presentó el Espíritu Santo en figura de una verdadera paloma, que fue posándose sobre el hombro derecho de cada obispo en particular, diciéndole al oído qué Evangelios eran los verdaderos, añadiendo, que no quedaba duda de que la paloma era el Espíritu Santo porque pasó al través del cristal de una ventana sin romperlo, y volaba con las alas abiertas y sin moverlas, del mismo modo que la representan en las Iglesias católicas romanas.

Después de pruebas tan convincentes, se necesitaba ser tan descreídos como nosotros para continuar diciendo que los Evangelios no son divinos y que las únicas palomas son los doctores y jefes, igual los de la religión cristiana como los de cualquier otra, los cuales son todos pájaros de cuenta.

Ya al ocuparnos de los evangelistas en un capítulo anterior, hemos hecho notar que los mismos Santos Padres confiesan, no sólo el que San Lucas y San Marcos no fueron discípulos de Jesús, ni vieron nada de lo que cuentan, sino que se ignora por completo quiénes fueron, ni en que idioma escribieron, o hablando en plata, que jamás existieron semejantes Marcos y Lucas.

En cuanto a San Mateo, ya vimos que lo único que se sabe, es que entre loe apóstoles había uno que se llamaba Mateo, no pareciéndonos razonable atribuir a este apóstol los escritos de todos los Mateos de aquella época. Por lo demás, las contradicciones en que en su evangelio incurre contra sí mismo, según más adelante veremos, demuestran que a Mateo debió ayudarle algún católico romano a componer sus escritos.

El único Evangelio que presenta algunas trazas de ser obra de una sola persona, es el de San Juan.

San Juan, llamado el Evangelista, para distinguirle de San Juan el fundador del bautismo, ni vio jamás a Jesús, ni fue hebreo, ni en su vida estuvo en Judea. En los Evangelios se dice que uno de los discípulos se llamaba Juan, y de ello se valió este escritor para decir en el suyo que él había sido, no sólo aquel discípulo, sino el favorito de Jesús, la tenemos en el hecho de que no escribió su evangelio hasta setenta años después de la muerte de Jesús, porque nadie espera setenta años para hacer una cosa que Quiere y puede hacer.

Como escribió tanto tiempo después de Jesucristo, pudo decir que en su juventud había estado en Judea y había sido discípulo de Jesús; y si afirmó que había sido discípulo personal de Jesús, pero este dicho de él fue contradicho en otros escritos de aquella época. Si afirmó que había sido discípulo de Jesús, fue con objeto de dar más autoridad a sus opiniones diciendo haberlas oído de boca de Cristo mismo.

San Juan fue un filósofo griego, quien se enteró de la vida y doctrina de Jesús muchos años después de la muerte de éste, por los cristianos que emigraron a las ciudades griegas de Asia Menor, huyendo de las persecuciones que sufrían en otros países.

Este evangelista, desde luego, comprendió la superioridad de la doctrina cristiana verdadera, y creyó que el mejor modo de extenderla y autorizarla era haciendo Dios a Jesús, en lo cual se equivocó; porque lo que hará que el nombre de Jesús exista mientras existan los hombres en este mundo, no es su imaginativa divinidad, sino su sencilla cuanto más perfecta doctrina.

Esta idea de San Juan es la que predomina en todo su evangelio desde el primer versículo que dice así: En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios, y el Verbo era con Dios. Es evidente, pues que quería hacer de Jesús una encarnación divina por el estilo de las encarnaciones de la religión de Buda.

A pesar de esto, le vemos contradecir sus propias doctrinas hablándonos de la madre y hermanos de Jesucristo y de su padre José (Cap. I. Vers. 45; Cap. II, Vers. 12; Cap. VI, Vers. 42), lo cual parece indicar que tampoco ese evangelio se libró de alteraciones.

Ya hemos visto que San Juan se guardó muy bien de hacer subir a Jesús al ciclo en cuerpo humano, comprendiendo, desde luego, que aquello era un desatino.

San Juan ha sido, pues, el verdadero fundador de la divinidad de Cristo, y, como consecuencia de ella, de la trinidad cristiana.

Los obispos que en el Concilio de Nicea hicieron inclinar la balanza del lado de la divinidad de Jesús y de la trinidad, fueron el resultado de las doctrinas predicadas por este evangelista doscientos y pico de años antes, doctrinas que se extendieron por todo el Oriente.

San Juan, más que filósofo, fue poeta. Hombre eminentemente idealista, gozaba con lo enigmático, incomprensible y misterioso, del mismo modo que D. Quijote gozaba con las desatinadas razones de los libros de Caballería, de que nos habla Cervantes. Pava concluir la comparación y este capitulo, diremos que, al lado del evangelio de San Juan, los evangelios de sus tres compañeros nos hacen el efecto de tres Sanchos Panzas, sin el buen sentido del célebre escudero.