Primera parte

El cristianismo y el paganismo. —Paralelo entre el paganismo y el romanismo. —Edicto de Constantino. —Origen de la Iglesia. —Los obispos. —Los Concilios. —Composición de Evangelios. —Concilio de Nicea. —Prueba de que Jesús no era Dios. —La trinidad cristiana y la trinidad de Brahma. —Jesús declarado Dios el año 325. —El Concilio de Antioquía decreta que Jesús no es Dios, el año 341. —Concilios contradictorios. —El Papa y el Gran Lama. —El obispo Arrío. —Los católicos romanos y los cristianos amaños. —Recaredo I declara que Jesús es Dios, el año 600. —Prueba de que no existía la trinidad. —La trinidad de otras religiones. —La fe. —Por qué hubo que inventarla. —El sabio predicador y el sentido común.

I

Se nos ha repetido y repite que la religión cristiana echó por tierra la pagana.

Esto es cierto, y prueba afortunadamente que la Humanidad avanza y que la razón y la verdad se abren camino.

La religión cristiana (advirtiendo que decimos cristiana, no romana), era inmensamente superior a la idolatría del paganismo.

La primera representaba la gran verdad: la que no hay ni puede haber más que un Dios. En los sitios de reunión de los primeros cristianos no se rebajaba al Ser Supremo presentándole con figura humana. La adoración de ídolos bajo la forma de santos, como hoy la practica la Iglesia romana, habría horrorizado a aquellos verdaderos observadores de las doctrinas de Jesucristo.

El paganismo, en cambio, reconocía una multitud de dioses poseídos de todos los vicios y pasiones de la Humanidad, bajo cuya forma se representaban. Con el nombre de semidioses adoraban hombres que habían existido, culto que corresponde exactamente al que hoy da a los santos la Iglesia de Roma. Por último tenían diosas, lo mismo que los católicos tienen vírgenes y santas.

Aquella religión se hallaba completamente desprestigiada entre las personas pensadoras, desde antes de nacer Jesús; y, sin embargo, es tal la fuerza de la educación y de la costumbre, que sólo después de trescientos años de lucha continua logró el Dios único de Jesucristo vencer a los dioses humanos y absurdos del paganismo.

Por último, el año 313, el emperador Constantino proclamó un edicto, decretando que la religión cristiana no sólo sería tolerada en sus Estados, sino que el gobierno contribuiría a su sostenimiento al igual que la pagana.

II

Ya desde el segundo siglo después de Jesucristo habían empezado algunos hombres ambiciosos a formar congregaciones, de las que se hicieron jefes siendo éste el origen de los pastores u obispos, quienes, so pretexto de apacentar las ovejas del Señor, lo que hacían eran esquifarlas. De estos mismos hombres, y del cristianismo que más adelante fundaron, nos ocupamos en los capítulos dedicados a la Iglesia Romana.

Con el tiempo los convertidos fueron aumentando, y estos obispos, con objeto de apoyarse mutuamente, determinaron tener reuniones para ponerse de acuerdo acerca de las mejores medidas que se debían tomar para el esquileo de sus respectivas ovejas o fieles: éste es el origen de los «Concilios».

En las muchas reuniones que tuvieron lugar desde fines del siglo II hasta principios del siglo IV después de Jesucristo, y que celebraban en sitios secretos, tanto por temor a los paganos como por no hacer partícipe a nadie de sus determinaciones, se forjaron los mil y un documentos falsos que más tarde sirvieron de base para engañar y dominar una gran parte de la humanidad.

De las reuniones secretas celebradas en Roma salió el Evangelio de San Mateo, que por este motivo fue y es el favorito de la Iglesia Romana, así como de las celebradas en Constantinopla, en Efeso, en Cartago, etc., etc., salieron los innumerables Evangelios que existieron durante los primeros siglos del cristianismo, documentos que, como luego probaremos, no pudieron haber sido escritos por los individuos a quienes se atribuyen.

Una vez que, por medio del decreto del emperador, los jefes cristianos se vieron, no sólo libres para ejercer públicamente su culto, sino protegidos y mimados por Constantino, quien deseaba atraerlos a su partido, determinaron los obispos de toda la cristiandad reunirse en un gran Concilio, decidiendo fuese convocado en Nicea, como así se hizo en el año 325, después de Jesucristo.

El Concilio tenía dos objetos principales: primero, averiguar si Jesús había sido realmente Dios; y segundo, fijar un código de creencias, leyes y reglamentos que rigiese a todos los cristianos sin excepción.

Lo primero que han hecho siempre todos los fundadores de religiones ha sido presentarse como instrumentos de Dios, y los reverendos obispos no se olvidaron de esta primera parte, votando por unanimidad el que se hallaban inspirados por el Espíritu Divino y que, por consiguiente, Dios, y no ellos era el que hablaba. Una vez inspirados por obra y gracia de sí mismos, se puso a disposición lo de si Jesucristo había sido hombre o había sido Dios.

Por regla general, cuando decimos a los católicos que durante los primeros trescientos años después de Jesucristo, ni la mayoría de los cristianos mismos creía que hubiese sido Dios, dudan de nuestra palabra, pues las gentes hoy se imaginan que aquélla era una cosa tan conocida y notoria, como es conocido el que hace trescientos años Felipe II era rey de España. Sin embargo, cualquiera que desee convencerse de que Jesús era tenido por hombre por los primeros cristianos, no tiene más que leer algunas de las muchas «Historias de los Concilios» o «Historias de las iglesias cristianas» aún las escritas por los propios doctores de la Iglesia Romana.

Pero ¿qué mejor obra podemos citar que los propios Evangelios, en los que a menudo vemos que los mismos apóstoles dudaban que Jesús fuese Dios, ni que fuera posible hubiese resucitado?

Por último; el haberse reunido el Concilio de Nicea con el objeto de decidir este punto, prueba de la manera más clara y evidente el que, por lo menos, una parte muy importante de los cristianos no creía que Cristo hubiera sido más que hombre; y lo sucedido después del Concilio nos demostrará si estamos o no en lo firme.

Parece que, hallándose todos los obispos divinamente inspirados, habrían sido todos de la misma opinión acerca de si Jesús era o no Dios; pues nada de eso; porque fueron tales los escándalos de los inspirados obispos, que después de cinco1 siglos ha llegado hasta nosotros la frase de se armó la de Dios es Cristo, que fue justamente lo que sucedió en el famoso Concilio de Nicea.

Tanto los defensores de la divinidad como sus contrarios presentaron en su apoyo infinidad de Evangelios contradictorios, pero fa ventaja estaba de lado de los que negaban la divinidad, pues podían probar su dicho de varias maneras, con los propios Evangelios que presentaban sus adversarios.

He aquí una de las pruebas:

Ya hemos visto que San Lucas y San Marcos hacen subir a Jesús al Cielo con el mismo cuerpo humano que tenía en la Tierra, llegando San Marcos hasta asegurar que se sentó a la derecha de Dios (Cap. XVI, Vers. 19), de lo que resulta no sólo el que Dios era un hombre de carne y hueso, sino que, habiéndose sentado a la derecha de otro, claro está que había dos.

De aquí los desatinos: el que Dios tenía cuerpo, como los dioses de los paganos, y el que había dos dioses; y como esto no era posible, había que convenir, o que Jesucristo no era Dios o que no lo era el otro.

Resultaba, pues, que con llevar a Jesús al Cielo, no se adelantaba nada; y si, como decían San Mateo y San Juan, Jesús no subió, ¿en dónde estaba?, puesto que en los Evangelios se afirma terminantemente que después de resucitado no era espíritu sino que tenía carne y huesos como antes (San Lucas, Cap. XXIV, Vers. 39).

Otros eran de opinión de que había vuelto a morir; pero entonces no era creíble que hubiese resucitado, ni mucho menos el que hubiese sido Dios.

Estas dificultades las habían ya previsto los obispos de Oriente, que eran partidarios acérrimos de la divinidad de Jesús, quienes conocían perfectamente la religión de Brahma, en la cual había y hay un dios compuesto de tres dioses: Brahma, Vichnú y Siva.

Así, pues, a los que pusieron por razón que no podía haber dos dioses, contestaron que, no sólo había dos, sino tres, porque lo que se llamaba el espíritu divino no era tal inspiración divina, sino un dios llamado Espíritu Santo, componiendo la trinidad cristiana en esta forma: Jehová, dios padre; Jesús, dios hijo; Espíritu-Santo, dios intermedio y mensajero; razón por la cual tenía figura de paloma, cuyos tres dioses no eran más que uno.

En apoyo de tan peregrina y absurda teoría presentaron los partidarios de ella más de veinte Evangelios en los que se hacía hablar a Jesús del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y, por consiguiente, de la Trinidad. Estos Evangelios fueron más adelante declarados falsos por la Iglesia, con excepción de uno: el de San Juan.

De esta manera desatinada explicaron cómo Jesús podía ser Dios, sin que hubiera más que un Dios. Después de mil disputas se puso a votación la Santísima Trinidad, resultando aprobada por la mayoría, y en su consecuencia se declaró oficialmente que, además del Dios Jehová, Jesús había sido y era Dios, existiendo otro Dios llamado Espíritu Santo; pero al mismo tiempo se decretó que, siendo aquello un misterio divino, a pesar de ser cada Dios un Dios aparte, no formaban entre los tres más que uno; añadiendo que, si esto no lo podía entender nadie, consistía en que las cosas de Dios están por encima de la inteligencia humana. Por esa misma razón decían que Jesús podía ser dios y tener cuerpo.

La existencia de la Santísima Trinidad se decidió por mayoría de votos, pero los obispos honrados que votaron en contra, protestaron de tan descaradas imposturas; y fue tal la agitación que entre una gran parte de los cristianos produjo el decreto del Concilio de Nicea que el año 341 se reunía un nuevo Concilio en Antioquía, en el cual el Espíritu Santo declaró, por boca de los cientos de obispos allí reunidos, que Jesucristo no era Dios, que había venido al mundo en figura de hombre, y que, por consiguiente, no había trinidad alguna, declarando así el Espíritu Santo mismo que no existía Dios Espíritu Santo.

A este Concilio siguieron otros muchos, en los que tan pronto el Espíritu Santo inspiraba que había trinidad como que no la había.

Del mismo modo que la idea de la trinidad cristiana fue sacada de la de Brahma, de la misma manera el Papa romano es una copia exactísima del Papa de los budistas, o sea el Gran Lama, no sólo en las atribuciones, sino hasta en el traje; y como la religión de Buda existe desde siglos antes de Jesucristo, claro está que no es el Gran Lama el que ha copiado al Papa, como pretenden los doctores de la Iglesia.

A la cabeza de los cristianos que no aceptaron la trinidad se hallaba el obispo Arrio, quien sostuvo siempre la verdadera doctrina de que Dios es uno e indivisible; de que Jesús, no solo no podía haber sido Dios, sino que él mismo jamás pretendió hacerle pasar por tal; que al llamarse hijo de Dios, no hizo más que darse a sí mismo el nombre que aplicaba a los demás hombres, diciendo que todos eran hijos de Dios; que al llamar padre a Dios, no dijo que fuese su padre en particular; y la prueba más clara estaba en el Padre Nuestro, compuesto por él, en el que todo cristiano llama padre a Dios.

En cuanto al espíritu santo, siempre afirmó ser el espíritu o inspiración divina, pero de ningún modo un dios aparte.

La Iglesia cristiana quedó, pues, dividida en dos diferentes Iglesias: la de los católicos romanos y la de los cristianos arríanos.

Hasta el siglo VII, los españoles fueron cristianos arrianos; pero el rey Recaredo I, que era partidario de la divinidad de Jesús, y, por lo tanto, de la trinidad, la implantó en nuestra patria por medio de un decreto expedido el año 600 después de Jesucristo, en el que se condenaba a muerte todo el que hablase o escribiese algo en oposición a este misterio, poniendo a España, al mismo tiempo, bajo el yugo de los papas de la Iglesia de Roma.

III

Si la trinidad cristiana es verdadera, claro está que tiene que haber existido desde que Dios existe. Resulta, pues, que Dios ocultó este misterio a los hombres durante más de cuatro mil años, pues antes de Jesucristo nadie sabía palabra de semejante cosa. Así, pues, del mismo modo que Dios tuvo aquel capricho durante aquel tiempo, igualmente puede hoy estamos ocultando algún otro misterio esencial pues todo se puede esperar de un Dios que, como el Dios de la Biblia, está perpetuamente cambiando de opinión.

Muchos sabios Padres de la Iglesia, y muchos que no son padres más que de sus hijos, pero que también la echan de sabios, exponen como argumento a favor de la trinidad cristiana el que otras religiones antiquísimas, y muy anteriores a aquélla, han tenido y tienen trinidades.

Semejante alegato, lejos de ayudar a la trinidad, la perjudica, como lo vamos a demostrar.

Esas antiquísimas religiones, que existían desde mucho antes que Moisés, estaban en consonancia con la barbarie en que entonces se hallaban los hombres, pues es cosa bien sabida que al hombre, cuanto menos civilizado, más admira lo incomprensible y maravilloso, dando desde luego por seguro que aquello debe estar por encima de su inteligencia, como si todos los hombres no tuviesen sentido común que es lo único que se necesita para examinar cualquier religión, por mucho que sus sacerdotes quieran enmarañarla. La razón es bien sencilla: porque siendo los sacerdotes hombres como los demás, si los otros no la entienden, tampoco ellos, y, por lo tanto, no tienen el derecho a echársela de doctores, ni pretender autoridad alguna sobre nadie.

Los fundadores de aquellas antiguas religiones comprendieron que, cuanto más incomprensibles las hiciesen, más creerían en ellas aquellos hombres ignorantes, y al efecto las adornaron de trinidades y de oíros mil misterios igualmente absurdos.

Si hubiesen hecho sus religiones sencillas y bien comprensibles, todos habrían podido discutir de igual a igual con los ministres de ellas; y en cuanto esto hubiera sido así, quedaba el engaño descubierto, porque las otras religiones no pueden sostenerse ante el análisis de la razón más de lo que pueden sostenerse los dogmas de las Iglesias cristianas.

En las religiones fundadas en tiempos más modernos, y por consiguiente menos bárbaros, no hay trinidades ni misterios análogos.

Moisés, que no sólo fue nacido y educado en Egipto, sino que estudió con los sacerdotes de aquel país, conocía perfectamente todos los misterios de la religión egipcia de aquellos tiempos en el que también figuraba una trinidad; pero, sin embargo, vemos que, al fundar su religión, que es la que los cristianos tienen por única verdadera, no implantó en ella, ni trinidad, ni misterio alguno, como puedo verse en las Sagradas Escrituras. Antes, al contrario, empleó toda su tremenda energía en establecer un Dios único e indivisible degollando sin piedad a todo el que pretendía lo contrario. De la misma implacable manera suprimió todo culto de imágenes.

No falta quien dice que Jesús mismo fue el fundador de la trinidad, citando al efecto los evangelios, en los que en repetidas ocasiones se le hace hablar del Padre y del Hijo; pero esto se hallaría en contradicción con las propias palabras de Jesucristo, quien dijo había venido para hacer cumplir la Ley, en la cual no hay trinidad.

La pretensión de la Iglesia de convertir a Jesús, no sólo en un Dios, sino en un Dios de carne y hueso, hizo indispensable el volver a las antiguas trinidades y misterios, obligando al cristianismo a dar un paso atrás, paso al que la Iglesia romana añadió otro, restableciendo el culto de imágenes, clara, terminante y expresamente prohibido en el segundo mandamiento de la Ley de su propio Dios, y en más de treinta diferentes partes de las Sagradas Escrituras.

El decir, pues, que las trinidades de las otras religiones son un argumento a favor de la cristiana, es lo mismo que decir que, porque los antiguos creían que la atmósfera era una media naranja azul sólida, nosotros debemos volver a aquella opinión, por más que veamos ser esto un desatino.

IV

Si a una persona educada que no hubiese oído jamás hablar de trinidad alguna se le explicase su creación y objeto, nos diría que los Santos Padres fueron libres de inventarla, pero que tal disparate no habría podido jamás hacerse creíble a los hombres.

Eso mismo comprendieron perfectamente los doctores de la Iglesia, que no son tontos aunque lo parecen, y al efecto idearon una cosa especialísima, que todo buen cristiano debe anteponer a su sentido común en cualquier asunto que a su religión concierna; esa cosa, que se elevó a la categoría no sólo de virtud sino la primera de las virtudes, se llama la fe.

Imposible parece que tal degradación de la inteligencia haya podido conseguirse; pero así es, y cientos de millones de seres que se dicen racionales, tanto cristianos como de otras religiones, hacen caso omiso de lo único que les distingue de las bestias, al tratar de sus respectivas creencias.

En vano es demostrarles que éstas no tienen más base que la educación, y que son cristianos o budistas, judíos o mahometanos, por efecto del país en que nacieron y de los padres que los criaron.

A tal punto las ideas implantadas desde la niñez, y la costumbre, les han viciado la inteligencia sobre el particular, que, por regla general, aún cuando por el momento no puedan menos de convencerse de su error, pronto vuelven a caer en su anterior rutina.

No faltan algunos que pretenden demostrar que la fe es racional.

Nosotros hemos asistido a un sermón que una de la s lumbreras con que la Iglesia romana cuenta en nuestro país, predicó acerca de este asunto. Este sabio Padre, después de haberse extendido a su sabor en las consideraciones de ordenanza, de que la fe es una gracia divina y la razón el orgullo implantado por el diablo en nuestra alma para que nos rebelemos contra Dios analizando sus inescrutables designios, empezó él mismo a rebelarse, diciendo que iba a explicarnos satisfactoriamente nada menos que la misteriosa trinidad. En efecto, después de una hora de perorata, quedaron todos convencidos de que la trinidad era inexplicable.

Algo de esto debió de creer el reverendo predicador, porque refugiándose nuevamente en la fe, nos dijo: que ésta, es tan racional, que los mismos racionalistas no podrían librarse de ella, puesto que creían cosas que palpablemente estaban contra su razón, como, por ejemplo el que la Tierra girase alrededor del Sol, cuando lo contrarío parecía ser lo cierto.

Con este argumento aquel ilustre varón, a quien, si bien lo calificaremos de racionalista, podemos hacerlo con justicia de piensista, dio por victoriosamente rebatida toda duda.

Siendo esta una comparación que más de una vez hemos visto adelantar con buen éxito entre la gente ignorante, nos vamos a permitir dos palabras sobre ella.

Los hombres que, después de mil observaciones, se convencieron de que la Tierra y no el Sol era la que se movía no nos dijeron que el Espíritu Santo se lo había comunicado, sino que probaron su dicho con argumentos tan convincentes, como que dos y dos son cuatro; a tal punto que no sólo no se puede dudar de su dicho, sino que es completamente imposible que sea de otro modo.

No faltará ningún compañero del predicador que diga que esto prueba el que creemos lo que nuestra inteligencia nos muestra ser falso: de ningún modo. No creemos contra el testimonio que nos da nuestra razón; creemos contra el testimonio que nos dan nuestros sentidos, y creemos precisamente porque estamos dotados de razón.

Para el asno, que tiene el sentido de la vista a la par del hombre, el sol es el que se mueve, sin que jamás pueda nadie convencerle de lo contrario.

Ésa es la diferencia radical. Los misterios de la Iglesia no sólo están contra los sentidos corporales, sino, lo que es verdaderamente esencial, están contra la razón y el sentido común.

Sin estudio de ninguna clase comprende cualquier ser racional que el movimiento de la Tierra es posible mientras que los misterios de la Iglesia no son posibles, ni con estudios ni sin ellos.