Segunda parte

La resurrección, base de la divinidad de Jesús. —Incredulidad de los Apóstoles. —De la aparición del cuerpo de Jesús. —Los inescrutables designios de Dios. —Jesús, resucitado, no es visto de nadie más que de sus propios discípulos de Jesús, única base de la resurrección. —Falsedad evidente de esta fábula.

I

La resurrección es el hecho principal en que la Iglesia se apoya para decir que Jesús era Dios, lo cual no es lógico, pues San Mateo, en el capítulo XXVII, versículos 52 y 53, nos dice que al morir Jesús resucitaron muchos santos, salieron de sus sepulcros y fueron a Jerusalén en donde se presentaron a muchos; y a pesar de ello la Iglesia, no sólo no los ha tomado por Dioses, sino que ni siquiera se saben los nombres de aquellos santos resucitados, quienes, después de su excursión, se volverían a sus sepulcros, aburridos de no encontrar ningún conocido, quienes ya habrían muerto. Y aquí ocurre una dificultad, y es: cómo las gentes que los vieron en Jerusalén sabían que eran santos, que acaso hacía doscientos o trescientos años que habían muerto.

Además, los milagros de Jesús no son mayores que los de cualquier santo de los que la Iglesia Romana tiene miles, y las prodigiosas maravillas que Moisés ejecutó, según él mismo nos refiere en las Sagradas Escrituras; y, sin embargo, ni judíos ni cristianos tienen a Moisés por Dios.

Sea de esto lo que quiera, tanto la Iglesia Romana, como la Griega, como la Episcopal, 1Q Presbiteriana, etc., etc., han hecho y hacen los mayores esfuerzos para presentar la resurrección de Jesús como un hecho que verdaderamente tuvo lugar.

Todo ha sido inútil. La mentira podrá edificarse sólidamente, al parecer; pero si dirigimos sobre ella la luz de la razón, muy pronto encontraremos alguna grieta por la que, penetrando la cuña de la verdad, echará abajo toda la obra.

La resurrección no tiene el inconveniente de los otros milagros de Jesús: el de ser contados por sólo una parte de los evangelistas. Este hecho es referido en todos cuatro evangelios; y si en ellos lo leemos sin fijamos, nos parece hallarlos acordes; pero si repetimos su lectura una segunda y una tercera vez, empezamos a notar mil contradicciones incompatibles con la verdad, y, por lo tanto, con la divinidad que se quiere atribuir a aquellos escritos.

Lo primero que salta a la vista, es una sorprendente resistencia por parte de los apóstoles a creer que Jesús pudiese haber resucitado, lo cual demuestra claramente que todos los dichos que en los mismos evangelios se atribuye a Jesús, de que resucitaría a los tres días, son falsos. De lo contrario, ¿cómo podían negar los apóstoles su resurrección? Y si sus propios discípulos dudaban que pudiese resucitar claro está que no tenían a Jesús por Dios, sino por un simple mortal; creencia que, como más adelante veremos, fue la de los primee ros cristianos.

Por lo demás, haremos notar la ninguna importancia de las profecías atribuidas a Jesús, como, por ejemplo, la destrucción de Jerusalén por los Romanos; pues habiéndose escrito los evangelios después de ocurridos aquellos acontecimientos, nada más fácil que profetizar lo pasado.

A pesar del mar de palabras inútiles con que los evangelistas nos quieren obscurecer los hechos, vemos que al amanecer del primer día de la semana, que para los judíos es el domingo, había ya desaparecido del sepulcro el cuerpo de Jesús. Dicho sepulcro consistía en una cueva tallada en piedra y tapada con una losa. (San Marcos, Cap. XV, Vers. 46).

Ahora bien: San Mateo nos cuenta (Cap. XII, Vers. 40) que Jesús había dicho estas palabras: El hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra. Muriendo el viernes por la tarde, era necesario, para que la profecía se cumpliese, que no resucitase hasta el lunes por la tarde. Habiendo desaparecido el cuerpo el domingo de madrugada, resulta que no estuvo en el sepulcro más que un día y dos noches, y que la prisa de los evangelistas en resucitarle hace salir falsa la profecía.

San Mateo dice que en la mañana del domingo fueron dos mujeres, Magdalena y María, a ver el sepulcro. San Marcos dice que eran tres, Magdalena, María (madre de Santiago y Salomé), las que fueron salido ya el sol, no a ver el sepulcro, sino a embalsamar el cuerpo, para cuyo efecto compraron aromas; pero esto lo contradice redondamente San Juan, afirmando que el cadáver había sido ya embalsamado el viernes con nada menos que cien libras de mirra y aloes. A nosotros nos parece milagroso el que nadie viese la inutilidad de embalsamar un cuerpo que había de resucitar a los tres días.

Igualmente contradice San Juan a sus compañeros asegurándonos que sólo María Magdalena fue a visitar el sepulcro, y esto no ocurrió salido ya el sol, según dice San Mateo, sino cuando aún era oscuro.

San Mateo nos cuenta que ocurrió un gran terremoto; pero, como los demás no refieren este fenómeno, debemos atribuirlo a lo muy partidario que era aquel santo de esta clase de milagros. Según el mismo autor, un ángel bajó del cielo y, quitando la piedra de la entrada se sentó sobre ella.

Igualmente nos asegura que el tal ángel estaba vestido de blanco y tenía aspecto de relámpago. San Marcos lo contradice, diciéndonos que era un mancebo sin relámpago; que se hallaba sentado no fuera sino dentro. En cambio, San Lucas desmiente todo esto, pues según él ni fue un ángel, ni un mancebo, sino dos varones. Para acabar de mostrarnos lo muy de acuerdo que todos se hallan, San Juan, que fue el único evangelista que dice vio el sepulcro, no notó ni ángeles de relámpago, ni mancebos, ni varones. Lo que éste refiere es que Magdalena, habiendo ido al sepulcro y encontrándole vacío, vino a decirles a Pedro y a él que habían quitado el cadáver y no sabía en dónde lo habían puesto; y que habiendo corrido allá, no encontraron más que los lienzos y la sábana en que había estado envuelto el cuerpo. Es cierto que dice que después de que él y Pedro dejaron el sepulcro. Magdalena descubrió dos ángeles dentro de él, no dejando de ser milagroso el que ellos no lo hubiesen visto cuando entraron.

San Mateo nos refiere, como cosa muy corriente, uno de los acontecimientos que más prodigiosos hallamos nosotros en toda la Biblia.

Ya hemos visto que ni los mismos apóstoles sabían que Jesucristo iba a resucitar; y a pesar de esto, San Mateo da la cosa por tan conocida, que con la mayor frescura nos afirma que se pusieron guardias alrededor de la tumba, para que los discípulos no robasen el cadáver de Jesucristo y dijesen después que había resucitado. Desgraciadamente, al presentarse el famoso ángel de relámpago quedaron los soldados como muertos, siéndoles, por lo tanto, imposible presenciar cómo tuvo efecto la resurrección. Después que volvieron en sí se encontraron con el sepulcro vacío, y fueron corriendo a dar la noticia a los príncipes de los sacerdotes; y ahora viene el verdadero milagro de la resurrección. Los sacerdotes no dudan por un momento de que Jesús ha resucitado; y a pesar de que este hecho tenía que convencerles de su divinidad, en lugar de reconocer su error y correr a adorarle, dan dinero a los soldados a fin de que digan que el cuerpo había sido robado, sin calcular que gastaban dinero en balde; pues si había resucitado, los desmentiría presentándose nuevamente ante todos, si que a ellos les fuese posible impedirlo, puesto que claro estaba que era Dios; y si no había resucitado, quedaba probado que Jesucristo era un hombre y, por lo tanto, ninguna necesidad tenían de comprar a los soldados. También es milagroso el que, tanto éstos como los sacerdotes judíos, hiciesen traición a su propia conciencia continuando en su error, cosa inconcebible.

Esta leyenda, que corre pareja con la de la traición de Judas, es tan disparatada que ninguno de los otros evangelistas se ha atrevido a decir una palabra de guardias ni sacerdotes.

Resulta, pues, que lo único en que están conformes los cuatro evangelistas es en que nadie, absolutamente nadie, vio resucitar ni salir del sepulcro a Jesús, siendo sumamente extraño que estos escritores, que tan minuciosos son en los más pequeños detalles de cosas insignificantes, no hayan tenido una palabra para describirnos el acto de la resurrección; y si se nos dice que nadie la vio, preguntaremos: quién le dijo a San Marcos que Jesús estaba sentado a la derecha de Dios, según veremos más adelante.

Todos cuantos fueron a visitar el sepulcro lo encontraron abierto y vacío; natural, es pues, que los judíos, que no volvieron a ver a Jesús ni muerto ni vivo, no creyeran en tal resurrección, sino que era un hombre como cualquiera otro, y que los discípulos suyos hicieron desaparecer el cadáver con objeto de poder decir que había resucitado. El mismo San Mateo no puede menos de confesar que, en su tiempo, ésa era la creencia general. Lo mismo exactamente sucedería hoy si entre nosotros se repitiese un acontecimiento semejante.

II

No pudiendo negar los defensores de la divinidad de Jesús el hecho de que los judíos no creyeron en sus milagros, lo que parece indicar que no los hizo, alegan que es porque Jesús no quería que creyesen, de lo contrario todos se habrían convencido de que era Dios, y nadie se habría atrevido a crucificarle, aunque él mismo lo hubiese pedido.

Perfectamente, contestaremos; pero si esto es así, ¿qué objeto se llevaba en hacer milagros inútiles? Lo natural entonces habría sido empezar por hacerse crucificar, resucitar y dar comienzo a su predicación, haciendo milagros que sirviesen.

Como el castellano dice que: doctores tiene la Iglesia que sabrán contestaros, cada vez que se nos ha ocurrido dudas por el estilo de ésta, nos hemos dirigido humildemente a algún señor doctor, quien ha empezado siempre su explicación diciéndonos palabras en latín, no adelantando con ellas más que perder el tiempo en traducirlas.

Una vez hecho esto, han resultado ser citas de San Agustín, o San Gregorio, o San Jerónimo, o algún otro santo; pero como las opiniones de estos santos no tienen para nosotros más fuerza que la del sabio doctor con quien hablamos, porque lo que nosotros queremos son razones, dígalas quien las diga, concluye el doctor de la Iglesia por aseguramos gravemente que éstos que a la luz de la razón son desatinos, clarísimos, no son desatinos, sino los inescrutables designios de Dios, esperando que él nos concederá su gracia para creer en lo que nos es completamente imposible creer.

Éste es un modo muy satisfactorio de despachar a los curiosos; pero como nosotros no hemos supuesto que por haber nacido de padres católicos romanos y habernos ellos enseñado que esta religión era la verdadera, debíamos de dar aquello por cierto sin examinar otras que tienen tantos y aún más creyentes que la cristiana, y como en todas hallamos dudas, cada vez que hemos visitado un diferente país en el que creen en una religión diferente, y con objeto de averiguar si realmente existe alguna verdadera, nos hemos dirigido a sus sacerdotes pidiendo nos explicasen las dudas que nos impedían creer en su religión.

Éstos no nos citaron a los Santos Padres cristianos, sino a los Santos Padres de sus religiones: a Moisés, a Confucio, a Mahoma, etc., etc.

Pero, como ya hemos visto, a nosotros no nos convencen los hombres, aunque tengan los nombres más famosos del mundo; a nosotros, nos convencen las razones, y estos doctores de estas religiones concluían siempre por decirnos que los que parecían desatinos no eran desatinos, sino los inescrutables designios de Dios, esperando que de nos iluminaría y nos haría ver que la religión de que nos hablaba era la única verdadera.

Con esto hemos quedado completamente convencidos de que esos designios son inescrutables, puesto que inspiran a los hombres el que crean de buena fe en religiones totalmente contrarias y, por consiguiente, falsas; pero lo que no tiene nada de inescrutable son los designios de todos los sacerdotes de todas las religiones, designios que consisten sencillamente en engañar a la crédula humanidad para vivir a costa de ella.

Una vez el sacrificio consumado y resucitado Jesús, esperamos va a presentarse a los príncipes de los sacerdotes, que le condenaron de buena fe, creyéndole hombre, al gobernador Pilato y a Jerusalén entera, convenciendo a todos de su divinidad con su simple presencia. Pues bien; a pesar de los muchos milagros inútiles que nos dicen había hecho antes, para hacer creer a las gentes, ahora que se presentaba la oportunidad de hacer uno, sobre el que no podía caber duda, vemos con asombro que, por testimonio unánime de los cuatro evangelistas, no se presentó sino a sus discípulos y a las mujeres que iban con ellos.

Pero, se nos dirá; ¿no cabrá duda de que estuvo, por cuarenta días, en su compañía, y que, por lo tanto, algunos otros tendrían precisamente que verle? Nada de eso. Jesús, desde que nos cuentan resucitó, no volvió a hacer vida común con los apóstoles, pues sólo se les mostró dos o tres veces a manera de aparición.

En cuanto a los cuarenta días de su estancia en la tierra, es una de las mil fábulas inventadas por la Iglesia. Los evangelios nada dicen de ello; antes al contrario, San Lucas nos asegura que subió al cielo el mismo día que resucitó.

Pero, en fin, se nos objetará: ¿los evangelistas estarán conformes en el número de apariciones y en los sitios en que aquéllas tuvieron lugar? Tampoco. He aquí la reseña de las veces que, según los evangelios, se presentó a sus discípulos:

San Mateo: una vez.

San Marcos: dos veces.

San Lucas: dos veces.

San Juan: tres veces.

Si en la variedad está el gusto, hay que confesar que aquí no falta, y para que ésta sea completa, mientras San Mateo y San Juan le hacen aparecer en Galilea, San Marcos y San Lucas dicen fue en Jerusalén y en sus alrededores: ahora bien; entre Jerusalén y Galilea se halla toda la Samaria.

Igual divergencia en la aparición a las mujeres. San Mateo la cuenta de un modo; San Juan de otro enteramente opuesto; San Lucas no dice una palabra de ello.

Según el original San Juan, el cuerpo de Jesús resucitado era diferente del que tenía antes; porque de las tres veces que, según él, se apareció a los discípulos, dos lo hizo pasando al través de las puertas cerradas, especialidad que no le privaba de afirmar que no era espíritu, sino cuerpo de carne y hueso; y tan es así, que comía, y que Santo Tomás pudo meterle los dedos por los agujeros de las manos y los pies.

Largo y por demás cansado sería continuar haciendo notar las mil contradicciones y absurdos en que incurren los evangelistas al querer hacernos creíble la resurrección de Jesús. El hecho terminante e innegable de que nadie, absolutamente nadie, le viese resucitado más que sus propios discípulos, y de no haber otro testimonio de que semejante cosa haya sido cierta, que el dicho de dos de ellos, San Mateo y San Juan, (los otros dos evangelistas, ni fueron discípulos, ni vieron jamás a Jesús), quienes, naturalmente, tenían el mayor interés en hacer creer que su maestro había resucitado, demuestra, de la manera más evidente y palpable, que la resurrección es una fábula malisímamente arreglada.