Milagros atribuidos a Jesús

Documentos sobre los que se apoyan los milagros de Jesús. —Los Evangelios y los evangelistas. —Ignorancia que reina acerca de ellos. —Las Escrituras y el método usada por los que las compusieron.

I

Es evidente que mientras la razón humana no cambie, no hay otro medio de que un hombre persuada a los demás de que es un ser sobrenatural, que haciendo cosas sobrenaturales.

Siendo, pues, indispensables los milagros, preciso es que no pueda caber duda alguna acerca de ellos; y para que esto suceda es necesario que las autoridades sobre las que reposen se hallen conformes en un todo.

Sí, por ejemplo, los datos que constituyen la historia de César no viniesen de cuatro biografías, escritas por otros tantos individuos, de los cuales uno no nos dijese nada de su expedición a la Gran Bretaña, otro refiriese ésta, pero suprimiese su conquista de las Galias; el tercero narrase estos acontecimientos omitiendo su estancia en Egipto, y así sucesivamente, nos veríamos perplejos, sin saber cuáles hechos eran dignos de entero crédito y cuáles no.

Ahora bien. Si esto nos sucedería con acontecimientos perfectamente posibles, ¿con cuánta más razón no debemos dudar de hechos maravillosos, cuando vemos que unos autores los refieren, mientras oíros los omiten por completo? Porque, por muy sorprendente que esto parezca, los milagros atribuidos a Jesús se hallan en este caso.

Si una persona nos dijese haber asistido a una representación en la que un prestidigitador había hecho pruebas tan sorprendentes como inexplicables, añadiendo que el público le había silbado, creeríamos, una de dos: o que aquella persona tenía interés en engañarnos, o que el público, lejos de parecería sorprendentes e inexplicables los tales juegos, había descubierto el secreto, burlándose del ejecutante y de su habilidad.

Pues bien; los evangelistas nos cuentan de Jesús numerosos milagros y, sin embargo, están unánimes en que los judíos, ante los que fueron ejecutados, no creyeron en ellos.

Se nos dan, pues, como pruebas, unas narraciones escritas, no por personas imparciales, sino interesadas, narraciones que han pasado de copia en copia y de traducción en traducción durante diecinueve siglos. Como más adelante veremos, se ignora a punto fijo quiénes fueron sus autores, hasta el idioma en que originalmente se escribieron; se concede que, de los cuatro historiadores, dos cuentan lo que no vieron; y a pesar de esto se quiere que creamos en lo mismo en que los propios testigos no creyeron.

Nosotros no somos de los que imaginan que Jesús se prestó a ser cómplice en el arreglo de los milagros que se nos refieren de él. Esos milagros sientan muy bien en los millares de santos de la Iglesia Romana; pero de ningún modo en Jesús, cuyo noble corazón no odió más que una cosa: el fraude y la hipocresía.

En vano los compositores de los evangelios nos cuentan prodigios más o menos ridículos y siempre inútiles. Mentira engendra mentira, acabando por enredar al embustero en sus propias redes. Esto es lo que a los evangelistas ha sucedido, según probaremos al analizar los tres milagros principales atribuidas a Jesús, a saber: El Nacimiento, La Resurrección, y La Ascensión.

II

Todos los españoles han oído hablar de los evangelios. Pocos, muy pocos, saben lo que son: menos, muchos menos, son los que han querido emplear las cuatro o cinco horas que bastan para su lectura y para enterarse de las palabras de Jesucristo, únicas sobre las que la verdadera religión cristiana puede fundarse.

Para la casi totalidad de nuestros compatriotas, los evangelios son unos documentos sobre cuya autenticidad y veracidad no puede caber duda. Examinemos lo que hay en esto de positivo.

Los Evangelios son simplemente cuatro biografías o historias de la vida de Jesucristo, escritas por cuatro individuos, cuyos nombres eran: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. La Iglesia asegura, sobre su palabra, que aquellos escritores estaban divinamente inspirados, y les ha conferido el título de santos.

Si se nos pregunta quiénes fueron, contestaremos del modo siguiente:

SAN MATEO

En el Evangelio escrito por este autor se dice (Cap. IX, Vers. 9) que Jesús hizo un nuevo discípulo que se llamaba Mateo. De aquí ha deducido la Iglesia que el compositor de este Evangelio debe ser el discípulo citado. Por lo demás, es todo lo que se sabe de él, pues mientras unos afirman que después de la muerte de Jesús predicó en África, otros lo niegan, diciendo que de Judea se internó en Asia, llegando a Persia, en donde murió después de fundar una iglesia floreciente; pero ambas historias son contradichas por una tercera, en la que se cuenta que se fue a las Calías, donde murió mártir, aplastado entre dos piedras.

Se ignora en qué idioma escribió su evangelio. Unos dicen en hebreo, otros en persa, otros, en fin, en el dialecto de Siria, no sabiéndose quién le tradujo al griego y de éste al latín, en cuyo último idioma estaba el aceptado como bueno por la Iglesia.

A este evangelista se le ocurrió afirmar que en las Escrituras había profecías que eran aplicables a Jesús, y con objeto de hacérselas cumplir refiere una porción de acontecimientos, de los que no dicen una palabra ninguno de los otros tres.

A San Mateo se le representa con un ángel alado.

SAN MARCOS

Se ignora por completo quién fue ni de dónde era este evangelista, pues unos le dicen hebreo, otros griego y otros romano. En lo que todos están acordes es en que no fue discípulo de Jesús, escribiendo su Evangelio por tradición y sin haber presenciado nada de lo que refiere.

De su vida, unos dicen que fue a Egipto, en donde murió; otros que fue secretario de San Pedro, siendo crucificado al mismo tiempo que él.

La misma incertidumbre que con el anterior, reina acerca del idioma en ore escribió, estando divididos los Santos Padres entre el hebreo y el griego. Del mismo modo se ignora de dónde vino la traducción latina aprobada por la Iglesia.

A pesar de no saberse a punto fijo cómo, cuándo ni en dónde murió, se conservan los huesos en la iglesia de San Marcos, en Venecia, apoyándose los venecianos en la razón de que, si bien no se puede probar que los huesos son los de San Marcos, nadie ha podido probar que no lo son.

El Evangelio de este escritor es el más conciso, siendo la mitad aproximadamente del de cualquiera de sus tres compañeros.

A San Marcos se le representa acompañado de un león al lado.

SAN LUCAS

Este escritor, con una buena fe que le honra, empieza su Evangelio diciéndonos que no ha visto nada de lo que va a contar.

Según unos, fue judío; según otros, griego.

Unos dicen que fue discípulo favorito de San Pablo, acompañándole la mayor parte de su vida; otros aseguran que si bien fue convertido por San Pablo, se separó de él en cuanto quedó instruido en la religión, pasando a predicar a Italia y a Sicilia, en cuya última murió de cerca de noventa años. A pesar de estos varios autores, partidarios de que ningún santo debe morir en su cama, le hacen perecer, unos enterrado vivo, otros aserrado por el medio; otros, en fin, nos dicen simplemente que murió martirizado.

La mayoría de los Santos Padres se inclinan a que escribió en griego, si bien no falta quien dice fue hebreo. Del mismo modo que con los anteriores, se ignora la procedencia de la traducción latina que aprobó la Iglesia.

De este santo dicen unos que fue médico, y otros que pintor. A esta última opinión nos inclinábamos nosotros, por haber visto en Roma una pintura al óleo de la virgen ejecutada por él (a lo menos así lo aseguraba quien nos la enseñó); pero otras autoridades muy cristianas afirman que el que pintó aquel cuadro fue otro Lucas (probablemente Gómez), que vivió el siglo once, o sea mil añas después del evangelista del mismo nombre.

Hemos visto que San Lucas escribió de oídas, y sin embargo, la especialidad de su evangelio consiste en ser en el qué más milagros se cuentan y en el que con más minuciosidad se refieren.

El animal compañero de este Santo es el toro.

SAN jUAN

San Mateo dice en su Evangelio (Cap. IV, Vers. 21) que Jesús tomó por discípulos dos hermanos llamados Santiago y Juan, por lo que se da como seguro que este último debe ser el evangelista, y que, por lo tanto, era Judío.

Lo único que se sabe de este asunto es que pasó los primeros años de su vida entre los griegos del Asia Menor, escribiendo su evangelio setenta años después de la muerte de Jesucristo y por los recuerdos que de aquella época conservaba.

Acerca del idioma en que escribió, no hay la inseguridad que con los otros, pues siendo general la opinión de que su Evangelio fue escrito para uso de los griegos, claro está que estaría en griego. En cuanto a la traducción latina que la Iglesia admitió como buena, reina la misma ignorancia que con las otras tres acerca del traductor, etc.

Por extraordinario que parezca, a este santo no lo ha martirizado ningún historiador, que nosotros sepamos, dejándole morir tranquilamente de más de cien años, habiendo compuesto su Evangelio y el Apocalipsis pasado ya de los noventa.

La especialidad de este originalísimo escritor, cuya imaginación oriental era más a propósito para componer cuentos de Las mil y una noches que asuntos serios, es la de presentarnos un Jesucristo totalmente distinto del que nos presentan los otros tres. El Jesús de San Juan no se ocupa para nada de preceptos de moral, ni de que el mejor modo de adorar a Dios es haciendo buenas obras. El Jesucristo que este evangelista nos pinta es un doctor de teología, que pasa el tiempo disputando acerca de si es hijo de Dios o hijo de su padre. El lenguaje empleado es metafórico, y a menudo incomprensible para nosotros, por haber San Juan escrito su evangelio con objeto de rebatir otros evangelios que han desaparecido.

Para ser este Santo original en todo concluye sus escritos afirmándonos que lo que él dice es verdad, porque 61 mismo da testimonio de ello.

A San Juan se le llama el Águila de la Iglesia, y se le representa acompañado de una de estas aves.

Como acabamos de ver la incertidumbre que reina acerca de los Evangelios y de los evangelistas no puede ser mayor, ignorándose por completo de dónde vinieron los Evangelios en latín que la Iglesia tuvo por conveniente admitir como traducciones de unos originales que nadie sabía en qué idioma fueron escritos. Y no es que nosotros exageremos; todo cuanto hemos dicho consta en los propios escritos de San Jerónimo, el famoso traductor al latín del Anticuo Testamento, San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Gregorio, Tertuliano y algunos otros, entre los que citaremos una autoridad más moderna y más al alcance de todos, la del reverendo padre Scío, traductor al castellano y anotador de las Sagradas Escrituras, por cuyo trabajo mereció que el mismo Papa Pío VI le dirigiese una carta congratulándole y dándole las gracias por el servicio que con su obra había prestado a la Iglesia Romana. Dicho reverendo padre pone al principio de cada Evangelio una corta biografía del que lo escribió, y en ella se verán confirmados la mayoría de los datos que hemos estampado.

Algunos de los Santos Padres, desesperados por no poder averiguar quiénes fueron los evangelistas, resolvieron la cuestión diciendo que, siendo éstos simplemente el instrumento de que se valió el Espíritu Santo para comunicarse con los hombres, poco importaba la personalidad de ellos. Haremos notar que estos doctores de la Iglesia han olvidado informamos cómo el encontrar unas historias que nadie sabía de dónde habían venido ni quiénes las habían escrito, índica que son obra del Espíritu Santo. De seguir este principio resultaría el Espíritu Santo responsable de los escritos más contradictorios, cuyos autores se ignoran.

Advertiremos que la narración de milagros y hechos inútiles y ridículos llena las tres cuartas partes de los Evangelios. Si dejamos éstos reducidos a la verdadera historia conocida de Jesús y a sus mandamientos y preceptos morales, bastarían quince minutos para leer cualquiera de ellos. ¡A tal punto es sencilla la verdadera doctrina cristiana!

Los evangelios, así como el resto de la Biblia, fueron escritos en un estilo especial, que por esa razón se llama bíblico. Este estilo, o, más bien método, consiste en periodos compuestos de algunas frases llamados versículos, a cada uno de los cuales se le ha puesto un número. A menudo sucede que un versículo no tiene relación alguna, ni con el anterior, ni con el siguiente, y, por lo tanto, este sistema entrecortado se presta admirablemente para suprimir intercalar o sustituir lo que se quiera. El sentido de las frases es con frecuencia ambiguo, pudiendo dárseles las interpretaciones más contrarias, habiendo seguido en esto el espíritu santo cristiano el mismo sistema que usaba el espíritu santo de los paganos cuando daba sus respuestas a los hombres por medio de sus profetisas y adivinos.

Este sistema habrá sido, y continuará siendo, muy cómodo para los compositores de las Sagradas Escrituras y para los muy Reverendos Padres, quienes han tomado a su cargo dar a las frases el sentido más conveniente a sus intereses; pero a nosotros, que en esto, como en todo, hacemos uso de la razón con que Dios nos ha dotado para diferenciarnos de los brutos, nos es inconcebible que Dios, que es la luz y la verdad misma, comunique sus órdenes a los hombres de una manera que éstos no puedan comprender sin la intervención de otros hombres.