Qué es un milagro. —La cacería del emperador de Rusia. —Inutilidad de los milagros si se hallan en contra de la razón. —La tumba milagrosa mahometana y la familia católica.
Un milagro es una alteración de las leyes de la Naturaleza, cosa que no es posible producir a ningún hombre.
Se nos dice que Dios lo hace con objeto de convencer a los hombres de algo en que, sin esto, no creerían; pero natural parece que, ya que Dios apela a medios prodigiosos y sobrenaturales, y si es Todopoderoso y desea de buena fe persuadir a los hombres de alguna cosa, lo hiciese sin necesidad de milagro intermedio; por ejemplo, en lugar de hacer el milagro de que viese el ciego, hiciera el que todos creyeran sin necesidad de él y por el simple efecto de la voluntad omnipotente.
Imaginémonos que entramos en un café, y que en una mesa inmediata oímos a un desconocido referir ante varias personas que, hallándose en San Petersburgo, se presentó una mañana en su casa el emperador de Rusia para invitarle a una cacería en un punto, para llegar al cual tenían que tomar el tren a una hora fija, pero que, en lugar de salir directamente para la estación, el emperador insistió en que primero habían de ir a su palacio para montar allí en un coche que los conduciría al ferrocarril, en cuya operación perdieron tanto tiempo, que cuando llegaron había partido el tren, razón por la cual no pudo asistir a la cacería.
Esto nos hace suponer o que el emperador de Rusia es tonto, que pudiendo haber ido desde luego en su coche, no lo hizo; o que es un pillo que, bajo el pretexto de ir a buscarlo, se burló de su convidado; o que no tiene poder ni dinero bastante para hacer que se ponga un tren extraordinario; o que el tonto, el pillo y además embustero, es el individuo que cuenta tales majaderías.
El desconocido es uno de los muchos escritores de milagros; las personas que le escuchan y creen que aquello es cierto, los creyentes en tos milagros de las diversas religiones; el emperador de Rusia representa uno de esos dioses milagrosos; la invitación a la cacería es la invitación a que creamos en él; el tiempo perdido en ir al palacio a buscar el coche, y que nos hace perder la cacería, no siéndole posible mandar poner otro tren, en la imposibilidad en que cada Dios de ésos se halla de convencer a todos los hombres de que él es el único verdadero Dios.
Ahora bien; podéis elegir entre creer que vuestro Dios milagroso es tonto, pillo o impotente, o que los escritores de milagros son además de todo eso, unos embusteros de primera fuerza.
Además de ser los milagros contrarios a la omnipotencia de Dios, no debe ocultárseles a esos dioses que los milagros no son creídos sino de aquellos que no los ven; de lo contrario, que se nos diga cuántos de los propios testigos de los milagros que se nos cuentan de Jesús creyeron que fuesen ciertos, y cuántos creen hoy nada más que por verlos escritos en un libro y oír afirmar a un cura que aquello es verdad.
No faltan personas que aseguran haber presenciado milagros; pero nosotros hemos tenido curiosidad de hacer viajes a sitios en los que diariamente ocurren prodigios, y a pesar de haber permanecido en dichos puntos por días y días, nos ha sido imposible presenciar milagro de ninguna especie, si bien no podemos menos de referir el hecho de una señora baldada que, en Nuestra Señora de Lourdes, al salir de la piscina, aseguraba hallarse completamente curada, pero a quien, sin embargo, no le era posible dar un paso, teniendo que volver arrastrada en la misma silla en que había venido.
En estos lugares milagrosos sucede siempre que los que allí residen se burlan de ellos, y sólo encontramos creyentes según nos vamos alejando; de lo que resulta que un milagro es tanto más creído cuando más lejos se halla el sitio en que tuvo lugar y más tiempo hace que ocurrió.
Si un individuo se presentase diciéndonos ser Dios, y en apoyo de su aserio hiciese prodigios sobre los que ninguna duda pudiese caber, como por ejemplo, el que a su orden se obscureciesen o se alumbrasen los astros, no dejaríamos de creer por un momento en su divinidad. Empero si este mismo individuo nos asegurase que uno y uno son tres, dudaríamos de ello.
En efecto: ¿qué es lo que nos haría suponer que aquel ser era Dios? La razón: ésta nos diría que quien así dispone del universo, tiene que ser su jefe. ¿Qué es lo que nos haría dudar que uno y uno son tres? La razón; ésta nos diría que, si añadimos uno a uno, el resultado no puede ser el mismo que si añadiésemos uno a dos. El único medio de que este problema nos pareciese cierto, sería demostrándonos su exactitud, ya sea modificando nuestra inteligencia ya de cualquier otro modo que diese por resultado su comprensión.
Es evidente, por lo tanto, que los milagros son inútiles para convencer nuestra razón de lo que se halla en pugna con ella.
Se nos contestará que habría muchos que creerían, puesto que cientos de millones de seres, que se dicen racionales, creen en absurdos parecidos, aun sin haber visto milagro alguno y sobre el simple dicho de otros hombres (de lo que resulta que lo que les hace creer no son los milagros, sino el dicho de los otros). No lo negamos; pero tampoco se nos negará que habría otros que no creerían, y bastaría que un hombre dudase de buena fe, para que el dicho de aquel dios no fuese completo, porque en las cosas divinas no caben excepciones.
Un dios semejante se vería obligado a estar haciendo prodigios continentemente, pues desde el momento que se presentó ante una generación a fin de hacerles creer, tenía, para ser justo, que hacer nuevos prodigios ante las generaciones siguientes; de lo contrario, no podría culpar a ningún hombre de que, usando de la inteligencia por él concedida, dudase de maravillas que no tenían otro fundamento que la palabra de otros hombres, lo cual nunca será bastante de por si para convencer la razón de lo que, a su juicio, es evidentemente absurdo.
¿No parece, pues, natural que, si alguna de las religiones que se dicen reveladas fuese la verdadera, Dios la habría hecho tan clara y terminante como el que uno y uno son dos, de suerte que no fuese posible la duda a ningún ser humano?
Los milagros no son particularidad del cristianismo, sino que los tienen todas las religiones, y no hay ninguno, por disparatado e inútil que sea, que no haya encontrado sus creyentes.
Así vemos en la Historia a la humanidad creer en lo que hoy parece ridículo; pero, sin embargo, por miles de años constituyen aquellas ridiculeces las religiones cíe las civilizaciones tan adelantadas como la egipcia, la griega y la romana. ¿Durará la trinidad cristiana tanto como duró la trinidad egipcia, o la divinidad de Jesús tanto como la de Júpiter?
Hoy mismo se hallan los hombres divididos en numerosas religiones, y si en algo vemos claramente confirmado lo de la paja en el ojo ajeno, es en la cuestión de milagros.
Al efecto citaremos lo que a nosotros nos ocurrió viajando por Tierra Santa, donde viven mezclados y practican públicamente su religión cristianos y musulmanes.
Visitábamos una de las varías tumbas mahometanas milagrosas, cuando entró una familia irlandesa, católica, que viajaba también por el país que Jesús ha hecho para siempre memorable. El guía que les acompañaba les informó de que los exvotos que cubrían las paredes habían sido regalados por fieles musulmanes que quedaron milagrosamente curados con sólo tocar el sepulcro del santo-hombre mahometano.
A esto los irlandeses sonreían incrédulamente, maravillándose de la candidez de aquellas pobres gentes. La madre argüía que sin duda se habían curado por medios naturales; el padre se inclinaba a que todo aquello eran engaños de los sacerdotes musulmanes, a quienes calificaba de tunantes, mientras que una de las hijas advirtió que ella había leído que el diablo Solía hacer cosas que parecían milagros, para engañar a los fieles.
Después de escuchar sus opiniones, nos permitimos observar que acaso Dios, que es infinitamente bueno y justo, hacía, en efecto, aquellas curas milagrosas, pues para Él no debía ser de gran importancia el que las ceremonias del culto fuesen éstas o aquéllas, siempre que se guardasen sus mandamientos, cosa que los mahometanos hacen al igual de los cristianos.
A tales blasfemias, que no menos debieron parecer nuestras razones a aquella buena familia, nos respondieron unánimemente que era imposible.
Entonces nosotros pusimos en duda las curas atribuidas a la eficacia de una imagen milagrosa venerada en un convento cristiano, cerca de aquella población; pero a su vez fueron inútiles las razones de que pudieron haber sanado por medios naturales, ni mucho menos el que fuese engaño de los reverendos frailes para atraer gente y limosnas a su convento. Excusamos decir que no nos atrevimos a insinuar que el diablo podía tener alguna mano en el asunto, pues probablemente nos habrían tomado por el mismísimo Satanás.
Esta anécdota nos demuestra prácticamente que cada uno examina a la luz de su razón los milagros de las religiones que no son la suya, admirándose de que haya quien crea en ellos, sin observar que, si aplicase el mismo análisis a la propia, encontraría que sus prodigios no se apoyan en fundamentos más sólidos.
El resultado lógico de esta pluralidad de milagros contradictorios es el da anularse recíprocamente.