Segunda parte

Cómo la Iglesia oculta los errores de la Biblia, sustituyéndola con Historias Sagradas. —Inmenso interés de los sacerdotes en conservar a sus fieles en la ignorancia. —El Talado del Papa. —Por qué las Escrituras dicen desatinos. —Ignorancia de Moisés. —El telón del firmamento. —Los siete cielos. —Los siete días de la semana. —La lluvia, según los contemporáneos de Moisés.

I

Los sacerdotes de la Iglesia comprendieron que una vez enterados los hombres de lo que real y verdaderamente es el Universo, si llegaban a leer la Biblia, verían en ella todo cuanto vosotros acabáis de ver; pero al mismo tiempo no era posible privarles de toda noticia acerca de su Dios y de cómo se formó el mundo y, por lo tanto, compusieron todas esas Historias Sagradas con las que enseñan a los muchachos y en las que se dice simplemente que Dios creó el Universo en seis días.

De esta manera han salido de este mal paso; porque Universo se llama a lo que vemos ser el verdadero Universo; del mismo modo que República se llama a la República de Andorra, que es un pequeño valle, y República se llama a la República norteamericana, que es mayor que todas las naciones de Europa Juntas.

En esas Historias Sagradas, no se os dice que vuestro dios hizo la luz antes que el sol o las estrellas; no se os dice que la tierra es plana y está inmóvil; no se os dice que estamos metidos en una cueva colocada debajo del agua; no se os dice que la luna tiene luz propia como el Sol, ni que éste es más pequeño que la tierra; no se os dice que vuestro dios hizo otros hombres y otras mujeres antes de formar a Adán y Eva; no se os dice que la manera que tuvo vuestro dios de bendecir a los primeros hombres, fue diciéndoles: creced y multiplicaos (Vers. 28), que es la bendición que conserva el pueblo de Israel, lo cual es muy diferente de lo que la Iglesia Romana dice, de que es más agradable a su dios ser cura o monja que casarse.

En esas Historias Sagradas no os dicen eso, ni una infinidad de otras cosas, porque si continuáis leyendo la Biblia, continuáis encontrando desatinos que en vano han tratado, en España, el Padre Scío y otros Padres, hacer creíbles por medio de notas más disparatadas todavía que el texto, y que acaban de poner en ridículo a vuestro dios.

Por eso a vuestros sacerdotes no les gusta que leáis la Biblia, porque si la leéis empezaréis a abrir los ojos y comprender la verdad, y entonces los curas, que ganan diez, y veinte, y treinta mil reales por decir mía misa por la mañana y enterarse de vidas ajenas en el confesionario, tendrían que dejar ese modo tan agradable de pasar la vida; y los canónigos, que ganan sus buenos miles por ir a dormir la siesta al coro de las catedrales, tendrían que despabilarse; y los obispos y arzobispos tendrían que dejar sus palacios y sus coches y sus miles y miles de duros de sueldo; y el Papa tendría que salir del palacio del Vaticano de Roma, palacio tan inmenso, que dentro de él, hay museos enteros; palacio cuyos jardines, si quisierais recorrerlos a pie, os sería imposible hacerlo en un día entero y tendríais que subir en uno de los magníficos coches que usa el Papa para pasearse en ellos, como nosotros lo hemos visto por nuestros propios ojos.

Ése es el Sumo Pontífice que os dicen está prisionero, cuando en aquel enorme edificio no hay más guardias que sus propios guardias, con uniformes más ricos que los de nuestros capitanes generales, porque dentro de aquel palacio el Papa es dueño y señor absoluto. Lejos de estar preso, el mayor placer del gobierno italiano sería verle salir de su palacio; pero no tengáis cuidado, que no lo hará, mientras no lo echen de él.

¿Sabéis cuántas habitaciones tiene ese edificio en que vive nuestro Papa? ¿Serán cincuenta, o llegarán acaso a ciento? De seguro que no pasarán de quinientas. No os canséis en adivinar, porque os quedaréis cortos; porque en aquel palacio, además de su inmensa biblioteca, la más rica del mundo, en manuscritos, cuyo valor es incalculable; además de los museos, cada uno de cuyos cuadros o estatuas vale millones; además de sus capillas, una Sola de las cuales; llamada Sixtina, es mayor que muchas catedrales; además de los talleres, en los que se fabrican mosaicos que valen sumas prodigiosas; además de sus salones, en cada uno de los cuales caben mil personas; además, en fin, de toda esa inmensidad, el palacio Vaticano, en el que vive el Papa de la Iglesia de Roma, contiene cuatro mil cuatrocientas veintidós grandes habitaciones y seis mil quinientas ochenta y tres pequeñas, pero no tanto que no pueda caber una cama en la más pequeña de ellas. Total, más de once mil habitaciones.

Seguros estamos que no lo creeréis; pero si os mostrasen una escalera por la que con toda comodidad pueden subir una docena de personas de frente; si después os llevasen a otra tan grande como la anterior, y luego a otra, y otra, hasta ocho, todas igualmente inmensas y magníficas, empezaríais a suponer que esas escaleras monstruosas no se han hecho para subir a cuartos de dormir. Si después os cansaseis de recorrer escaleras más pequeñas, porque hay ciento noventa y seis; sí os asomaseis a un patio en el que puede bailar la plaza de vuestro pueblo, y después a otro, y a otro, hasta veinte; si anduvieseis de habitación en habitación por horas enteras, hoy, y mañana, y el día siguiente, sin pasar dos veces por el mismo punto; si hicieseis todo eso, como lo hemos hecho nosotros, entonces quedarais convencidos, como lo quedamos nosotros, de que aquel palacio es realmente el mayor del mundo.

Allí los pintores más famosos que han existido no han pintado cuadros de una vara, ni de dos, sino las paredes y los techos de las habitaciones; ¿qué decimos habitaciones? ¿Habéis oído habar de Rafael? Pues Rafael fue un pintor italiano, el más grande que jamás ha producido la Naturaleza. El Museo que posee un cuadro de él, se considera rico; una pintura de aquel gran maestro, aunque no sea más que de un palmo de cuadrado, vale una fortuna de millones; pues en el palacio de vuestro Papa hay corredores cuyas paredes están pintadas por Rafael.

La magnificencia de aquel edificio maravilloso es indescriptible el valor de los cuadros que encierra no es de millones, ni de cientos de millones, sino de miles de millones.

Repitamos las palabras de Jesús: Los que tengan oídos, que oigan. ¡Once mil habitaciones para un hombre solo, y tantos infelices que no tienen un techo que les guarezca; y este hombre es el que pretende ser el representante de Cristo, que vivió de limosna y ordenó a sus apóstoles no tener bienes!

¿Y sabéis de dónde viene todo ese lujo, todo ese aparato, mayor que el de ningún rey? Pues viene de los millones que le da el gobierno de Italia, porque sin ellos no tendría el Santo Padre bastante para pagar a sus guardias y mantener sus caballos; viene de lo que vosotros, de lo que todos los millones de crédulos y engañados católicos pagáis; porque una parte de todo cuanto entregáis en las iglesias a vuestros curas se separa para mandarlo a Roma, para mantener esa magnificencia de que se ha rodeado vuestro Papa para deslumbrar a los que en peregrinación van a postrarse ante él, y a besarle, no las manos, sino los pies.

II

Desde luego comprenderéis que Dios no puede haber escrito tantos desatinos como hay en la Biblia, y naturalmente preguntáis: ¿Quién los escribió? Los escribió Moisés. ¿Y quién es Moisés? Moisés fue el fundador o inventor de vuestra religión y, como todos los fundadores o inventores de religiones, tuvo que empezar la suya por el principio, es decir, refiriéndonos de qué manera le había contado su Dios haber fabricado el mundo. Como las Sagradas Escrituras de las otras religiones os tienen a vosotros sin ningún cuidado, porque dais por seguro que son falsas, aunque no sabéis una palabra de ellas, nos evitáis el trabajo de demostraros que también las otras Escrituras disparatan. ¿Y por qué estaba Moisés tan equivocado? Porque aunque Moisés era considerado un sabio en aquellos tiempos, hoy cualquier muchacho que va al colegio sabe más de la Tierra y del Sol que sabía él. Cuando Moisés escribió la Biblia, había tres opiniones acerca de cómo se había formado la tierra. Unos decían que la materia primitiva había sido el fuego, otros el agua, y otros el aire o los vapores, en lo cual todos los tres partidos se acercaban a la verdad, porque en la tierra tenemos el fuego de los líquidos interiores, el agua de los mares, el aire de nuestra atmósfera, y los vapores de las nubes. Moisés era partidario de que la materia primera había sido el agua, en lo cual se equivocó, como hemos visto.

En aquellos tiempos los hombres no tenían ni telescopios, ni el más pequeño anteojo, ni instrumentos de ninguna clase; y como Moisés no estaba más inspirado por Dios que cualquiera otro, le fue tan imposible como a los demás formarse la idea verdadera de lo que es el universo, osea la creación infinita.

Moisés estaba persuadido de que el espacio sin fin y el color azul que refleja la atmósfera, era una media naranja sólida, como la bóveda de una iglesia; que el sol era algo mayor que una plaza de toros; que la tierra, no sólo estaba inmóvil, sino fija en una cosa sólida que no acababa nunca, porque entonces no se sabía nada de la fuerza de atracción, y, por consiguiente, para Moisés el espacio sin fin tenía arriba y abajo, y si no apoyaba la tierra, creía se caería. Como veían que el Sol salía por el lado opuesto al que se ponía, imaginaban que había algún agujero bajo tierra, como un túnel, por el que el sol rodaba por la noche. Otros eran de opinión de que, todas las tardes, al ponerse, se apagaba en el mar, y por la noche desandaba el camino, sin que nadie le viese, entrando en un mar de fuego o en un volcán, en donde volvía a encenderse, saliendo nuevamente por la mañana.

¿Vosotros habréis oído hablar de los siete cielos? Pues ahora veréis su origen.

Ya sabemos que los antiguos estaban persuadidos de que, sobre nuestras cabezas, teníamos un firmamento o bóveda, en la que Dios había pegado las estrellas, como quien pega obleas, o como las pegamos nosotros para formar los cielos de los teatros.

La vuelta que sobre sí misma da la tierra cada veinticuatro horas, nos hace aparecer, por la noche, como si las estrellas fueran las que girasen a nuestro alrededor. Los antiguos se explicaban este aparente movimiento, suponiendo que el firmamento era el que giraba.

Pero como éste descansaba sobre la tierra, y con objeto de que al girar no se enterrase en ella y la cortase, creían de que, a pesar de la gran fortaleza del firmamento, podía éste enrollarse, como quien enrolla un telón, es decir, que la bóveda azul, con estrellas y todo, se envolvía del lado que parecía bajar, y se desenrollaba del lado que parecía subir.

El espíritu santo que, como ya hemos tenido ocasión de ver, no es muy fuerte en astronomía, nos dice, de la manera más terminante, que esto es así, según puede verse en las Sagradas Escrituras, en el Apocalipsis, Cap. VI, Vers. 14, asegurándonos que el cielo puede enrollarse como quien enrolla un pergamino.

Con esto quedaba explicado lo que ellos creían ser movimiento de las estrellas, pero, al mismo tiempo, veían que la luna se hallaba a veces cerca de unas estrellas y a veces cerca de otras, lo cual demostraba no hallarse pegada al firmamento, pues aun cuando se supusiera que resbalaba por él, podía tropezar con las estrellas y despegar alguna; luego si esto era así, ¿cómo es que no se caía la luna? Después de mucho meditar, los sabios de aquellos tiempos decidieron que la luna no se nos venía encima, porque estaba sujeta a un cielo como el firmamento, con la diferencia de que, en lugar de ser azul, era de cristal, y, por lo tanto, invisible.

En cuanto a la manera como se hallaba sujeta la luna, unos decían que estaba pegada en su cielo, como las estrellas en el suyo, siendo éste el que se movía, y otros, que resbalaba por encima del cristal.

Habiendo provisto a la luna de un cielo, se proveyó al Sol de otro; ya tenemos dos cielos.

Los planetas que se distinguen a simple vista son cinco, a saber: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Éstos, en sus vueltas alrededor del Sol, les vemos, ya en un punto, ya en otro.

Los antiguos, pues, notaron cinco estrellas (que tales les parecían), cada una de las cuales se movía por su lado, y a cada una le adjudicaron su correspondiente cielo de cristal, para que se agarrasen a él, lo que parece indicar tendrán uñas con punta de diamante; de lo contrario, estarían siempre resbalándose.

Resulta, pues, que la tierra está colocada debajo de siete fanales de cristal, o sean los siete cielos, los cuales a su vez están cubiertos por la bóveda azul del firmamento. Afortunadamente, los ciento setenta y pico planetas que hay entre Marte y Júpiter, no se distinguen a simple vista; de lo contrario, nos habrían colocado encima otros tantos fanales más.

¿Sabéis cuál es el verdadero origen de los siete días de la semana? Pues el mismo que el de los siete cielos.

Domingo viene de la palabra latina dominus, que quiere decir señor o amo; y como para los antiguos el Sol era el amo o señor de los astros, le dedicaron un día, al que llamaron día del dominus, o señor, osea día del sol, como todavía se llama en algunos idiomas[1]: De aquí el domingo. Del mismo modo, con los restantes días de la semana; lunes, día de la Luna; martes, día del planeta Marte; miércoles de Mercurio; jueves, de Júpiter o Jove, que también así se llama; viernes, de Venus y sábado, de Saturno.

La semana existía miles de años antes de nacer Moisés, y al escribir éste la Santa Biblia se lo ocurrió darle un origen divino, haciendo que su Dios trabajase seis días y descansase uno.

Otras religiones, en las que no se dice una palabra de que Dios trabajase tantos días, tienen la semana al igual que la nuestra.

La creencia en que estaba Moisés de que todo era agua, es la razón por la que no quiso que su dios empezase por hacer el Sol, como parecía natural; pues aun cuando le hubiese fabricado fuera del agua, al meterle en la bóveda, o, como dice la Biblia, firmamento, como éste se hallaba sumergido, al tiempo de entrar el Sol habría entrado el agua, y, además, el sol se habría apagado al atravesar toda el agua que había sobre el firmamento.

Os diremos de que manera se explicaba entonces la lluvia. Hoy la ciencia nos muestra que las lluvias provienen de vapores que el calor del Sol levanta invisiblemente de los mares. Esto, aunque no se ve, tenemos instrumentos que nos lo enseñan tan claro como un reloj marca la hora, midiendo la cantidad de humedad de la atmósfera.

Estos vapores, al llegar a cierta altura, los condensa el frío, que es cada vez más fuerte según nos elevamos sobre la Tierra, siendo ésta la razón por la que dura tanto la nieve en las montañas. Una vez condensados o hechos más espesos los vapores, los vemos, y eso es lo que llamamos las nubes. Estas nubes las lleva el viento a todas partes, y caen luego en forma de lluvia. Si el agua no es salada, como lo es el agua del mar, es porque al evaporarse se separa de la sal. Esta experiencia podéis hacerla cociendo agua de mar en una cazuela, hasta que toda se evapore, y entonces veréis que la sal ha quedado en la cazuela.

En tiempos de Moisés se figuraban que Dios que estaba del otro lado de la bóveda, metido en otra bóveda para no mojarse, abría unas compuertas y Soltaba el agua sobre la Tierra; pero que, como la bóveda era sumamente alta, el agua se convertía en nubes antes de que llegara abajo, que es lo que ellos veían suceder cuando un chorro de agua, como por ejemplo un torrente en las montañas, cae de una gran altura; cuando acontece que una parte del agua se evapora formando una nube de la que se desprende humedad bajo la forma de lluvia fina.

Se dirá que esto se halla en contradicción con la creencia de los siete cielos de cristal, pero no es así; porque, según los contemporáneos de Moisés, aquel cristal era diferente del que fabricamos nosotros, y dejaba que el agua se filtrase, como se filtra a través de las piedras de destilar, ayudando de este modo a que la lluvia se extendiese sobre mayor espacio de terreno.

Además, los cielos cristalinos tenían otro uso muy importante, y que prueba la sabiduría del Dios de Moisés.

Cuando aquel Dios abría las compuertas del firmamento, junto con las aguas se escapaban peces, los cuales iban a dar contra el cristal del último cielo, y, resbalando sobre él, caían en alguno de los mares de que se creía estaba rodeada la Tierra, evitando así el que de cuando en cuando, le cayese a alguien un tiburón o una ballena encima del paraguas.

Moisés podía haber dicho que su Dios fabricó la bóveda en la obscuridad, y formó después el Sol dentro de ella; pero como la idea que Moisés tenía de Dios era la de un Dios-Hombre que hablaba, que dormía, que se cansaba, etc., y como los hombres no trabajan a obscuras, por eso hizo que su Dios fabricase una luz especial con la que se alumbró hasta el cuarto día, en el que por fin formó el Sol y las estrellas.