Cuántos mundos como él nuestro se necesitan para hacer un Sol. —Distancia a la estrella más cercana. —Perdemos de vista la Tierra. —Viaje a la estrella Sirio. —Los cometas. —Nuestro Sol queda convertido en una estrella apenas visible. —Las estrellas son todas Soles como el nuestro. —Monstruoso tamaño de Sirio. —El número de Soles y mundos no tiene fin. —La idea de Dios. —Quién era nuestro compañero. —Crueldades injustas de la Iglesia. —El motivo de ellas.
Vemos que desde Neptuno el Sol pierde mucha de su importancia, pero, sin embargo, ¿sabéis cuan grande es el Sol? Pues imaginad que os dan el encargo de fabricar un Sol del tamaño del que nos alumbra, y que ponen a vuestra disposición Tierras como ésta en que habitamos, del mismo modo que se ponen ladrillos a disposición de un albañil, que va a fabricar una casa. ¿Creéis que necesitáis ciento, o un millar, o cien millares? Pues necesitaríais más; porque para formar un globo del tamaño del Sol se necesitan mil doscientos sesenta y nueve millares de mundos como éste en que habitamos, y que tan enorme os parece (1 279 000 Tierras).
Como ya hemos dicho, el Sol, no es una excepción de los demás cuerpos celestes, sino que, como todos, tiene movimientos de rotación, girando sobre si mismo una vez cada veintiséis días.
Bueno, nos diréis, ya vemos que hay algunas otras Tierras y que la nuestra no es más que una de las pequeñas. Sí, contestaremos, pero sí no fuera más que eso, todavía seríamos alguna cosa; pero lo malo es que cada estrella es un Sol como el nuestro, y que alrededor de cada uno de ellos giran mundos, lo mismo que sucede alrededor de nuestro Sol; y si no lo queréis creer, vamos allá.
Parece que a la tremenda distancia que Neptuno se halla del Sol debemos estar ya cerca de alguna estrella, o que, por lo menos, algunas se verán más claras y brillantes; pues os equivocáis, porque las estrellas parecen iguales, desde Neptuno que desde la Tierra; y la razón es muy sencilla. Si veis una montaña a ocho mil metros de distancia, y dando un paso largo disminuís la distancia en un metro, ninguna diferencia veréis en el tamaño de la montaña, la cual continuará a la distancia de ocho mil metros menos uno. Pues bien, la distancia de Neptuno a la estrella más cercana es ocho mil veces la distancia de Neptuno al Sol; es decir, que nuestro Sol está separado de la estrella más cercana ocho mil veces cuatro mil cuatrocientos millones de kilómetros (4 400 000 000 multiplicados por 8000). Haced la cuenta, y empezaréis a formaros una idea de las distancias que separan entre sí esas estrellas que os parecen una vara unas de otras, y hasta pegando, efecto que se produce por estar unas delante de otras.
Nuestro amigo va a llevarnos en su máquina a una de las estrellas que más cerca están de nosotros, que es la más brillante de todas, y que parece un cristal que se mueve, produciendo destellos, unas veces anaranjados, y otras blancos y azulados. A esa estrella la llamamos Sirio.
Hemos visto que la electricidad nos lleva de la Tierra al Sol en ocho minutos y medio; por consiguiente, para recorrer los 4400 millones de kilómetros que hay del Sol a Neptuno, tardará cuatro horas y cuarto; pero para ir desde Neptuno a la estrella más cercana necesitará más de tres años y medio, y para llegar a Sirio, a donde vamos, veintidós años. ¡Veintidós años volando a razón de trescientos mil kilómetros por segundo!
La imaginación se confunde ante semejante distancia, y, sin embargo, no llegan a una docena las estrellas que están algo más cerca que Sirio; todas las demás se encuentran mucho más lejos.
A esta noticia, nuestro paisano, que recuerda el viaje al Sol en ferrocarril, saca el reloj e insiste en que de allí a una hora tiene un negocio importante. Por toda respuesta le decimos nos indique en qué punto de la Tierra quiere desembarcar; pero en vano mira por todas partes. Ni le es posible distinguir nuestra Tierra, ni la distinguiría aunque mirase toda la vida; porque a la distancia que Neptuno se halla de ella, querer ver la Tierra equivaldría a querer ver una hormiga a una legua. Y ahora no nos sirve el paracaídas; porque si nos tiramos de la máquina, el cuerpo más cercano, que es Neptuno, nos atraerá hacia él, y antes de tener el gusto de dar los buenos días a sus habitantes, quedaremos tan helados como un carámbano. Nuestro paisano maldice en bu interior estos viajes, que no sólo le hacen perder de vista sus campos, su mujer, sus hijos y su casa, sino su país y hasta el mundo en que aquél se encuentra.
Nuestro silencioso amigo se sonríe, toca otro botón, y ya no volamos como la electricidad, sino millones de kilómetros por segundo.
Pasamos por entre una multitud de cometas que también giran alrededor del Sol, y que brillan porque reflejan la luz, y pronto perdemos de vista a Neptuno y a todos ellos.
Nuestro Sol disminuye por grados y se convierte en una brillante estrella que va apagándose y concluye por confundirse entre las otras. Nos hallamos por algún tiempo en la más completa oscuridad, pues transformando nuestro Sol en una estrella insignificante, nada tenemos que nos alumbre más que las mismas estrellas.
Poco a poco la estrella Sirio, hacia la que volamos, aumenta su resplandor; pronto brilla bastante, para que nuestros cuerpos hagan sombra; por último, nos alumbra claramente y vemos que Sirio es redondo como el Sol. Finalmente llegamos y quedamos confundidos porque Sirio no es un Sol como el nuestro, sino un Sol 2600 veces mayor; es decir, que con esa estrella que os parece una lucecita, se pueden hacer dos mil seiscientos Soles como ese astro que no podemos mirar de frente sin cegar.
A la distancia que está Sirio, nuestro Sol, con todos los mundos que le rodean, es un punto imperceptible perdido en el espacio.
¿Queréis formaros una idea del tamaño de esa estrella? Ya hemos dicho que el Sol es 1 270 000 veces mayor que la Tierra; siendo Sirio 2600 veces mayor que el Sol, resulta ser el tamaño de esta estrella Sola igual a tres mil trescientos veinticinco millones cuatrocientos mil mundos (3 325 400 000 Tierras).
Pasemos por entre las Tierras que giran alrededor de Sirio, y encontraremos que no son mil y pico de veces mayores que la nuestra, como Júpiter, que tanto nos asombró, sino que, entro los mundos que giran alrededor de aquel Sol, los hay que son cientos de miles de veces mayores que la Tierra, y cada año, para sus habitantes, son cientos, y aun miles de años nuestros.
Ya sabéis lo que es una estrella; pues todas son lo mismo. Más o menos grandes, todas son Soles alrededor de los cuales giran mundos y hay Soles que giran alrededor de otros Soles, y las Tierras que les acompañan no tienen noche, porque un Sol sale mientras otro se pone, y hay Soles rojos, y azules y violetas.
Y ¿son muchas las estrellas, o, más bien, los Soles?, porque ya vemos que las estrellas son Soles que están muy lejos. No tienen fin, no son mil, ni mil millones, ni cien mil millones, son infinitas, no tienen limite, como el espacio.
En vano iríamos adelante hasta perder de vista los miles de estrellas que tenemos ante nuestros ojos; otras nuevas, se presentarían, y a cualquiera de ella que nos dirigiésemos hallaríamos ser un Sol rodeado de mundos, en muchos de los cuales existirán, sin duda, seres infinitamente más perfectos que lo somos nosotros, vanidosos habitantes de este insignificante planeta, que hemos llegado hasta rebajar a Dios convirtiéndole en uno de ellos. En vano continuaríamos nuestra marcha; en cualquier dirección que tomásemos, mientras unos Soles se perdiesen a nuestra vista, otros se presentarían haciéndonos parecer que siempre nos hallábamos en medio de una esfera tachonada de estrellas, como nos parece en nuestro mundo. En vano volaríamos durante toda la eternidad; nunca llegaríamos al fin, porque la creación no tiene fin.
Ante esa creación, sin límites, ante el universo infinito, tan diferente de que suponía ser, la cementera y el trigo desaparecen por un momento de la imaginación de nuestro paisano, porque, por primera vez en su vida, comprende lo que quiere decir esta palabra que está en boca de todos, y que tan pocos comprenden: DIOS.
Preguntaréis cómo probamos que lo que decimos es cierto, porque bien se nos alcanza que no puede haber ferrocarril ni telégrafo al Sol, ni menos volar por el espacio sin fin, como lo acabamos de hacer. Nuestro amigo, el que nos llevó en su máquina voladora, os contestará, aunque no es amigo, sino amiga, porque en esto, como en todo, el único desinteresado y verdadero amigo que puede tener el hombre es la mujer; pues bien, esta amiga es LA CIENCIA. La máquina voladora es el telescopio, que dirigiéndole a diferentes partes del espacio, nos enseña todo cuanto nosotros os hemos enseñado, porque vosotros sois el paisano que creía llegar al Sol en veinticuatro horas de ferrocarril, y el aparato que la ciencia puso ante nuestros ojos para poder distinguir claramente los objetos, son los mil instrumentos que nos muestran ser cierto lo que el telescopio nos dice por medio del sentido de la vista.
Mientras tuvo bastante poder para hacerlo, la santa madre Iglesia romana encerraba en calabozos, y daba tormento, y hasta quemaba vivos a los que decían que había más mundos que el nuestro; pero, al fin, los gobiernos prohibieron el que se quemara a los hombres por decir la verdad.
No pudiendo ya negar los doctores de la Iglesia lo que los ojos de los hombres ven, aseguran que, si bien los planetas son otros mundos como éste en que vivimos, no pueden estar habitados, porque en los que están más cerca del Sol que nosotros morirían los hombres de calor, y en los que se hallan más lejos morirían de frío.
Es decir, que la Naturaleza, que nos formó de manera que podamos vivir a la distancia que nos hallamos del Sol, no puede igualmente haber producido sobre los demás mundos, hombres diferentes de nosotros y a propósito para vivir a cualquiera distancia y bajo cualquier género de condiciones.
El que nosotros no podamos vivir en los otros mundos no es más que una prueba de nuestra imperfección; y sin salir de nuestra Tierra encontramos sitios en los que moriríamos, como, por ejemplo, en, el mar, lo que no impide que el mar esté lleno de seres vivientes.
Es decir, que esos mundos, de los que distinguimos con toda claridad las montañas, los mares, las nubes, etcétera, están deshabitados, y que los miles de millones de mundos que giran alrededor de las estrellas están desiertos; y que en toda la infinita creación no hay más que nuestro insignificante planeta, en el que existan seres racionales.
A la pregunta de ¿cómo es posible que Dios haya formado tan infinito número de soles y mundos sin uso alguno? Nos contestan que su objeto es alumbrar la Tierra.
Es decir, que el planeta Júpiter, que él sólo equivale a mil doscientas Tierras, ha sido formado con el objeto de que le veamos como una estrella más, que es lo que a la simple vista parece; porque en cuanto a alumbrar, aunque se suprimiese a Júpiter y cien más como él, no se notaría diferencia alguna en la poca luz que nos dan todas las estrellas.
Es decir, que los planetas Urano y Neptuno, que no se distinguen a simple vista, y que, por lo tanto, no pueden alumbramos ni poco ni mucho, han sido hechos para darnos luz.
Es decir, que los millones de estrellas que no sólo no se distinguen a simple vista, pero ni aún con los más fuertes telescopios, así como los infinitos millones de soles y mundos que jamás podrán alcanzar a distinguir nuestros instrumentos son hechos para alumbrarnos.
Preguntaréis por qué los doctores de la Iglesia, que no tienen pelo de bobos, aseguran semejante barbaridad, pues no de otra manera puede esto calificarse.
Lo sostienen, porque no les queda otro remedio; porque si confiesan la verdad, tienen que confesar que las Sagradas Escrituras, lejos de estar compuestas por inspiración de Dios, fueron escritas por hombres que nada sabían de ciencias físicas, y que han hecho, decir a su Dios en ellas disparates por cientos.
Porque en las Escrituras nos cuentan que Dios dijo que nos había hecho a nosotros a su imagen y semejanza, y si los otros mundos están habitados, los hombres de ellos no pueden ser iguales a nosotros; luego no es creíble que nuestra forma sea la de Dios más que la de los hombres de otros mundos; luego no hay tal imagen ni tal semejanza; luego su Dios ha dicho una mentira.
Del mismo modo se ven obligados a sostener que todos los astros han sido hechos para nosotros, aún los que no vemos, porque en las Sagradas Escrituras nos cuentan que Dios dijo que habían sido formados expresamente para alumbrarnos y para señalar los años, y las estaciones, y los días y las horas; en una palabra, su Dios dice en las Escrituras que todos los infinitos millones de soles y mundos fueron fabricados nada más que con el objeto de que podamos nosotros saber qué hora es.
Omitimos reflexiones. Al lado de tal aserto todo cuanto dijésemos les resultaría pálido.