Los mundos compañeros del nuestro. —Los nombres que les hemos puesto. —El viaje al Sol. —Visita a los planetas. —El mundo Mercurio. Nuestra vecina la tierra Venus. —Sus montañas y sus nubes. —La Tierra vista desde el espacio. —Los Estados Unidos. —La religión de la caridad. —El Asia. —Europa. —España. —Los pequeños mundos. —El mundo Júpiter. —Su enorme tamaño y sus lunas. —Saturno y su anillo. Creencia probable de sus habitantes de que el cielo es el anillo. —Neptuno y los años que viven sus pobladores.
¿Qué es un planeta? Un planeta es una tierra o mundo como el que habitamos; por consiguiente, nosotros vivimos en un planeta al que llamamos la tierra, el mundo, el globo terráqueo o el mundo, sencilla mente. De éstos hay varios alrededor de nuestro sol, y vosotros, sin saberlo, veis en noches claras esos mundos que confundís con las estrellas, porque brillan, al parecer, del mismo modo. Pero sí los planetas brillan, no es porque sean soles, como lo son las estrellas, sino porque reflejan la luz del sol, del mismo modo que ya hemos visto lo hace la Luna, si nosotros nos colocásemos en alguno de esos planetas, veríamos brillar la tierra como una estrella. Para los habitantes de esos mundos, nosotros estamos en el cielo, así como ellos nos parecen a nosotros que están en él.
Con los telescopios, los planetas no se parecen a como vosotros los veis. Para vosotros son iguales a las estrellas; pero vistos con el anteojo, hay la misma diferencia entre un planeta y una estrella que entre la luna y el sol.
De la misma manera que la luna, presentándonos más o menos de la parte que el sol ilumina, produce los cuartos crecientes y menguantes, del mismo modo hacen los planetas, a quienes vemos con el telescopio, cientos de veces más grandes de lo que vosotros distinguís la luna a simple vista. Los cuartos de los planetas no son de siete días cada uno, como sucede con los de la luna, sino que duran meses, y hasta años.
Estos planetas o tierras giran sobre sí mismos y alrededor del sol lo mismo que nosotros lo hacemos, con la única diferencia de que unos giran sobre sí mismos más de prisa que otros, produciendo así sobre cada uno de ellos días más cortos o más largos. Igualmente los que están más apartados del sol tardan más tiempo en dar la vuelta alrededor de él, produciendo años más largos, pues como sabemos, un año no es más que el tiempo empleado en dar vuelta alrededor del Sol.
He aquí los nombres de los ocho grandes planetas o mundos que, como nosotros, giran alrededor del sol, empezando por el que está más cerca de éste; Mercurio, Venus, Tierra (el planeta o mundo en que vivimos). Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno. Además, hay entre Marte y Júpiter, ciento setenta y dos pequeños mundos.
¿Queréis que hagamos un viaje para conocer estos planetas compañeros y vecinos nuestros? ¿Sí? Pues vamos al Sol, para empezar desde él nuestra excursión; nosotros os pagaremos el viaje.
Imaginaos que hay un ferrocarril que une el sol y la tierra, y que os decimos: teneos listo para salir mañana en el tren de las ocho. Al día siguiente montamos en el tren, suena el pito, y a las ocho en punto parte en dirección al sol, tomando pronto una velocidad de sesenta kilómetros por hora, o sea un kilómetro por minuto, que es el doble de lo que generalmente andan los trenes en España.
Una cosa os llama la atención, y es lo muy triste que parecen hallarse nuestros compañeros de viaje, tristeza que ya habíamos observado en los amibos o parientes que fueron a la estación a despedirles.
Nos instalamos con toda comodidad en un coche salón, y pasamos el rato conversando. Después de escucharos hablar cuatro horas seguidas acerca del aspecto, del campo, de la cosecha y de la venta de trigo y cebada que pensáis efectuar el próximo sábado, que es el día del mercado en el pueblo en que ambos residimos, aprovechamos la oportunidad de oíros hablar con entusiasmo de un negocio cuyo resultado tocaréis cuarenta años más adelante, para haceros notar que, aunque vuestra razón debe mostraros que para esa época habréis muerto. Eso en nada os priva de sentir el mayor placer en vuestro proyecto, y al efecto os explicamos cómo en el hombre hay dos existencias distintas.
La existencia material, que consiste en comer, beber, etc.; y la existencia mental, que nos hace vivir fuera del mundo sensible, transportándonos al mundo de las ideas; resultando de todo esto que como siempre que no dormimos pensamos en algo, vivimos real y verdaderamente de las ilusiones que se forja nuestra imaginación.
Esta tendencia a gozar con las ideas es la que hace que los hombres de noventa años y de más tomen en sus negocios tanto interés como cuando tenían treinta, pareciendo lo natural que, viéndose tan cerca de la muerte les fuese todo indiferente.
Como esto os hace bostezar, creemos interesaros explicándoos los efectos de la electricidad, y de cómo el hierro puntiagudo que hemos puesto sobre el tejado de nuestra casa, no es como creéis, y como creen también la mayor parte de los señores del pueblo, para que los rayos caigan en el hierro, sino para que no caigan ni en el hierro ni en toda la casa, y que por eso se llaman pararrayos, del mismo modo que se llaman paracaídas unos como paraguas muy grandes, con un agujero en el medio y una cestilla en el lugar que corresponde al puño, en la cual se mete un hombre o dos y pueden tirarse de no importa qué altura, cayendo poco a poco y no haciéndose ningún daño.
Todo eso a vosotros os es completamente indiferente, y en seguida volvéis al trigo y la cebada. Las cargas de trigo tienen más fuerza de atracción sobre vuestro espíritu que toda la atracción que la tierra ejerce sobre sus habitantes.
De este modo se pasa el día; comemos en un coche-comedor, y al llegar la noche, o mejor dicho, al marcar nuestros relojes la hora de acostamos, porque no puede haber noche, puesto que tenemos enfrente al sol, nos metemos en buenas camas en el coche-cama. Al día siguiente, es decir, a la hora que nos acostumbramos levantar, pues el sol continúa inmóvil delante del tren, que corre hacia él, os levantas y os vestís, listo ya para almorzar en el sol, si llegamos a tiempo. A fin de ver si nos falta mucho, sacáis la cabeza por la ventanilla y os quedáis perplejo al observar que el sol, ni parece hallarse más cerca, ni ser más grande que el día antes, a pesar de la tremenda rapidez con que ha marchado el tren durante veinticuatro horas seguidas. Naturalmente, miráis para atrás y quedáis aterrado al ver una mole inmensa cubierta a trozos de enormes nubes, y que ocupa la mitad del cielo, lo cual no es otra cosa que el mundo del que os alejáis.
Bastante alarmado con todo esto nos preguntáis: ¿cuándo llegaremos? A lo que os contestamos que la cuenta es muy sencilla. La distancia que separa nuestra tierra del sol es de ciento cuarenta y ocho millones de kilómetros, y haciendo el cálculo a kilómetro por minuto, después de descontar lo que hemos andado, nos faltan unos doscientos ochenta y pico de años, día más o menos.
Como probablemente habríais calculado que el viaje iba a ser un poco más corto, desistiréis de vuestra excursión y preguntáis por el próximo cruce para tomar el tren de vuelta; pero, desgraciadamente, el ferrocarril del Sol está organizado de distinta manera que los de nuestro planeta, y resulta que, a pesar de ser tan largo el viaje, no hay estación alguna en todo el camino, ni más vía que una; de suerte que no queda más remedio que continuar.
Esto nos explica la tristeza de los viajeros, porque ni volverán a poner sus pies en la Tierra, ni llegarán jamás al sol, muriendo en el camino, no sólo ellos, sino sus hijos y sus nietos; en una palabra: los únicos que tendrán probabilidades de llegar vivos al Sol serán los bisnietos de los bisnietos de los que van en el tren y que deberán nacer doscientos y pico de años más adelante.
De esto a estar de vuelta para el mercado del sábado hay alguna diferencia, porque entre ir y volver se pasarán unos quinientos sesenta y pico de años.
Ante semejante perspectiva perdéis todo interés acerca de cómo está la siembra, y el precio del trigo os importa dos cominos. En cambio, aquella especie de paraguas grande, con el cual un hombre puede tirarse de cualquier altura sin lastimarse, adquiere a vuestros ojos más valor que las cargas de trigo juntas de toda España.
Nosotros, que sabíamos lo que había de suceder, abrimos una cesta, y de ella sacamos aquel como paraguas sin varillas; y después de desear a nuestros compañeros un buen viaje, ellos mismos nos descuelgan, y en el acto, la tierra, atrayéndonos hacia si, nos hace caer suavemente sobre ella.
Acaso os figuráis que, si un cañón bastante grande os pudiera disparar hasta el sol, llegaríais en algunos minutos, o a lo más en algunas horas. Pues una bala de canon lanzada a treinta kilómetros por minuto, tardaría en llegar al sol cerca de nueve años y medio; de modo, que no podríais estar de vuelta antes de diez y nueve años aproximadamente.
El vapor no sirve, la pólvora, tampoco; ¿acaso la electricidad? Veamos.
La electricidad corre con una rapidez de trescientos mil kilómetros por segundo, y, por lo tanto, si pudiéramos volar con la rapidez de un telegrama, llegaríamos al sol en poco más de ocho minutos. Es decir, que lo que una bala de cañón tardaría catorce meses en recorrer, lo corre la electricidad en un minuto.
Indudablemente, esto lo único que nos conviene, si queremos hacer el viaje al sol, y, en efecto, así se lo explicamos a nuestro paisano, el cual está algo escamado de estos viajes.
Acudamos nuevamente a nuestra inventiva, suponiendo que un alambre nos une con el Sol, y que, por un sistema desconocido, no sólo se pueden mandar despachos telegráficos, sino hasta objetos y, por lo tanto, personas. Figurémonos que cuelgan una caja en aquel alambre, que entremos en ella, que la cerramos, que partimos con la rapidez de la electricidad, y a los ocho minutos y medio llegamos al Sol, apeándonos en él sin que el calor tremendo de aquel homo de millones de leguas nos haga ningún efecto.
Henos aquí en el Sol; allí nos espera un amigo nuestro, el mejor y el único que tenemos, el mismo que nosotros queremos sea también amigo de vosotros todos, y cuyo nombre os diremos más adelante. Este amigo nos hace entrar en una máquina, con la que podemos recorrer el Universo en todas direcciones con la rapidez de la electricidad o con el paso de tortuga de nuestros ferrocarriles.
Salimos, pues, del Sol, y el primer planeta o mundo que encontramos es Mercurio, que es el más cercano a él; tanto, que si uno de nosotros fuese puesto allí, quedaría asado como un pavo queda asado en un homo. A sus habitantes les parecerá, sin embargo, que no hace bastante calor en el invierno, porque también ellos tienen invierno. Aunque están tan cerca del Sol, no le tocan con la mano, porque se hallan apartados de él cincuenta y siete millones (57 000 000) de kilómetros, o sea ciento cincuenta veces la distancia que hay entre la Tierra y la Luna. Mercurio es dieciocho veces más pequeño que nuestro mundo; pero por lo demás, tiene mares y tierra firme, montañas, atmósfera, nubes, todo, en fin, igual a nosotros.
Pasemos al que sigue, Venus, que se halla a ciento siete millones (107 000 000 ) de kilómetros del Sol, y que después de la Luna es el planeta más cercano a nosotros, no estando separados de él más que por cuarenta millones de kilómetros. De todos los mundos que conocemos éste es el más parecido al nuestro; es, poco más o menos, del mismo tamaño, y gira sobre sí mismo en igual tiempo que nosotros; pero como está más cerca del Sol tarda sólo doscientos veinticuatro as en dar la vuelta alrededor de aquél, y por consiguiente ellos cuentan un año mientras nosotros contamos doscientos veinticuatro días. Del mismo modo, sus cuatro estaciones son más cortas que las nuestras.
Las montañas de Venus son el doble de altas de las más altas montañas de la Tierra, y sus nubes son extraordinariamente blancas, reflejando con gran intensidad la luz del Sol, y haciendo que parezca la estrella más brillante del cielo. Venus es lo que se llama el lucero del alba, o lucero de la tarde; pues según la posición que ocupa con respecto a nosotros en sus movimientos, unas veces lo vemos antes de salir el Sol y otras en seguida después de ponerse. Pasemos delante y acerquémonos al planeta que sigue, al que creemos reconocer, y así es en efecto, porque lo hemos visto mil veces representado en la forma de un globo de cartón o de madera, con sus mares y sus continentes dibujados en él; es, en fin, el planeta en que vivimos; es la Tierra. Ésta se halla como sabemos, a ciento cuarenta y ocho millones de kilómetros del Sol.
Nuestro amigo, al notar el interés con que miramos este planeta, pone ante nuestros ojos un aparato con el cual vemos todo tan claro como si estuviésemos sobre la Tierra misma, y que nos permite abarcar al propio tiempo toda la mitad de la inmensa mole que mira hacía nosotros, en medio de la cual se halla América en aquel momento. Allí vemos un país inmenso cruzado por ferrocarriles de miles y miles de leguas que unen entre sí magníficas ciudades, y sobre las que corren innumerables trenes. Este país se llama los Estados Unidos de América, el país, o mejor dicho, la nación o el pueblo más joven, y, sin embargo, el más adelantado del mundo. Mirad esos ríos de media legua de ancho y demás, cubiertos de infinitos vapores; mirad aquel campo, tan grande él solo como una provincia de España, y ved las grandes máquinas de vapor con que aran, y que hacen no uno, sino cuatro surcos al mismo tiempo. Pero ¿a que no veis ningún soldado? Es que no hay más que los bastantes para contener a las tribus de indios salvajes que están mil leguas más allá.
Aquí, cuando el gobierno no lo hace bien, se le quita, no por medio de revoluciones sangrientas, sino por medio de las leyes hechas por el pueblo; porque aquí, el pueblo es el que gobierna, y los gobernantes no son más que los empleados que él paga 6 despide cuando le parece, lo mismo que hacemos nosotros con nuestros administradores, a quienes empleamos o despedimos según su comportamiento. Y ¿sabéis por qué aquel pueblo puede gobernarse a si mismo? Porque sabe tanto como los que nombra para gobernar; porque todos los hombres saben leer y escribir, y así han podido aprender. Por eso, si vosotros queréis tener algún día un gobierno como el de la República de los Estados Unidos de América, es preciso empezar por aprender a leer.
Aquí hay muchos millones de hombres y mujeres que jamás han entrado en ninguna iglesia, ni aun para casarse, porque aquí pueden casarse sin necesidad de curas; millones de hombres y mujeres que no han sido bautizados, y nadie cree que por eso sean peores que los demás hombres y mujeres cuya religión se llama LA CARIDAD, religión que no tiene más misas ni más rosarios que hacer bien al prójimo, religión cuyos fieles no tienen más iglesia que los hospitales que construyen y mantienen para curar a los enfermos, o los asilos para los viejos, los ciegos y todos los que están impedidos para trabajar, o las casas que fabrican expresamente par que los pobres trabajadores puedan vivir en ellas limpios y barato. Cuando mueren, no va ningún cura que haga cruces en el aire ni diga palabras en latín; sus bendiciones y sus oraciones son las lágrimas que derraman aquellos seres a quienes hicieron bien durante su vida, y que acompañan su cadáver. Aquí no hay… Pero la Tierra, continuando en su movimiento, nos oculta la gran nación norteamericana, y en cambio pasa ante nuestros ojos un inmenso mar, sembrado de miles de islas; es el Océano Pacífico. Dé pronto un continente enorme se va presentando: es el país mayor de la Tierra: el Asia.
Acabamos de ver al pueblo más joven; ahora vemos al país más viejo; acabamos de ver el movimiento, el progreso, y ahora vemos la inmovilidad que conserva a este país en el mismo estado que hace seis mil años; acabamos de ver un pueblo cuyo gobierno no mantiene sacerdotes de ninguna religión, y ante nosotros se presenta otro que los tiene por cientos de miles.
Aquí, miles de años antes de existir la religión de los españoles, existían las religiones que tenéis a la vista. Ved sus templos, cuán diferentes son de los vuestros; observad sus ceremonias, que en nada se parecen a la misa, ni a las que veis en vuestras iglesias; mirad sus imágenes de dioses, que ninguna analogía tienen con las vuestras. Eso no es verdad, exclama nuestro paisano, porque allí, dentro de aquel templo, veo yo una cosa que se parece a la Trinidad, solamente que no son dos hombres y una paloma, sino tres personas que salen del mismo cuerpo. Tenéis razón, ésa es la Trinidad Brahamánica, de lo que, como más adelante veréis, sacó la suya la religión cristiana; porque esta Trinidad existe desde muchos siglos antes de haber nacido Jesucristo.
Pero ¿cómo nos decís que aquí no hay cristianos si estoy viendo al Papa vestido lo mismo que lo veo en las estampas, con esa cosa en la cabeza que llaman la tiara? Ése no es el Papa de los católicos romanos, sino el Papa de los budistas, que es una religión que existe desde mucho antes que la vuestra. ¡Pero, hombre, la religión cristiana está hecha de retazos de otras religiones! Ésa es la verdad, como veréis en este libro.
En el cutre tanto, os diremos que todas esas gentes que estáis viendo, no tienen la más ligera idea de que se pueda adorar a Dios de otra manera que como ellos lo hacen, y se imaginan que todo el mundo cree lo mismo que ellos, en lo cual no van muy descaminados, porque el Asia contiene más de la mitad de todos los hombres que existen en la tierra, porque son más de ochocientos millones de seres humanos; y ahora, ved este otro país, mucho más pequeño; este es Europa, del que España forma parte: ¿queréis verla? Pues esperad que la tierra, continuando la vuelta, haga pasar Rusia y Alemania y vaya llegando Francia; mirad, mirad hacia el fin de Francia, una linea de montañas; son los Pirineos, y del otro lado está nuestra patria; vedla ya, que no parece mayor que un pañuelo, formando el remate en donde Europa concluyo en el mar del que aquel pañuelo está rodeado por tres de sus cuatro lados. Aquella es España; vedla que llega y que pasa; ¿queréis ver nuestro pueblo? Pues allí, allí está. ¿No veis la plaza? Aprovechaos ahora para tomar nota del estado del campo, que tanto os preocupa. Pero la tierra no se para por nadie, y después de pasar el Océano Atlántico, comienza a presentarse América nuevamente.
Nuestro amigo toca un botón y haciéndose pasar por delante del próximo mundo, que es nuestro vecino Marte, nos encontramos de pronto en medio de una multitud de pequeños planetas. ¿De dónde diablos ha salido tanto mundo chico?, pregunta nuestro paisano. Pues han salido dé un planeta mucho mayor, que nuestra Tierra, al que la fuerza de los gases interiores hizo reventar, arrojando sus pedazos tan lejos unos de otros, que cada uno se ha convertido en las pequeñas tierras que veis. Si son todos redondos, es por efecto del movimiento de rotación que, haciendo bailar como un trompo a cada pedazo, los ha hecho redondos. Este movimiento, como os hemos explicado, lo tienen todos los cuerpos celestes; de este movimiento proviene el que todos los cuerpos en el espacio hayan tomado la forma redonda que tienen.
Lo que le sucedió a este planeta, nos puede suceder a nosotros el día menos pensado; porque en la tierra, la cáscara sólida sobre la que vivimos, y que tan fuerte no parece, no tiene más relación con él globo del mundo que el que tiene una hoja de papel sobre una naranja que envolviéramos en él. Es decir, que el grueso del papel representa el grueso de la cáscara fría de la tierra, y la naranja las materias derretidas e incandescentes que componen casi todo nuestro mundo; los volcanes no son otra cosa que sitios por donde los gases interiores han reventado la cáscara, haciendo un agujero, y los terremotos los empujones que algunas veces nos dan los líquidos interiores.
Dejemos estos mundos de Juguete y continuemos al siguiente planeta o mundo, ante el cual quedamos estupefactos, porque lo que ante nosotros se presenta no es un mundo poco más o menos como el nuestro, sino un mundo 1234 veces mayor que el nuestro, o lo que es lo mismo, que del planeta Júpiter, que así le llamamos, se pueden sacar mil doscientas treinta y cuatro Tierras como la nuestra.
Cómo Júpiter está mucho más lejos del Sol que nosotros (770 millones de kilómetros), tarda doce veces más tiempo en dar su vuelta alrededor del Sol, de lo que resulta que su año es igual a doce años de los nuestros, y sus cuatro estaciones son de tres años cada una. Si sus habitantes viven tantos años de los suyos como nosotros de los nuestros, un hombre de Júpiter, de cincuenta años, tendrá seiscientos de los nuestros. A este planeta le acompañan no una, sino cuatro lunas.
Pasemos al siguiente, que es Saturno y que nos deja todavía más sorprendido que Júpiter, porque no sólo dan vueltas a su alrededor nada menos que ocho lunas, sino que un inmenso anillo le rodea a una distancia de veinticinco mil kilómetros de su superficie, de suerte que los habitantes de aquel mundo, que real y verdaderamente tienen un cielo sobre sus cabezas, pues no otra cosa les parecerá el anillo, estarán persuadidos de que Dios vive encima de aquel cielo. Este mundo es ochocientas sesenta y cuatro veces mayor que el nuestro, y como tiene tantas lunas, y la particularidad del anillo, que cuando el sol le alumbra parecerá brillante, los habitantes de este planeta tendrán mucho más derecho que nosotros para decir que el sol y todos los astros, inclusa nuestra tierra, fueron fabricados para alumbrarlos a ellos. Aunque visto con el telescopio no parece el anillo hallarse muy lejos de Saturno, nuestra tierra podría pasar entre él y el planeta que rodea sin tropezar, porque de cada lado sobrarían algunos miles de kilómetros.
Pasamos corriendo delante de Urano, que no es más que sesenta y cuatro veces mayor que nosotros, y no tiene más que cuatro lunas, y vamos derechos a Neptuno, que es el mundo que más lejos se halla del Sol, pues le separa de él la tremenda distancia de cuatro mil cuatrocientos millones (4 400 000 000) de kilómetros.
Como está tan lejos, la vuelta que da alrededor del Sol es muchísimo mayor que la de la Tierra; de suerte que ellos tardan ciento sesenta y cinco años nuestros en darla, o lo que es lo mismo, el año para los habitantes de Neptuno es ciento sesenta y cinco veces más largo que para nosotros. Allá los niños que maman un año están mamando ciento sesenta y cinco años de los nuestros. Los chicos de doce años en Neptuno tendrían aquí mil novecientos ochenta años, y, por consiguiente, habrían nacido antes que Jesucristo. Sus hombres de cuarenta existirían desde hace seis mil seiscientos años, y, por lo tanto, habrían existido desde más de setecientos años antes de la época en que nos dice la Iglesia cristiana que Dios creó el Universo, y que fue, según ella, hace 5883 años nada más. El mundo Neptuno es ochenta y cuatro veces mayor que el nuestro, y tiene una sola luna. A la gran distancia que se halla de Neptuno, el Sol parece veinte veces más pequeño que desde la tierra, y lo que calienta es tan poco, que si uno de nosotros se trasladase a aquel planeta, a los cinco minutos quedaría helado como una piedra. En cambio, si ellos viniesen a nuestro mundo, los derretiría el calor.