Formación de la Tierra. —Origen del hombre. —Transformación de los animales. —La vida. —El instinto. —La razón, don divino. —Origen de la creencia en el infierno. —Forma de la Tierra. —El espacio sin fin. —La atracción de la Tierra. —La atmósfera y sus efectos. —Movimiento de la Tierra. —Los santos de la ciencia. —El último ¿por qué? —Las religiones. —Diferentes modos de contestar a él.
En el principio la Tierra estaba hecha ascuas, o incandescente. Durante muchos millones de años todo estuvo derretido, todo hervía en nuestro mundo, lo mismo el hierro y los demás metales, como las rocas. El agua que hoy forma nuestros mares estaba convertida en vapor como el agua de las calderas de una de nuestras locomotoras.
En el transcurso de millones de siglos el mundo fue enfriándose y se formó una costra sólida, cada vez más gruesa. Mientras esta costra fue muy delgada, los movimientos de las materias derretidas del interior la levantaban por unos lados y la hundían por otros; de aquí las desigualdades del terreno, de aquí las montañas y los valles. Por último, la costra fue bastante espesa para resistir las fuerzas interiores; su superficie se fue enfriando; el agua, que el calor tenía convertida en vapor en forma de nubes, fue condensándose y formando los mares. La Tierra poco a poco fue cubriéndose de plantas y animales, muchos de ellos muy diferentes de los que hoy existen, y de los cuales el más perfecto que conocemos es el hombre.
El decir que toda la humanidad proviene de un sólo hombre y una sola mujer, es un error. Los hombres no han salido de una pareja hecha por Dios, como nosotros haríamos un muñeco, del mismo modo que todo el trigo de los miles y miles de leguas de los campos del mundo procede de un grano de trigo sembrado por él.
Los hombres han sido producto de nuestra tierra, como los demás animales y como las plantas. La tierra no fue hecha para poner a los hombres en ella, sino que nosotros somos el resultado de la tierra. Es decir, que los hombres no fueron formados fuera de la tierra, o independientes de ella, colocándoles después en el mundo, sino que son el producto natural de las condiciones del clima y del país que los dio el ser.
El germen del hombre, como el de todos los animales, como el de todas las plantas, no ha venido de la nada, sino que ha existido, sea en la presente forma, sea en cualquiera otra, desde que el mundo existe.
El hombre, no pasa de ser un animal más perfecto que los otros, como os lo vamos a demostrar.
Primero, la tierra produjo plantas, que se alimentan por medio de sus raíces y crecen; luego tienen vida: más adelante, plantas como las que hoy encontramos en el mar, de figura de esponjas, que si las tocáis se recogen; luego son sensibles: después, plantas sin raíces que ni son plantas, ni animales, propiamente dichos; de ellos tenemos muchos ejemplos también en el mar; luego animales completos, aunque imperfectos, como las ostras; de aquí se pasó a otros, que no sólo vivían en agua, sino en tierra, como los cangrejos; después a otros que ya no tenían más que cuatro patas, como las tortugas, y a éstas siguieron animales que se podían doblar en todas direcciones, y correr, como los cocodrilos, los que, si bien tienen conchas, son a manera de escamas, y sólo sobre el lomo: por último, anímales organizados completamente como nosotros, es decir, animales que no salen de un huevo, como los anteriores, sino animales a los que sus madree producen ya formados, animales que maman, y que por eso se llaman mamíferos. Al principio, estos animales fueron también anfibios, es decir, que vivían en el agua y en la tierra, como los hipopótamos: de éstos se pasó a otros, como el elefante, que no vive más que en tierra: del torpe elefante se pasó al ágil león, al inteligente perro: de éstos, al oso, que no sólo anda fácilmente en dos pies, sino que sube a los árboles: más adelante, a los monos, de los que algunos son de nuestro tamaño, como el gorila, que es la completa imagen de un hombre peludo: por último, a las razas de negros que parecen monos, pero que hablan: luego, a otras razas, también negras, pero superiores, y de cambio en cambio a nosotros. Del mismo modo se fueron perfeccionando los peces y las aves, las que también en su principio fueron acuáticas, como los patos.
Todo esto no se hizo en seis días, ni en seis años, ni aun en seis millones de años, sino en muchos millones de siglos, porque un millón de años para la vida del mundo, es muchísimo menos un segundo para nuestra vida humana.
Se preguntará cómo es que sabemos todo esto. Lo sabemos porque Dios nos lo ha dicho; pero no nos lo ha dicho inspirándonos el Espíritu Santo; no nos lo ha dicho tomando figura humana y poniéndose a discutir con nosotros ni tampoco hemos oído ninguna voz que viniendo del cielo, nos informase de ello, sino que Dios nos concedió la razón, y la razón nos muestra que todo lo que decimos tiene que ser verdad.
Figurémonos, que, después de haber dormido profundamente despertamos y hallamos un día sereno y despejado. Salimos y encontramos el suelo seco, pero vemos las piedras lavadas y pequeños surcos, como de agua que ha corrido: esto nos hace suponer que ha llovido.
Continuamos nuestro paseo, y al llegar al río hallamos árboles arrancados junto a sus orillas, así como tierras y plantas arrastradas. El cielo está despejado, nosotros no hemos oído llover, nosotros no hemos visto la crecida del río; pero la razón, la razón divina nos muestra que ha llovido, y que el río ha salido de madre. Pues bien; en nuestro mundo hay pruebas tan claras como ésas. Sabemos que la tierra ha estado hecha ascuas, porque todavía está incandescente en su interior; y sabemos que esto es así, porque vemos salir por los volcanes, que se hallan en comunicación con el fuego central, las materias derretidas y correr como un río de fuego líquido por las faldas de los montes, y vemos que después que este río se enfría queda convertido en piedra, como las rocas que forman nuestras montañas.
Sabemos que la costra o cáscara de nuestro mundo no puede tener más de cien kilómetros de grueso, porque según bajamos en las minas sentimos más y más calor, y con el termómetro, que es un instrumento para medirle, podemos calcular que a veinte leguas de profundidad será tal el calor, que todo estará derretido. Sabemos que ha habido animales diferentes de los que hoy existen, porque hemos encontrado sus huesos. Sabemos que cuando la costra de nuestra tierra era más delgada y endeble, la fuerza de las materias y los gases interiores han causado terremotos espantosos, en los que países enteros, diez veces mayores de España, se hundieron, anegándolos el mar, y después que millones de años, nuevos movimientos los levantaron, derramando los mares sobre otros puntos; y sabemos esto, porque a muchos cientos de leguas de donde ahora está el mar, y hasta en las cumbres de altas montañas, encontramos conchas marinas y esqueletos de peces. Sabemos que nuestras minas de carbón de piedra son bosques inmensos en las terribles conmociones que entonces tenía la Tierra quedaron enterrados, y el calor los carbonizó, haciendo así la Naturaleza, en grande escala, lo que los carboneros hacen en pequeña. Si el carbón se ha convertido en piedra, es por efecto de los incalculables años que han pasado; y sabemos que son árboles quemados, porque en los pedazos de carbón vemos la forma de troncos y las vetas de la madera, lo mismo que lo vemos en el que hacemos nosotros. Sabemos que el hombre proviene de otros anímales, porque éstos tienden a perfeccionarse, adaptándonse así a las condiciones más a propósito para las necesidades de la vida; y sabemos que esto es así porque lo vemos, y aquí tenéis un ejemplo.
Hay en la América del Norte unas profundas y grandes cuevas en las que reina perpetuamente la obscuridad más completa. En aquellas cuevas hay lagunas, y en las lagunas peces, y los peces no tienen ojos. Coged algunos dé ellos, ponedlos en un estanque cubierto de modo que penetre un poco la luz; dejad que críen, y aumentad algo la luz; y cuando vuelvan a criar, dad más luz, aumentándola así cada nueva cría hasta que, por fin, críen a la luz del sol. Mirad entonces vuestros peces, y encontraréis que tienen ojos como los demás.
Si durante los años que han transcurrido en el experimento (porque esto no se hace en una semana) habéis tenido cuidado de examinar cada nueva cría, habréis visto que han empezado por tener un ligero bulto en el sitio en donde debían estar los ojos, después se ha acentuado más, luego se ha formado la bola del ojo, más tarde esta bola se ha ido pareciendo a un ojo, y al fin, ha concluido por ser un ojo perfecto. Pues así como los ojos de esos peces se forman desde un bulto hasta un ojo completo, del mismo modo el hombre se ha formado por el cambio de un animal inferior en otro superior, con la diferencia de que, si la Naturaleza tarda veinte años en hacer los ojos de esos peces, en cambio, para trasformar las plantas en animales, y éstos en el hombre, ha tardado no veinte, ni treinta, ni treinta millones, sino miles de millones de años. Me preguntareis por qué no somos nosotros más perfectos que nuestros padres, si es verdad que es una ley de la Naturaleza esa tendencia a la perfección. Os contestaremos que, nuestras historias, y las figuras de hombres y dibujos en piedra más antiguos que conocemos, no llegan ni a diez mil años atrás. Por ellos vemos que los hombres eran entonces lo mismo que ahora, y la razón es sencilla.
¿Creéis que parecéis más viejo en el tiempo que tardáis en decir, amen? Pues, sin embargo habéis envejecido; pero ni a vosotros, ni a nadie, le es posible notarlo; pero supongamos que tardáis un segundo justo en decir amen, y que se os ocurre repetir la palabra trescientos quince millones de veces seguidas, o lo que es lo mismo, que pasáis diez años de vuestra vida: entonces todos notarán que habéis envejecido. Pues bien, para el tiempo que la Naturaleza tarda en esos cambios, diez mil años es menos, muchísimo menos, que para vosotros decir, amen; por consiguiente, nos es imposible notar diferencia alguna entre la figura de los hombres de hace diez mil años y la de hoy.
Pero ninguna necesidad hay de citaros ejemplos raros. Si jamás hubieseis visto un huevo, y presentándoos dos rompiésemos uno a vuestra vista y euseñándoos lo que contiene os dijésemos que bastaba el que una gallina le diera calor para trasformar aquello en un animal tan completo como nosotros mismos, de seguro pensaríais que nos burlábamos, y, sin embargo, este prodigio, mil veces más asombroso que el de que un animal se trasforme en otro, no os llama la atención, porque le habéis visto desde que nacisteis.
Hay más. Os hemos dicho que la vida no se crea, sino que existe desde que el mundo existe, y esto es tan cierto que en vano trataréis de destruirla. La vida que anima al pollo, existía en el líquido del huevo. Cortadle la cabeza al pollo y tiradlo. Quince días después id a verle, y encontraréis, que el pollo no está como lo dejasteis: huele mal, tiene gusanos, se ha podrido, según decís vosotros. Pues, ¿sabéis lo que es la podredumbre? Es la vida. Matasteis el pollo, pero no macasteis su vida, la cual ha tomado la forma de esa podredumbre; porque si hubieseis matado su vida, el pollo habría continuado como estaba recién muerto. Tomáis al pollo y lo tiráis en el campo, y la planta de trigo absorbe su jugo, y la vida, que hizo del huevo un pollo, y del pollo abono, hace del abono trigo, y el trigo lo coméis en el pan, y continúa transformándose en otra cosa; y así eternamente.
El hombre, al perfeccionarse como tal, se ha hecho más imperfecto como animal, porque ya veis que ningún otro animal necesita que le vistan ni que le cuiden tanto. Nuestros sentidos no son tan finos como los de ellos: ni olemos como el perro, ni oímos como el lobo, ni vemos como el águila. Hay más; porque hay sentidos que tienen los animales, de los que nosotros carecemos.
Vosotros habréis oído hablar, y acaso habréis visto, una casta de palomas que se llaman mensajeras. Coged una de ellas, tomad el ferrocarril y alejaos de vuestro pueblo, salid fuera de la provincia, fuera de España, llevadla a cien leguas, y soltadla allí. La paloma se eleva a cuarenta o cincuenta varas, vuela en redondo dos o tres veces y de pronto, como si hubiese visto su palomar, parte como una flecha, y desanda las cien leguas en algunas horas, dejando atrás todos los trenes de ferrocarril y presentándose en su casa. La paloma no ha podido ver el palomar a esa inmensa distancia, ni es posible, pues siendo la tierra redonda, como ya veremos, esta forma ocultaría el palomar a sus ojos; luego no es la vista, no es el olfato, porque no se huele a los quinientos cincuenta kilómetros que la paloma se halla de su casa; no es ninguno de los cinco sentidos que tenemos nosotros. ¿Qué sentido puede guiarla? Se ignora, porque para que nosotros supiésemos en qué consiste ese sentido, sería necesario que nosotros lo tuviéramos. Ése es el mismo sentido que hace que la abeja vuelva a su colmena y el perro a su casa. Los hombres, que somos muy vanidosos, no hemos querido reconocer esa superioridad de los animales en muchas cosas; y esos prodigios que ellos hacen y de los que nosotros somos incapaces, los calificamos no de sentido superior al nuestro, sino de instinto.
Esto y mil cosas que sería largo de explicamos, las sabemos porque Dios nos lo ha enseñado dotándonos de razón y de inteligencia.
Si un amigo nos hiciera un regalo, y nosotros, no solo no hiciésemos aprecio de él, sino que le tirásemos en el rincón de un desván, indudablemente le ofenderíamos. El amigo es Dios, el regalo es la razón, la manera como la tiramos, es no haciendo uso de ella; porque el creer cosas que claramente son imposibles, es no hacer uso de la razón. Si a Dios fuera posible ofenderle, la única manera como nosotros podríamos hacerlo es, pues, despreciando esa razón.
Por eso, cuando vuestra inteligencia se rebela contra el absurdo de que no son tres y tres es uno, mostrándoos evidentemente que aquello es imposible, no es el diablo, no es ese ser inventado por vuestros sacerdotes para asustaros el que os inspira, sino Dios mismo, que os avisa por medio de la razón. Por eso, cuando los ministros de la Iglesia, sean obispos o sea el Papa mismo, os afirmen que Jesucristo decía que Dios ama a sus enemigos, y hace bien a los que le hacen mal, y, sin embargo, echa los hombres al infierno, no los creáis, porque Jesús no dijo esto último, porque si lo hubiese dicho, habría mentido contradiciendo sus propias palabras, obrando así como un hombre de mala fe, y Jesucristo era incapaz de ella.
Como antiguamente las ciencias estaban muy atrasadas, los hombres ignoraban cómo se había formado el mundo y, por consiguiente, no sabiendo cómo explicar el fuego que salía de los volcanes, se imaginaron que aquéllos debían ser las entradas de alguna cueva terrible. De aquí el que los sacerdotes, no de la religión cristiana, porque entonces no había religión cristiana, sino de otras religiones, dijesen que debajo de tierra había unos antros espantosos, en donde eran atormentados los que no les obedecían, asegurando que ellos tenían poder para entrar en ellos y salir sin que les sucediese nada, y los pueblos lo creían, y temblaban cuando los sacerdotes les referían los tormentos que ellos habían visto dar a los que condenaban. De aquí los ministros de la religión cristiana sacaron la fábula del infierno.
Nuestra Tierra no es plana, como parece a la vista, sino redonda. Las montañas, que a nosotros nos parecen tan altas, no valen nada comparadas con el tamaño del mundo. Tomad una naranja de cáscara áspera y veréis en ella una porción de verruguitas o pequeñas protuberancias, lo cual no impide que la naranja sea redonda. Pues menos, mucha menos importancia que esas ligeras asperezas tienen para alterar la forma de la naranja, tienen nuestras más altas montañas para alterar la forma redonda de nuestra Tierra; del mismo modo que ella, son redondos todos los astros, el Sol, la Luna y las estrellas.
Nuestra tierra, así como todos los cuerpos celestes, se halla en el vacío, o sea en el espacio infinito, es decir, el espacio que por ninguna parte tiene fin, vayamos en la dirección que queramos. El espacio, ni tiene ni puede tener fin, porque aun cuando supongamos, como suponían los antiguos, que el cielo era sólido, claro está que del otro lado de aquel cielo tenía que continuar el espacio, y que nunca se le podría cerrar, por más cielos que se pusiesen uno sobre otro. Evidente es, pues, que nuestro globo no puede caerse a ninguna parte, porque en el espacio no hay fondo, por lo tanto, no hay abajo, y no habiendo abajo no puede haber arriba.
La tierra, así como todos los astros, tiene una propiedad especial, que es la de atraer hacia si todos los objetos, del mismo modo que vemos al imán atraer al hierro. Esta propiedad es la que se llama la fuerza de gravedad, y es la que hace que para nosotros haya abajo y arriba, aquí en nuestro mundo el abajo es todo lo que se dirige hacia el centro de la tierra, y el arriba todo lo que se aparta de él. Naturalmente, cuanto más grande es un objeto, con más fuerza es atraído, y esta diferencia en la atracción la medimos diciendo que las cosas tienen más o menos peso.
Sin esa atracción, nos tiraríamos por una ventana y nos quedaríamos en el aire, daríamos un salto, y no sólo no volveríamos a caer sobre la tierra, sino que continuaríamos eternamente en la dirección del salto, sin detenemos jamás; en una palabra, ni nosotros, ni nada, tendría peso alguno, porque no hay tal peso, sino atracción más o menos fuerte.
A primeva vista parece que, si el mundo es redondo y está poblado por todas, partes, tiene que haber hombres que anden con los pies para arriba y la cabeza para abajo, como una mosca cuando camina por el techo de una habitación. Esto no es así; la mosca, al caminar, está verdaderamente al revés, porque tiene las patas hacia el cielo; pero el hombre, en cualquier parte de la esfera terrestre que se coloque, anda con los pies hacia la tierra, que es el abajo, y la cabeza hacia el cielo, que es el arriba; del otro lado del mundo, como de éste, el que quiere andar con los pies para el cielo, tiene que aprender a titiritero.
El cielo no es una bóveda sólida de cristal azul, del otro lado de la cual están los dioses Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompañados de la Virgen y de los Santos; esto es como la creencia de los conejos, que se imaginaban que el cielo era un monte y que los ángeles servían para no dejar entrar a los cazadores; lo que a la vista parece bóveda azul, es ese mismo espacio sin fin por el que nuestro mundo vuela; en el espacio, o sea el vacío, no hay aire; pero el globo de nuestra Tierra, así como otras tierras que hay en el Universo, está rodeado de lo que llamamos atmósfera, sin la cual no podríamos respirar y, por lo tanto, moriríamos. La atmósfera, o sea el aire, es transparente, de lo contrario, ni nos veríamos unos a otros, no veríamos el sol, ni nada; la atmósfera siempre tiene humedad bajo la forma de partículas infinitamente pequeñas y, por lo tanto, invisibles. La luz reflejando en esa humedad y en el polvo que flota en ella, produce el color azul que vemos. Cuando la humedad ya es mucha, pierde la transparencia y el azul, poniéndose blanca o rosada, según el modo como recibe la luz del sol; a esa humedad condensada es a la que llamamos las nubes; por último, cuando las nubes se cargan excesivamente de humedad, la atracción de la tierra las hace caer, entonces, decimos que llueve. Si al llover da la casualidad de que brille el sol, entonces ya no vemos ni el color azul del cielo claro, ni el de las nubes, sino muchos colores; esto es lo que llamamos el arco iris.
El aspecto de bóveda que nos parece tener el espacio, y que hizo creer a los antiguos que era una media naranja sólida, proviene sencillamente de que, pasado cierto límite, nuestros ojos ven todo a la misma distancia, y, por lo tanto, en cualquier parte del mundo que nos coloquemos, si miramos al espacio, le vemos tan lejos arriba como a la derecha o a la izquierda. Ejemplo. Si clavamos un palo, y alrededor hacemos una línea que esté siempre a la misma distancia de él, tiene que resultar un circulo; pues bien, el palo somos nosotros, y el limite a que llega nuestra vista es la línea trazada a su alrededor; y como este límite es igual a cualquier parte del espacio que miremos, nos parece éste ser redondo. Si nuestra vista fuese bastante perfecta para poder apreciar las distancias, todos los hombres sabrían, sin necesidad de instrumentos, cuáles estrellas están mis cerca y cuáles más lejos, lo que no es así, porque muchas estrellas que brillan más que otras, y que parecen hallarse, por esa razón más cerca, han resultado, por el contrario, mucho más lejos, brillando más por ser infinitamente mayores. De la misma manera, nos parece que el sol y la luna están a la misma distancia de nosotros, mientras que el sol está cuatrocientas veces más lejos que la luna.
La tierra no está quieta, sino que da vueltas. Tomemos la misma naranja de que antes nos hemos servido, atravesémosla de parte a parte con un hierro largo, como una baqueta de fusil, que pase por su centro, y teniendo en una mano la baqueta con la naranja ensartada, hagámosla dar vueltas alrededor de ella con la otra, como una, rueda alrededor de su eje. Pues así exactamente se mueve la tierra en el espacio, con la diferencia de que no hay baqueta que la atraviese ni mano que la haga dar vueltas. Este movimiento que tiene la tierra sobre si misma, es a lo que se llama movimiento de rotación. Cada vuelta que da es lo que llamamos un día; este día lo hemos dividido en las veinticuatro partes que llamamos horas.
En estas continuas vueltas, la tierra lleva consigo la atmósfera, que gira al mismo tiempo, y, por consiguiente, a pesar de la tremenda rapidez con que nos movemos, que es mayor que la de una bala de canon, nos es imposible notarlo; del mismo modo que, dentro de un coche de ferrocarril, no sentimos que nos azote aire por muy rápido que corra, y sólo lo podemos notar sacando la cabeza por la ventanilla. En la tierra no se puede hacer eso. La misma causa que, cuando vamos en el tren, nos parece ver que los postes del telégrafo, los árboles y las casas se mueven, es la que nos hace parecer que el sol, la luna y las estrellas dan una vuelta A nuestro alrededor cada veinticuatro horas.
Además del movimiento de rotación, el globo del mundo tiene otro que llamamos de traslación, y que consisto en dar vueltas alrededor del sol. Así como el tiempo que tarda en girar sobre si misma la tierra lo llamamos un día, el tiempo que tarda en dar una vuelta alrededor del sol es lo que llamamos un año. Las veces que gira, mientras da esta vuelta, son trescientas sesenta y cinco veces, que son los trescientos sesenta y cinco días que tiene el año. Como la tierra no da la vuelta en trescientos sesenta y cinco días justos, sino que tarda seis horas, o sea un cuarto de día más, cada cuatro años se añade un día al mes de Febrero, haciendo un año de trescientos sesenta y seis días, que llamamos bisiesto. Es decir, que los dos movimientos de nuestro mundo son como los de una peonza, que mientras baila alrededor del sol una vez, da trescientas sesenta y cinco vueltas sobre el clavo, o como la rueda de un carro que, mientras diese esta misma vuelta, girase trescientas sesenta y cinco veces alrededor de su eje.
Se preguntará por qué es que la tierra da estas vueltas alrededor del sol, en lugar de continuar su carrera en linea recta, como parece natural. Hemos dicho que lo que llamamos peso es la mayor o menor fuerza con que un objeto es atraído. Si a un hombre se le colocase en el espacio o vacío sin darle ninguna especie de empujón o impulsión y no existiese ni tierra, ni sol, ni luna, ni estrellas, ni cuerpo alguno, aquel hombre quedaría eternamente inmóvil; pero como el vacío no está vacío, sino poblado por infinito número de mundos y soles, el mundo o el sol más cercano le atraería, aunque estuviese a un millón de leguas, y poco a poco primero, y más deprisa después, el hombre volaría hacia aquél astro, concluyendo por caer en él, siendo el golpe tanto más fuerte cuanto de más lejos hubiese sido atraído, como nos sucede a nosotros en la tierra, en donde la caída es tanto más violenta cuanto de más lejos caemos. Pues bien el sol, que como más adelante veremos, es muchísimo mayor que nuestro mundo, atrae a éste conservándole siempre cerca de él. Ejemplo: Imaginemos un hombre en el centro de un redondel, teniendo un caballo sujeto con una cuerda larga, mientras el caballo corre a su alrededor; el hombre en el centro es el sol, el caballo nuestra tierra, y la cuerda que le impide escaparse la fuerza de atracción que el sol tiene sobre nuestro mundo.
Aquí ocurre otra nueva pregunta, y es, por qué el globo terráqueo, en lugar de dar vueltas, no va derecho a estrellarse contra el sol. Porque para contrarrestar esa atracción, tiene el globo terrestre una fuerza propia de impulsión como la que tiene una piedra tirada por nosotros, y de la combinación de estas dos fuerzas resulta ese movimiento alrededor del sol. Por ejemplo; tomemos una pesa y sujetémosla con una cuerda de goma; hagamos girar la pesa como quien hace girar una honda, teniendo cuidado de que, ni el movimiento sea tan rápido que la pesa, tirando demasiado, estire la goma hasta romperla, ni sea tan lento que, encogiéndose, venga a dar la pesa contra nuestra mano.
Nosotras somos el sol, la pesa la tierra, la cuerda de goma elástica la atracción.
Siendo la Tierra redonda, claro es que el Sol no puede alumbrarla toda a un tiempo, del mismo modo que nosotros no podemos nunca ver de una vez una bola entera, sino la mitad. El Sol, pues, no da luz más que a la mitad de la Tierra que mira hacía él; y si ésta estuviese inmóvil, sería siempre día en unos países y noche en otros. Pero como el mundo gira una vez cada veinticuatro horas, va presentando, durante este tiempo, toda su superficie al Sol; de suerte que, mientras amanece en un lado, anochece en otro, y cuando son las doce del día para nosotros, son las doce de la noche para los que están justamente al otro lado de la Tierra. Las diversas posiciones que toma el mundo al girar alrededor del Sol son las que producen las estaciones. Si quisiéramos atravesar la Tierra con un pozo que, pasando por el centro del globo, fuese a salir al lado opuesto, o ensartarla de parte a parte con un estoque, necesitaríamos hacer un pozo o conseguir un estoque de 12 733 kilómetros, o sea de 2300 leguas españolas, que es el largo que habría de tener un eje que quisiéramos ponerle a nuestro mundo.
Hemos dicho que el globo terrestre gira, haciéndonos correr a todos sin sentirlo, con más velocidad que una bala de canon. Daremos idea de esta velocidad y de la fuerza enorme que representa. En las Sagradas Escrituras, en la parle que se llama el Apocalipsis, en los capítulos VII y siguientes, nos dice el Espíritu Santo que el mundo va a ser destruido, y que, al efecto, lloverá fuego, y las aguas se pondrán amargas, y vendrán ángeles con trompetas, y las estrellas se caerán sobre nuestra tierra, lo que equivale a decir que Madrid, con todos sus habitantes, se caerá dentro de una alcantarilla, añadiendo otra porción de maravillas por el entilo.
El Espíritu Santo, ni sabe que cada estrella es un sol millones de veces mayor que nuestro mundo, ni tampoco el que este se mueve; de lo contrario, se ahorraría todos esos trabajos el día que tenga por conveniente destruimos, adoptando el siguiente procedimiento, que le recomendamos para cuando llegue la hora.
Bastaría que este mundo que habitamos se detuviese la centésima parte de un segundo, muchísimo menos tiempo del que tendríamos que emplear en decir ¡ah!, para que todo, hombres, animales, edificios, montañas, fuese lanzado al espacio.
La conmoción sería tan tremenda, que los líquidos interiores reventarían la costra sobre la que vivimos, haciendo explosión este inmenso globo como lo haría una bomba, y desparramando sus pedazos en el espacio en todas direcciones.
Corriente, contestareis; nosotros comprendemos que todo cuanto nos decís es verdad, no tanto porque lo vemos, como porque nuestro sentido común nos lo muestra ser cierto. Pero, puesto que nos habéis asegurado que la razón es una gracia divina dada al hombro, y no debemos, por lo tanto, despreciarla no haciendo uso de ella, deseamos nos expliquéis por qué es que la tierra, el sol, la luna y las estrellas tienen esa fuerza de atracción que chupa todo hacia ellos; qué mano es la que ha hecho y hace bailar al mundo como un trompo; qué cañón le ha disparado para que vuele por el vacío como una bala; quién ha graduado tan perfectamente la fuerza del sol, que atrae a la tierra, y la rapidez del vuelo de ésta, que ni nosotros vamos a chocar contra él, ni nuestro mundo, continuando derecho, se aleja del sol, en cuyo caso moriríamos todos de frío en medio de la más completa oscuridad.
Nos alegramos que tan pronto hagáis uso de vuestra inteligencia, mostrándonos así que no sois las bestias en que hasta ahora se os ha tenido convertidos. Preguntad, preguntad siempre que tengáis alguna duda; preguntad, con mil veces más motivo, siempre que vuestra razón os diga ser imposible lo que os quieren enseñar como verdadero; preguntad hasta que se os explique todo a vuestra satisfacción, o hasta que se os conteste claramente que no saben más que vosotros mismos.
Los hombres, sabios de veras, que descubrieron todo lo que os hemos dicho, que son los mismos hombres que nos enseñaron por medio del catalejo o anteojo, que con unos cristales metidos en un canuto podíamos ver objetos que estaban a muchas leguas de distancia, tan cerca como si los alcanzásemos con la mano; los hombres, que por medio del ferrocarril, nos ensenaron que con un poco de agua hirviendo en una caldera se podía arrastrar un tren que pesaba muchos miles de arrobas, con más velocidad que puede correr ningún caballo; los hombres que, por medio del telégrafo, nos enseñaron que bastaba un líquido metido en jarros y un alambre para que un hombre hablase con otro, aunque estuviesen separados de mil leguas; los hombres, en fin, que han descubierto y están descubriendo todos los días estas maravillas, que son los solos milagros verdaderos; esos hombres, únicos a quienes podemos llamar santos, porque pasaron y pasan su vida entera haciendo el bien a sus semejantes por medio de las cosas útiles que producen, fruto de muchos años de trabajo, al revés de vuestros santos que se pasaron la vida rezando rosarios, dándose latigazos y mirando a las nubes (con lo cual, no sólo no hacían bien a nadie, sino que había que mantenerlos); los hombres cuyas estatuas, si visitaseis otros países, veríais, no bajo las bóvedas oscuras de templos alumbrados por velas y candilejas, sino en medio de las plazas de las grandes ciudades, sin más bóveda sobre sus cabezas que el espacio infinito, ni mis luces que la luz del sol; porque la ciencia, que es la verdad, quiere la luz, mientras que la superstición, que es la mentira, se refugia en la oscuridad y el misterio; esos hombres, en fin, cuyas glandes inteligencias parece que debían abarcarlo todo, se preguntaban y preguntan lo mismo que os preguntáis vosotros.
La Tierra gira, es cierto, es indudable; pero ¿por qué? El Sol nos calienta y nos alumbra, no cabe duda; pero ¿por qué? Y así, en todas las cosas llegamos a un último ¿por qué?, que ni vosotros, ni nosotros, ni todos los hombres que han existido, existen y existirán, podrán nunca contestar, porque esa causa primera, de la que sólo podemos conocer los efectos, o sea los resultados, eso es DIOS.
Pero no creáis que Dios es un hombre que se alegra o se incomoda. Dios no puede parecerse en nada, absolutamente en nada a nosotros. La ciencia, que no puede mentir, confiesa la imposibilidad completa en que se hallan los hombres para poder nunca comprender lo que es Dios; pero si la ciencia nos dice esto lealmente, en cambio nos demuestra de la manera más clara que Dios ni es ni puede ser nada de lo que las religiones de los hombres dicen que es, sea la religión cristiana, sea cualquier otra.
Para el animal racional de este mundo que llamamos el hombre. Dios no es ni puede ser otra cosa que LAS LEYES INMUTABLES DE LA NATURALEZA, y ya comprenderéis que eso no puede tener cuerpo de ninguna clase, lo mismo que no puede tener cuerpo la idea de que dos y dos son cuatro, lo que no impide que la idea exista y que sea una verdad de la que no podéis dudar. Para poder comprender qué cosa es Dios, es necesario ser Dios.
Esto es todo cuanto los hombres, por más sabios que sean, pueden contestaros; pero en cambio hay otros hombres de mala fe que, aunque saben todo cuanto sabemos nosotros, se han valido y se valen de esa pregunta que vosotros y todos se han hecho y hacen, de ¿qué cosa es Dios?, para explicároslo a su modo, diciendo que ellos saben lo que es; que Dios mismo se lo ha dicho, engañando así a los otros hombres para dominarlos y vivir a costa de ellos. En unos países Dios se llama de un modo, en otros de otro; en unos se explica de una manera, en otros de otra; estos diferentes nombres, estas diferentes explicaciones son lo que llamamos religiones. En España, la explicación es por el método católico romano, y por eso decimos que la religión de los españoles es la católica romana.