Pretensión de los sacerdotes de las Iglesias cristianas. —Cómo y por qué se implantó el cristianismo en España. —La unión de la Iglesia y el Estado. —Los diezmos. —Triunfo parcial de la razón sobre el fanatismo. —Por qué no puede ser total. —Otras religiones. —Objeto de esta obra.
La Iglesia católica apostólica romana, como la católica apostólica griega, como la católica apostólica episcopal, como las católicas apostólicas protestantes, porque todas ellas se llaman a sí mismas católicas y apostólicas, sostienen que la religión cristiana es la única verdadera.
¿Por qué ha de ser cierto lo que ellas dicen? Porque las Iglesias cristianas afirman que su religión tiene por base un libro dictado por Dios, por cuya razón le llaman las Sagradas Escrituras, o sea la Biblia.
¿Y quién nos garantiza que lo que dicen esas Iglesias es cierto?
Sus propios ministros.
¿Y tienen ellos algún interés en engañamos?
Tanto, que si los cristianos llegasen a comprender que la Biblia no está escrita por Dios, la mayor parte de esos sacerdotes se moriría de hambre si no se dedicaba a trabajar en otra cosa.
Y si las Sagradas Escrituras no son divinas, ¿cómo se explica el que los gobernantes, que deben ser personas entendidas, hayan permitido este engaño durante tantos siglos?
Os lo explicaremos en las menos palabras posibles.
La religión cristiana no ha sido siempre la de los españoles; durante miles de años tuvieron religiones muy diferentes. La que tenían antes del cristianismo se había puesto muy vieja, es decir, después de durar muchos siglos, todos fueron poco a poco comprendiendo que no podía ser la verdadera, a pesar de que también aquella religión había hecho y hacía milagros.
Los Gobiernos de aquellos tiempos, que se habían valido de los sacerdotes de la religión vieja para mandar, se encontraron sin aquel apoyo, y después de examinar varias religiones adoptaron la cristiana, la cual, de la manera que entonces se practicaba, era muy superior a la religión antigua.
Pero, a pesar de la superioridad evidente de la religión cristiana, no era posible convencer al pueblo de que fuese más verdadera que la vieja; y con objeto de conseguir este resultado, se determinó, entre los jefes del gobierno, por un lado, y los obispos, o sean los jefes de la Iglesia, por otro, el arreglo siguiente:
Los jefes del gobierno decidieron, no sólo aparentar creer en la nueva religión, asegurando que sus sacerdotes eran los verdaderos representantes de Dios sobre la tierra, sino que para darles más autoridad, asistían con gran aparato a todas las ceremonias de la Iglesia, besaban devotamente la mano a los obispos, comulgaban ante todo el mundo, etcétera, etc.
Los sacerdotes, en cambio, alababan en sus sermones la sabiduría de los que gobernaban y lo bien que administraban la nación, lo cual no era cierto, porque en aquellos tiempos el gobierno no era un poco peor, sino muchísimo peor cien mil veces que ahora.
A esta alianza es a la que se llamaba, y todavía se llama, la unión de la Iglesia y el Estado, o como dicen otros, el Altar y el Trono.
Al que no obedecía, la Iglesia le amenazaba con el infierno; al que comprendía que no había tal infierno y no hacia caso, la Iglesia le excomulgaba, lo cual era muy serio, porque en aquellos tiempos, al que la Iglesia excomulgaba, el Estado encerraba en un calabozo, o le rompía los huesos en los tormentos, o le quemaba en medio de las plazas públicas para escarmiento de otros, diciendo que era un enemigo de Dios, como si los hombres pudiésemos hacer algún daño a Dios.
Pero ¿qué necesidad tenía el Estado de la Iglesia para gobernar?
Tenía mucha necesidad, porque en aquellos tiempos no había ejército permanente para conservar el orden dentro de España, y como el gobierno cometía todo género de abusos, se valía dé los curas para contener a los pueblos, engañándolos.
¿Y por qué no se sostenía un ejército permanente?
Porque entonces España era mucho, muchísimo más pobre que ahora, y estaba muy mal organizada la administración; de suerte que no había dinero para pagar soldados más que en tiempo de guerra.
Pues, qué, ¿no tenía que pagar a los curas?
No. Entonces los curas no cobraban sueldo del gobierno, sino que tenían lo que se llamaba diezmos, es decir, que todos estaban obligados a entregar a la Iglesia la décima parte de lo que recogían, fuese trigo, fuese lo que quisiera; y el que no lo hacía era excomulgado y se le echaba a la cárcel, y se le confiscaban todos sus bienes.
¿Y por qué no se pagan ahora los diezmos?
Como os hemos dicho, los gobernantes que implantaron la religión cristiana tuvieron que fingir creer en ella para convencer al pueblo, y, al efecto, cada vez que se fabricaba algún gran milagro se organizaban procesiones magníficas, a las que concurrían no sólo un sinnúmero de curas y muchos obispos, sino todos los jefes del gobierno, todos los altos dignatarios, toda la nobleza, que en aquellos tiempos era muy poderosa; todo, en fin, lo principal de la nación, y se prosternaban de rodillas ante algún pedazo de hueso, o alguna virgen que aseguraban había caído del cielo.
Con estas farsas, España entera quedaba persuadida de que, cuando todos aquellos grandes señores, que al parecer no tenían ningún interés en engañar a nadie, hacían tales cosas, no podía caber duda de que el milagro era cierto, muy ajenos de imaginarse en qué consistía todo ello.
Pero ved cómo unido al delito siempre va el castigo. Los gobernantes engañaron al pueblo para dominarle; pero a fuerza de pasar las ceremonias de la Iglesia como cosas santas y como misterios divinos de padres a hijos durante varios siglos, acabaron por creer en ellas, no sólo el pueblo, sino los mismos jefes del Estado, no comprendiendo la falsedad de la religión más que los jefes de la Iglesia, los cuales siempre han sabido y saben perfectamente a que atenerse.
Los milagros fabricados doscientos o trescientos años antes, no eran ya puestos en duda por nadie; la fe de la nación entera en la Iglesia y en sus ministros fue completa. Durante un periodo de ochocientos años, la Iglesia hizo y deshizo lo que le dio la gana, tratando a España como si fuera propiedad suya, y a sus habitantes como sus esclavos. Los reyes mismos temblaban ante ella, porque excomulgarles y abandonarles sus vasallos, era todo uno.
Pero no era posible conservar a una nación entera perpetuamente en la ignorancia, en la que la Iglesia Romana quería conservas a España; y a pesar de las excomuniones, y de los calabozos y de los tormentos, las gentes fueron educándose, y con la educación fueron abriendo los ojos y comprendieron el fraude.
En el trascurso de muchos años, el número fue aumentando hasta que, al fin, los desengañados fueron tantos, que pudieron tomar en sus manos el gobierno del país, y echaron abalo la Inquisición, que tantos miles de hombres había quemado, y obligaron a la Iglesia a devolver a la nación las inmensas propiedades que se habían hecho donar por los infelices a quienes amenazaron con el infierno, y desocuparon los conventos, en los que vivían en la holganza más completa miles y miles de frailes, y redujeron los curas a la mitad, y los pusieron a sueldo, y por esta última razón es por la que se han suprimido los diezmos.
Y si esto es así, ¿por qué los gobiernos no suprimen todos los curas?
Porque vosotros no los dejáis.
¿Cómo que nosotros no los dejamos?
Porque los curas son muchos miles: no hay aldea en que no haya alguno, y los campesinos creen cuanto ellos les dicen. ¿Lo dijo el señor cura? Pues debe ser así, y es necesario obedecer.
Si mañana el Gobierno suspende la paga al los curas, os encontráis que no hay quien os diga misa, ni quien os confíese cuando muráis, ni haga todas esas mil fórmulas que, desde que tenéis uso de la razón, habéis visto practicar a todos, empezando por vuestros padres, como la única manera de adorar a Dios y de ir al cielo.
¿Creéis que entonces costaría gran trabajo a los curas sublevar a los pueblos ce los campos? ¿Pues en qué os figuráis que ha consistido la guerra carlista?
Pues sencillamente en que los curas de las Provincias Vascongadas y Navarra y parte de Aragón y Cataluña, hicieron tomar las armas a todos los habitantes, asegurándoles que la causa de Carlos VII era la causa de Dios, y los que peleasen a su favor irían al cielo; y esto bastó para que aquellos españoles, de cuyo valor heroico todos nosotros debemos estar orgullosos, porque son nuestros hermanos, bastó aquello para que empleasen su valentía y arrojo en combatir contra el resto de la nación.
¿Y creéis que a los curas les importa D. Carlos más que D. Alfonso?
Pues nada de eso. Si apoyan a Don Carlos, es porque éste les tiene prometido que, si llega a ser rey de España concederá a la Iglesia los privilegios que antes tuvo. Si tal cosa pudiese ocurrir, nos sería imposible enseñaros la verdad, como lo hacemos en este libro, ni vosotros podríais leerle, porque si lo hicieseis ambos seríamos arrojados en algún calabozo, si es que no nos sucedía algo peor.
Hoy, afortunadamente, los gobiernos en nada se oponen a que enseñemos a nuestros compatriotas la verdad desnuda de la Iglesia Romana, sin que sus ministros puedan hacernos daño alguno porque las excomuniones, a las que en otros tiempos iban unidos tremendos castigos, no sirven hoy más que para aplicarlas a un uso que no os decimos, porque olería mal.
¡Toma, toma! Pues ahora comprendemos, por qué los curas de nuestro pueblo tienen todos el retrato de Don Carlos y el de una doña Margarita, que dicen es su mujer.
Precisamente. Y por ese enorme poder que todavía conservan sobre vosotros los sacerdotes por efecto de vuestra ignorancia, por eso es que los gobernantes, por más que algunos lo deseen, no se atreven a tocar a los curas, esperando que con el tiempo vosotros iréis aprendiendo y descubriendo cuan engañados estáis. Cuando ese tiempo llegue, como llegará más tarde o más temprano, entonces veréis qué pronto sale un decreto diciendo que la nación no se encarga de mantener sacerdotes, ni de la Iglesia Romana, ni de ninguna otra, y que los que quieran curas, que los paguen de su bolsillo, como se hace en otros países.
El día que vosotros, abriendo los ojos a la razón, permitáis a nuestros gobernantes expedir ese decreto, los muchos millones que todos los años sirven para mantener esos miles de curas y los obispos, se os podrán rebajar de las contribuciones, o se podrán emplear en escuelas, en hospitales, en carreteras, en ferrocarriles, en obras, en fin, de verdadera utilidad.
¿Y hay otras religiones además de la cristiana?
Sí; hay muchas.
¿Y son muy malos los hombres de las otras religiones?
No son mejores ni peores que vosotros. Ni son mejores, ni peores que vosotros. En los países en que ellos habitan, hay pillos y hay honrados. Allí, como aquí, el ladrón va a la cárcel y el asesino a la horca. Allí, como aquí, sus sacerdotes predican la caridad, el amor al prójimo y una porción de cosas buenas que ellos mismos no practican. Allí, como aquí, hay milagros. Allí, como aquí, su dios no se aparece a los incrédulos para convencerles, sino a sus fieles, que ninguna necesidad tienen de verle para creer. Allí hay hombres santos que pasan meses enteros sin comer, y basta que un enfermo les toque, para quedar curado. Allí, como aquí, hay hombres que no creen que eso sea verdad. Allí, como aquí, sus sacerdotes dicen que no hay más religión verdadera que la suya, y que los cristianos, y los demás, adoran al diablo. Cunando en aquellos países decimos que nuestro dios son tres dioses y uno sólo al mismo tiempo, se imaginan las gentes que los cristianos no tienen sentido común. Cuando les decimos que los católicos romanos adoran a su dios, comiéndoselo, no quieren creerlo, pensando que nos burlamos de ellos; y por este estilo podríamos citar muchos casos.
¿Y tienen esos hombres Escrituras Sagradas?
Sí; los que creen en esas religiones tienen también libros que sus sacerdotes dicen fueron escritos por Dios, y que son completamente distintos de nuestras Sagradas Escrituras.
¿De suerte que a los que nacen en aquellos países les es imposible creer que la religión cristiana es la verdadera?
Completamente imposible, que es lo mismo que a vosotros os sucede respecto a sus religiones.
¿Y son muchos los que creen en esas religiones?
Más del doble que todos los cristianos, católicos, romanos, griegos y protestantes reunidos.
¿Y son sus religiones tan antiguas como la nuestra?
Sus religiones existen desde miles de años antes que la vuestra. Pero, en fin, nos diréis, si los cristianos no os pueden probar que sus Sagradas Escrituras son más divinas que las de esas religiones, vosotros tampoco podréis probar que no lo son.
Si presentándoos los Vedas, que son las Sagradas Escrituras de la religión de Brahma, os mostramos que su Dios se contradice, no creeréis en él.
Sí presentándoos el Koran, que son las Sagradas Escrituras de los mahometanos, os mostramos que su Dios miente, no creeréis en él.
Pues bien, si presentándoos la Biblia, que son las Sagradas Escrituras de los cristianos, os mostramos de la manera más palpable que su Dios se contradice y miente, tendréis que confesar que ese Dios es tan falso como cualquiera de los anteriores.
Eso es lo que os vamos a probar, no de una, sino de veinte maneras diferentes en esta pequeña obra.