Ni somos literatos, ni hacemos del escribir un negocio. La vista del fanatismo que, apoyado en la ignorancia, impera por completo en nuestros campos y pequeñas poblaciones, aun entre clases que se dicen educadas, es la que nos ha inspirado estas páginas.
El atraso en que España se halla en materias religiosas es tal, que personas que comparten nuestras opiniones sobre este particular, se asustan ante la idea de que ayudemos a abrir los ojos a nuestro engañado pueblo. ¡Hasta este punto está viciada la atmósfera de nuestra patria por el humo de los incensarios!
Unos nos preguntan si, enseñándoles la verdad serán los hombres más felices. Desde luego afirmamos que serán menos infelices cuanto menos causas de infidelidad tengan, y el imaginario infierno de la Iglesia, por mal nombre llamada cristiana, es una de ellas.
Otros nos arguyen que, si destruimos la Iglesia la sociedad va a desquiciarse. ¿Desde cuando, replicaremos nosotros, los principios inmutables de la moral y la justicia son propiedad exclusiva de la Religión de Roma, ni de ninguna otra? A los que esto nos digan, contestaremos con las propias palabras de Jesucristo: No he venido para destruir la ley, sino para que se cumpla (San Mateo, Cap. V, Vers. 17).
Sí, nosotros venimos igualmente a que se cumplan los mandamientos de Cristo. Con ellos encabezamos y ponemos fin a esta obra. Lejos de quererlos destruir, nuestro único objeto es el que todos los conozcan: grabarlos, si posible fuese, en el corazón de todos nuestros semejantes.
No falta quien nos aconseja, diciéndonos que lo único que ganaremos será el odio de los sacerdotes de ese fariseísmo que, disfrazado de religión, tanto se practica en nuestro país, quienes tratarán de hacernos todo el daño posible, pintándonos como un aborto del infierno, capaz de todos tos crímenes. Mientras a nuestras razones no opongan los ministros de la Iglesia otros argumentos que ésos, nos concretaremos a decir que jamás hemos visto un pillo a quien la policía no le pareciese muy mala.
Pocos españoles han vivido por muchos años en países extranjeros, como a nosotros nos ha sucedido; pocos pueden comprender la vergüenza, el dolor con que hemos visto tratar del atraso, de la barbarie de nuestra patria en cuestiones religiosas. ¡Cuántas veces hemos mentido, sosteniendo no ser cierto lo que demasiado sabíamos que lo era; lo que hoy, que estamos en familia, consideramos un deber el atacar!
Además, la superstición no produce solamente el atraso intelectual y moral, sino también el material. Sin el fanatismo religioso que todavía nos domina, la segunda guerra carlista no habría sido posible. España no habría visto a sus hijos exterminarse por millares en una lucha continua de tres años, durante los cuales han sido azotados distritos enteros: lucha que en cualquier momento puede renovarse, porque mientras la causa exista, la paz no es paz, es una tregua.
El día que, despertando España a la verdad, se vea libre para siempre de la pesadilla de la Iglesia romana, los millones que anualmente sirven para mantener a sus inútiles maestros se emplearán en practicar la verdadera religión, en hacer obras de caridad, socorriendo las necesidades de nuestros pueblos.
Si fuésemos a extendemos todo lo que el asunto requiere, no sólo excederíamos los límites de un prólogo, sino que éste resultaría mayor que la obra misma. Con lo dicho basta, pues, para comprender hasta qué punto influye la superstición en el atraso moral y material de nuestro país.
Españoles somos y el colmo de nuestros deseos sería ver nuestra querida patria libre para siempre del fanatismo, que es una de las causas principales de su atraso. Si a este resultado logramos contribuir en algo con nuestra insignificancia, nos daremos por suficientemente recompensados por este pequeño trabajo.