CAPÍTULO 05

Eileen estaba en un lugar que creía no haber visto nunca aunque la sensación de familiaridad la contrariaba. A su alrededor, todo eran luces y sombras que se entremezclaban como pintura amarilla y gris. La luz del sol poniéndose entre las montañas, invitando a la noche a que cayera sobre la tierra. Ella dando vueltas sobre sí misma con los brazos extendidos en un bosque misterioso, esperando a que alguien saliera entre las sombras que creaba la luna con su luminosidad. Alguien querido, alguien amado, alguien anhelado y olvidado durante mucho, mucho tiempo… Una silueta apareció entre la vegetación. Era un hombre alto y corpulento, tanto que mientras se le acercaba, ella tenía que echar la cabeza totalmente hacia atrás. No podía verle la cara… La imagen era muy borrosa.

—Buenas noches, mi bella Aileen —le decía mientras se agachaba y la cogía en brazos.

El calor humano y el afecto, eran tan reconfortantes cuando se sentían tan sinceros… ¿Quién era ese hombre?

—Ha estado todo el día preguntando por ti —decía una voz melodiosa y femenina tras ella—. ¿Y mi athair[8]?, preguntaba. Sabe pocas palabras, pero esa fue la primera que aprendió. Te adora.

—Y yo a ella —respondía el hombre—. ¿Y tú?

—¿Y yo qué? —le preguntaba la mujer de un modo divertido y coqueto—. ¿Me adoras, mi amor? —parecía que la había tomado de la cintura y ahora las abrazaba a ambas.

—De un modo que hasta me duele.

—Dímelo. Dímelo en mi lengua —le rogó.

La mujer soltó una dulce carcajada.

—Is caohm lium thu a, mo ghraid[9].

La mujer se acercó a besarlo. ¿Por qué demonios no podía verles la cara?

Aquella imagen se convirtió en una espiral vertiginosa que no dejaba de dar vueltas a toda velocidad. La espiral se paró y apareció otra imagen.

La misma mujer estaba con ella. No la veía claramente, pero la percibía, la sentía. Era un día soleado, se acercaba el crepúsculo.

La mujer la abrazaba con fuerza y le susurraba una canción al oído. ¿De qué le sonaba aquella nana? Su voz la relajaba e incluso podía llegar a percibir su olor. Olía a fresas y a melocotón.

—Aileen —le acarició el pelo con dulzura—. Athair ya está aquí.

El hombre se acercó a ella, la besó en la mejilla y las cubrió a ambas con una manta negra abrazándolas con necesidad y posesión.

—¿Cómo están mis dos niñas?

—Mejor ahora que tú estás aquí.

Hubo un silencio entre ellos.

—Hoy ha hecho mucho sol —observó él—. ¿Aileen ha estado bien?

—Sí —contestó la mujer sonriéndole—. Me temo que esta jovencita —cogió su manita y le besó los dedos— ha decidido que todavía no quiere parecerse a su athair.

El hombre acarició su nariz con la de ella.

—Me alegro —le dijo—. Sólo tienes tres añitos, pequeña. No sería justo.

—Tampoco lo es para ti —replicó la mujer.

—A mí no me hace falta —dijo él encogiéndose de hombros—. Ya os tengo a vosotras para iluminar mi vida.

La imagen volvió a desaparecer y a disiparse. Se estaba desvaneciendo, se iba, cuando se encontró bruscamente en otro escenario.

Corrían a mucha velocidad. El hombre las había agarrado a ambas y esquivaba árboles, piedras, ramas y ríos… Las llevaba en brazos.

Huían de algo o de alguien.

El hombre cayó violentamente con ellas bien amarradas a él. Puso su cuerpo para que no sufrieran el golpe.

Dirigió la mirada a la rodilla del hombre. Sangraba y estaba reventada.

—Aileen… —dijo la mujer agarrándola por los hombros—. ¿Estás herida? —la inspeccionó angustiada—. ¿No? Cariño, mírame.

Toda su atención en el rostro de la mujer. Parecía hermosa, pero su voz se quebraba de miedo. ¿Era pelo negro y largo lo que veía? ¿Ojos… verdes?

—Athair está herido —continuaba la mujer.

Volvió a desviar la mirada hacia el hombre, que se hacía un torniquete en la rodilla con un trozo de tela de su propia camisa. Miró el hombro de la mujer que también sangraba. Se sentía tan asustada.

—Cariño, mírame a los ojos. Bien, cielo. Muy bien, eres muy valiente. Papá y mamá guardamos unas cosas muy importantes. Están enterradas en la piedra mágica del puente de West Park ¿Te acuerdas de la piedra, cielo mío? ¿Sí? Qué orgullosa estoy de ti… Quiero que corras hasta ella, desentierres los objetos y lo lleves a los Madadh-allaidh[10]. ¿Te acuerdas, princesa? ¿Recuerdas dónde están ellos?

—Aileen —el hombre alargaba la mano hacia ella hasta que se la cogió—. Mi ál[11], Aileen. Hace tiempo que no venimos por aquí, casi seis años… ¿Recuerdas Wolverhampton? ¿Recuerdas el parque? No queda muy lejos de aquí, mi vida. ¿Sí, pequeña? Por los dioses… —susurró acongojándose—. Qué cosita más bonita hicimos, Jade —miró a la mujer con veneración—. Será tan hermosa como tú.

La mujer se sacudía mientras lloraba.

—Venid aquí —rogó él. La mujer llamada Jade corrió hacia él y lo abrazó sollozando.

Ella sentía que estaba aplastada entre los dos, y que también lloraba.

—Más de dos mil años en soledad han valido la pena para esto —dijo él limpiándose las lágrimas—. Pídeles a los Madadh-allaidh que te lleven ante AnDuineDoch[12]. Repite lo que te dice athair, Aileen.

—AnDuineDoch… —repetía mientras se sorbía la nariz—. Pero… cha b’éid mi, athair[13].

—No, Aileen. Aún no eres como ellos, pero lo serás —dijo él juntando su frente con la suya—. Lo serás y cambiarás las cosas.

Aquel hombre tenía el pelo largo y lacio, de color negro. Y sus ojos eran… ¿de color violeta? Violeta, claro…

—Tú encuentra los regalos, princesa. Y nunca te sentirás perdida, mi dulce Aileen —la besó en la mejilla—. Y recuerda que mammaid y athair te querrán siempre, ¿sí?

Is caomh lium Aileen glé mhor a mammaid a athair[14] —los abrazó con fuerza y lloró desconsolada.

Is caomh lium thu glé mhor Aileen[15] —contestaron los dos a la vez, intentando llevarse el recuerdo de aquel momento con ellos.

—Ahora, corre… Corre y no mires atrás… —gritó el hombre mientras se ponía de pie en posición de defensa.

Las imágenes se volvieron confusas… Oyó gritos y cuerpos desplomarse en el suelo. Corría hacia aquel lugar, estaba a punto de llegar. Sentía la humedad del bosque, el olor de la noche y oía el agua del río. Corrió tanto como pudo… y entonces… zas… Algo le golpeó en la cabeza… y un remolino negro la absorbió.

Caleb observaba a Eileen de pie y con los brazos cruzados. La chica fruncía el ceño y los labios como si estuviese soñando. Se había prometido que no iba a entrar en su mente hasta que no le diera permiso. Aparecer en sus sueños después de lo que le había hecho podría acarrearle una gran y dolorosa pesadilla. Y ella debía descansar.

Menw y Cahal estaban sentados alrededor del sofá donde yacía el cuerpo de la joven.

Menw había traído seis bolsas de sangre de litro para hacerle las transfusiones. Iban por la última y, poco a poco, aunque todavía estaba muy pálida a parte de magullada y amoratada, iba recuperando el color. Los dedos de las manos, no estaban fríos ni las uñas moradas. Los labios volvían a su tono rosado oscuro tan atrayente para Caleb y ahora ya no se le marcaban tanto las venas. Qué mal lo había hecho todo…

Cuando los dos hermanos rubios e imponentes entraron en la casa y la vieron en el sofá, Cahal frunció el ceño y Menw hizo negaciones con la cabeza.

—No pudiste controlarte mucho por lo que veo —dijo Menw apresurándose a sacar la sangre, los tubos intravenosos y las agujas. Traía con él el soporte de hierro para colgar las bolsas y lo colocó al lado de Eileen.

—No —contestó él a secas.

—¿Por alguna razón en especial? —Cahal lo miró de reojo. La pregunta tenía varias intenciones.

—Me cegué.

Cahal permaneció mirándolo un buen rato. Intentaba averiguar si él había sentido algo especial con ella. Caleb permaneció sereno e impertérrito.

—No sigas, Cahal. No ha sido más que un desliz —le recriminó con los ojos clavados en Eileen.

—Lo que tú digas, amigo —alzó las manos en señal de disculpa—. Bueno… —bajó los brazos y exhaló aire bruscamente—. ¿Para qué me necesitas?

—¿Y Samael?

—Encerrado durante siete largos y relajantes días —contestó Menw mientras abría la maleta al lado del sofá.

—Tiene que meditar sobre lo que ha hecho —dijo Caleb.

—Estoy de acuerdo —apoyó Cahal cruzándose de brazos—. ¿Y bien? ¿De qué se trata?

—Tú detectas las sustancias en la sangre, Cahal —afirmó Caleb.

—Así es.

—Eileen es diabética. Tiene diabetes mellitus del primer tipo.

—No lo creo —dijo él meneando la cabeza de un lado al otro.

—Lo es —contestó Caleb confuso.

—No, no lo es —aseguró Cahal acariciando su cola de caballo.

—Lo vi en su mente. Cada noche, ese tipo, Víctor…

—Víctor ¿su novio?

—No, Víctor era el doctor —contestó con un extraño resentimiento—. La visitaba para administrarle insulina.

—¿Era su doctor? —preguntó sorprendido Cahal.

—Sí, era su doctor —admitió Caleb avergonzado—. A Eileen no le gustan las agujas y su padre no la tocaba nunca, así que él no se lo iba a administrar. Víctor era el doctor familiar.

—¿Y nada más? —la miró de arriba abajo con sorpresa.

—No —claro que no. Caleb sabía mejor que nadie que ella era virgen—. Cuéntame por qué Eileen no es diabética.

—Sabes que tengo el gusto y el olfato muy desarrollados. La diabetes cambia el olor corporal y hace que la piel segregue una sustancia aromática parecida a la manzana. Los humanos huelen sólo a aquellos que tienen el olor fuerte, pero yo los huelo a todos. Los huelo a metros de distancia. Es una característica que desarrollé con la medicina ayúrveda en la India —Cahal había viajado mucho para aprender a controlar y para estudiar los impulsos de su cuerpo inmortal—. Los indios creen que los olores, cuando se trabajan, ayudan a diagnosticar o corroborar enfermedades. Los cuerpos mutan cuando están enfermos, segregan sudor y cambian la constitución molecular de su agua corporal. Entonces modifican su perfume personal.

—¿Y Eileen no huele así?

—Ay, amigo —le dio una palmada en la espalda—. Tú sabes tan bien como yo a qué huele esta muñequita. Es un adorable pastelito de frambuesa. Eso es innegable, su perfume… mmm… embriaga.

—Ya lo creo —dijo Menw observando el trayecto de la sangre de la primera bolsa a la vena del brazo de Eileen—. Caleb, casi la matas —le recriminó—. ¿No notaste que era especial mientras bebías de ella? —gruñó—. ¿No pudiste parar?

—¿Crees que es fácil? —contestó Caleb con el mismo tono—. Tú deberías saber mejor que nadie lo que se siente al beber de…

—Espera… —les interrumpió Cahal—. Lamento interrumpir, pero no empieces la transfusión, Menw.

—O la empiezo o se muere —contestó Menw encogiéndose de hombros.

—Déjame probarla —sugirió Cahal—. Y así veré de qué tratan a esta chica.

—Ni hablar —Caleb apretó los puños y se puso tenso.

—No quiero morderla. Joder, Caleb. ¿Acaso es tuya? —preguntó esperando que su amigo admitiera lo que él había notado. No hubo respuesta—. Me bastará con una gota.

—La pincharé en un dedo —Menw cogió una aguja y se la clavó. Casi tuvo que aplastarle la almohadilla de las huellas dactilares para que saliera una gota de sangre. Caleb, la había chupado como si se tratara de una esponja—. Puede que no sea diabética, pero tiene algunos de los dedos de las manos pinchados. La han tratado como si lo fuera.

—Déjame ver —dijo Cahal. Se arrodilló a su lado y tomó la mano muerta de las manos de Menw. Inspeccionó los dedos y asintió con la cabeza. Luego dirigió la mirada al dedo corazón y quedó cegado por la perla de sangre de la chica—. Hay que ser un titán para ignorar tan suculento manjar. ¿No crees, Caleb?

Caleb frunció el ceño y Cahal vio cómo un músculo de la barbilla le empezaba a palpitar. El rubio, con toda su hermosura, inclinó los labios hacia el dedo de Eileen, sacó la lengua, introdujo el dedo en su boca y lo chupó como si fuera un caramelo.

Caleb gruñó, caminó hacia él, y tomó la muñeca de Eileen para apartársela de la boca con brusquedad. Faltó decirle: es mía… Cahal cayó al suelo de culo con los ojos cerrados concentrándose en el sabor de Eileen.

El vanirio estuvo a punto de cogerlo por las solapas de la camiseta roja ajustada que llevaba, pero Menw lo detuvo con la mano.

—Déjalo. Está haciendo su trabajo, Caleb.

Cahal permanecía sentado, todavía no abría los ojos. Al poco tiempo se levantó y quedó de pie frente a Caleb.

—No es diabética, Caleb —le dijo sonriéndole—. Y por cierto, creo que tampoco es tuya a no ser que digas lo contrario.

El aludido entrecerró los ojos. Conocía a Cahal y sabía que su amigo rubio lo estaba provocando, incitándolo a que reclamara a Eileen. Su amigo Cahal lo haría a ciegas sólo para proteger a los vanirios, no porque la quisiera o la deseara. Cahal temía a las represalias de Eileen. Ella seguía siendo la hija de Mikhail. Después de cómo la habían tratado los vanirios, nada hacía pensar que Eileen no sucediera a su padre en la persecución de los de su clan. Si ella era vengativa, lo haría.

Sin embargo, Eileen había demostrado a Caleb, gracias a su intromisión mental, que ella no era así. Caleb estaba convencido de que querría olvidarse de todo lo vivido, alejarse de allí, de ellos y de él y empezar una nueva vida en cualquier otro sitio con sus proyectos y sus sueños… Intentaría ser feliz y no quedar traumatizada. Intentaría ser feliz… ¿con otro hombre? Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Caleb. Aquella idea empezaba a resultarle irritante y le escocía más de lo necesario.

Si casi había golpeado a Cahal por chuparle un dedo…

—Eileen sigue estando a mi cargo, Cahal. Confía en mí. No haré nada que perjudique a los nuestros —aseguró Caleb.

—Si le devuelves la humanidad, lo harás —replicó él relajándose y bajando los hombros—. Transfórmala. Asegúrate de que se una a nosotros, de que no esté en nuestra contra. Es humana y tal y como la hemos tratado puede vengarse soltándolo todo. Ese es mi consejo. Tú eres su amo, tú decides.

—No, no lo soy —negó él rotundamente. ¿Con qué derecho iba a serlo ahora? No lo había sido antes tampoco—. Pero ella está a mi cargo, sólo por el momento.

—Como quieras, Caleb. Confiamos en ti —afirmó Menw con una mirada conciliadora.

—Bien —asintió más tranquilo—. Cuéntame —lo animó con la mano.

—La insulina de su sangre es natural, no química. Su páncreas segrega bien. Hidratos de carbono, grasas y proteínas… perfecto. No hay ningún trastorno metabólico que lo altere. Y no hay hiperglucemia. Los niveles de glucosa en su sangre son estables. Está perfecta. Pero eso tú ya lo sabes… —dijo como quien no quiere la cosa—. Sin embargo, hay una sustancia adherida en la sangre.

Caleb frunció el ceño con atención.

—Se trata de… —Cahal paladeó una vez más—. Una solución controlada de propranocol y placebo.

—¿Drogas? —preguntó Menw—. ¿Es una yonqui?

—No puede ser —cortó secamente Caleb—. Sea lo que sea lo que le inyectaban, Eileen estaba convencida de que era insulina para su enfermedad. Ella nunca ha tomado drogas. Lo habría visto en sus recuerdos…

—Pero se las han suministrado. A lo mejor esas inyecciones no contenían insulina —dedujo Menw—. ¿Y si fingían tratarla de diabetes?

—¿Cuál es la función de esas sustancias, Cahal? —preguntó Caleb acercándose a Eileen inconscientemente y sentándose en el brazo del sofá, al lado de la cabeza morena de la joven. No dejaba de mirarla.

—Son betabloqueantes. Bloquean los recuerdos y hacen desaparecer los sueños y las pesadillas.

—Creo que estas sustancias —Menw cambiaba otra bolsa de sangre— son las que los médicos del gobierno facilitan a los militares que han participado en guerras, como la del Golfo o la de Iraq. Anulan los recuerdos y les permiten soñar plácidamente. Caen casi en coma.

—¿Estáis diciendo que drogaban a esta chica cada noche desde los siete años?

—¿Desde los siete? —Menw silbó—. Caramba…

—Eso creo, Caleb —afirmó Cahal—. ¿No encontraste ningún recuerdo traumático por ahí? Algo que les incitara a darle propranocol…

—No —Caleb sacudió la cabeza y acarició un mechón azabache de Eileen. Los dos rubios lo miraron perplejos. Él nunca hacía esas cosas—. Sus recuerdos empiezan a partir de esa edad… pero… no sé… es todo tan confuso.

—A partir de esa edad, tú lo has dicho. ¿Qué pasó antes?

—Las personas empezamos a almacenar recuerdos conscientes a partir del primer año —susurró Caleb sin dejar de acariciarle el pelo. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, apartó la mano rápidamente. Cahal sonrió maliciosamente—. ¿Dónde estuvo? ¿Qué ha pasado con su memoria?

—Sea lo que sea, no querían que lo recordara —comentó Menw—. Tiene una fractura en la muñeca. Voy a vendársela.

Caleb dirigió la mirada a los brazos de Eileen. No sólo tenía una fractura en una muñeca, sino que el cinturón le había dejado marcas en ambas. Sintió que el estómago se le giraba al recordar lo que había hecho.

—Ese cabrón de Mikhail… Él era su padre —dijo Caleb asqueado—. ¿Cómo pudo drogar a su hija a tan temprana edad?

—¿Y su madre? —preguntó Menw—. Alguien tuvo que parirla, ¿no?

—No hay recuerdos de su madre. Ella murió en el parto o al menos eso es lo que hay en la mente de Eileen.

—Se lo diría Mikhail, supongo.

—Entre otras cosas, sí. Culpaba a Eileen de la muerte de su mujer.

—Vaya desgraciado —dijo Cahal—. ¿Sabes? Creo que esa era la razón por la que no podíamos entrar en su mente cuando la vimos. La droga estaba en pleno efecto. Sacudía su cerebro y su sistema neuronal.

Caleb no podía creer nada de lo que estaba pasando.

—Hay que desenterrar el cuerpo de Mikhail —Menw quitó la bolsa de sangre vacía y la sustituyó por otra llena—. O eso, o hablar con Samael para que revele lo que vio en los recuerdos de Mikhail.

—No podemos hablar con Samael. Está apartado en la habitación del hambre —contestó Caleb—. Y de nada nos sirve la sangre de Mikhail una vez muerto. No podemos leer en sangre muerta, sin energía vital.

—Entonces sólo nos queda esperar a recuperar a la chica —señaló Menw con un gesto de su cabeza—. Puede que la podamos inducir para que nos deje entrar en su subconsciente. Sus recuerdos están ahí, sólo hay que abrirles la puerta.

—¿Qué has averiguado sobre su trabajo? —preguntó Cahal.

—No sabía nada de lo que hacían en Newscientists. Ella contactaba con cinco personas que eran los vínculos de los centros de investigación de la organización en el exterior. Nueva Orleans, Rumania, Escocia, Canadá e Inglaterra.

—Aparte de España, claro —dijo una voz femenina detrás de ellos.

—Daanna… —Caleb se sorprendió al verla.

Su hermana caminó hacia el sofá con gesto decisivo. Se reclinó sobre Eileen y miró a Caleb furiosa.

—Casi la matas —dijo ella apretando los dientes. Sí, eso ya se lo habían dicho.

—Daanna… ¿qué haces aquí? —preguntó él—. ¿Cuánto tiempo llevas escuchando?

—Lo suficiente para saber que es una chica inocente. Traje ropa para ella —señaló una maleta de carcasa dura y de color negra que había dejado en la puerta. Arrugó la frente y las cejas—. No iba a permitir que la llevaras desnuda de un lado al otro. No soy tan indiferente.

—Vaya, Daanna… Todo eso sin saber que no tenía nada que ver con los asesinos —susurró Menw con una sonrisa encantadoramente falsa—. Si hasta tienes corazón…

Daanna lo miró fríamente y luego lo ignoró.

—No matamos a los humanos por placer. Ni deberíamos sentir placer cuando lo hacemos —susurró irritada—. Sólo en defensa propia y si estamos en condiciones desfavorables, y siempre y cuando, sean humanos contaminados.

—Y… ¿este no era el caso? —preguntó Menw con sorna.

—Puede que sí. Pero seguía siendo una mujer indefensa y no tenía por qué acostarse con ella y convertirla. Se convierte a las auténticas cáraids, no a las que no lo son —esto último lo remarcó muy bien mirando a Menw—. Si había un castigo, era el sacrificio y no el regodearnos en su dolor. ¿Y vuestros códigos morales? ¿Dónde está la lealtad a vuestro juramento?

Menw resopló con sorna.

—¿Algo que decir, Menw? —le preguntó alzando la ceja de un modo suficiente.

—¿Yo? —se señaló a sí mismo con gesto provocador—. Nada, sólo me sorprende oír las palabras lealtad y moralidad en tu boca, princesa.

—No me llames así —tenía las manos hechas puños a cada lado de su cuerpo.

—Vosotros dos… ¿Para cuándo el polvo de la reconciliación? —preguntó Cahal disfrutando del espectáculo.

—Cállate, Cahal… —gritaron los dos a la vez.

Caleb miró a Cahal y tuvo que controlar sus ganas de echarse a reír.

Daanna miró fijamente a Menw y él le fue recíproco. Luego apartaron la cara a la vez, como dos niños pequeños.

—¿Cómo está? —preguntó ella finalmente desviando su atención del rubio del pelo recogido en una diadema.

—Menw le está haciendo transfusiones —le explicó Caleb—. Se recuperará.

—¿Ya la has converti…? —dijo alarmada.

—No —contestó Caleb sonrojándose.

—Así que mi bráthair[16] se arrepintió —le dijo orgullosa de él.

—No te confíes, hermanita —dijo él irguiéndose—. No lo hice porque descubrí que ella no tenía nada que ver.

—Bueno —se encogió de hombros—. Supongo que cuando viste que ella no tenía nada que ver, como tú dices, se te cayó el mundo encima por lo que habías hecho y decidiste no robarle su vida, su humanidad. Te habrías equivocado si lo hubieses hecho, Caleb. La hubieras matado igualmente cuando encontraras a tu verdadera pareja. Habría muerto de necesidad por ti. Me alegro de que no haya sido así —se aclaró la garganta y miró de reojo a Menw—. Un hombre tiene que saber cuándo parar. No como otros que en cuanto se les presentó la oportunidad de tirarse a todo lo que se meneaba, no dudaron en convertir a la primera que lo empalmó.

—Eso fue un error —dijo Menw entre dientes seriamente afligido por la acusación.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo fue un error, Menw? ¿Mientras te la tirabas o cuando le clavaste los colmillos? No, a lo mejor… —estaba tan tensa que podía romperse en cualquier momento. Lo miraba de reojo, roja de la rabia— fue cuando le diste de tu cuello para que te probara.

—¿Cuándo lo vas a superar, Daanna? —Menw se había puesto una máscara de frialdad e indiferencia, pero el dolor seguía latente en las profundidades de sus oscuros ojos azules.

—Te sobrevaloras, Menw. No hay nada que superar —sonrió ella intentando mantener la compostura.

Mada-ruadh[17] —dijo él cerrando la conversación.

—Menw, no vuelvas a insultarla —Caleb decidió formar parte de la discusión— o tendré que darte una paliza…

Cianoil choin[18] —replicó ella recogiendo la maleta airadamente.

—Daanna, cariño… —le dijo Cahal suavemente—. Esa lengua…

—Salid de aquí —les ordenó ella a todos. Estaba irritada con Menw y con su hermano, pero sobre todo con ella misma. Podían pasar años, siglos y milenios. Todavía no había aprendido a ser indiferente a las palabras de algunas personas—. La voy a cambiar.

Caleb la miró impertérrito.

—¿Tiene que seguir desnuda cuando se despierte? —le preguntó ella arqueando las cejas—. No, hermanito. Ya se ha abusado suficientemente de ella.

—Sí, será mejor que la tapes —sugirió Cahal—. La chica está demasiado buena para tres hombres sexualmente activos como nosotros.

Caleb intentó hacer oídos sordos al comentario de Cahal. No quería salir, no quería alejarse de ella. Pero ¿por qué, joder?

Haciendo acopio de fuerzas y voluntad salió de allí casi arrastrando los pies. Tuvo que coger a Cahal del cuello para que se viniera con él y con Menw. Este último seguía mirando de un modo desafiante a Daanna.

Daanna procedió con gran eficacia y mimo a la hora de vestir a Eileen.

—Qué animales… —susurró repasando con sus dedos las heridas del cuerpo de la chica—. Con un poco de suerte, lo superarás. Pareces fuerte. Mi hermano es muy rudo cuando quiere —le decía mientras le ponía el pantalón—, pero sólo está esperando que alguien entre en esa cámara acorazada dónde tiene el corazón. ¿Sabes?

Cuando la acabó de vestir. La peinó y le desenredó el pelo. Daanna creyó que era precioso.

Se levantó y avisó a los demás de que ya podían entrar.

Los tres se sentaron alrededor de Eileen. La había vestido con unos tejanos azules algo gastados y una camiseta amarilla de tirantes que se ceñía a su espléndido cuerpo.

—Le dejo aquí las zapatillas —eran unas zapatillas Tommy Hilfilger playeras, doradas y con la suela negra. Las dejó a los pies del sofá—. Tenemos las mismas tallas, casi —sonrió.

Menw la miró de reojo dando fe de ello. Pero, sin embargo, Daanna era algo más alta.

—¿Qué día hace hoy? —preguntó Caleb mirando en dirección a la ventana negra del salón.

—No es recomendable salir. Extrañamente hoy hace un sol de justicia. Yo he venido por los túneles —contestó Cahal.

—Yo también —dijo Daanna.

—Y yo —añadió Menw.

—Entonces, no podemos salir hasta el atardecer —convino Caleb—. Si se despierta antes, querrá irse, pero no podrá. No hasta el anochecer —y eso si él la dejaba irse.

—Estará cansada seguramente —dijo Menw.

—Esperaremos.

Intentó abrir los ojos. Todavía tenía las imágenes de ese sueño grabadas a fuego en la mente. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Por qué ella se sentía como aquella niña? La habían llamado Aileen. Era casi igual que su verdadero nombre.

Dios, si pudiese recordar quiénes eran…

Le dolía todo el cuerpo y ya se estaba despertando. Hacía tanto, tanto tiempo que no soñaba.

Abrió los párpados, no sin dificultad.

Intentó acomodarse a la luz de aquel lugar. Era una luz no muy potente.

—Se está despertando —oyó que una voz de hombre decía.

Una cara se posó enfrente de ella. Focalizó. Un chico de pelo largo moreno, un ángel caído la miraba con gesto sereno. No… Era el demonio en persona. El mismo que le había atado a la cama.

Se levantó sobresaltada y quedó sentada en el sofá. ¿Lo que había en el suelo era una bandeja de comida? ¿Comida para ella? Envenenada, seguro.

—Espera, espera —decía Caleb con las manos en alto—. Ya no te vamos a hacer nada.

Sí claro, y qué más…

Eileen se echó a temblar, se cogió las rodillas y empezó a balancearse de delante hacia atrás. ¿Cuándo acabaría toda esa tortura?

Confundida, observó que alguien le había vendado la muñeca. ¿Por qué? Un dolor súbito en la entrepierna, la detuvo y la hizo gemir. Colocó su mano sobre el ombligo para que llegara el calor a la zona. Lo recordó todo y miró fijamente a Caleb. Tras él, Menw, Cahal y Daanna la observaban con expectación.

—¿No me vas a hacer nada? —le preguntó Eileen con un gruñido sosteniendo la rabia como podía.

Caleb la miró consternado.

—No, Eileen. Todo ha sido un error.

—Por supuesto que ha sido un error… Ya te lo dije, gilipollas… Hijo de la gran… —saltó del sofá y caminó hacia él arrastrando con ella el soporte metálico. Estuvo a punto de levantarle la mano, pero el hierro se lo impidió—. Claro… No me vas a hacer nada, ¿verdad? ¿No crees que ya has hecho bastante? Devuélveme lo que es mío… —estaba roja de la ira y ligeramente mareada. Había perdido mucha sangre—. ¿Por qué no estoy muerta? Preferiría estarlo a tener que verte otra vez.

Caleb se tensó y sintió un sabor amargo en la boca. Que le devolviera lo que era suyo, había dicho. ¿Cómo iba a devolverle la virginidad? ¿Y a su padre? Caleb estaba más conmocionado por lo primero que por lo segundo.

—¿Qué le has quitado? —preguntó su hermana intrigada. Al ver el ligero tinte de culpabilidad en el rostro de su hermano lo comprendió—. No me digas que era… —la palabra virgen se le quedó atragantada por el asombro.

—Es un violador. Abusador. Maltratador. Todo lo malo y demencial que puede haber en el mundo… Eso eres tú y tu prole —las palabras le escocían en la boca y tenía que escupirlas—. Devuélvemelo… —Eileen sentía que se atragantaba con las lágrimas—. Cerdo, te mataré…

—Eileen, déjame explicarte por qué no pude descubrirlo antes.

—No quiero oírte… No quiero oíros a ninguno de vosotros… Dejadme salir de aquí… —apretó los puños hasta casi clavarse las uñas.

Caleb la observó. Tenía el pelo suelto y le llegaba por debajo de la espalda. Los ojos azules grisáceos y rasgados, rojos de dolor y de impotencia. Pero… qué bonita que era de todos modos. La ira le sonrojaba las mejillas y estaba tan arrebatadora.

—No te ofendas, pero… No puedes, chica —dijo Cahal poniendo sus manos en los bolsillos del pantalón militar negro que llevaba.

—¿No puedo? Qué no puedo… —gritó frenética.

Eileen agarró la jeringuilla que todavía tenía clavada en el brazo y la desenganchó con fuerza.

—No hagas eso —dijo Menw—. Todavía estás muy débil. La sangre…

—La sangre… —ensombreció la mirada llena de asco—. Me mordiste, maldito cabrón —dijo ella frunciendo el cejo y recordando a Caleb absorbiendo su cuello. Cogió la jeringuilla y empezó a agujerear la bolsa de plasma roja que colgaba del soporte. La arrancó. Chorreaba en sus manos. La lanzó con fuerza sobre el pecho de Caleb salpicándole la camiseta y la cara. Él la cogió sorprendido—. Toma tu comida, animal… A vosotros os hace más falta que a mí, sanguijuelas… Quiero salir de aquí…

Caleb arrugó el ceño. No podía culparla por actuar así. Estaba histérica y no les tenía ningún miedo.

—¿No bebes, monstruo? —le preguntó ella con la voz afilada y falsamente moderada.

Cahal y Menw se echaron a reír. Daanna agachó la cabeza, avergonzada. Cahal cogió con su dedo una de las gotas que le habían salpicado en la cara y se la llevó a los labios.

—Mmm… no está nada mal —sonrió burlándose de ella.

Eileen todavía miraba a su monstruo particular, al demonio de los infiernos, a su ángel de la muerte.

—Prefiero la tuya —contestó Caleb finalmente dando un paso hacia ella—. Ven aquí.

Eileen sacudió su cabeza y lo miró horrorizada.

—No te atrevas —dijo ella con un hilo de voz dando un paso atrás.

—No me temas. Ya no. Ahora sé que eres inocente, no te haré daño.

Eileen empezó a relajarse, pero reaccionó rápidamente.

—¿No te parece que el daño ya está hecho? No te acerques a mí… Sal de mi cabeza… —se llevó las manos a las sienes.

Miró nerviosa a todos lados y encontró el soporte de hierro del plasma como posible arma agresiva. Lo agarró con las manos y lo interpuso en posición de defensa entre Caleb y ella, como si fuera una lanza.

—¿Voy a convertirme en una de vosotros? —los miró con odio—. Me mordiste… Sois vampiros.

—No te convertirás, Eileen —le aclaró Caleb levantando la mano para apaciguarla.

—Fíjate, qué guerrera… —exclamó Cahal.

—Cállate —le dijo Caleb muy seco sin apartar la mirada de Eileen.

—¿Cuánto tiempo he dormido desde…? —a ella le era difícil hablar de lo que había pasado.

—Unas seis horas —contestó Caleb.

Eileen curvó un lado de su labio hacia arriba como si tramara algo. Sentía un volcán lleno de rabia e ira en su interior.

—¿De qué te ríes, Eileen?

—Que no te metas en mi cabeza te he dicho… —le gritó. Los ojos enrojecidos abiertos como platos.

—Caleb… —dijo Daanna. Ella veía que Eileen necesitaba tranquilizarse. A lo mejor si Caleb le daba permiso para hablar con ella telepáticamente…

—No —le dijo él a su hermana.

Caleb frunció el ceño. ¿Qué no se metiera en su cabeza, le había dicho? ¿Con quién se creía que estaba hablando? Él podía hacer lo que quisiera con ella. Eileen había pasado a ser de su propiedad desde el momento en que la vio por la ventana de su casa. En otra situación, ya le hubiese demostrado quien mandaba. Bueno, ya se lo había demostrado recordó con pesar. Pero no podía volver a actuar así con ella. No después de lo que había pasado y de lo que había descubierto. Simplemente, no le salía.

—¿Qué vas a hacer con eso? ¿No creerás que queremos luchar contigo? —preguntó Cahal divertido.

—¿Luchar? —repitió Eileen agarrando con más fuerza la estructura metálica—. No, playboy en paro. No voy a luchar.

Cahal se puso tieso de golpe, y Menw y Daanna echaron la cabeza hacia atrás para arrancar a reír en sonoras carcajadas.

—Me gustarás —dijo Daanna asintiendo con la cabeza.

Eileen la despreció con la mirada, pero Daanna la ignoró. Seguía sonriendo.

¿Por qué actuaban todos como si no hubiese sido horrible todo lo que le habían hecho? ¿Por qué estaban tan tranquilos? Porque ellos tenían el poder, pero ella contaba con el factor sorpresa.

Caleb tardó unos segundos en volver a entrar en su mente (aunque ella le había dicho que no lo hiciera) y en adivinar qué era lo que iba a hacer. Unos eternos segundos que no le bastaron para detener a Eileen mientras saltaba por el sofá, corría hacia la ventana negra y lanzaba el soporte de metal contra el cristal. La ventana cayó hecha añicos dejando entrar en la casa toda la luz del sol. Los cuatro vanirios, sorprendidos por la audacia de la joven, corrieron a esconderse tras los muebles de la cocina americana. Los rayos del sol no llegaban hasta allí aunque sí que iluminaban el amplio salón.

La chica debió darle con mucha fuerza para que esos cristales cedieran de ese modo y había sido muy lista al hacer un cálculo mental de las horas que llevaba allí. Seis horas le comentó Caleb. Cuando llegaron, todavía no eran las cuatro de la noche. Supuso que debían de ser las once del mediodía, más o menos.

Eileen se tapó los ojos con el dorso de la mano e intentó entreabrirlos para ver dónde se encontraba. Cuando sus grandes ojos gatunos, se acostumbraron a la luz del día, apoyó las manos en la estructura de la ventana, con cuidado de no cortarse y saltó al otro lado. Estaba en un amplio jardín, podado y cuidado como pocos había visto. No había más casas alrededor.

Giró sobre su eje para ver la casa en la que se encontraba. Era una casa de estructuras cubitales, de diseño. Sin embargo, los salones del interior, eran circulares. ¿Pero por qué? No pudo negar que los vanirios eran muy modernos y también unos esnobs.

Miró hacia el interior del salón, en dirección a la cocina. Esperó a que alguien se levantara. Allí no llegaban los rayos del sol, porque estaban muy alejados de la ventana.

Respiraba agitadamente y las manos todavía le temblaban.

—Joder, mierda. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó Menw cubriendo con su cuerpo a Daanna.

—Apártate de encima… —le pidió ella empujándole el pecho.

Menw reaccionó asombrado de lo que estaba haciendo. Se levantó al roce de sus manos.

—De nada —dijo él malhumorado.

Caleb se incorporó poco a poco y puso una mano sobre sus ojos, a modo de visera.

Eileen esperaba que de los cuatro fuera él quien se levantara. Quería que viera con sus propios ojos cómo escapaba de él.

—Te dije que te aseguraras de dejarme bien desvalida, monstruo —advirtió Eileen con voz profunda y segura—. Y que si no lo hacías, y tenía la oportunidad, haría lo posible por ir a por ti y acabar contigo. No olvidaré lo que me has hecho.

—Ven a por mí, entonces —sugirió él indicándole con la mano que se acercara—. Ven y acaba conmigo. Pero acaba conmigo… en la cama —le dijo mentalmente con una mirada seductora.

Eileen apretó los labios con fuerza y sintió cómo los pezones se le endurecían involuntariamente. ¿La había acariciado desde allí? No podía ser.

—Ven tú —contestó ella levantando la barbilla—. Vaya, lo olvidaba, los vampiros no salen bajo la luz del sol.

—No somos vampiros, Eileen —replicó él ofendido.

—Y copito de nieve, a pesar de ser blanco, no dejó de ser un gorila —replicó ella.

Eileen dio media vuelta y se dispuso a andar sin prestarle atención. Tenía que huir de ahí.

—Espera… —gritó Caleb—. Me equivoqué contigo, pero no con tu padre Mikhail. —No podía dejarla ir. Ella debía volver…

Eileen se detuvo. ¿Su padre? No había pensado en él desde que lo vio morir en manos de Samael. ¿Debería sentirse culpable?

—Los vanirios teníamos razones para ir a por él —explicó Caleb con paciencia—. Recuerda las palabras de Beatha, lo que pasó con Thor y con todos los demás que han ido desapareciendo. Vuestra empresa está detrás, aunque tú no lo creas. Son cazadores. Nos cazan porque creen que somos vampiros, pero no lo somos. Están equivocados.

—Eso no es cierto. Newscientists no procede ni investiga contra criaturas que no deberían existir, como tú —le espetó con rencor—. La empresa crea material quirúrgico, máquinas de última generación, vacunas y sustancias para un mayor éxito en las operaciones de riesgo. No saben nada de enfermos psicóticos como vosotros ni de vampiros ni de Drácula ni de la novia de Frankenstein…

—¿Ah, sí? —gritó Menw desde la barra americana sin levantarse—. También crearon una vacuna para ti, ¿sabes? Una especial para niñas que necesitaban olvidar. No eres diabética, Eileen. Te han estado engañando, drogándote por las noches para hacerte olvidar algo que debiste vivir cuando eras pequeña… Algo que no querían que recordases.

Eileen palideció y tragó saliva.

—Estás mintiendo… —gritó ella.

—No miente —Caleb caminó hacia ella y se detuvo justo entre el límite de las sombras y la luz—. ¿Cuánto hace que no sueñas?

Eileen lo observó. Allí parado entre las sombras parecía una aparición.

—¿Qué? —se había quedado algo ensimismada.

—¿Cuánto hace que no sueñas? —le repitió esta vez más lento.

Eileen empezaba a marearse. No contestó.

—Cuando venía Víctor, tu doctor… —prosiguió Caleb.

—¿Ahora es mi doctor? —preguntó ella saliendo del trance de su persuasiva voz. Según Caleb, Víctor era su amante. Sintió cómo se le hizo un nudo en la garganta y le escocían los ojos. Se había sentido tan impotente cuando estaba en sus manos.

Caleb quiso correr hacia ella y consolarla. Abrazarla y mecerla hasta que no volviera a verla llorar en la vida.

—Cuando él venía y te pinchaba, te entraba sueño enseguida.

—Él me controlaba la diabetes…

—No, Eileen. Te han estado engañando.

—¿Por qué harían algo así? —la voz le temblaba por la congoja.

Le faltaba el aire, tenía que salir de ahí como fuese. Correr, olvidar, entender. No podía creer nada de lo que le estaban diciendo. Era demasiado fuerte.

—Todavía no lo sé. Si te quedas, Eileen, haré todo lo posible para que entiendas lo que nos han hecho a nosotros y para que averigües, por qué te han hecho esto a ti. Por favor, no te vayas.

¿Le estaba rogando? No podía creerlo. ¿Dónde estaba el animal abusivo de hacía unas horas? No lo entendía. Él podía doblegarla como le diera la gana. ¿Por qué aquel repentino respeto?

—No me importa lo que os hayan hecho. No me importa lo que tú quieras de mí. Sólo quiero irme y olvidarlo todo. Hacer como si nunca hubieras entrado en mi habitación, como si nunca hubierais matado a mi padre, como si nunca… me hubieras atado a tu cama y… —apretó los ojos para no recordar y se frotó las muñecas—. No quiero volver a verte. A ninguno de vosotros. Dejadme tranquila y yo no diré nada… —eso ni de coña. Se vengaría. Se vengaría de todos ellos.

—No puedes irte sola —musitó.

—Mírame —le desafió ella con la mirada.

Empezó a caminar hasta que Caleb la perdió de vista. No podían salir sin morir achicharrados por el sol. Un único rayo tocando su piel y serían pasto de las llamas.

—Llamad a todos los vanirios de Black Country. Que salgan a la calle al atardecer y busquen a Eileen —ordenó Caleb—. No podemos dejarla sola.

—¿Ah, no? —preguntó Cahal sin entender—. Estaba muy dispuesta a olvidarlo todo…

—No lo va a olvidar —dijo Daanna—. Yo no lo haría, os lo aseguro. Y haría lo posible por vengarme. Nos delatará.

—Hay que encontrarla —Caleb se cobijó en la barra americana hasta que el sol dejó de alumbrar por la ventana.

No podía dejarla sola. Aquella mujer estaba malherida y no podía mantenerse por sí sola.

No, no se iba a apartar de ella.