CAPÍTULO 02

Eileen intentaba salir del trance en el que se hallaba. Su sueño tan profundo no le permitía abrir los ojos, pero luchaba para ello. Algo no iba bien. Sentía que la estaban observando. Que alguien la llamaba, que la incitaba a que saliera de la cama.

Caleb intentaba despertarla con su mente. Intentaba meterse en su sueño y sacarla de allí. Debía convencerla, atraerla hasta él, pero no era fácil entrar en su cabeza.

Eileen sintió una amenaza, una punzada en el corazón. Debía despertarse. ¿Por qué no podía hacerlo? Sacó fuerzas de la flaqueza e intentó levantar los párpados. Imágenes borrosas de su habitación aparecían ante ella como sombras fantasmales. Empezó a ser consciente del sonido de la lluvia, del viento que acariciaba su rostro. ¿Viento? Intentó abrir más los ojos y dirigió su mirada a la ventana. Estaba abierta.

Intentó aclarar su vista y un sudor frío se concentró en sus manos. ¿Qué hacía la ventana abierta? Antes de dormirse estaba cerrada. Se sentía aturdida.

Hacía años que no se despertaba en la noche. Su sueño duraba desde que se acostaba hasta que sonaba el despertador. Nunca se había desvelado.

Se incorporó y tocó el parqué de la habitación con los pies. Lo palpó buscando sus zapatillas de conejo, miró su reloj y le dio al botón de alumbrar para ver la hora. No hacía más de veinte minutos que había caído rendida en la cama. Abrió los ojos, despierta del todo finalmente.

Se levantó y entonces vio algo que la dejó petrificada. Había un hombre oculto en las sombras de la habitación. Un hombre con las piernas y los brazos abiertos vigilaba como un animal que va en busca de su presa. Y a sus pies, Brave, su amado perro, estaba tumbado de espaldas con las patas para arriba, durmiendo plácidamente. Estaba durmiendo, ¿no? Asustada volvió a mirar al hombre. Ese tipo chorreaba de pies a cabeza. El corazón de Eileen palpitaba alocadamente en su pecho y su respiración se descompasó.

El hombre dio un paso hasta que la luz que se colaba por la ventana lo alumbró. Aquel hombre, vestido completamente de negro, que se había colado en su habitación estaba rodeado por el aura más poderosa que había sentido en su vida.

¿Qué hacía ella hablando de auras? ¿Qué sabía ella de eso? Sacudió ligeramente la cabeza, esperando que la imagen viril desapareciese de enfrente de ella, esperando en vano que fuese un sueño. Sin embargo, hacía años que no soñaba, desde su diabetes.

Más nerviosa todavía, comprobó que él se le acercaba.

Era enorme, ese cuerpo lo ocupaba todo, comía su espacio vital de un modo escandaloso. Lo miró a la cara. Por el amor de Dios, era lo más hermoso que había visto en su vida. Tenía el pelo largo, del color del azabache, ligeramente ondulado y le caía sobre su rostro. Los mechones goteaban agua y resbalaban por su cara, siguiendo cada uno de sus estilizados rasgos.

Su cara… Jesús. Esa cara era pura sensualidad. Una promesa que escondía una dulce virilidad en su expresión, aunque nunca imaginó que los adjetivos dulce y viril pudiesen conjuntar. Los ojos verdes más increíbles del mundo, la nariz perfecta, los labios gruesos, un hoyuelo en la barbilla. Como ella. El de él mucho más pronunciado.

Un calor inesperado empezó a recorrer su estómago.

Tragó saliva. Caleb la miró de arriba abajo. Había respondido a él. A su llamado. La tenía enfrente, con su tez bronceada, los mechones de su pelo caían sobre su cara y por detrás de la nuca. Su pecho se alzaba agitadamente como si hubiese corrido un maratón. Su delicioso pecho, prieto y firme. Mmm… Qué ganas tenía de morderlo y succionarlo. La miró fijamente a los ojos. Era dulce y aunque le doliera admitirlo, preciosa. Con excitación miró su boca.

Eileen se humedeció los labios sabiendo que él estaba mirándole la boca. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no salía corriendo de la habitación y gritaba para que la ayudaran? Había un hombre, un dios pagano de la belleza. Estaba a solas con ella en su dormitorio… ¿Por qué no podía moverse?

Intentó dar órdenes a sus extremidades, pero estas no la obedecían. ¿Cómo había entrado y burlado todos los sistemas de seguridad que el paranoico de su padre había puesto en torno a la casa?

Caleb siguió su lengua y rugió por dentro. Era dulce, sí. Y atrevida también.

—Ven —le dijo Caleb con la mirada fija en su boca.

Eileen se quedó estática en su lugar. ¿Qué pasaría si se movía? Tenía la sensación de que ese extraño de atractivo demoledor, podría hacer lo que quisiera con ella. Bueno, con ella y con quien le diera la gana.

Caleb volvió a darle un empujón mental. ¿Por qué no respondía ella? Seguramente había sido Mikhail. Mikhail le había enseñado a protegerse de ellos. La había instruido a erigir barreras mentales para que las ondas no pudieran llegar a ella. Mientras pensaba eso, un músculo se tensó en su barbilla.

Eileen logró dar un paso atrás. Empezaba a temblar.

—Ven —repitió él.

Su voz era melosa y cautivadora. Pero no podía ir. Él era un extraño, y aunque era capaz de ver la excitación en sus increíbles ojos, excitación por ella, había algo vengativo en su mirada y aquello la asustó, aunque ella era consciente también de su propia excitación. Qué descabellado era sentirse excitada por un hombre que no conocía y que además parecía no tener buenas intenciones. Qué diablos… Es que además se había colado en su casa.

—No —susurró cubriéndose inconscientemente el cuello—. ¿Quién eres? Sal de mí…

En un abrir y cerrar de ojos, Caleb se abalanzó sobre ella, la agarró de los hombros y la aprisionó contra la pared. El golpe fue duro y ella gimió de dolor. Le dolía la espalda, pero eso era lo de menos… ¿Iba a hacerle daño de verdad? ¿La iba a matar?

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella con voz temblorosa.

Caleb la agarró del pelo y con un tirón violento la obligó a echar la cabeza hacia atrás. Eileen gritó. Un fuerte dolor le subía por el cuello. Seguramente le había dado un tirón muscular. Era un salvaje y ella estaba a solas con él.

—Chist… —susurró Caleb a un centímetro de su boca sin soltarle el pelo.

Qué bonita era. Y qué mala. Inclinó la cabeza hacia su cuello. Inspiró hondo mientras sentía las convulsiones de los temblores de Eileen. Sí. Olía su miedo y su pánico.

Las manos de Eileen intentaron empujarlo.

—No me toques —dijo él bajando la mirada a sus manos y apartándolas de un manotazo. Volvió a tirarle del pelo. Eileen le golpeó el pecho con fuerza.

—Suéltame, hijo de puta. Brave, Brave, despierta —gritó esperando que su huskie la socorriera. Por fin reaccionaba. Sintió que las lágrimas se le acumulaban en la garganta.

—Cállate —pegó todo su cuerpo al de ella y con una sola mano le tomó de las muñecas y las pegó a la pared por encima de su cabeza—. ¿Tienes miedo? —le preguntó mirándole fijamente a los ojos—. No puedes gritar, no puedes pedir ayuda. Nadie vendrá a ayudarte, ramera, así que no pierdas el tiempo.

¿Ramera? ¿Ramera?

—¿Has matado a mi perro? —preguntó ella ahogando un sollozo.

—Tu perrito está dormido —inhaló su perfume de nuevo, rozando con su nariz la vena carótida que corría bajo la piel de su cuello, siendo consciente de cada una de las partes de su esbelto cuerpo. ¿Por qué le daba explicaciones? Sintió como su pene se ponía más duro que una roca. Presionó su ingle a la de ella.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —lo miró desafiante, mientras intentaba apartar ese roce íntimo de ella. Quería alejarse de la hoguera humana que parecía el cuerpo del hombre.

Caramba. La chica tenía agallas pensó Caleb. Había que bajarle los humos.

—¿Qué quiero de ti? Déjame pensar… —con la mano libre le acarició la garganta, la clavícula y el canalillo de los pechos.

Eileen apretó los labios y sintió como los ojos se le humedecían. Apartó la cara para tomar aire y para impedir que él la viera llorar. ¿Cómo podía pasarle eso a ella? Caleb se sintió victorioso ante su vulnerabilidad.

—Vaya —con descaro le agarró de la camiseta y la desgarró hasta dejar sus pechos desnudos—. Esta ropa de puta no es muy buena. Se rompe con facilidad —tiró de la camiseta con una sonrisa cínica.

—La única puta que se pone ese tipo de ropa es tu madre —Eileen intentó forcejear con él. Quería liberar sus muñecas pero la agarraba tan fuerte que no dudaba que iba a aplastarle los huesos, o como mínimo, a dejarle moratones.

Caleb la miró de arriba abajo y sonrió con malicia. Incluso semidesnuda, tenía atrevimiento y orgullo.

—Alguien debe enseñarte algunos modales, Eileen. Pero no te preocupes, yo te enseñaré a someterte.

Eileen palideció al escucharle decir su nombre.

—¿Cómo sabes quién soy? ¿Quieres dinero? ¿Quieres…?

—Tú no me puedes ofrecer nada —le dijo él al oído—. No quiero nada de ti.

Eileen comprendió que todo aquello ya había sido premeditado. Su padre era un hombre millonario y poderoso, podía ser víctima de algo tan horrible como aquello. Secuestro, extorsión, manipulación, robo…

—¿Y mi pa… padre? —preguntó esta vez sin poder detener las lágrimas.

—Lo tenemos abajo. No llores —dijo fingiendo pena por ella—. Pobrecita…

Volvió a embestirla con la ingle. Un calor fulminante recorría todo su cuerpo, y él recorrió con la mirada el de ella, de la cabeza a los pies.

Eileen sentía que su mirada la abrasaba. Se sentía acorralada, agraviada, asustada… Pero esos ojos que la miraban dejaban una marca de fuego sobre su piel. ¿Qué le estaba haciendo? Ella forcejeó y colocó una pierna entre las de él, para luego ascender la rodilla en un golpe seco y duro.

Caleb aulló y cayó de rodillas poniendo las dos manos sobre su entrepierna. Ella corrió a cuatro patas para socorrer a Brave mientras las lágrimas caían por sus mejillas sin ningún control. Parecía que su perrito estaba muerto, le preocupaba que no se despertase.

—Brave, bonito —le susurró abrazándolo contra su pecho. Necesitaba el calor de su amigo para sentirse fuerte—. Bonito, abre los ojos para mí. No me dejes…

Caleb se alzó tras de ella y la vio mecerse para delante y para atrás con su perro en brazos. Podría haber huido, pero prefirió escoltar a Brave. Eliminó los pensamientos de su mente, esos que podían hacerle creer que ella podía demostrar lealtad y sumisión a un simple huskie siberiano. Caleb rugió como un animal salvaje y dejó que los colmillos tomaran su forma depredadora.

—Eileen.

Ella dejó de mecerse. Tenía miedo, mucho miedo por lo que le pudiera hacer. No entendía nada. No sabía si era un simple ladrón o alguien que llevaba espiándolos durante mucho tiempo para preparar un golpe. ¿Y si era simplemente un psicópata violador? Pero no podía ser sólo eso. La miraba con odio y resentimiento, como si ella le hubiera hecho algo horrible. Pero eso era imposible. Nunca se había llevado mal con nadie, ni había hecho daño a nadie.

Sintió como una mano fuerte se cernía sobre su cabeza y cerraba el puño sobre su cabello. Volvió a tirar de ella hasta alzarla. Ella intentó clavarle las uñas en las muñecas, pero el monstruo no respondía al dolor.

La lanzó de nuevo contra la pared, esta vez con más fuerza. Ella se quedó sin respiración por el impacto y luchaba por conseguir que una bocanada de aire entrara a sus pulmones.

Caleb miró como sus pechos se bamboleaban. La tomó de la barbilla antes de que cayera al suelo, y la obligó a que lo mirara, aunque ella luchaba con fuerzas para evitarlo.

—Mírame —le exigió con aquella voz seductora.

Ella sintió un calor súbito que la invitaba a obedecer. Aquella voz era sexy, seductora. Seguro que si le pedía que tocara la flauta mientras pintaba un cuadro con los pies, ella lo haría a ciegas. Temblando obedeció y deseó al instante no haberlo hecho nunca.

Su rostro no había cambiado mucho, pero a su boca le habían salido unos colmillos más puntiagudos y largos que los de Brave, y su mirada, había dejado de ser bonita y cruel, para convertirse en una mueca llena de oscuridad y pecado. Era la boca de un depredador. Pero, aun así, no dejaba de parecerle hermoso.

¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué era él?

—Ya sabes lo que soy —contestó él casi leyéndole la mente—. Tú y tu padre nos dais caza, así que no te hagas la inocente.

Eileen no podía cerrar los ojos. Tenía que ver aquel espectáculo para cerciorarse de que era real.

—No sé de qué me estás hablando —susurró ella con los ojos anegados de lágrimas.

—¿Así que no sólo eres cómplice de asesinato, sino que también eres una mentirosa?

—No sé de qué me estás hablando —volvió a gritarle a un suspiro de su cara. Observó bien sus dientes y sus ojos—. No creo en los va… vampiros. Y seas lo que seas, psicópata asqueroso, no sé qué quieres de mí. Y si qui… quisieras algo, no obtendrías nada trata… tratándome así.

¿Se estaba encarando con él? Caleb volvió a cogerle las muñecas y a sostenerlas contra la pared, sobre su cabeza.

—Me da igual cuanto te resistas. Al final voy a ser tan duro contigo que serás tú quien pidas clemencia. Lo revelarás todo —su voz cortaba como una espada—. Habéis matado y perseguido sin tregua a los míos. Los sometéis a todo tipo de experimentos, los rajáis, los mantenéis con vida para luego torturarlos y ver cómo responden a vuestros ataques.

—Creo que te… te confundes de persona —las rodillas se le doblaban, los dientes le castañeteaban y estaba a punto de desmayarse—. Mira, porque no te vas y hacemos co… como si nada de esto hubiese pasado… Yo no… no… di… diré nada.

—Puta cobarde —le dijo con asco—. Te diré lo que voy a hacer contigo. Primero, vamos a subirte al coche que hay abajo esperando. Te llevaremos con un avión privado a Londres. Ahí te llevaré a una sala con cristales en todos lados —echó un vistazo a sus dulces pechos y a sus oscuros pezones. Dios, sí que estaba bien formada. Sin poder evitarlo, le abrió las piernas con las suyas y se colocó entre ellas. Presionó su erección entre las piernas de ella, levantándola un centímetro del suelo mientras que con la mano libre, cogió con dureza un pecho. Era tan suave y esponjoso…

—No… Por… Por favor… Para —sollozó intentando cerrar las piernas.

Caleb la miró a la cara. Sentía el calor de su entrepierna como una invitación. Quería desgarrarle el short y hacer con su cuerpo cosas prohibidas en algunos estados. Ella estaba sonrojada, las mejillas las tenía húmedas de llorar, y un leve sudor cubría su cuello haciéndolo brillar. Brillaba para él. Su mirada quitaba el aire, aun teniendo los ojos llenos de lágrimas. Y aquella boca…

El animal que llevaba dentro estaba a punto de saltar a devorarla en todos los aspectos. Pero debía de esperar. Todavía no.

Con el dedo índice y el pulgar, agarró un pezón y lo frotó esta vez con más delicadeza. Hacía un momento le había agarrado el pecho con violencia, y ahora estaba haciendo que se excitara.

—Mírate, Eileen —le susurró lamiendo el lóbulo de su oído.

Ella respiraba entrecortadamente. ¿Era eso una especie de caricia?

—Escúchame —prosiguió mientras le acariciaba el pecho, intentando calmar su ansia por, para qué iba a negarlo, poseerla ahí mismo—. Te encerraré conmigo en esa habitación de cristales. Tu padre estará mirando. Los míos estarán mirando. Te ataré a la cama, te desnudaré y jugaré contigo de las maneras más inverosímiles que hayas imaginado jamás, hasta que cantes todo lo que sabes. Y lo más vergonzoso será que tu padre estará presente para ver como su tierna hija, se corre conmigo tantas veces como yo quiera y verá cómo lo traiciona sintiendo placer con alguien como yo. Algo que odiais.

Eileen no podía creer lo que le decía. ¿Cantar el qué? ¿La iba a poseer en público?

—Eres un monstruo —lo miró a la cara sin amilanarse—. Mátame ahora. Mátame, por favor —le suplicó acongojada.

Lejos de parecer una chica tonta y acobardada, Eileen estaba demostrando mucho coraje en una situación límite como esa. Caleb hizo negaciones con la cabeza.

—No —contestó evaluando el peso de su pecho con la mano—. Tienes que pagar Eileen. ¿Mostráis clemencia ante los míos cuando están indefensos en vuestras salas de operaciones? —la despreció con la mirada—. No.

—Esto tiene que ser un error —dijo débilmente. Esa mano la estaba marcando a fuego—. Deja de tocarme así —gritó furiosa.

Caleb levantó una ceja desafiándola. Abrió la boca. ¿Qué iba a hacer?

Le contestó inmediatamente cuando posó la boca sobre el pezón del pecho derecho.

Eileen se sacudió. Se sintió humillada y avergonzada por lo que le estaba haciendo. Pero sintió más vergüenza cuando un calor húmedo y palpitante se concentró en su entrepierna. Contrariada, se derrumbó y se echó a llorar sin control. La lengua de Caleb jugueteaba con su areola oscura y endurecida por las caricias. La lamía en círculos y la succionaba como si fuese un bebé. Soplaba el pezón y lo enfriaba, para luego volver a llevárselo a la boca con la misma ansia.

Caleb sabía que la chica estaba al límite. Sentía su miedo. Ella creía que la iba a morder y a desgarrar el pecho. Cesó su tortura cuando descubrió lo cerca que estaba de hacerle eso. Sabía tan bien que estaba a punto de clavarle los colmillos… Alejó la boca del pezón y volvió a erigirse.

Le sacaba una cabeza entera. Eileen ya no quiso volver a mirarlo. Ni quería, ni podía.

—Ya habrá tiempo para esto… Tu cuerpo responde a mis atenciones —lo dijo sintiéndose ganador—. Y no, no voy a desfigurarte.

Ella se tensó al oír de su boca sus propios pensamientos.

—Aunque te lo merezcas —continuó él.

—¿Qué eres? —preguntó con un hilo de voz y con la mirada clavada en el suelo.

—Según tú, algo que no merece vivir. —Ese era otro de sus pensamientos.

—Lo creo, y me das razones para ello. Eres un monstruo que… que abusa de las mujeres —dijo con desprecio—. Un ser sin alma ni corazón que disfruta doblegando con sus coacciones a los demás. Y si los tuyos son así, si e… esa es vuestra naturaleza, entonces… es… espero que sigan torturándolos có… cómo dices que les ha… hacen.

Aquello fue lo último que esperaba oír de una mujer que parecía asustada de él, de una mujer que era una asesina.

Una vena empezó a palpitarle en la sien. Un músculo de la barbilla, se movía sin control. Frunció el entrecejo y apretó más sus muñecas hasta que oyó un chasquido.

Eileen inclinó la cabeza hacia atrás y chilló hasta que se le acabó el aire. Juraría que le había roto la muñeca. Los hombros de ella se sacudían en espasmos repetitivos. Intentó no llorar fuertemente. No quería darle nada de lo que él se alimentara. Se mordió el labio con fuerza para intentar olvidar el dolor de la muñeca derecha que todavía tenía sujeta junto con la izquierda.

—¿Crees que estoy jugando, Eileen? ¿Crees que disfruto de esto? Al contrario de vosotros, yo no. ¿Me oyes? —la zarandeó.

Los dioses bien sabían que no era así. Despreciaba tratar así a una mujer, pero ella estaba jugando con él. La ira lo consumía y la sed de venganza parecía actuar por él. Nunca antes había hecho daño a una mujer. Ni siquiera ahora estaba seguro de haberlo hecho a propósito. No le había querido romper la muñeca así. Tenía que controlar más su fuerza con ella. Ella era más frágil que él. Pero oír de su boca cómo hablaba de los vanirios lo descontroló.

—No voy a matarte. Te encadenaré a mí por la eternidad. Yo también pagaré por mis pecados, también me castigaré por lo que te haré —susurró de nuevo volviendo a alzarle la barbilla con la misma fiereza—. ¿No crees? Te convertiré en uno de los nuestros y nunca nos libraremos el uno del otro. Serás mi puta para la eternidad. Para siempre —recalcó con odio.

Ella sintió cómo se le encogía el estómago.

—No quiero ser como tú —replicó—. Me mataré antes de que eso ocurra o encontraré el modo de matarte a ti. Nunca, antes muerta —repitió moviendo de un lado al otro la cabeza—. No sé qué es lo que te he hecho para que me trates así, pero te juro que estás equivocado —le dijo intentando parecer digna—. Me castigarás sin conocerme, sin razón. Yo soy inocente.

—¿Inocente? —arqueó las cejas mirándola de arriba abajo con una mirada libidinosa—. Eso seré yo quien lo compruebe.

De un tirón la apartó de la pared y la instó a que caminara delante de él. Ella se tropezó y con la mano derecha se apoyó en el marco de la puerta para no caerse. Un dolor la atravesó desde la punta de los dedos hasta el hombro y su frente se llenó de perlas de sudor. Nunca antes había sudado tanto en su vida. La debilidad le llegó a las piernas y luego el suelo se movió.

Caleb la agarró de la cintura antes de que cayera en mala posición.

¿Qué hacía? ¿Por qué tenía en cuenta cómo iba a caerse? Como si las manos le quemasen la volvió a empujar hacia delante.

—Camina —le ordenó.

Eileen reprimió una arcada y se paró en seco ante las escaleras.

—No te diré nada hasta que no me des algo con lo que taparme.

¿Estaba loca? ¿Por qué le había dicho eso? Así él iba a creer realmente que tenía algo que ver con esa locura que él le había contado… Pero ¿es que acaso ese monstruo iba a creer en ella? No.

Esperó su réplica. Silencio.

—¿Puedes leer mi mente? —le preguntó ante su ausencia de respuesta por su condición—. Léemela y averigua si te miento.

—No puedo entrar en tu mente. Tú sabes bien por qué. Tu padre te enseñó a protegerte. Hasta ahora no he entrado en tu cabeza, sólo he adivinado lo que pensabas. Tu mirada es muy expresiva cuando estás asustada, así que deja de jugar a que no sabes de lo que hablo. No eres inocente.

—Por favor —volvió a suplicarle todavía sin girarse. Apretó el puño de la mano izquierda, la derecha empezaba a hinchársele y la muñeca había adquirido un color morado tirando a negro—. Mi padre no me enseñó nada.

—Mientes.

—No… yo… déjame cubrirme —rogó—. No dejes que otros me vean.

Oh sí. Realmente era muy buena actriz.

—Soy el menos indicado a quién pedirle favores de ningún tipo, Eileen. Tú ya no te perteneces a ti misma. Ahora eres de los vanirios y te mirarán y te tocarán cuando yo lo diga. Eres mi concubina. Prepárate para perder la dignidad —Eileen no podía ver que él sonreía, pero se irguió al sentir el regocijo que a él le causaba el poder decirle esas palabras. Volvió a empujarla—. Ahora camina. Abajo te están esperando.

Su vida se había acabado. Estaba indefensa, sola y medio desnuda. En manos de unos hombres que no eran humanos, que parecían vampiros de esos que ella creía posibles sólo en un mundo de ficción.

Hacía menos de una hora, tenía un futuro, una vida por delante. Y ella era su única dueña. Cincuenta minutos antes, ella podía elegir con quién iba a hacer el amor, cuántos hijos iba a tener, qué proyectos iba a realizar… Ahora, ese hombre se la llevaba como una esclava.

Agachó la cabeza y arrastrando los pies descalzos bajó las escaleras.

Descendía al infierno.

Al llegar al salón, Eileen vio el cuerpo de Louise en el suelo. Abrió la boca para gritar, pero enseguida ahogó el grito con la mano, mientras negaba con la cabeza. No podía estar pasando, no podía ser.

Louise tenía los ojos entornados por debajo de los párpados, la boca abierta y el cuello roto. Estaba muerto.

Caleb frunció el ceño al ver el cadáver. ¿No habían dicho que sólo iban a tomar a Mikhail y a Eileen? Sólo a ellos. No había necesidad de matar a nadie.

—Samael —gruñó Caleb notablemente irritado. Samael no contestó.

Caleb instó a Eileen a que siguiera caminando. Ella estaba bloqueada, casi en shock. Se tapaba los pechos con los antebrazos, intentando abrazarse a sí misma, mientras los temblores y el sudor frío la sacudían.

—Samael —Caleb volvió a llamarlo mientras observaba a la chica, que no podía controlar los espasmos.

Al llegar al salón, Samael tenía cogido a Mikhail del cuello. Lo había alzado y estaba bebiendo sangre de su cuello desgarrado.

Eileen cerró los ojos con fuerza intentando recuperar el control de su respiración. Estaba hiperventilando.

El cuerpo de su padre colgaba sin vida de las manos de ese hombre. La sangre chorreaba desde su cuello, manchando su camisa blanca, sus pantalones y sus zapatos. Los pies todavía sufrían algunos tics involuntarios y de la punta de la suela, el líquido rojo goteaba hasta formar un gran charco en el suelo.

—Samael, no —gritó Caleb corriendo hacia él.

Samael dejó caer el cuerpo sin vida del padre de Eileen haciendo que su cabeza golpeara fuertemente sobre el parqué. Luego, el vanirio inclinó la cabeza hacia atrás, apretó los puños y rugió como lo haría propiamente un león.

Eileen quiso taparse los oídos pero, si se los tapaba, dejaría descubiertos sus pechos. Le daba igual. Habían matado a Louise, a su padre y su perro Brave yacía inconsciente en su habitación. ¿Qué más le daba que le fuesen a ver las tetas? Aun así, no las descubrió. Con el rostro pálido y la mirada ausente, se dejó caer de rodillas al suelo.

Caleb observó cómo se rendía, y se debatió entre ir a por ella y ayudarla a levantarse o coger a Samael y zarandearlo.

—Los chicos ya vienen hacia aquí, Caleb —la mirada hambrienta de Samael repasó a Eileen de pies a cabeza. Con el antebrazo se limpió la sangre que caía por las comisuras de su boca—. Fíjate, qué buena está la muy…

Caleb lo agarró del cuello de la camiseta y lo alzó zarandeándolo.

—¿Te has vuelto loco, Samael? —le enseñó los dientes—. ¿Por qué lo has matado?

—Ahora sí que he vengado a mi hermano.

—No has vengado a nadie si no nos sirve para coaccionar a los demás. ¿Crees que nos llevarán hasta los capos si lo has matado? ¿Qué crees que temerán perder ahora? ¿Eh? —lo zarandeaba con rabia—. Estúpido. Te has cargado a su mejor científico.

—Aún la tenemos a ella —replicó él agarrándole de las muñecas y fijando sus ojos en Eileen.

Cuando ella sintió que ese asesino la miraba, se levantó de repente y se arrinconó en una de las esquinas del salón.

—Lo has echado a perder todo —susurró Caleb dejándolo en el suelo.

—No te preocupes, Caleb. Ella nos llevará a todos los demás —añadió Samael.

Dos hombres más, vestidos de negro y de largas melenas rubias y lisas aparecieron en el salón. Eileen miró a los cuatro seres que había en el salón. Sus espaldas doblaban las de ella. Eran increíblemente fuertes y corpulentos.

Uno de los rubios que había entrado llevaba el pelo recogido en una cola alta. Tenía los ojos azules claros, el mentón obstinado, una ceja partida y unos labios muy seductores.

El otro se sujetaba el pelo con un cordel negro a modo de diadema. Los mechones largos caían por su nuca hasta llegar a los hombros. Sus pestañas onduladas y largas enmarcaban unos ojos de color azul oscuro. Los labios gruesos dibujaron una sonrisa traviesa.

Este último miró a Eileen, que estaba contra la pared y haciendo negaciones con la cabeza.

—Empezasteis la fiesta sin avisarnos —dijo con un acento sensual. La miró de arriba abajo ignorando el cuerpo de Mikhail—. Ñam, ñam…

Eileen se abrazó con más fuerza.

—Caleb —dijo el otro rubio—. ¿Quién se ha comido a Mikhail?

—Fui yo —dijo Samael señalándose a sí mismo—. Vosotros no entendéis lo que yo siento. Este perro mató a mi hermano, mi-her-ma-no —marcó con énfasis—. Cuando lo he tenido enfrente, no… no he podido controlarme —dio una patada al cuerpo muerto del suelo.

—Thor también era mi mejor amigo —le cortó Caleb—. Te has comportado de un modo indisciplinado, Samael. Has desobedecido las órdenes. Cahal, Menw —miró a los dos rubios—. ¿Está todo listo?

Cahal que era el de la cola de caballo, asintió mientras pasaba por el lado de Caleb y se dirigía a Eileen. Esta intentó recular, pero tras ella sólo estaba la fría y dura pared.

—Los coches están en la cabina del guarda —dijo Cahal mientras le miraba las manos que cubrían sus pechos. Estaba a un palmo de ella—. Los aviones están esperándonos. Y tú —le miró a la cara— no deberías cubrirte si no quieres que nos enfademos —le susurró a un suspiro de su cara.

Samael se alejó de Caleb y con pasos rápidos se dirigió hacia donde estaba Eileen.

—Cahal —le dijo Samael poniéndole el brazo por encima a su compañero—. ¿La probamos?

Eileen se dejó caer al suelo mientras su espalda resbalaba por la pared. Quería morirse.

—¿A la vez? —preguntó Samael ahogando una risa—. ¿Crees que podrá acogernos a los dos?

—No sé tú —dijo Cahal alzando una ceja—, pero yo la tengo enorme.

—Entonces, tú por delante y yo por detrás —chasqueó la lengua con desdén—. Yo la tengo más grande que tú.

—Hijos de puta… —susurró Eileen alzando la mirada hacia ellos. Los ojos humedecidos—. No sé quién era tu hermano, pero si era como tú —le dijo a Samael—, espero que antes de descuartizarlo le desgarraran el culo con una estaca.

Cahal silbó y arqueó las cejas.

—Guau, vaya lengua.

Samael miró el gesto divertido del rubio y luego la miró a ella.

La agarró de la muñeca rota y la levantó. Eileen vio las estrellas, estuvo a punto de perder el conocimiento. La dejó contra la pared y le lanzó un puñetazo en la cara. Lo vio todo negro. Sintió un regusto a hierro en la boca, y un dolor frío y abrasador a la vez en el pómulo. Las manos violentas de Samael la arrojaron de cara a la pared, pegó sus muñecas a su espalda y le separaron las piernas mientras él se apretaba a su cuerpo.

—Entonces, tú me dirás si le gustó a mi hermano o no cuando yo te meta mi estaca en el tuyo.

—Suéltala.

La voz de Caleb se oyó en toda la mansión. Samael se giró para mirarlo por encima de su hombro. Eileen no dejaba de sollozar, y de temblar como un animal indefenso. Eso es lo que era ella, un animalito indefenso en manos de cuatro lobos hambrientos.

—¿Por qué? —preguntó Samael mientras apretaba su cuerpo a sus nalgas.

—Si no la sueltas, tú y yo tendremos un serio altercado —le advirtió con el rostro lleno de rabia—. Al ser los más cercanos a Thor, acordamos con el clan que decidiríamos cómo llevar a cabo nuestra venganza. ¿No es cierto? —rugió Caleb, amenazador.

Samael miró la nuca de Eileen y luego lo miró a él. Finalmente asintió con la cabeza.

—Bien, Samael. Tú te has encargado de su padre sin compartirlo ni conmigo ni con nadie. Cahal y Menw están aquí para atestiguarlo. ¿No es así?

Los dos rubios asintieron.

—Entonces creo que es mi derecho disfrutar de Eileen yo solo —prosiguió Caleb—. Conmigo y para mí. No tengo por qué compartirla contigo, y si le tocas un sólo pelo más, te aseguro que te retaré a muerte. A ti, o a quien sea —miró a Menw y Cahal—. ¿Queda claro?

Eileen se sobresaltó al oír la determinación glacial con la que Caleb intentaba protegerla de ellos. Samael la soltó y dejó que sus colmillos retrocedieran.

—Queda claro, Caleb.

—¿Queda claro? —gritó mirando a los otros dos.

—Clarísimo —respondieron intimidados.

—Quiero mi venganza tanto como tú, Samael —le dijo más calmado—. Pero hay cosas que no las apruebo, como por ejemplo tu conducta de hoy. Cuando lleguemos a Inglaterra, tendremos una charla para recordarte cual es el código de conducta vanir. Eileen va a ser mía. No quiero que la uséis y me la devolváis en mal estado. Hoy no la tocaréis.

Caleb miró la bonita curva de la espalda de Eileen y sonrió de lado.

—¿Y mañana? —preguntó Cahal.

—¿Quién sabe? Depende de cómo se comporte en la cama.

Eileen deseó matarlo.

Samael lo miraba fijamente sin contestarle.

—Ahora dejadlo todo limpio y sin pruebas. Nosotros os esperamos en los coches.

Obedecieron sin rechistar. A la velocidad del viento, y desplegando un abanico de poderes increíbles, limpiaron el parqué, reconstruyeron los objetos rotos y enterraron los cuerpos en la tierra.

Caleb miró a la chica que tenía enfrente. Seguía pegada de cara a la pared. No osaba moverse ni abrir los ojos. Caminó hacia ella y colocó una mano fuerte y posesiva sobre su hombro obligándola a darse la vuelta.

Eileen se sacudió haciéndole entender que no quería que la tocase, pero Caleb la agarró con las manos y violentamente la giró hacia él.

—Ahora escúchame bi… —dejó de hablar cuando vio lo que el bruto de Samael le había hecho en la cara. Palideció todavía más cuando olió la sangre que salía del corte de su pómulo morado. Tarta de queso y fresas recién hecha.

—¿Tú? —dijo horrorizado.

Eileen se cubrió los pechos de nuevo y le giró la cara. Caleb tenía hambre. Hambre de verdad: sexual y física. Ella era el pastel.

—Me da igual lo que me hagas, pero… ¿Qué harás con Brave? —le preguntó ella sin poder controlar el temblor de su voz.

Le afectaba más lo que le pasaba a su perro que lo que le habían hecho a su padre. ¿Por qué? ¿Sería efecto del shock?

Caleb sólo veía sus labios moverse. No oía su voz. Labios sensuales, algo enrojecidos por el golpe y la sangre.

—¿Lo vas a matar también? —lo miró más tranquila al ver que su rostro volvía a tener una boca hermosa sin colmillos y unos ojos dulces y peligrosos del color del mar de una isla caribeña.

¿También? ¿A quién había matado él? Había sido Samael, no él. Le enfureció que lo acusara injustamente.

—Te dije que estaba dormido. Se despertará cuando yo se lo ordene. Ahora, no.

—¿No me dejas despedirme de él? —sentía la garganta ardiendo y escocida de la sal de las lágrimas.

Caleb sintió algo parecido a la ternura por esa mujer. Pero desapareció al instante.

—No, no te dejo —la tomó del brazo y la llevó a trompicones fuera de la casa.

La lluvia torrencial caía sobre Barcelona. La noche estaba oscura y el cielo se iluminaba por los relámpagos. Eileen tiritaba del frío, aunque agradeció la sensación de frescor del agua, porque la desbloqueó. Dos Porsches Cayenne negros, con los cristales tintados, esperaban en la cabina de seguridad. Estaban vacíos. A dos metros de la cabina había otro cuerpo en el suelo. Era Daniel. Tenía los ojos cerrados y un corte sangrante en la frente. ¿Inconsciente?

—No está muerto —le dijo él. Se agachó y le puso la mano sobre la cabeza para susurrarle algo—. Cuando despiertes, sabrás que Mikhail y Eileen han tenido que viajar precipitadamente por asuntos de negocios. No sabrás cuándo volverán. Todo seguirá con normalidad. Nunca me viste. Tropezaste y te diste un golpe en la cabeza.

Ella desencajó la mandíbula. Estaba sorprendida. ¿Podía hacer eso? ¿Podía mandar algo a alguien con aquel timbre de voz?

Caleb abrió la puerta del coche y la obligó a entrar. Los asientos de piel beige se estaban empapando. Él no entró todavía. Abrió la puerta del maletero y sacó una bolsa precintada con algo rojo y esponjoso dentro.

Finalmente entró en el coche.

—Toma —le lanzó la bolsa que acabó golpeándole en la herida del pómulo.

Eileen gimió de dolor, pero se sorprendió al descubrir una toalla. No se lo iba a agradecer, pero había sido una sorpresa. Seguramente se la tiró para que no se mojara la piel de los asientos. Con una mano intentó abrirla, la otra ya no le respondía. Sentía las manos entumecidas.

—¿No te enseñaron a abrir bolsas, ramera?

Eileen se envaró.

—La abriría si pudiese utilizar las dos manos. Pero me has roto la muñeca, estoy con el pecho descubierto, tengo frío y se me está hinchando la cara —añadió con sarcasmo—. No, creo que no me enseñaron a abrir bolsas en estas condiciones, monstruo.

Caleb refunfuñó. Le quitó la bolsa de la mano con muy mal humor, la abrió y volvió a tirarle la toalla a la cara. Con lentitud y unos movimientos muy sigilosos, Eileen agarró la toalla con tanta fuerza que los nudillos de su mano buena perdieron el color. Él arrancó el coche mirándola de reojo. La había cabreado y eso le encantaba. Ella abrió la ventana y tiró la toalla a la calle con un grito de furia.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó él asombrado.

—No quiero nada de ti. Prefiero coger una pulmonía o morir de frío a aceptar algo de un asesino como tú —le señaló con el dedo.

Caleb la miró impasible.

—¿Quieres que hablemos de asesinos? Aún no he empezado contigo, Eileen. No me provoques —le dijo con una voz suave pero fría.

—Pues más vale que cuando empieces, termines conmigo —sugirió con los ojos rojos e irritados—. Porque removeré cielo y tierra para ir a por ti y destruirte. Asegúrate de dejarme bien desvalida, asegúrate… Porque por pocas fuerzas que me queden, te buscaré y te mataré. Lo juro —estaba temblando no sólo de frío, sino de la rabia que sentía en aquel momento.

Él admiró su valentía. Estaba débil, magullada, herida en su orgullo y, sin embargo, todavía peleaba. Si no fuese quien era, puede que…

—Monstruo. ¿Os llamáis vanirios, verdad? —lo miró de arriba abajo conteniendo la ira que la carcomía—. Os merecéis todo lo que os hagan.

¿Es que no le tenía miedo? ¿No había tenido suficiente con todo lo que le estaban haciendo? ¿Por qué no le temía?

—No me das miedo —añadió con asco y desprecio.

Ni pensarlo. Si había alguien que debía temerle, esa persona era ella. Sonrió con malicia.

—Veo que crees que lo que nos hacéis está bien —comentó alargando de nuevo los colmillos—. Bien. No te cubras, ramera —le ordenó.

—Vete a la mierda.

—Te he dado la toalla y la has rechazado. Ahora no te cubras.

Seguía abrazándose los pechos sin apartarle la mirada y con los labios temblorosos. Caleb frenó en seco y paró a un lado de la carretera. Cogió la palanca de posición del asiento de Eileen y lo echó para atrás, dejándola estirada. Se desabrochó el cinturón de seguridad y de un salto se colocó encima de ella.

—Habéis matado a mujeres y niños —le susurró volviéndola a agarrar del pelo y forzándola a levantar la cara hacia él—. Violasteis a las mujeres, le extrajisteis los órganos, incluso los fetos a aquellas que estaban embarazadas. A los niños, los apartáis de sus padres y les forzáis a que vean cómo los mutiláis. Experimentáis con ellos para ver cómo reaccionan sus pieles al sol y luego hacéis el proceso una y otra vez para ver y estudiar sus rápidas recuperaciones. Matáis y torturáis —le tiró del mechón—. Te mereces todo lo que yo te haga a partir de ahora.

¿Quién era capaz de hacer algo así? Se preguntaba Eileen mientras miraba fijamente sus ojos verdes. ¿De verdad había gente tan salvaje? ¿Pero qué pintaban ella y su padre en todo aquello?

—Pero… pe… pero, yo no… no tengo nada que ver co… con eso —le susurró implorando un voto de confianza—. Tie… tienes que creerme, Caleb.

Caleb tensó la espalda cuando la oyó pronunciar su nombre por primera vez. Le soltó el pelo y colocó una mano a cada lado de su cabeza. La miró detenidamente. Estaba acorralada, doblegada, herida por él y los suyos. Sus magulladas manos reposaban tensas sobre su torso con los brazos doblados. Habían matado a su padre. Y ella quería luchar por su libertad, por su vida. Pero no podía engañarlo. Ella era la que firmaba y daba el beneplácito a los transportes para que movieran de un lado al otro la mercancía, los instrumentos y las medicinas. Era la hija de Mikhail y se suponía que entre ellos había confianza como para trabajar juntos en algo así. No era ninguna ignorante.

—Déjame entrar en tu mente y entonces, sólo entonces, pueda que te crea —le desafió.

—¿Qué… qué debo hacer para que entres? —preguntó insegura.

—Relájate.

Eileen echó un vistazo a la posición de sus cuerpos. Sí, claro, relajarse. Así de fácil.

—Me estás aplastando… a… así no puedo…

—Cállate —gritó. Ellos no podían tener aquella conversación cordial, ella era su enemiga—. Haz el favor de cerrar los ojos —utilizó su tono melódico para atraerla e inducirla a la relajación.

Eileen cerró los ojos gustosa y empezó a abrir las piernas. No, por Dios. ¿Qué estaba haciendo? Esa voz… Caleb apretó los dientes ante la invitación.

Miró como sus piernas bronceadas y esbeltas se abrían. Se encajó entre ellas hasta que tocó y aplastó su sexo con el de ella. Encajaban a la perfección. De estar desnudos, ya la habría hecho suya. Se concentró en ella. Intentó acceder a su mente, a sus recuerdos. No había ningún muro pero se topaba cada dos por tres con una niebla espesa y blanca. No era que no pudiese entrar. Si entraba, él se perdería en esa confusión. Ella no lo iba a dejar, no lo iba a permitir.

—¿Intentas confundirme? ¿Quieres que me pierda? —le preguntó él con un gruñido.

—¿Perderte? ¿Confundirte?

—Basta… No me engañarás más. Me pones obstáculos. No quieres que descubra la verdad.

Eileen cerró los ojos con fuerza, tragó saliva e inclinó la cara a un lado, enseñándole la yugular. Él dictaba sentencia.

—Si no me crees, será mejor que acabes con esto. Yo… no lo soportaré mucho más. Venga, muérdeme —dijo ofreciéndose.

—Te haría un favor si hiciese eso, ramera.

Ya estaba otra vez ese insulto afilado. Por un momento, al llamarlo por su nombre, había visto algo de comprensión en su mirada, como si él quisiera creerla, pero debería haber sido un espejismo. Ahora volvía a ser el monstruo. Un monstruo encajado entre sus piernas como ningún hombre lo había estado antes con ella.

—Por favor… Caleb —lo iba a intentar de nuevo—. Tiene que haber un modo de que podamos…

—Primero, yo no soy Caleb para ti —la cortó alterado—. Me llamarás amo a partir de ahora —su tono era frío e impersonal—. Segundo, te dije que no me tocaras —cogió la mano de ella que había colocado sobre su durísimo pectoral para apartarlo y la alzó de nuevo sobre su cabeza. Luego cogió la mano derecha, la lisiada, y con delicadeza la colocó sobre la izquierda. Agarró ambas muñecas con una mano—. Tercero —miró su boca—, no hablarás más hasta que yo te dé permiso. Se acabó, no te creo, ni te creeré. No quieres que lea tu mente, pero hay muchos modos de entrar en la mente de alguien.

—¿Me vais a torturar? —lo miró angustiada.

—Más de uno querría eso, ramera —contestó afirmando con la cabeza—. Verás que donde te voy a llevar, no serás muy bien recibida. Pero, no. No voy a pegarte.

—¿Entonces…?

—Ya lo verás.

—¿Qué eres? —preguntó con la barbilla temblando.

—Desde que empezasteis la cacería, no os habéis molestado en preguntárnoslo. ¿Qué te importa ahora?

—Me importa porque quiero saber qué son mis enemigos. ¿Sois vampiros, verdad? Debo de estar volviéndome loca… —susurró al darse cuenta de lo que había dicho en voz alta—. ¿Qué me vas a hacer? —Si era o no era un vampiro, no lo sabía, pero por Dios que era igualito que esos seres atractivos y con colmillos que salían en las películas inspiradas en los libros de Anne Rice.

Caleb bajó la mirada a sus preciosos pechos desnudos y ella volvió a hiperventilar. Aquella intimidad con él era más de lo que podía soportar. Él cubrió un pecho con su mano libre y la miró a los ojos.

—Te voy a soltar las muñecas. Si intentas tocarme, te prometo que te morderé. Te haré daño.

—¿No me contestas? —la voz algo afónica. ¿O era ronca?

—También te haré daño si vuelves a abrir la boca otra vez.

Eileen alzó la barbilla en un gesto de orgullo, aunque sabía que debía resignarse. Poco a poco, Caleb soltó sus muñecas, mientras con la yema de los dedos reseguía con una caricia sus brazos, sus axilas suaves, su cuello, su clavícula y, al final, su otro pecho, frío y húmedo de la lluvia. Eileen se movió inquieta bajo su cuerpo aguantando con todo el aplomo que pudo aquella revisión a la que Caleb la sometía. Él siguió acariciándole el pecho hasta ver como se le ponía el pezón erecto, entonces lo cubrió y lo empezó a masajear. Sus manos grandes y masculinas la estaban abrasando con su calor. Ella movió las manos sobre el respaldo de la silla. Quería agarrarlo de su melena negra como el carbón y apartarlo de ella. Pero no podía tocarlo. Se cogió desesperada al reposacabezas del asiento.

Caleb liberó uno de sus pechos y lo observó hambriento mientras inclinaba la cabeza para llevárselo a la boca. Sus ojos tenían un verde que era casi amarillo. Eileen reprimió un pequeño chillido. Su boca, húmeda y caliente, se movía sin piedad sobre la carne blanda de la chica. Su lengua torturaba el pezón hasta tenerlo henchido y erecto. Apresó el montículo oscuro entre los dientes, tiró de él mientras le daba pequeños toques sutiles y dulces con la lengua. Ella apretó la mandíbula, mientras intentaba controlar el temblor de sus piernas. Sentía toda la virilidad de Caleb contra ella. Sentía su calor corporal a través de los jeans negros que él llevaba. Y ella sólo llevaba ese ridículo short blanco y fino con lo que podía sentirlo todo. Todo.

Caleb dejó a sus extasiados pechos para colocarse a la altura de sus ojos. La miraba fijamente. Ella estaba sudando y tenía todavía churretones de sangre que descendían desde la cara hasta su cuello. Los labios semiabiertos y algo hinchados por la brutalidad de Samael. Olía tan bien. Era un bocado sabroso y especial para él. Ese era su olor favorito, su sabor preferido. ¿Por qué ella tenía que ser la que oliera así? A humedad, a fresas y a tarta dulce… Deslizó las manos por su estrecha cintura y por los huesos marcados de sus caderas. Siguió acariciándole la plana barriguita y dejó las manos abiertas sobre ella. Colocó los pulgares por debajo del short y se limitó a ponerla nerviosa haciendo caricias circulares por la zona de su anatomía donde casi empezaban los rizos de su intimidad.

Él observó sus expresiones. Sí, estaba tensa y asustada. Pero no asustada de él, sino de lo que creía que podía hacerle y, además, lo creía acertadamente. Puede que no esperara a llegar a Inglaterra para follársela. Y ella lo sabía Era imposible no saber lo que iba a hacer con ella. Su erección era tan grande que iba a agujerear el pantalón. Ella no era virgen. Su novio la visitaba cada noche, así que sabía lo que podía pasar. Lo que él se moría de ganas de hacerle.

Con ese cuerpo pequeño (comparado con el suyo), sometido debajo de él, tierno, suave y hermoso… ¿Cómo sería estar dentro de ella? Sacó los pulgares de su short, y deslizó sus manos hasta las nalgas de ella. Las apretó, las tanteó, las masajeó y le sonrió.

—Vaya, vaya. Estás muy en forma, ¿eh? —le apretó las nalgas con deseo.

Aquello era humillante. Él estaba vestido hasta las cejas. Ella estaba, sólo con unas braguitas, vulnerable y expuesta a cualquier cosa.

Aun así, había algo en él, no sabía el qué, que no hacía que estuviera completamente asustada. Podía ver las diferencias entre Caleb y el animal de Samael. Caleb podía ser cruel y brutal, pero parecía tener un fondo del que el asesino de su padre carecía. La estaba tocando casi con reverencia, mirándola con deseo sí, pero estaba convencida de que no la trataría mal, de que no la pegaría ni le haría daño porque sí.

Caleb empezó a presionar su erección contra ella. A frotarla acompasadamente en círculos sobre su intimidad. Las fricciones eran cada vez más fuertes y poderosas, y Eileen sintió como un calor húmedo y palpitante se concentraba en su entrepierna. Sin perder el ritmo, el vanirio dirigió la boca a su cuello. Eileen se estremeció pensando que iba a morderla, pero sorprendentemente Caleb sólo lamió la sangre que había en aquella zona. Un lametón largo, como un rasposo satén, para luego cerrar la boca a la altura de la yugular y succionarla, sólo rozando con los colmillos, no hincándolos.

Eileen cerró los ojos al sentir aquel contacto lleno de calor. Ella era sabrosa, adictiva como ninguna otra que hubiese probado. Cuando limpió su cuello con la lengua y la boca, deslizó los labios por su barbilla casi en una caricia y luego ascendió hasta la mejilla. Eileen se quejó. El pómulo le dolía horrores.

—Detente.

Caleb se apretó más contra ella y le susurró al oído:

—Te he dicho que no hablaras, ramera.

—Deja de insultarme.

Caleb colocó su gran mano sobre su boca, pero Eileen sacudía la cabeza para librarse. Unas enormes lágrimas cayeron por la comisura de sus ojos, resbalaron por su sien y desaparecieron por su pelo, que ya no estaba recogido en un moño, sino que ahora parecía un abanico negro extendido sobre el asiento del coche.

Caleb se sintió avergonzado por ser él quién provocara las lágrimas en una mujer. Pero, ella no era una buena mujer, ni una buena persona, era una asesina, o como mínimo cómplice de asesinato. ¿Había alguna diferencia?

Caleb friccionó con más fuerza su entrepierna. Se frotaba sin compasión. Mientras no cesaba en sus movimientos, acercó su boca a la herida de la mejilla y la lamió, entornando los ojos del placer sabroso de su sangre. No podía leer nada de ella, porque la sangre se había mezclado con el agua de la lluvia y, además, no la bebía en cantidades, cómo debería hacerlo para conseguir sus propósitos. Aun así, era sabrosa hasta límites que nunca podría haberse imaginado.

Eileen sintió una quemazón en la cara. ¿La estaba lamiendo?

—La saliva es curativa y cicatrizante —le dijo él rozando su sien con sus labios.

A continuación, él deslizó la boca hasta la mano que tenía apoyada en la boca de Eileen. Con la mirada le advirtió de lo que pasaría si volvía a hablar.

A Eileen se le empezó a nublar la vista. Su cuerpo estaba en tensión y sentía que incluso su propia piel quemaba. Caleb no dejaba de moverse, de apretarla y friccionarse con ella, y ella… ella empezaba a sentir que iba a volverse loca. Un placer palpitante, un cosquilleo, los músculos de su entrepierna empezaban a moverse espasmódicamente… No, qué vergüenza… No podía correrse con él. No, con él no. No así. No. Pero su cuerpo ya no le obedecía. Ahora Caleb era su dueño. Y sonrió al ver la lucha interna de Eileen en sus ojos, en el modo de apretar la mandíbula, desesperada. Estaba a punto de caramelo.

Apartó la mano de su boca y deslizó la lengua por la comisura de sus labios, lamiéndola como si fuera un gato. Un gato salvaje. Lamió el labio inferior y luego el superior. Ella ya casi no tenía fuerzas para seguir frunciendo los labios. No iba a permitir que la besara. Necesitaba tomar aire, bocanadas de aire. Entre abrió la boca y empezó a respirar sin ritmo como si le fuera la vida en ello.

Caleb gruñó de placer y volvió a deslizar las manos por su cintura, pasando por las caderas, hasta coger las nalgas con brutalidad. Las alzó contra él, y empezó a moverse más duro y rápido que antes. A Eileen se le escapó un sonido gutural. No, por Dios. No, por favor.

Caleb tenía la boca abierta y los colmillos desarrollados. Quería hincárselos mientras ella llegaba al orgasmo. Sería la primera vez que pudiera entrar en su cabeza y bajarle las barreras. Tenía los ojos fijos en su boca, y ella apartó la cabeza y la ocultó en uno de sus propios brazos, ofreciéndole inconscientemente el cuello. Seguía con las manos sobre el reposacabezas del asiento.

Caleb rugió al ver cómo la piel palpitaba en esa zona, en su feminidad, y la abrió más con sus piernas para apretarla y friccionarse de arriba abajo contra ella. Más rápido, más fuerte, más… Eileen cerró los ojos con fuerza. No.

Y de repente, un estallido de placer. Fuegos artificiales. Espasmos corporales. Una sensación líquida entre sus piernas y el mundo que se acababa. Se estaba corriendo con él y él lo sabía. Se estremecía violentamente en sus brazos. En los brazos del monstruo. No había podido controlar su inexperto cuerpo. Lo había intentado pero Caleb salió vencedor. La había provocado, estimulándola hasta el clímax.

Él soltó sus nalgas a regañadientes y colocó las manos sobre la butaca, a cada lado de su cara. Murmuró algo indescifrable. Ambos respiraban entrecortadamente.

Él todavía tenía los incisivos largos, pero el color de los ojos no le había cambiado. Cuando ella lo miró, pudo ver lo orgulloso que se sentía de avergonzarla así. Era el ganador y ella la derrotada.

—Así me gusta —la miró con determinación y algo más que ella no supo descifrar—. Que obedezcas a tu amo en todo.

¿Era orgullo? ¿Estaba orgulloso de ella? No, no podía ser. Oh, por favor. Sólo faltaba eso para acabar de pisotearle el amor propio. Caleb echó un vistazo a sus pechos, su cuello y sus mejillas. Estaban teñidas de rojo. Rojo pasión o rojo vergüenza. Le daba igual.

—Si te pudieras ver… Ahora sí que pareces una zorra de verdad.

Eileen le prometió con la mirada que lo mataría si pudiese. Volvió a esconder la cara en su brazo y se echó a llorar como una loca desquiciada. Caleb intentó comprender la situación en la que se encontraba. Obviamente, tenía que sentirse derrotada. Se lo merecía.

Bajó la mirada para verse aplastado contra su sexo. Todavía estaba duro como una roca, él no había tenido ninguna liberación. Se levantó un poco apoyándose sobre sus brazos y vio como el pelo púbico oscuro de ella se transparentaba a través del short blanco mojado. Agarró el short y tiró de él. No podía aguantar más. Tenía que hundirse en ella.

—No. Te lo ruego —gritó Eileen cogiéndole la muñeca con la mano buena.

Caleb tensaba el short con sus dedos. Ambos sabían que si le daba un tirón más, se desgarraría y la dejaría como él quería verla.

—¿No, qué? —levantó una ceja divertido.

Aunque en realidad no había nada de divertido en lo que estaba pasando. Eileen no creyó jamás que pudiera odiar a alguien como odiaba a Caleb en ese momento. Él esperaba oír las palabras mágicas. Bien. Ella tragó saliva y sintió el sabor de la dignidad. Amargo. Muy, muy amargo.

—No, por favor… amo.

Caleb levantó la barbilla, tomó aire por la nariz, levantando el pecho con el movimiento, y cogió a su vez la barbilla de ella para alzarla hacia él.

—Vas aprendiendo. Nos llevaremos bien.

Colocó bien su asiento y de un salto se encaramó a la zona del piloto. Eileen que seguía temblando, lo miró de reojo sin tenerlas todas con ella. Al menos ya no lo tenía encima. No estaba segura de relajarse todavía. ¿Relajarse? Nunca más podría hacerlo en su vida, porque ya no tenía en quién confiar. No en el mundo de Caleb.

—Caleb, te acabamos de adelantar —dijo la voz de Menw que resonó por todo el coche. Era el comunicador de última generación que habían instalado—. ¿No has podido esperar, eh, pillín? Te la has tenido que tirar, ¿verdad?

Caleb miró a Eileen que había vuelto a ocultar su cara entre sus brazos y se había hecho un ovillo dándole la espalda. Una espalda que se movía temblorosamente.

—Lo que hagamos ella y yo no te concierne.

—La tiene pequeña y es un marica… Como todos vosotros… —gritó Eileen enrojecida y furiosa—. Abusones de mierda… —dijo esta vez con un hilo de voz y atragantándose.

Abrió la puerta del coche, se deslizó por el asiento, cayó a cuatro patas en el asfalto y empezó a vomitar. Tuvo que dejarse de apoyar en la muñeca rota, así que se quedó a tres patas mientras tenía que oír como a través del manos libres los otros tres rompían a carcajadas.

Caleb la miró muy seriamente. Un músculo de la mandíbula le temblaba sin control. Nadie lo avergonzaba así. Nadie.

—Así que la tienes pequeña… —añadió Menw ahogando la risa.

Él seguía sin contestar. Estaba impasible. Su rostro como esculpido en granito. No apartaba la mirada de ella.

—¿Habéis localizado al otro guardaespaldas que había entre los pinares? —seguía mirándola fijamente. Mientras la chica vomitaba, él observaba como los músculos de su espalda se tensaban y se movían sin descanso—. Lo tiré allí.

—Sí, era el hermano gemelo del que se ha cargado Samael. Le hemos inducido la imagen mental de que su hermano se había enamorado de una asiática y que se iban a casar a las Vegas esa misma noche, él, de John Travolta y ella, de Olivia Newton-John. Tenía una fractura en la pierna. Recordará que se la hizo en un accidente de tránsito. Y también hemos tratado con todo el servicio. Les ha quedado muy claro que mañana cuando se despierten se acordarán que la señorita Eileen y el señor Mikhail han tenido que hacer un viaje relámpago por un asunto de negocios, y que cabe la posibilidad de que pasen una larga temporada fuera para conseguir nuevos clientes. Por supuesto, ellos deben seguir sus vidas con normalidad.

—Muy bien. ¿Qué hay del cuerpo de Mikhail y de su guardaespaldas?

—Están ocultos bajo el suelo de su propia casa. Todo controlado, Caleb. Ahora sólo queda saber si eres capaz de domar a esa fierecilla que va contigo. No va bien para tu reputación de rompecorazones que una chica te toree así.

—Tranquilo. Sólo está conmocionada por lo que le he hecho.

Volvieron a sonar las carcajadas.

—Os veo en el avión.

Apagó el comunicador y salió del coche con determinación y una mirada muy peligrosa. Parecía mentira que la joven tuviera tantas agallas estando como estaba.

Eileen había dejado de vomitar, pero seguía apoyada sobre las rodillas y su mano izquierda. Respiraba agitadamente, pálida y abatida.

Caleb la agarró del pelo de nuevo y la levantó. Eileen pensó que si seguía haciéndole eso, la dejaría calva.

Abrió la puerta del copiloto y la metió dentro de un empujón.

Eileen siguió con los ojos a Caleb hasta que él también entró en el coche.

—Cuando lleguemos a Inglaterra, te demostraré lo pequeña que la tengo de todas las maneras, ramera —susurró entre dientes mientras ponía la primera marcha para arrancar.

Eileen no supo qué responder. Sólo sabía que estaba muy cansada y que le dolía todo el cuerpo. A lo único que se podía amarrar para salir de aquella pesadilla, era al hecho de que ninguno de ellos sabía que ella era diabética. Ese era su as en la manga. Con un poco de suerte, al dejar de tener la vida habitual y controlada que hasta ahora había tenido, si su cuerpo dejaba de recibir insulina, caería enferma de un modo o de otro. Sin atenciones moriría. Los riñones le fallarían, los vasos sanguíneos de las piernas se bloquearían e iría perdiendo sensibilidad a las heridas de cualquier tipo, puede que incluso tuvieran que cortarle las piernas. Podría quedarse hasta ciega. Entonces así, ya no les serviría ni a ellos, ¿no?

Pensar en todo eso le estaba revolviendo más el estómago, si era posible. Pero preferiría morir antes que convertirse en la puta de nadie, y menos del monstruo que tenía al lado.

El mundo desapareció de su vista, y esperó a que llegara la oscuridad.