CAPÍTULO 01

No le gustaban los días nublados, los detestaba. Desde hacía más de una semana, el clima amenazaba con la llegada de un terrible huracán. Faltaban siete días para luna llena, la noche del solsticio de verano se acercaba y en Cataluña la tradición llamaba a todas las personas que creían en las historias de magia y brujas a que salieran a la calle, encendieran las hogueras y se inventaran todo tipo de hechizos y encantamientos para traer prosperidad y felicidad a sus vidas.

Eileen se acercó a la cristalera de su habitación, que dejaba ver unas bellísimas vistas de Barcelona, y alzó la mirada al cielo. Su huskie siberiano blanco de tres meses se acercó a ella y le rascó la pierna con su patita. Eileen lo miró, lo cogió en brazos y sonrió mientras masajeaba digitalmente la coronilla de Brave y volvía a mirar las soberanas nubes. Por el amor de Dios, estaban casi en pleno verano y el tiempo acechaba amenazador como en invierno. Vaya con el cambio climático… Todo el mundo hablaba de ello como si tal cosa, pero nadie entendía muy bien cuáles iban a ser sus consecuencias.

El 23 de junio se celebraría la verbena de San Juan, su fiesta favorita y, de seguir así el clima, iba a estar pasada por agua. Desde pequeña sentía adoración por esa celebración, para ella era realmente especial, y ni siquiera podía explicar de dónde provenía su fascinación. En ese día la gente compraba las tradicionales cocas de San Juan. Algunas eran de piñones, otras de crema o de cabello de ángel. El techo estelar se inundaba de fuegos artificiales, habría música por doquier y la noche más corta del año se convertiría en la más larga para muchos jóvenes y no tan jóvenes que buscaban diversión, música y alguien con quien revolcarse en la arena de las playas del Mediterráneo para luego alcanzar juntos y confundidos —muchos gracias al alcohol— el amanecer.

Estaba más ilusionada por la llegada de esa festividad que por la de su cumpleaños. Faltaban dos días para que ella cumpliera veintidós años. Veintidós años. Un escalofrío recorrió su columna vertebral erizándole los pelos de la nuca y borrando la sonrisa que había aparecido divertida en sus labios. Se abrazó a sí misma, frotándose los brazos y logrando entrar en calor de nuevo.

Dio media vuelta para dirigirse a su cama, no sin antes pararse enfrente de su tocador e inspeccionar su cuerpo y su cara. Dejó a Brave en el suelo y él se fue directo a morder un ratón de peluche, su juguete particular.

Eileen llevaba un pijama de short y camiseta de tirantes finos, ambas partes de color blancas. Su piel bronceada vestía un cuerpo sencillamente perfecto. Un cuerpo estilizado, sin ápice de grasa y de largas y moldeadas piernas. Pero no era el cuerpo lo que más llamaba la atención de ella, sino su rostro.

El rostro que aparecía en el espejo era la reencarnación del embrujo y la atracción. Una larga y lisa cabellera azabache caía por debajo de sus esbeltos hombros. Las cejas del mismo color, perfectamente arqueadas y sexys. Sus ojos eran de un color azul grisáceo que a veces era imposible de definir, enmarcados por unas largas y espesas pestañas negras que de lo extensas y rizadas que eran tocaban casi sus pómulos, estos altos y ligeramente tintados de un rosa pálido. Su nariz fina y elegante. Sus labios gruesos dibujaban un arco perfecto y volvían locos de deseo a sus compañeros de universidad. Más de uno había intentado probarlos, sin mucho éxito. El inferior algo más relleno que el superior pedía a gritos que lo mordieran y lo succionaran hasta decir basta.

Con una sonrisa, recordando a sus amigos, que más de una vez borrachos hasta las cejas le habían pedido un beso por compasión, alzó la barbilla y deslizó su dedo índice por el pequeño y gracioso hoyuelo que la dividía. Su amiga Ruth le había mencionado que tener un hoyuelo dividiéndote la barbilla significaba belleza y armonía física. No sabía si era cierto, pero éxito tenía, no había duda.

Acariciándose ese peculiar rasgo, pensó en su madre. ¿Habría tenido ella esa marca? Puesto que no llegó a conocerla, no lo sabía.

Debió de ser hermosísima, porque a su padre no se parecía en nada, de eso estaba segura. A lo mejor no conseguía encontrar ningún parecido con él porque Mikhail siempre estaba de mal humor, con el ceño fruncido y la mirada ensombrecida. Tal vez si el hombre se relajara más cuando estaba con ella… Imposible. Desechó esa idea al instante. No iba a engañarse, ella debía de ser calcada a su madre. El no tener ninguna foto ni recuerdo de ella le hacía difícil sacar conclusiones, pero su intuición le decía que así debía de ser.

Su madre… Cuánta falta le había hecho durante esos casi veintidós años que estaba a punto de cumplir. Mikhail le había contado que Elena murió dándole a luz. Las cosas se complicaron, perdió mucha sangre debido a los desgarros. La hemorragia la dejó seca, le había dicho sin pizca de tacto su padre. Eileen tardó un tiempo en descubrir el significado de la palabra hemorragia. Con cinco años ya había aprendido a leer perfectamente, así que tomó un diccionario y con sus delicadas manitas buscó por la H lo que eso quería decir. Cuando entendió que al nacer ella su madre sangró tanto que nadie pudo detenerlo se echó a llorar desconsoladamente y la aflicción le duró meses. Se iba a sentir culpable durante toda su vida y si no era así su padre ya se encargaría de recordárselo.

Tú la mataste. Tú fuiste la culpable.

Eileen ensombreció la mirada recordando las palabras que su padre había tenido más de una vez hacia ella. Inspiró hondo.

—Serás mi padre y todo lo que quieras —susurró mirando fijamente al espejo—, pero eres un cabrón de los grandes.

Tras la muerte de su madre, Mikhail había quemado y eliminado cualquier fotografía, vídeo o imagen que pudiera recordar a su mujer. Ignorando y siendo indiferente a si su hija alguna vez hubiese querido tener un recuerdo de ella.

Por supuesto que ella quería tener uno y no sólo uno, sino miles de recuerdos de la mujer que le dio a luz. Pero él se lo había privado, lo mismo que muchas otras cosas igual de importantes como el cariño, el amor y el calor de una familia. Aunque sólo fuesen dos. Ella y él.

Jamás le había demostrado que la apreciaba, jamás escuchó un te quiero, hija. Si bien era cierto que no le faltaba de nada materialmente, tenía todo lo que quería. Trabajaba en la empresa de su padre como vínculo de relaciones externas. Tenía un muy buen sueldo con el que permitirse cualquier capricho sin necesidad de pedir nada a nadie. Ella se había pagado la universidad y también su coche, un BMW Z4 descapotable de color azul eléctrico que la tenía fascinada.

Sabía hablar varios idiomas, como el español, catalán, inglés, ruso, chino y francés. Su padre tenía una empresa de materiales y productos para salas de operaciones y hospitales, así que necesitaba a alguien que pudiese comunicarse a nivel comercial con todo el mundo. Lo más novedoso, lo más nuevo, Mikhail lo creaba y lo vendía. Tocaba desde instrumentación quirúrgica hasta fórmulas de nuevas vacunas. Ella era la encargada, mediante sus enlaces, de recibir y distribuir las sustancias y los aparatos.

En el trabajo se dirigían la palabra lo justo. Por la mañana, en la empresa familiar y por la tarde en la universidad. Así era su vida desde hacía cinco años.

Estaba escasa de vínculo afectivo en su casa, no le había quedado más remedio que aprender a vivir con ello y tejer esos vínculos fuera de las paredes de su hogar, desde bien pequeñita.

En el colegio y en la universidad había hecho grandes amigos. Pero mantenía y mimaba a los de siempre, Ruth y Gabriel. Ellos eran sus dos pilares. Pilares no. Hermanos para ella, mejor dicho. Se conocían desde la escuela, eran inseparables.

Y luego estaba su médico, Víctor, que desde hacía cinco años, tras la muerte de su anterior doctor, el señor Francesc, llevaba el control a diario de su diabetes. Venía cada noche, controlaba su azúcar en la sangre y le suministraba insulina. Ella odiaba las agujas y su padre evitaba tener contacto íntimo con ella, así que tenía a su médico particular que la cuidaba, la pinchaba y luego se iba. La intimidad que compartían en su habitación, mientras le hacía la revisión médica les había hecho trabar una buena amistad.

La canción de Unwritten empezó a sonar distrayéndola de sus pensamientos. Se dio la vuelta dirigiéndose hacia el bolso Tous que había dejado colocado sobre la silla. Tomó el móvil exclusivo Motorola Dolce & Gabanna dorado y lo abrió al ver que ponía Ruth llamando. Le encantaban todas esas pijadas.

—Hello —dijo una voz al otro lado del teléfono. Era Ruth.

—Hola, loca.

—Tengo noticias que darte.

Eileen tomó asiento y se colocó las zapatillas de estar por casa en forma de conejo.

—Dispara.

—Gabriel y yo hemos decidido que no nos vas a dejar tirados todo el veranito mientras tú estás pendoneando en Londres.

Eileen sonrió ante la expectativa.

—Ya sabes que yo no pendoneo —contestó acariciando las orejas del conejo.

—Puede que esa no sea tu intención, pero lo harás si nosotros dos te acompañamos.

—¿Vendríais conmigo en verano? —agrandó los ojos y levantó las cejas ilusionada.

—¿Tú qué crees? Alguien tiene que sacarte a los moscones indeseables de encima. Serías un cervatillo rodeado de lobos. Pero no te preocupes, nosotros te pervertiremos, ejem… Digo protegeremos.

Eileen se echó a reír. Cómo le gustaban sus amigos. Ruth era maravillosa, siempre le arrancaba alguna que otra sonrisa.

—¿Qué? ¿No dices nada? —le recriminó Ruth—. Nada como… Te quiero Ruth, es genial Ruth, eres un amor…

—Es fantástico. Y sí, te quiero mucho, bruja.

—Eso está mejor. ¿Está por ahí el Dr. Zhivago?

—No, todavía es pronto para que llegue.

—Dale mi teléfono, por Dios. Y yo te diré si es o no es gay.

—Eres una lagarta incorregible.

—Por eso me adoras. Te dejo, voy a entrar en un parking y no tengo cobertura. Mañana te llamo.

—Ok. Besitos.

—Besitos.

Con una sonrisa colgó el teléfono, lo dejó sobre la cama, recogió su cabello de satén y lo enroscó en un moño mal hecho para dormir. Era una gran noticia saber que sus dos mejores amigos compartirían con ella unos días en Inglaterra. Miró su reloj digital de hombre Brail. Nunca le habían gustado los relojes de mujer.

El Dr. Zhivago, como lo llamaba Ruth, debía de estar al llegar.

Bostezó y se sentó esperando a Víctor. Dios, tenía unas ganas locas de pegarse la gran fiesta y celebrar su precoz licenciatura en Pedagogía. Había sido la mejor de su promoción y necesitaba hacer alguna locura de las grandes. Ella tenía un máster en Calamidades.

Como el día en que preparó ella misma unas tartas con marihuana por su dieciocho cumpleaños y las repartió a toda la clase, incluido el profesor. Aquel día estaba en uno de los seis créditos de Educación para la Sexualidad. Lo cierto es que la clase tomó un matiz muy literal cuando la subdirectora Martínez, que había entrado sólo a gorrear, se metió dos trozos de tarta ella sólita y más tarde empezó a lamerle la oreja al Dr. Jiménez, el encargado de impartir dicho crédito. A lamerle la oreja… En público. Eileen nunca pensó que la maría fuese afrodisíaca. Pues lo era. Y mucho por lo que pudo ver ese día.

O como el día, hacía ya dos años, en que el guapísimo pero memo de Gorka la había intentado sobar en la habitación de las tizas y los borradores. Sin duda, su queridísimo amigo Gabriel le había tomado el pelo al pobre chico, diciéndole que ella quería verlo en la habitación del magreo —más conocida como la habitación de las tizas—. Gorka había ido súperilusionado. Por fin iba a poder tocar ese cuerpecito que tenía embelesado a media universidad. Pues bien, ella sí que lo atizó bien. Lo cogió de los huevos, los apretó hasta casi tocar con los dedos la palma de su mano y luego lo lanzó contra la puerta, haciéndolo salir disparado y cayendo de espaldas en el pasillo más concurrido de la facultad.

Aquel día tuvo una discusión con Gabriel sobre lo que eran bromas de buen y de mal gusto. Aquella no había sido una de buen gusto ni por asomo. Gorka jamás le volvió a dirigir la mirada.

O como el día en que… Toc toc.

Eileen, se levantó de la silla y abrió la puerta de su habitación. Un chico de unos treinta años, ligeramente más alto que ella, rubio, de ojos negros y grandes le sonreía. La miraba con dulzura y esperando recibir permiso para entrar.

—Buenas noches, Eileen —la saludó con voz amable.

—Hola, Víctor —le respondió—. Entra.

Se echó a un lado y lo dejó pasar.

—Hoy has llegado temprano —lo miró sonriendo.

—Sí —dijo él dejando la maleta negra sobre una de las mesitas de noche—. Hoy por suerte me he adelantado al tráfico —le sonrió.

En Barcelona, a hora punta, era imposible conducir por la ciudad sin verte inmiscuido en una caravana de tres cuartos de hora.

Eileen se sentó sobre la cama y le ofreció el brazo izquierdo. Había hecho ese gesto todas las noches desde los siete años y estaba llena de automatismos. Lo hacía con una gran naturalidad, ya no se sentía incómoda. Ni él tampoco.

—¿Cómo te has encontrado hoy? —le preguntó sacando de la maleta un medidor de tensión arterial. La miró esperando una respuesta.

—Como siempre. Perfectamente.

—¿No has sentido mareos, ni sudores fríos ni hormigueos?

—Nada —negó con la cabeza haciendo que algunos mechones azabache resbalaran por las sienes.

Víctor siguió su pelo rebelde con un deseo irrefrenable de ponérselo detrás de sus finas orejas. Carraspeó y volvió a concentrarse en su labor.

—Eso está bien —dijo con la voz algo ronca.

Eileen levantó una ceja y lo miró de soslayo. No era tonta. Sabía exactamente lo que provocaba en los hombres, y Víctor, aunque se esforzara en ser diplomático, no era inmune a sus encantos. Ella no pretendía llamar su atención. Nunca lo había pretendido. Pero sabía que lo hacía.

—Siempre ha sido así —le dijo intentando relajarlo—. Gracias a ti, tengo la diabetes perfectamente controlada. Mi dieta está equilibrada, baja en grasas. Hago deporte a diario y cada noche me inyectas la insulina. Más control no puedo tener, ¿no crees? —sonrió—. Cada noche las mismas preguntas y las mismas respuestas.

—Nunca se sabe, Eileen —rodeó su brazo con la cinta azul y lo presionó. Miró el medidor y sonrió conforme—. 12/8. Estás…

—Estoy bien. ¿Te he dicho ya que como siempre? —arqueó las cejas.

Víctor negó con la cabeza mientras hacía esfuerzos por no darle la razón.

—La diabetes es caprichosa a veces.

—Pero no conmigo, por suerte. Dudo que haya alguien que esté tan vigilada como yo.

La miró directamente a los ojos y se quedó en silencio. Eileen lo miró incómoda y enseguida intentó desviar su atención. Él se dio cuenta de su encantamiento y tomó de la maleta el medidor de azúcar.

—Dame tu dedo índice —la tomó de la mano.

—No, pínchame en otro —le dejó el dedo anular—. Este ya lo tengo muy dolorido.

Cada dos semanas cambiaba de dedo de la mano. La máquina del control de azúcar la acribillaba sin compasión.

Víctor tomó la gota de sangre roja y espesa que salió de la yema del dedo y la colocó sobre una tira blanca, que estaba encajada a un aparato digital.

—Tu nivel de glucosa es normal —miró a la pantalla digital del medidor—. Muy bien —guardó los aparatos en el maletín y sacó una ampolla y una jeringuilla. Clavó la jeringuilla en el frasco y extrajo el líquido. Con una pequeña presión del pulgar y unos toquecitos sobre el extremo de la jeringa expulsó el aire.

Eileen se pellizcó la pierna derecha y esperó a que Víctor le clavara la aguja en la poca carne que conseguía retener entre sus dedos. Tenía las piernas tan fuertes que no había carne flácida por ningún lado. Las clases de natación, defensa personal y spinning eran las responsables de su tonificación muscular.

Él le pasó un pequeño algodón y luego la pinchó.

Eileen siseó arrugando la nariz.

—Hoy te ha dolido —Víctor extrajo la aguja con rapidez.

—No ha sido nada —sonrió mientras se frotaba ligeramente el muslo.

Una vez guardó todo en la maleta, Víctor se relajó.

—¿Y bien? —la miró agrandando los ojos—. Felicidades por tu licenciatura…

—Gracias —contestó. Se levantó y caminó hacia una gran nevera que tenía empotrada en la pared, en el otro extremo de la inmensa habitación—. ¿Lo de siempre? —lo miró por encima de la puerta de la nevera.

—Sí, por favor.

Eileen tomó una cerveza para él y para ella un agua con gas. Se sentó a su lado.

—¿Cómo vas a celebrarlo? ¿Ya has pensado algo? —arqueó las cejas repetidamente—. El 21 de junio es tu cumpleaños, ¿no?

Ella asintió con una sonrisa. Él siempre se acordaba.

—Creo que lo celebraré todo en la verbena de San Juan —bebió de la botella de Vichy.

—Recuerda que no puedes emborracharte —le recomendó mientras bebía de un solo sorbo media cerveza.

—No me hace falta beber para pasármelo bien —frunció el ceño.

—Ya lo sé. Sólo te lo advierto. Tu padre me ha puesto a tu cuidado.

—Eres mi doctor, no mi niñera, Víctor.

—Soy tu doctor y debes obedecerme, Eileen —replicó en el mismo tono que ella—. Tu salud y mi vida corren peligro si decidieras hacer alguna de tus locuras. Tu padre es…

—Mi padre —le cortó ella— se puede guardar sus recomendaciones y sus amenazas donde le quepan —volvió a beber otro sorbo.

¿Amenazas?, pensó Víctor. Mikhail no amenazaba. Procedía directamente. Era un hombre sin escrúpulos.

—Bueno —la miró de reojo—. Se preocupa por ti, ¿no?

—No seas cínico —se echó a reír—. Confieso que no entiendo la obsesión que tiene en mi integridad física, pero yo, como persona, no le he importado jamás. Lo único que le agradezco es la posibilidad que me ha dado para estudiar y el hecho de que me deje vivir bajo su mismo techo. Más como una inquilina que como su hija, claro está. Nunca me ha abrazado, ¿sabes? —su voz se tiñó de resentimiento—. Ni una sola vez —añadió dolida. Frunció los labios y dijo con determinación—. Pero en unas semanas voy a arreglar mi situación —un brillo esperanzador apareció en su mirada.

Víctor tensó la espalda y la miró a los ojos.

—¿Qué quieres decir?

—Me marcho de Barcelona —se recogió un mechón de pelo que le caía por la cara—. Me largo de aquí y de su control.

—¿Cómo?

—En avión.

—No, eso no… Que ¿por qué?

—El director de la facultad se puso en contacto conmigo. Me han ofrecido llevar a cabo un proyecto en Inglaterra con las futuras promesas en el campo de la pedagogía. Se trata de un proyecto ambicioso y pionero en Europa. Intentaré crear junto con un grupo de psicopedagogos bases y nuevos métodos de enseñanza para un nuevo sistema de educación primaria. Podríamos revolucionar el sistema educativo obsoleto —lo miró esperanzada—. Es genial…

Víctor ensombreció la mirada y apretó la mandíbula.

—¿Lo sabe Mikhail?

—¿Cambiaría algo si lo supiese? —alzó una ceja—. No, no lo sabe —miró al frente con seriedad reprimiendo la alegría que su proyecto le hacía sentir.

—No puedes mantenerlo en secreto —la miró con severidad—. Es tu padre.

—Sabes lo que pasaría si se lo dijese —por supuesto que lo sabía. No la dejaría irse.

—Mira, ya sabes que no estoy de acuerdo en cómo te trata. Pero aun así…

—Ya lo tengo más que decidido. El billete está comprado. Me esperan para septiembre, pero quisiera estar en Londres con antelación. Me gusta mucho la ciudad y no me vendría mal aclimatarme antes. El veinticinco de junio sale mi avión.

—Deberías decírselo —recomendó levantándose con urgencia y recogiendo el maletín—. Soy tu médico, ¿quién te controlará allí? Tienes miedo a las agujas, la sangre te marea y…

—Allí habrá médicos también —Eileen se levantó con él. Tiró la botella de cristal en su basura ecológica y lo señaló con el dedo—. Si le dices algo, dejaré de hablarte —lo miró extrañada de arriba abajo—. Y por cierto… ¿a dónde vas con tanta prisa?

—Hoy no me puedo quedar mucho rato más. Tengo cosas que hacer —se abrochó los botones de las mangas de la camisa. Eileen reprimió una sonrisa juguetona.

—¿Has quedado? —su sonrisa se ensanchó—. ¿Vas a jugar a médicos con una doctora?

—Por Dios, Eileen… —resopló rindiéndose ante ella—. ¿Cuándo dejarás de intentar emparejarme?

—Eres mi amigo, tienes treinta y dos años y no has tenido pareja nunca desde que te conozco —lo miró divertida—. Me preocupo por ti y por tu descendencia.

—Yo también podría decir lo mismo de ti —replicó—. Nunca te he visto con ningún chico en particular —dijo entre comillas—. Y no me sirven esos perritos falderos que te siguen babeando y humillándose por todos lados. Tú tampoco has tenido novio nunca. Gabriel es el único chico que te acompaña, pero él sabe muy bien que eres sólo algo platónico. ¿Qué me dices a eso? ¿Cuándo vas a lanzarte?

—No hay hombres que me interesen —frunció los labios intentando parecer enfadada.

—¿Mujeres?

—No soy lesbiana. Pero a este paso… Ya no le hago ascos a nada —soltó una carcajada.

A ella le gustaban los hombres. Lo sabía desde que vio a Keanu Reeves en Speed o a Adam García, el tío bueno de Coyote Ugly. Le gustaban morenos, de eso estaba segura. Era cierto que nunca se había sentido atraída por nadie y en cuanto algún chico intentaba coquetear con ella lo rechazaba. Eso sin mencionar, que no le gustaba que la tocasen mucho. Obviamente era virgen y no le importaba porque ella creía que entregarse a alguien era algo muy serio y si ella debía hacerlo se aseguraría de que fuese con alguien especial. Por Dios, tenía que dejar de leer a Lisa Kleypas.

—De todos modos —Eileen siguió pinchándole—, yo estoy en la flor de la juventud —se cruzó de brazos y lo inspeccionó de arriba a abajo—. Tú…

—Oh —exclamó irritado—. Cierra ya esa boquita que tienes, ¿quieres, bonita?

—Sólo bromeaba —alzó los brazos suspirando—. Eres un hombre que está de buen ver.

Víctor se echó a reír y la dejó por imposible. La besó en la mejilla y se apresuró a abrir la puerta y salir de su habitación.

—Víctor —le dijo más seria—. He confiado en ti. Sólo lo sabes tú, Ruth y Gabriel. No lo dirás, ¿verdad?

—No lo diré. Confía en mí. Aunque bien podrías haberme mencionado algo antes —le recriminó—. Si soy tu amigo y tanto me quieres… —dramatizó.

—Ni siquiera yo lo sabía. Me lo ofrecieron y acepté sin pensarlo. Me cuidaré, lo prometo —cruzó los dedos—. No tendrás que preocuparte por mí y además seguiremos en contacto.

—Eileen, eres mi amiga. Me preocuparé por ti estés donde estés. Pero ten cuidado. Si tu padre se entera de esto cerrará el aeropuerto de Barcelona para que no salgas de aquí —comentó pasándose la mano por el pelo dorado—. Él no es alguien que puedas sortear a tu antojo.

—Pero no se enterará, ¿verdad? —deseaba una confirmación por su parte.

—No, cariño. No por mí.

Eileen le sonrió.

—Gracias.

—Gracias a ti por la cerveza. Te veo mañana —tiró la lata a la basura. Le guiñó un ojo y se fue.

No, él no la traicionaría. Lo que le preocupaba era que, en el fondo, sabía que Víctor tenía razón.

Mikhail no la quería. Sin embargo la trataba como a una posesión. Tenía a gente vigilándola constantemente y ella era lo suficientemente aguijada para darse cuenta de esa vigilancia. Controlaba cada uno de sus pasos, revisaba sus llamadas de teléfono, sus cuentas email. Y además lo hacía sin ningún disimulo.

No, su padre no la quería como a una hija, pero su comportamiento maníaco-obsesivo para con ella tampoco era normal. Haría lo posible por escapar de él. Lo que hiciera falta. Después de San Juan se iría.

Con ese pensamiento y observando cómo la lluvia empezaba a salpicar las ventanas se metió en la cama. Apretó el botón del interfono empotrado en la pared.

—Daniel —habló al micrófono.

—Sí, señorita —respondió la voz al otro lado.

Daniel era el guardia de seguridad de la entrada.

—¿Se ha ido ya el señor Víctor?

—Sí, ahora mismo ha salido del recinto, señorita.

—Bien, gracias.

Dejó de apretar el botón del interfono y cortó la comunicación. Se acomodó la almohada y clavó su mirada al techo de la habitación. Un sueño súbito, dulce y profundo amenazó con cerrar sus ojos. Un agradable cosquilleo recorría sus piernas y los brazos, de repente, se tornaban pesados. En un suspiro, le llegó el sueño profundo que rozaba la inconsciencia. Como cada noche, caía dormida al instante.

La mansión estaba casi a oscuras. Sólo unas luces permanecían encendidas y él podía ver, a tenor de la luz que salía por las ventanas, qué habitaciones eran. Empezaba a llover con fuerza, pero a Caleb no le importaba mojarse.

No podía creer que por fin, después de diecisiete años, vengaría la muerte de su mejor amigo, Thor. Y mucho menos entendía que todos y cada uno de los pasos por detener a su asesino le llevaran a la zona del Tibidabo, en la montaña de Collserola de Barcelona.

Barcelona no era un lugar muy frecuentado por los suyos. Era una ciudad preciosa, encantadora, cosmopolita y diseñada para la cultura, el ocio y la diversión. Pero, por lo que él sabía, no era un cónclave vanir. La luz y la vida diurna de esa ciudad no podía ser cómoda para uno de los suyos.

Posiblemente esa era la razón por la que el hijo de puta de Mikhail había instalado su hogar allí. No podrían perseguirle en ese entorno, por lo menos no durante mucho tiempo. Pero él no iba a estar mucho tiempo. Iba a entrar, interrogarlo y mutilarlo en un abrir y cerrar de ojos. Iba a hacerlo sufrir y a darle donde más le dolía.

La mansión que tenía enfrente era un palacio envuelto por pinares, rodeado por un espectacular jardín. La fachada construida de piedra estaba cubierta por esgrafiados de gran originalidad y colorido, sin caer en la redundancia.

Observó cómo en la fachada oeste había dos torres. Una de esas torres sería la habitación de su próxima víctima.

Allí estaba ella, fría y distante, terriblemente hermosa. ¿Cómo algo tan bonito podía albergar tanta maldad? No la había visto nunca a menos de un metro. Sin embargo, aquella pose, aquella piel que se antojaba suave y dulce al gusto y su figura estilizada no podían dar cabida a la duda. Era un bombón. Un bombón relleno de ácido.

Cuando ella desapareció de la ventana Caleb inspeccionó con sus ojos de color verde eléctrico lo fantasmagórica que podría llegar a ser esa casa, si no fuese por los focos de colores azulados y amarillos que la iluminaban. Mikhail tenía que haber ganado mucho dinero a costa de las carnicerías y de los experimentos a los miembros su raza a tenor del poderío que mostraba a simple vista su vivienda.

Su hija y él se habían hecho ricos. Su hija Eileen era la Relaciones Públicas de su empresa. Estaba en contacto con todos los proveedores. Se encargaba de pedir los aparatos, así como las herramientas y las drogas necesarias para proceder con los cuerpos de su clan. Como habían hecho con su amigo.

Eileen, en realidad, se limpiaba las manos, porque ella no trataba con las víctimas directamente, para eso ya estaba su padre. Perra. No sabía a quién odiaba más, si a la princesita de hielo que tiraba la piedra y escondía la mano o al asesino sin escrúpulos.

A su mente volvieron las imágenes de Thor mutilado. En uno de los brazos descuartizados que encontraron en aquel contenedor vieron un sello que ponía Newscientists, una empresa destinada a la investigación científica. Siguieron el rastro durante años y no les fue fácil por la cantidad de empresas y corporaciones tapaderas que impedían ver el origen real de esa fundación.

En aquel momento, allí plantado, chorreando de pies a cabeza por la lluvia, ya sabía que uno de los accionistas mayoritarios de aquella empresa era el hombre que vivía en la mansión que tenía enfrente.

Mikhail Ernepo. Uno de los culpables del asesinato de Thor. Uno de los muchos que tenían que pagar por la persecución a la que se veían sometidos los vanirios.

Iba a disfrutar de lo lindo con él y con su hija, pensó mientras se pasaba la lengua por los labios. Cuando descubrieron que Mikhail tenía a su hija trabajando con él no se podían imaginar que ella fuese tan apetitosa. Sin duda, iba a saborear a ese bocadito hasta que le suplicara que parase, y bien sabía que no iba a ser ni gentil ni educado con ella.

Las luces de la llegada de un coche iluminaron por décimas de segundo la zona de bosque donde él estaba escondido. Acechando. Protegió sus ojos alzando la mano.

Del Honda Civic negro salió un chico rubio, no más alto que él, con un maletín negro.

—Según nuestras investigaciones —dijo una voz penetrante tras él—, su nombre es Víctor y trabaja para Mikhail. Visita a su hija cada noche.

Caleb miró hacia atrás y saludó con un gesto de barbilla a Samael. Era de su misma estatura, uno noventa. Tenía el pelo largo, castaño oscuro, con un mechón blanco en el lado izquierdo. Sus ojos eran de un color gris pálido y su rostro frío y duro como el granito causaba respeto a los que le conocían, y temor a los que no.

—¿Son… pareja? —preguntó Caleb mirando fríamente a Samael.

—Puede que lo sean. Él la visita todos los días. Cada noche.

—De todos los que hay en esa casa —la mirada de Caleb se tornó determinada mientras volvía a mirar al frente—, además de su hija, ¿quiénes más están al corriente de sus acciones?

—No sabría decírtelo —hizo una mueca con los labios—. No creo que los sirvientes estén informados sobre lo sádico que es su patrón.

—Nos encargaremos de Mikhail y de su hija Eileen. Sólo de ellos —advirtió—. Él nos llevará hacia las técnicas que usan para investigarnos —apretó la mandíbula— y ella hacia todos los contactos y proveedores que están implicados.

—¿Investigaciones? Eso suena muy suave para describir lo que hacen con nosotros, ¿no crees? Nos abren en canal, nos sacan las entrañas y nos matan como animales. Somos seres inmortales, Caleb, pero ellos se encargan de arrebatarnos la inmortalidad cuando nos degollan y nos arrancan el corazón.

Caleb apretó los puños con rabia. Debía relajarse si no quería verlo todo rojo antes de tiempo. Cuando cogiera a Mikhail iba a arrancarle el corazón, las uñas, los ojos, no sin antes haberle despellejado vivo y… no. No. Los ojos sería lo último. Mikhail tenía que ver antes lo que le esperaba a su hijita querida. A ella la iba a atar a… Detuvo su mente. Sus músculos se tensaron, la boca se le hizo agua. De repente no podía pensar, sólo sentir. ¿De dónde venía ese repentino olor que todo lo inundaba?

Samael tensó la espalda y escudriñó la zona con la mirada. Él también lo olía.

Caleb movió las aletas de la nariz y cerró los ojos, dejándose llevar por ese éxtasis súbito. Era un olor peculiar, un perfume que como una droga se le subía a la cabeza y ponía en alerta todos sus sentidos.

Olía a tarta de queso y frambuesas. Recién hecha.

—Por los dioses… —fue lo único que se atrevió a decir—. ¿Quién huele así?

Sintió cómo los colmillos luchaban por alargarse y las pupilas de sus ojos se dilataban hasta límites insospechados. Debía controlar sus instintos básicos. Se miró la entrepierna. Oh, no. Tenía una erección de campeonato. La cubrió con su mano y presionó para relajar ese órgano sin cerebro, tan impetuoso, caliente y difícil de controlar.

—¿Viene de la casa? —preguntó Samael con los colmillos completamente desarrollados y los ojos negros.

—Es un olor a mujer —dijo Caleb volviendo a inhalar—. ¿Quién huele así? —repitió.

—Una mujer muy apetitosa —se relamió.

—Céntrate, Samael —le ordenó—. ¿Están todos en su posición? —tenía que quitarse ese olor de las fosas nasales. Le dolía la ingle horrores y esos pantalones tejanos oscuros, aunque eran anchos, no ayudaban a sofocar el dolor. Ya buscaría a la fuente de aquel perfume embriagador.

—Están preparados para recibir nueva orden.

—Bien. Esperaremos —dijo agradecido cuando ese olor desapareció.

¿Habría alguna sirvienta en la mansión que pudiese nublar sus sentidos así? Nunca antes había sentido nada igual. Olido nada igual. Sacudió la cabeza, esperando borrar esa extraña sensación.

Esperaron un rato más en silencio, parados, ocultos, expectantes como dos tigres al acecho. Veinte minutos después salió el chico rubio de nuevo. Parecía tener prisa mientras se acicalaba el pelo con las manos.

—Caramba… La ha abierto de piernas, se la ha tirado y ya puede volverse a su casa —dijo Samael entre susurros—. Ha sido muy rápido, ¿no crees, Caleb?

Caleb lo miró de reojo y sonrió.

—Dime, ¿cuál va a ser tu venganza hacia ella, Cal? —le preguntó Samael alzando una ceja.

—Sea la que sea —miró de nuevo al frente y siguió con los ojos a Víctor—. Te aseguro que no voy a ser tan rápido. Durará —gruñó para sus adentros.

—Hagas lo que hagas déjanos verlo. El resto también queremos darle su merecido.

—No —dijo Caleb tajante.

—¿La quieres sólo para ti?

—Quiero humillarla y castigarla tanto como tú. Pero dijimos que tú te encargarías de Mikhail. No está en nuestra naturaleza maltratar de ese modo a una mujer. Pero haré lo que tenga que hacer para obtener la información.

—Así que no lo está, ¿eh? ¿Ni siquiera a una que está colaborando en la exterminación de los nuestros? —lo miró con furia—. Esa ramera también ha colaborado en el asesinato de mi hermano, Caleb. Thor era algo mío. También quiero mi parte del plato…

—Bien. Primero tú irás a por Mikhail. Yo iré a por Eileen —miró hacia la ventana de la habitación de ella—. Cuando me haya desahogado con ella, haremos un intercambio de parejas.

Por supuesto no pensaba hacerlo, pero si eso bastaba para aplacar a Samael… La chica iba a tener suficiente castigo con lo que él le iba a hacer y aunque el odio que sentía por ella y por su padre era muy grande tampoco permitiría usar con ella los mismos métodos de reducción que Newscientists utilizaba con los suyos.

Samael tomó aire y lo exhaló, relajando la espalda y la tensión de su cara.

—Bien. Eso me gusta más.

Otro coche llegaba al recinto. Un BMW negro. El chófer salió y abrió la puerta a un hombre alto y corpulento, de media melena blanca, nariz aguileña y barba recién afeitada.

Caleb y Samael se pusieron alerta. Era Mikhail.

El ambiente se espesó hasta tal punto que era difícil respirar. Podía palparse el odio a gran escala que emanaba de los dos cuerpos ocultos entre los pinos.

Víctor salió a su encuentro. Se dieron un fuerte apretón de manos e intercambiaron algunas palabras.

—¿Qué hay de él? —preguntó Samael mirando a Víctor—. ¿Nos lo cargamos también?

—Veremos… —respondió—. De momento tenemos a dos piezas que pueden llevarnos a muchos sitios. Pero puede que más adelante lo necesitemos.

Caleb que estaba a casi trescientos metros de distancia, agudizó el oído y escuchó la conversación.

—… Está bien, en su habitación —dijo Víctor.

—¿Todo normal? —preguntó Mikhail con interés.

—Como siempre —miró el reloj de su muñeca—. Tengo prisa, Mikhail. Hasta mañana.

Mikhail lo siguió con la mirada hasta que el Honda Civic se fue.

Caleb los estudió a ambos. Por el lenguaje no verbal que pudo observar no tenían una buena relación. Parecía que Mikhail lo coaccionaba de algún modo, se percibía la falta de confianza entre ellos.

Mikhail dirigió la mirada a los pinares y con sus ojos negros inspeccionó el perímetro. Inmediatamente entró cojeando en la casa.

—Samael —dijo Caleb sin perder de vista al cojo—. Avísalos a todos para que estén preparados. En cuanto entre Mikhail, entraremos nosotros. Diles que en media hora tengan los coches en la salida.

Samael asintió y se alejó para llamar por el transmisor que tenía pegado a la oreja.

Caleb inspiró profundamente mientras dejaba que su naturaleza fluyera como río de lava ardiente. Los ojos se le oscurecieron como la noche. Los colmillos blancos y brillantes se alargaron hasta rozar el labio inferior. Cualquiera que lo viera, aunque seguía siendo salvajemente bello, saldría corriendo.

No se iba a sentir orgulloso de lo que iba a hacer. Su misión era proteger a los humanos, no acecharlos. Sin embargo, ni Eileen ni Mikhail podían llamarse humanos para él. Ellos habían sido responsables del asesinato de su mejor amigo. Ellos, junto con el resto de las sociedades que capturan a personas con extrañas mutaciones genéticas sólo para la investigación y la explotación de sus facultades, como los vanirios, estaban exterminando su raza. No iban a quedar impunes, no lo iba a permitir. Sobre todo porque la humanidad también debía librarse de individuos como ellos, y él y los de su clan habían sido elegidos para proteger a la humanidad.

Lanzó un grito al aire. Calma. Necesitaba calmarse o no iba a disfrutar de la tortura. Tal y como habían visualizado, había un guardia en la entrada, dos guardaespaldas en el interior de la casa y tres pastores alemanes cercando el jardín.

Él podía comunicarse con los animales, aquel había sido su don otorgado, así que los perros estaban más que controlados. Sólo hacía falta reducir al guardia y a los dos armarios que vigilaban la seguridad interna de padre e hija.

Sonrió con malicia. Iba a ser fácil. Con gesto sereno, cogió impulso sobre sus piernas, los músculos se flexionaron y dio un salto por encima de los pinos. Su media melena negra ondeaba al viento, enmarcando un rostro felino y lleno de convicción. Se preparó para aterrizar sobre la cabina del guardia de seguridad.

Mikhail ordenó a la sirvienta que le ayudaba a quitarse el abrigo empapado, que le trajera un bourbon. Cada noche más de lo mismo.

Llegaba de los laboratorios, después de revisar tomas y tomas de sangre que se comportaban ante él como libros cerrados. Se sentaba en el sofá y se tomaba una copa.

¿Qué era científicamente hablando lo que hacía que esos monstruos tuvieran un ADN tan sumamente complejo? No podía dar con la solución y el no poder controlar las cosas lo enfurecía.

Se recostó sobre el sofá de piel marrón del amplio salón. El suelo del salón era de parquet oscuro. Una gran alfombra con motivos árabes decoraba la zona de estar. Cuatro figuras de piedra estaban colocadas estratégicamente en cada esquina de la sala. Figuras de guerreros de terracota, en posición de larga y eterna vigilia.

La sirvienta, rechoncha, rubia y de mejillas rosadas, le trajo el bourbon en una elegante copa de cristal, dejándola sobre la mesa de marfil blanca. Con un tímido asentamiento de la cabeza se fue dejándolo solo.

Mikhail tomó la copa entre sus dedos y observó el líquido ambarino removerse mientras la movía en círculos. Estaba cerca de conseguir algo. Los años pasaban y la larga espera debía llegar a su fin. Tenía que dar con el eslabón perdido, aquella diferencia entre ellos y los humanos.

Tomaba su primer sorbo cuando oyó unos ruidos extraños en el jardín. Se levantó del sofá con la mirada recelosa y apretó el comunicador plateado que había sobre la mesa.

—¿Daniel? —preguntó esperando respuesta—. ¿Va todo bien?

No se oía nada. No hubo ninguna contestación.

Mikhail dirigió la mirada al amplio ventanal que daba al jardín. No parecía haber nadie. Y los perros… ¿Por qué demonios no ladraban los perros?

—Jorge, Louise —gritó a los dos guardaespaldas para que acudieran a su lado.

Inmediatamente dos torres humanas, de talla XXXL, se colocaron detrás de Mikhail. Eran gemelos. Calvos, morenos y con muy malas pulgas.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó uno de ellos.

—No puedo contactar con Daniel. Uno de vosotros que vaya a ver si funciona su comunicador.

Jorge, que era ligeramente más alto, salió del salón en busca de Daniel. Al llegar al jardín vio tres cuerpos tirados en el suelo. Con el ceño fruncido se acercó a los bultos inanimados. Eran los pastores alemanes.

Se agachó a inspeccionarlos. No parecía que estuviesen heridos. Parecían… parecían dormidos. ¿Cómo era posible? Alzó la mirada para localizar la cabina de Daniel. Lo que vieron sus ojos lo asustaron. No había nadie en la cabina, no había ni rastro de Daniel.

De repente oyó pasos tras de él. Una presencia grande y poderosa. Se giró con cuidado, temeroso de hacer movimientos bruscos. Enfrente de él, un hombre de espaldas anchas, de su misma altura, pero más corpulento y con más pelo lo miraba con gesto frío y divertido.

—¿Buscabas esto? —dijo Caleb tirando a sus pies el cuerpo inconsciente de Daniel.

Jorge abrió los ojos con consternación mientras que Caleb se cruzaba de brazos y le sonreía. Daniel tenía un golpe muy feo en la cabeza.

El guardaespaldas miró a Caleb, lo miró a la boca para advertir no sin sorpresa que de sus labios caía un ligero hilo de sangre. Caleb se había cortado a sí mismo con sus colmillos, pero el humano creería que había mordido a su compañero.

Sus colmillos eran largos y afilados y su mirada negra con una aureola verde más clara de lo que ningún humano había visto jamás. Daba a entender que ese ser era letal. Y que él era el culpable del estado letárgico del guardia de seguridad. ¿Un vampiro?

Nervioso volvió sobre sus pasos a avisar a Mikhail de lo que pasaba, pero Caleb lo cogió de la pechera y lo alzó a medio metro del suelo.

—¿A dónde crees que vas?

—Por… por favor… dé-déjeme libre…

Caleb miró al hombre tembloroso y pálido que agarraba sus muñecas con fuerza.

—Muy bien —sonrió chasqueando la lengua—. Si eso es lo que quieres…

Con una fuerza sobrehumana lo lanzó a más de veinte metros de distancia, por encima de los árboles. Se oyó un golpe seco, un hueso roto y seguidamente un rugido de dolor. Caleb miró hacia donde lo había lanzado.

Utilizó su visión nocturna para ver como el cuerpo de Jorge, poco a poco, perdía el color del calor corporal. Se había quedado inconsciente.

Hizo un gesto con la cabeza a Samael para que entrara a buscar a Mikhail. De entre los árboles, corriendo a la velocidad del viento, Samael se dirigía hambriento a la casa. Mientras él se ocupaba de Mikhail y lo retenía Caleb iría a por la princesita.

Acto seguido miró hacia la torre donde estaba la habitación de Eileen. Volvió a impulsarse sobre sus talones y voló hacia el balcón. Cayó a cuatro patas y se dirigió a abrir la ventana. Allí estaba ella. Dormida.