EPÍLOGO Último curso

—Oye, aquí sale tu nombre. —El tono de Lindy es burlón mientras hace circular hacia atrás copias de la papeleta de votaciones del baile de año nuevo de Tuttle.

Sí, Lindy y yo volvimos a Tuttle. Me costó bastante convencer a papá para que nos permitiera regresar a la escuela, pero nuestros compañeros de clase nos volvieron a aceptar en el redil. Siempre y cuando los comentarios a mi espalda que aseguraban que no había aprobado el curso en el internado, que había estado implicado en un escándalo con la hija del director o que había sufrido un ataque de nervios puedan considerarse un recibimiento caluroso.

Debe de haber sufrido un ataque de nervios —oí cómo decía Sloane Hagen un día en que Lindy y yo pasamos por su lado en el pasillo—. O quizá se dio un golpe en la cabeza. ¿Qué otra explicación puede haber para que salga con esa?

Según parece, realmente me había creído cuando le dije que la llamaría si recuperaba mi aspecto anterior. En varias ocasiones le había oído decir que esperaba una llamada. Seguía esperando.

Le echo una ojeada a la papeleta. Pues sí, está mi nombre.

—Debe de ser una errata.

—Claro.

—No he visto a esta gente en dos años. ¿Por qué iban a nominarme para el baile de año nuevo?

—¿Puede que tenga algo que ver con el aspecto físico?

—Tal vez. Da igual. —Hago una bola con la papeleta e intento encestarla en la papelera. Fallo y me levanto para recogerla.

Pero el profesor llega antes que yo.

—Señor Kingsbury, creo que esto es suyo —dice—. En el futuro, no quiero tiradores de tres en mis clases de inglés.

—Sí, señor.

—En esta escuela no hay trato especial, Kyle. Con nadie.

—Sí, señor. —Saludo, me guardo la bola de papel en el bolsillo del pantalón y vuelvo a mi pupitre—. Capullo —le digo a Lindy en un susurro.

Lindy mira al profesor.

—Kyle quiere decir que lo siente mucho y que no volverá a ocurrir.

La gente a nuestro alrededor empieza a reírse por la bajo. Me doy cuenta de que casi nadie está rellenando la papeleta. Cuento tres bolas de papel esperando a que el profesor se dé la vuelta, dos aviones de papel y un origami, aparte de la gente que simplemente lo ignora y se dedica a escribir mensajes en el móvil.

—Por cierto, no tenemos que asistir al baile —le digo a Lindy—. Es muy aburrido.

Pero Lindy dice:

—Por supuesto que iremos. Quiero que me regales un ramo de verdad, una rosa del color que quieras, y ya tengo el vestido perfecto.

El profesor debe de considerar que ya hemos perdido suficiente tiempo no rellenando las papeletas porque decide empezar la clase, una hora de literatura inglesa que, al menos para Lindy y para mí, es materia antigua que ya dimos durante las tutorías con Will.

Al salir de clase, acorralo al profesor.

—Muy bonito. Aprovechándote de nosotros, ¿eh?

El señor Fratalli se encoge de hombros.

—Oye, no querrás que la gente me acuse de favoritismo solo porque vivamos en la misma casa.

—No me importaría. —Pero solo estoy bromeando. Levanto la mano y chocamos los cinco—. Te veo luego, Will.

—Será un poco tarde —dice el señor Fratalli… Will—. Esta noche tengo clase. No quiero pasarme la vida enseñando a mocosos como tú.

Will también va a clase. A la facultad de pedagogía, para ser profesor de inglés. Pero, por el momento, obligué a mi padre a que le escribiera una gran carta de recomendación para que le contrataran en Tuttle.

—De acuerdo —le digo—. Bueno, te guardaremos la pizza en el horno.

—Pensaba que teníais que estudiar y que no podríais ni pedir una pizza.

—Pues te equivocas. Esta clase, comparada con lo que solíamos hacer, es pan comido.

Después de la escuela, normalmente Lindy y yo cogíamos el metro hasta Brooklyn, donde aún vivíamos con Will. Mi padre me había ofrecido volver al apartamento de Manhattan después de la transformación, pero creo que los dos nos sentimos aliviados cuando le dije que no. Quería un lugar donde pudiera vivir con Lindy. Así que todos nos quedamos en la casa.

—¿Quieres que pasemos por Strawberry Fields? —le digo a Lindy cuando salimos de Tuttle. Lo hacemos algunos días, para disfrutar del jardín.

Pero hoy Lindy niega con la cabeza.

—Quiero ver una cosa en casa.

Asiento. En casa. Para mí continúa siendo una palabra a un tiempo extraña y hermosa, tener una casa a la que ir, un hogar donde la gente me quiere.

Cuando llegamos a casa, Lindy desaparece por las escaleras. Su habitación sigue estando en el tercer piso y oigo sus pasos encima de mi cabeza. Cojo el espejo que siempre guardamos en un lugar de honor en el salón, el espejo reconstruido que Kendra dejó aquí el día que se rompió el hechizo.

—Quiero ver a Lindy —le digo.

Pero, como sabía que ocurriría, solo veo mi rostro. La magia ha desaparecido, aunque sus efectos perdurarán para siempre. No me cabe ninguna duda de que, gracias a la magia, Lindy y yo estamos juntos.

Lindy baja unos minutos después.

—¿Dónde está? —dice.

—¿El qué? —Estoy devorando una bolsa de Cheetos y un vaso de leche. Finalmente, he descubierto dónde está todo en la cocina.

—El vestido de Ida —dice Lindy—. Lo voy a llevar en el baile.

—¿Quieres llevar eso?

—Sí. ¿Qué tiene de malo?

—Nada. —Cojo otro puñado de Cheetos.

—¿Lo dices porque no es nuevo?

Niego con la cabeza al recordar el comentario que le hice a Kendra.

—Por aquí la gente suele comprarse un vestido nuevo. —Me gustaría abofetear a aquel tipo, aunque claro, era yo mismo—. Es solo que… no sé si quiero que la gente vea… sepa… no importa. Está bien.

—¿Te arrepientes de no ir con una reina del año nuevo o algo así?

—Sí, eso es. No. No. Deja de hacerme preguntas estúpidas. No pasa nada.

Lindy sonríe.

—Entonces, ¿dónde está mi vestido?

Aparto la mirada.

—En mi habitación. Debajo del colchón.

Lindy me mira con expresión divertida.

—¿Y qué hace allí? ¿Te lo pones por las noches? ¿Por eso no querías que lo llevara en el baile? —Está bromeando, pero aun así…

—No. —Empiezo a bajar las escaleras para traerle el vestido. No espero que me siga, pero lo hace. Atravieso mis habitaciones, paso junto al jardín de rosas, levanto el colchón y sacó el vestido de satén verde del espacio que queda entre este y la estructura de la cama. Recuerdo los días en que solía oler su perfume, aunque no le contaría aquello a Lindy ni en un millón de años. Aun así, recuerdo el primer día que la vi con el vestido puesto. Tenía tanto miedo de tocarla. Sin embargo, aún no había perdido la esperanza de que algún día llegara a amarme—. Aquí lo tienes. Pruébatelo.

Lindy lo examina.

—Oh, tiene algunos hilos sueltos. Tal vez tengas razón y no deba ponérmelo.

—Puedes hacer que te lo arreglen. Llévalo a la tintorería. Pero antes pruébatelo. —De repente, ardo en deseos de verla de nuevo con el vestido.

Poco después lo vuelve a llevar puesto, y le queda exactamente como recordaba, el frío satén verde destacando su piel rosada y cálida.

—Guau —digo—. Eres tan hermosa.

Lindy se mira en el espejo.

—Tienes razón. Soy preciosa.

—Y modesta. Ahora tengo que pedirte algo.

—¿El qué?

Le ofrezco mi mano y le digo:

—¿Me concedes este baile?