7

Regresé a Nueva York. El tipo que debía cuidar de mis rosas resultó ser un inútil total. La mitad de las plantas estaban muertas y la otra mitad necesitaban una buena poda y solo crecía en ellas una rosa.

—Otro tipo de bestia se comería a ese tipo —le dije a Will.

Aunque no me importaba demasiado. Yo era el responsable de aquellas rosas, nadie más. Aquel desastre solo demostraba que me necesitaban. Era agradable sentirse necesario. Consideré la posibilidad de tener un perro; mejor un gato, ya que no hacía falta pasearlo.

Aunque lo más probable es que acabara como uno de esos viejos locos con cincuenta o sesenta gatos. Y, entonces, un día los vecinos se quejarían del olor y descubrirían que había muerto y que los gatos me habían devorado.

Aun así, sería agradable tener un gato. Siempre y cuando no escarbara cerca de mis rosas.

Por el momento decidí desmantelar el invernadero. Quería pasar los inviernos en el norte, y regresar allí cada primavera para sentarme en el jardín tapiado y disfrutar del sol.

Había empezado a planear una vida en la que siempre sería una bestia.

Sin embargo, cada noche le pedía al espejo que me mostrara a Lindy mientras dormía. Y cada noche me preguntaba si estaría soñando, si soñaba conmigo como yo soñaba con ella.

Supongo que Will también se preguntaba ciertas cosas, ya que un día me dijo:

—¿Sabes algo de Lindy desde que has vuelto?

Era el cuatro de mayo. Hacía un mes que había regresado a la ciudad y quedaban menos de dos días para el día. Estaba en el jardín con Will. Habíamos acabado de leer Jane Eyre. No le dije que ya lo había leído hacía unos meses, después de aquel día en el quinto piso con Lindy. Pensaba en aquel día continuamente, pese a que el vestido verde que había ocultado bajo mi almohada hacía tiempo que había perdido su perfume. Había sido un día perfecto, un día en que pensé que tal vez podría llegar a amarme.

—Nunca habría pensado que podría gustarme un libro titulado Jane Eyre —le dije a Will, cambiando de tema—. Sobre todo teniendo en cuenta que va de una valiente institutriz británica.

—A veces nos sorprendemos a nosotros mismos. ¿Qué es lo que más te ha gustado del libro?

—Bueno, te diré lo que no me ha gustado: Jane es demasiado buena. Amaba a Rochester, y no tenía nada en el mundo, ni familia, ni amigos, ni dinero. Creo que tendría que haberse quedado con Rochester.

—Pero él tenía a su mujer loca en el ático.

—Nadie sabía eso. Y ella era el amor de su vida. Si estás enamorado de ese modo, nada tendría que interponerse en tu camino.

—A veces la gente debe ocuparse primero de ciertas cosas. No sabía que eras un romántico, Adrian.

—Pues no tengo muchos motivos para serlo.

Will dio vueltas a su ejemplar de Jane Eyre que tenía sobre el regazo, esperando.

—La respuesta es no —dije—. No, no sé nada de Lindy.

—Lo siento, Adrian.

—Y eso me lleva a lo que me ha gustado del libro —dije mientras me aproximaba hasta donde había plantado mis rosas enanas. La «Pequeña Linda» se estaba recuperando bien—. Me ha gustado cuando Rochester y Jane están separados y él se acerca a la ventana y la llama por su nombre: «¡Jane! ¡Jane! ¡Jane!». Y ella le oye e incluso le responde. Así es cómo debería ser el amor verdadero; la otra persona debería ser parte de tu alma y deberías saber qué siente a todas horas.

Arranqué una rosa del arbusto y me la acerqué a la mejilla. Deseaba ver a Lindy en el espejo aunque para ello tuviera que darle cualquier excusa a Will, aunque no me amara ni me echara de menos. Pero era inútil que siguiera torturándome. Miré a Will.

—¿Qué leeremos ahora? Espero que sea algo bélico. O tal vez Moby-Dick.

—Lo siento, Adrian.

—Sí. Yo también lo siento.

La noche siguiente. Cinco de mayo. Las diez y media. Menos de dos horas. En aquellos dos años había perdido a mis amigos, a una chica que creía que me amaba, y a mi padre. Sin embargo, había encontrado a dos nuevos amigos de verdad: Will y Magda. Había encontrado una afición. Y había encontrado el amor verdadero. No me cabía ninguna duda, aunque ella no me correspondiera.

Sin embargo, mi rostro, mi horrible rostro, seguía siendo el mismo. No era justo. No era justo.

Aquella noche había luna llena, como la noche, meses atrás, en que le dije a Lindy que se marchara. Pero aquello era la ciudad, y, por tanto, no había estrellas sobre estrellas. Me acerqué a la ventana y la abrí. Sentía el deseo de aullar como había hecho aquella noche. Pero esta vez la llamé por su nombre.

—¡Lindy!

Esperé, pero no hubo respuesta.

Comprobé la hora. Casi las once. Y pese a saber que no había ninguna esperanza, no pude evitar recurrir a mi espejo, esta vez un poco más pronto de lo habitual. Lo sostuve en alto.

—Quiero ver a Lindy.

Antes de que apareciera su imagen, un grito rompió el silencio de la noche.

Era su voz. La habría reconocido aunque hubiesen pasado más de cien años. Pensaba que no volvería a oírla. Sonaba tan próxima. Corrí hasta la ventana y miré por ella, buscándola.

Entonces comprendí que el grito había salido del espejo.

Volví a cogerlo y lo sostuve a la altura de los ojos. Estaba oscuro, completamente oscuro, de modo que no podía ver prácticamente nada, ni el barrio ni la chica que gritaba. Me costó un poco pero, finalmente, me di cuenta de que estaba gritando mi nombre.

—¡Ayúdame! ¡Oh, por favor, ayúdame, Adrian!

A medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, empecé a distinguir ciertas formas, edificios. Había visto aquel barrio de día. ¿Qué hacía caminando por aquellas calles de noche? Sin embargo, cuando mis ojos enfocaron mejor, vi que no estaba sola. Una figura en sombras caminaba a su lado. Un hombre. La cogió por el brazo y la obligó a subir por las escaleras de un edificio de ladrillo con las ventanas tapiadas.

Salí a la calle y me puse a correr sin pensar en lo que estaba haciendo. No vi ningún taxi, aunque sabía que tampoco se detendrían. De modo que me dirigí a la estación de metro que había visto tan a menudo desde mi ventana pero en la que no había estado en más de un año. El espejo seguía en mi mano. La calle estaba iluminada por la luna y las farolas, y aunque ya era tarde, me abrí paso a través de una multitud que caminaba en la otra dirección.

—¿Qué era eso? —gritó alguien, y aunque todos se dieron la vuelta para mirarme, ya me había convertido en una sombra en la distancia. Corría con todas mis fuerzas tras una voz, la voz de la única persona en el mundo a la que podía escuchar cuando me llamaba por mi nombre.

No me había puesto el abrigo, de modo que solo llevaba unos tejanos y una camiseta, lo que dejaba muchas partes de mi cuerpo al descubierto. Avancé por la calle como una bestia para el mundo. Tal vez pensaran que era un disfraz. En aquella ciudad ocurrían cosas tanto o más extrañas continuamente. Pero estaba corriendo, y alguien gritó, otro me señaló. Continué adelante y, finalmente, desaparecí en el subsuelo.

Aquello tendría que haber sido el final. No era hora punta, y el metro no solía estar muy frecuentado las noches de verano. Salté por encima de la barrera. Era mi día de suerte: el convoy estaba en la vía. Tendría que haber estado vacío, pero algunos aficionados de los Mets regresaban a casa después del partido.

Crucé las puertas y me encontré con una marea de gente, cientos de personas ocupando todos los asientos disponibles, padres con sus hijos sentados en el regazo, gente agarrada a las barras metálicas, a la parte posterior de los asientos. Pensé que tal vez podría ocultarme entre la multitud. Intenté mezclarme entre ellos.

Y entonces oí un grito.

—¡Monstruo!

Era un niño pequeño. Tenía el rostro paralizado de terror.

—Intenta dormir, cariño. —Su madre le dio unas palmaditas en la espalda.

—¡Pero, mami, no! Es un monstruo.

—Venga, no seas tonto, cariño. Los monstruos no…

Entonces me vio. Sus ojos se cruzaron con los míos.

Y una docena, un centenar de ojos se posaron en mí.

—Debe de ser una máscara —dijo la madre.

Detrás de mí, alguien me agarró la cara, la cabeza. Me empujaba hacia atrás. No tenía opción. Tenía que sacar las uñas. Me di la vuelta.

Y empezaron los gritos.

—¡Bestia!

—¡Es un monstruo!

—¡Una bestia en el metro!

—¡Que alguien llame a seguridad!

—¡Llamen a la policía!

Poco después, los gritos me envolvieron completamente, los gritos que había intentado evitar durante dos años. Diversos cuerpos me rodearon, intentando atraparme, alejarse de mí. Los mantuve a distancia mostrando mis garras y mis dientes. La gente sacaba sus móviles. ¿Me arrestarían? ¿Me meterían en la cárcel, o en un zoo?

No podía permitirlo. Tenía que encontrar a Lindy.

Lindy.

Lindy me necesitaba. Los gritos continuaban elevándose a mi alrededor. Noté cómo alguien me golpeaba la espalda con los puños. Miré el espejo, intenté memorizar el edificio, la calle donde estaba ella, la dirección. Me abrí paso hasta la puerta del vagón. Más gritos, y cuerpos empujándome. El calor de una noche de mayo.

—¡No me comas!

—¿Viene la policía?

—No tengo línea. Demasiadas llamadas a la vez.

—¡No dejen que escape! —gritó la voz de un hombre.

—¿Lo dice en serio? ¡Que alguien lo saque de aquí antes de que se coma a alguien!

—Sí. Echadlo a la vía.

Me quedé inmóvil, paralizado de miedo, entre aquella multitud. No podía terminar de aquel modo. No podía morir cuando faltaba tan poco para volver a verla, para salvarla. Me había llamado. Aunque pareciera una locura, había oído su voz. Tenía que encontrarla. En cuanto lo consiguiera, me daba igual si vivía o moría. No me importaba.

Sabía lo que tenía que hacer.

Cuando el convoy se detuvo en una estación, me lancé hacia la salida. Un hombre intentó detenerme. Busqué un arma y recurrí a la única que tenía. El espejo. Lo levanté y golpeé al hombre con él en la cabeza. Oí cómo se hacía añicos. O tal vez fue su cráneo partiéndose por la mitad. O ambas cosas.

Los restos del espejo se esparcieron por todo el vagón. La gente empezó a correr en todas direcciones. Más gritos. El ruido era tan ensordecedor que casi no pude recordar el silencio que había dominado mi vida durante tantos meses. Dejé caer al suelo lo que quedaba del espejo, sabiendo que con él perdía toda posibilidad de volver a ver a Lindy.

La multitud volvió a cerrarse a mi alrededor. Me abalancé sobre ellos con un rugido aterrador y algunos huyeron. Me puse de cuatro patas, adoptando la posición que me hacía más rápido, más feroz. Corrí hacia la salida.

—¡Echadlo a la vía! —volvió a gritar alguien.

—¡Sí! Echad al monstruo a la vía.

Cuerpos, empujones, su calor, su olor. Las puertas se cerraron y el convoy empezó a moverse. La gente no dejaba de empujarme. Sabía que en cuanto el metro saliera de la estación, conseguirían lanzarme a la vía y contenerme hasta que llegara la policía. O el próximo convoy.

De no ser por Lindy, no me hubiera importado.

Durante dos años había luchado por controlar mis instintos animales, reteniendo las garras, cubriendo mis colmillos. Ahora todo aquello llegaba a su fin. Tenía los colmillos al descubierto, las garras preparadas. Me abrí paso entre la multitud. No era un hombre, sino un león, un oso, un lobo. Mis rugidos resonaron por toda la estación, cubriendo los otros ruidos, los convoyes, la gente. Mis garras se clavaron en carne humana y la multitud se desbandó. Si me atrapaban, lo más probable es que me mataran. Continué avanzando entre la gente y empecé a correr, o, mejor, a saltar. Sí, avancé a grandes zancadas como un animal hasta llegar a las vacías escaleras que daban acceso a la calle.

En el exterior reinaba el silencio. No por mucho tiempo. Continué avanzando a cuatro patas porque era el modo más rápido y seguro. A aquella hora, casi medianoche, había poca gente en la calle. Sin embargo, incluso algunos tipos duros que pertenecerían a alguna banda, se apartaron cuando pasé por su lado.

Ya no tenía el espejo para guiarme, tan solo la memoria, la memoria y el instinto animal. Recordaba dónde estaba Lindy. Recordaba sus gritos. Volví a oírlos, y esta vez no solo en mi cabeza. Una calle más. Otra. Sabía que seguían persiguiéndome. No me importaba. Nadie podría atraparme. Los gritos de Lindy me llevaron a un callejón y a una calle secundaria, a una puerta y a una escalera. A una habitación.

Allí me detuve.